8
En las semanas que siguieron, Atrus cayó profundamente cautivado por el hechizo de su padre. Por las mañanas trabajaba duro, reparando las paredes y las sendas de la isla de múltiples niveles. Por las tardes, una vez se había bañado y había comido, se sentaba ante su pupitre en la gran biblioteca, mientras Gehn le enseñaba los rudimentos de la cultura D´ni.
Muchas de las cosas que Gehn le enseñaba le resultaban familiares debido a sus propias lecturas y a las cosas que Anna le había contado con el paso de los años, pero había también muchas cosas de las que nunca había oído hablar, de manera que guardaba silencio. Además, ahora que sabía que aquello era real, incluso aquellas cosas que ya conocía parecían transformadas: sencillamente distintas porque eran verdaderas.
Llevaba varios días dándole vueltas a la cuestión de por qué el agua en el extremo norte de la isla no contenía el plancton que proporcionaba luz y había llegado a localizar el problema con los residuos que procedían de una vieja tubería que bajaba desde el estudio de su padre. Había tomado muestras de aquellas aguas residuales, encontrando en ellas rastros de plomo y de cadmio; productos que, evidentemente, estaban envenenando al plancton. Al no tener el equipo para hacer un filtro decidió, dado que los residuos no eran más que un goteo, que lo mejor sería taponar del todo la tubería. Estaba ocupado en eso aquella mañana, en los escalones por debajo del dique, inclinado para colocar la pequeña tapa de piedra que había confeccionado para cerrar la salida de la tubería, cuando Gehn salió a verle.
—¿Atrus?
Se volvió. Su padre estaba en lo alto de los escalones, vestido y calzado como para emprender un viaje, y miraba por encima del mar en dirección a la gran roca y a la ciudad que había tras ella.
—¿Sí, padre?
—Tengo una nueva tarea para ti.
Atrus se enderezó, arrojó la herramienta de acero que había estado usando al saco que tenía al lado y esperó a que su padre dijera algo más.
Gehn se volvió, pasó los dedos por su cabello blanco ceniza y luego miró a Atrus.
—Quiero que vengas conmigo a la ciudad, Atrus. Quiero que me ayudes a encontrar algunos libros.
—¿La ciudad? ¿Vamos a ir a la ciudad?
Gehn hizo un gesto afirmativo.
—Sí, así que será mejor que vayas a cambiarte. Te harán falta las botas. Y trae también tu mochila.
Atrus vaciló un instante, luego hizo un breve gesto de asentimiento a su padre, recogió las herramientas y subió corriendo los escalones.
—Bajaré al muelle a preparar el bote —dijo Gehn, apartándose para dejar pasar a su hijo—. Nos veremos allí. Y date prisa. Quiero estar de vuelta antes de que se haga de noche.
Cuando Atrus bajó por la escalera de caracol para salir a la caverna de techo bajo que albergaba el muelle, Gehn estaba en la popa del bote, con la mano en la amarra, dispuesto a soltarla.
Desde la noche en que llegaran a K´veer, Atrus no había salido de la isla. Y no había pasado un día en todo ese tiempo sin que mirase a la lejana ciudad D´ni y soñara con ir a ella.
Subió a bordo y miró a su padre, esperando instrucciones.
—Siéntate ahí —dijo Gehn y señaló el banco bajo que dividía en dos la embarcación de poco fondo—. Y procura no asomarte demasiado por la borda. No quiero tener que sacarte del agua.
Asintió, obediente a las palabras de su padre.
Mientras Gehn soltaba amarras y hacía virar el bote para atravesar la estrecha entrada con la ayuda de la pértiga, Atrus se volvió en su asiento y miró en dirección a la enorme extensión del mar naranja, más allá de los islotes esparcidos, hacia la capital D´ni, viendo una vez más sus niveles abarrotados que trepaban por la pared de la caverna, perdiéndose en la oscuridad.
Era antigua. Más antigua que cualquier cosa imaginable.
Cuando salieron a aguas abiertas, Atrus se volvió para ver la isla de Gehn que surgía ante su vista. El día que llegaron estaba demasiado agotado para captar todos los detalles, pero ahora contemplaba fascinado la isla, y veía K´veer por primera vez en su conjunto.
