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Los placeres del Gran Kan
Su vientre cuelga flácido sobre sus muslos. Sus rollos de grasa brillan a la luz de las linternas rojas de papel de arroz. Ni siquiera ve a la jovencita ocupada en mimar su tallo de jade. Tampoco esta noche, lo sabe muy bien, estará a la altura de su reputación de ogro; sin embargo, la mantiene con mucho cuidado. Puesto que no se complace ya en nada, se ha vuelto excesivo en todo. Busca esa efímera chispa con una especie de locura precisamente porque no la encuentra ya. Cada vez que las muchachas entran en la alcoba, decorada como un burdel de Hangzhu, experimenta una sensación de poder. Ellas avanzan con los ojos bajos, en prietas hileras, a pequeños pasos, temblorosas. Aquel espectáculo es ya en sí un baño de juventud.
Una gota de sudor le hace parpadear. Sus ojos le comienzan a picar. Echa hacia atrás la cabeza, cierra los ojos. Le llega el olor de su propia transpiración, que le parece delicioso. En otros momentos, por el contrario, le disgusta. Sus articulaciones le hacen sufrir pero, antes de que finalice la noche, las habrá olvidado por un tiempo. Hasta la próxima noche. Se pasa la lengua por la desnuda encía. La víspera le arrancaron otra muela más y el sabor de la sangre sigue en su boca. El sabor de la sangre… Hace ya mucho tiempo que sus manos no se cubren con ese velo escarlata. Y sin embargo, no le ha abandonado la extraña embriaguez que le rebaja al nivel de las bestias. Se pregunta si su afición por las jóvenes vírgenes no procede de ahí. Aunque le guste su olor, prefiere sobre todo el que tienen después, ese perfume que las hace mujeres de pleno derecho, ya domadas, a las que no vacila en poseer y maltratar. Mira sus manos, casi apetitosas, enormes, blancas, de afilados dedos. Con el paso del tiempo —sólo con el paso del tiempo, pues desde su acceso al trono no han tocado mucho el cuero de las riendas— se han vuelto tan callosas que ha perdido la sensación del tacto. Tiene que amasar durante mucho tiempo el cuerpo de las mujeres para intentar encontrar la memoria de las caricias prodigadas antaño con pasión.
La muchacha que se encarga de él pasa la prueba a las mil maravillas. Podría hacer que le arrancaran los dientes delanteros para que la cosa fuera más suave aún. Ella se aplica en la tarea, como buena obrera. Sin embargo, él sabe ya cuál escogerá para cerrar la noche. La ha descubierto mientras las jóvenes se presentaban, de rodillas ante él. Es una pequeña china que debe de medir la mitad que él. Sus pies vendados le dan una gracia extraordinaria. Aunque él repruebe esa práctica bárbara para sus esposas, más de una vez se ha dejado seducir por mujeres poseedoras de los «lotos de oro». Ésta tiene los pies tan minúsculos que apenas parecen mayores que unos brotes de bambú. Pueden caber fácilmente en su mano. Ese mero pensamiento le basta para recobrar un vigor del que la joven obrera, arrodillada ante él, se atribuye sin duda el mérito.
Le duele la cabeza desde que comenzó la jornada. Esperaba que la dulzura de la noche apaciguaría su malestar. Pero no es así. Cada movimiento de su cabeza es una tortura. Sólo cuatro vírgenes le han sido presentadas. Peor para las dos que quedan. No tiene el valor de ofrecerles lo que temen recibir.
Con un gesto, despide a la muchacha arrodillada, que se aleja de él con una profunda reverencia, agradeciéndole el honor que le ha hecho. Sin una palabra, él hace una seña a la presa que ha elegido para la noche. Ella avanza, respetuosa, inclinada. Las demás, bien entrenadas por las viejas concubinas, saben lo que deben hacer. Se mantienen a respetuosa distancia, disponibles para responder a una orden cualquiera de su señor.
Indica el vasto lecho cuyas sábanas de seda roja se abren como una herida. La muchacha, dócil, se arrodilla junto a la almohada. El abandona penosamente su ancho sillón. Sus rodillas crujen, fatigadas por el peso que deben sostener. Sus muslos, enormes como las columnas de un templo, se frotan el uno contra el otro. Sus riñones le hacen sufrir horriblemente. Se oprime el pecho, resoplando. Escupe en un bol de cobre previsto para ello. A su vez, se acerca a la cama, se apodera de un tallo de verdadero jade para que supla el suyo. La doncella tiembla de los pies a la cabeza. El da una palmada. Ella se arrastra, obediente, hasta tenderse en el lecho. Su seno se levanta a un ritmo enloquecido. La transparencia de su vestido permite adivinar sus formas juveniles. Él se arrodilla sobre ella. Ella deja escapar un gemido. El comienza a acariciarla y se demora en ello. Sus manos están húmedas sobre los frescos muslos. Aprieta en su puño los pequeños pies. Ella está absolutamente inmóvil, pero con el cuerpo crispado como un árbol seco, dispuesto a quebrarse. La mano imperial sube a lo largo de sus caderas, se apodera de sus pechos, demasiado menudos para la inmensa palma. Unas lágrimas brotan de los párpados cerrados de la muchacha. ¡Cómo debe luchar para contenerlas! El experimenta un sentimiento cercano a la compasión. Se esfuerza por mantener el rostro en la penumbra, pero eso no siempre basta. Lentamente, comienza a desgarrar las ropas de la muchacha. El susurro de la seda es suave en sus oídos. El cuerpo de la doncella se sacude en incontrolables espasmos. Él se deja caer sobre ella, dispuesto a abrirle los muslos que ella mantiene apretados con fuerza. De pronto, con una rapidez que le sorprende, la joven le rechaza. Viendo que no consigue escurrirse de la cama, comienza a golpearle con los puños, haciendo ostensible su rebelión. Él no le presta atención, como si estuviera ausente de la escena. Se ve tendido sobre aquella infeliz y siente por ella una inmensa compasión. Aspiraba a hacerle compartir su imperial placer, pero, para ella, es sólo un vejestorio enorme y hediondo. Sin embargo, si la muchacha supiera qué joven se siente su corazón… En su envoltura carnal, alberga el ardor de un potro de las estepas. Los budistas, sin embargo, preconizan que es preciso despegarse del cuerpo. De todos modos, llegará un día en que no volverá a levantarse. Abandonará ese cuerpo demasiado molesto ya para dirigirse a las tierras de caza de sus antepasados. Se hará enterrar como su glorioso antepasado, Gengis Kan, al pie de los montes Altai, en un lugar secreto, para que nadie conozca el emplazamiento de su tumba. Y todos los que dirijan la mirada al cortejo fúnebre serán castigados con la muerte. ¿Qué quedará de él, pues? ¿Del Gran Kan Kublai?
Antes de que haya podido agarrarla por las muñecas, ella consigue arañarle el rostro. Eso consigue indignar a Kublai que, presa de una cólera imperial, toma un látigo y azota a la chiquilla hasta que, agotado por el esfuerzo, cae pesadamente. Con los ojos cerrados, nota que el sueño le vence. Por primera vez desde hace meses, ha sentido furor y emoción. Tendrá que pensar en no despedir a la ingenua que ha logrado semejante hazaña.