A estas alturas conocía cada habitación y cada pasillo, cada escalera y terraza de la extensa mansión de múltiples niveles, pero al verla a cierta distancia encajó por primera vez todas las piezas en el conjunto, comprendiéndolo; se dio cuenta de cómo la forma espiral había venido determinada por la roca en la que había sido edificada.
A unos cuatrocientos metros de distancia, sus oscuros muros de piedra —derruidos en algunos lugares, reconstruidos en otros— resplandecían casi como metal a la luz que venía de abajo.
Era una visión extraña, misteriosa, pero también lo eran todas las cosas que habían visto sus ojos en aquel lugar. Además, la sensibilidad de sus ojos, que había hecho que tuviera que protegerlos del resplandor del sol del desierto, aquí era una clara ventaja. Aquella luz le resultaba tranquilizadora… casi natural. Quizás el hecho de que él era en parte D´ni hacía que sus ojos fueran tan sensibles. Lo que sí sabía con seguridad es que aquí abajo no había tenido que utilizar sus lentes, excepto como lentes de aumento.
Atrus miró a su padre y se dio cuenta por primera vez de lo absorto que estaba. Con su propia excitación, no se había fijado en el estado de ánimo de su padre. Mientras le miraba, Gehn hizo una mueca como si algún pensamiento horrible le hubiera pasado por la cabeza, luego tiró con fuerza de los remos, moviéndolos por la superficie del agua.
Atrus volvió de nuevo a fijarse en la ciudad. Las aguas cercanas estaban salpicadas de islitas, cada una coronada por una mansión extensa y oscura, cada uno de aquellos antiguos edificios con una forma distinta y única, y todos ellos en ruinas.
En una de las islas más grandes se había edificado una extraña fortaleza de formas angulosas en la cara de un enorme acantilado, incrustada, al parecer, en la roca; un conjunto de torres y agujas y de muros con grandes contrafuertes. Bajo ella, el acantilado caía en picado ciento cincuenta metros hasta el mar inmóvil.
Atrus dejó escapar un largo suspiro, consciente más que nunca de la desoladora magnificencia de aquel lugar.
Mientras se abrían paso por el último de los estrechos canales hacia el mar abierto, miró a su derecha, atraído por una turbulencia en el agua, a unos cuatrocientos metros de distancia. Sobre el agua se veía una especie de neblina, como arena arrastrada por el viento, que arrojaba una sombra errática sobre la superficie naranja. La neblina se acercó, atraída quizá por el lento avance del bote en las aguas ricas en plancton.
Cuando estuvo a unos cincuenta metros del bote, Atrus se puso de pie con la boca abierta, contemplándola; luego miró a Gehn, pero su padre no parecía haberse dado cuenta.
—¿Qué es eso? —preguntó, intrigado al ver diminutas formas resplandecientes dentro de la nube.
Gehn miró.
—Ah, eso… son una especie de libélulas. Se alimentan de diminutos insectos que viven en el plancton.
Atrus asintió y volvió a mirar, contemplando maravillado la nube de insectos que se deslizaba justo a popa en la estela de su bote, incapaz de seguir su avance. Estaba a punto de desviar la mirada cuando, de repente, el agua se agitó con violencia debajo de la nube y un hocico largo y delgado se asomó, acuchillando el aire. Un instante después, el agua bajo las libélulas comenzó a burbujear y agitarse cuando una muchedumbre de peces de brillantes colores entraron en un frenesí alimentario.
En menos de treinta segundos la nube desapareció y el agua volvió a quedar en calma.
—¿Y ésos? —preguntó Atrus. Su voz era casi un susurro.
—Peces —respondió Gehn en un tono que parecía implicar aversión—. Aquí, lejos de las islas, el agua es mucho más profunda. Por lo general habitan en las profundidades, pero de vez en cuando salen a la superficie a comer.
—Entiendo —dijo Atrus en voz baja, preocupado de pronto por las plácidas aguas que les rodeaban y observando a través de las aguas claras pero resplandecientes la presencia de sombras mucho mayores que se movían en las profundidades.
Inquieto, apartó la vista e intentó concentrar su mente en otra cosa.
Libros… Su padre había dicho que iban a buscar libros. Pero Gehn tenía libros de sobra. ¿Para qué quería más?
—¿Cuánto tardaremos en llegar? —preguntó.
—No demasiado —respondió con paciencia Gehn, mientras remaba con regularidad y al parecer sin cansarse.
Atrus asintió. Durante un rato estuvo revolviendo su mochila, luego miró otra vez a su padre.
Gehn le observaba, con sus grandes ojos entrecerrados.
—¿Qué ocurre ahora, Atrus?
Atrus tragó saliva, y luego preguntó lo que había estado pensando.
—Los libros… ¿Qué hay tan especial en los libros? Dijiste que ya no se podían hacer. No comprendo.
El rostro de Gehn no mostraba ninguna expresión.
—Todo a su debido tiempo. Ahora, lo único que tienes que hacer es encontrarlos.
Atrus se quedó adormilado durante un rato. Con un estremecimiento se despertó, sorprendido de encontrarse todavía en el bote, todavía virando. Bostezó, estiró el cuello y miró a su padre.
Gehn sonreía, tenso.
—Por fin te has despertado. Mira. Justo detrás tuyo. Casi te lo pierdes.
Atrus se puso de pie, se dio la vuelta… y se encontró con la ciudad ante él, que parecía llenar todo el horizonte, sus antiguos edificios trepando, nivel tras nivel, hacia el gran techo de la caverna.
Y justo frente a él, un arco; mucho más grande que cualquiera de los que viera en su viaje de descenso, Comparado con otras muestras de arquitectura D´ni que Atrus había visto, parecía tosco, hecho como estaba de bloques sin adornos, pero cada bloque tenía el tamaño de una gran mansión, y el conjunto una altura de diez bloques, con una entrada tan grande que incluso la más grande de las islas podría haber pasado por debajo con facilidad.
—El Arco de Kerath —dijo Gehn con orgullo, mirándolo.
—Kerath… —susurró Atrus, y la simple mención del nombre de su héroe le provocó un escalofrío.
—Todos los reyes D´ni navegaban por este arco —dijo Gehn— Se les enviaba a las tierras del sur para que aprendieran las artes de la monarquía; luego, transcurrido un año, venían aquí para ser coronados en la fachada del puerto, ante la Casa del Senescal. Un millón de ciudadanos contemplaba la ceremonia, y tras ella había un mes entero de festejos.
«Y aun así, lleva el nombre de Kerath —pensó Atrus—. Porque fue el más grande».
Al pasar navegando lentamente bajo el arco, Atrus vio que la piedra estaba manchada, picada, envejecida, no como envejecían las rocas del desierto, por la acción de la arena y el viento, sino como una piedra que se hubiera secado y tensado.
«Este arco ha resistido durante incontables miles de años», se dijo, recordando, mientras lo hacía, la historia del regreso de Kerath a D´ni, a lomos del gran saurio. Ahora, naturalmente, tendría que cambiar la imagen mental que se había formado; imaginarse a Kerath que regresaba, no a través de un desierto, sino a través de un vasto mar abierto, con el saurio que quizá descansaba tranquilamente bajo él, en la nave.
El pensamiento le hizo fruncir el ceño y se preguntó cuántas cosas más había imaginado de manera equivocada. Tre´Merktee, por ejemplo, el Lugar de las Aguas Envenenadas, ¿existía todavía? Se volvió y miró a su padre, pero antes de poder hacer la pregunta, Gehn habló de nuevo.
—Debes permanecer cerca de mí esta primera vez, Atrus, y no alejarte. Hoy debemos confinar nuestras exploraciones a un único sector de la ciudad.
Gehn señaló a la derecha de Atrus, mostrando una parte de la ciudad que no estaba lejos del puerto principal.
—Allí efectuaremos nuestra búsqueda, en el distrito J´Taeri. Con suerte, encontraremos lo que buscamos en la Biblioteca Pública.
Atrus asintió, luego se adelantó a la proa para ver cómo la ciudad aparecía lentamente bajo el arco. Frente a ellos se veían enormes muros de mármol blanco agrietado dispuestos en tres pisos, como gigantescos escalones, rodeando todo el puerto.
A intervalos a lo largo de la bocana, se habían alzado en tiempos una serie de enormes estatuas —cada una varias veces del tamaño de un hombre— de cara al arco, pero ahora sólo quedaban dos, e incluso éstas estaban agrietadas y dañadas. El resto habían sido derribadas de sus pedestales y sus fragmentos yacían sobre las losas de mármol o en el fondo del mismo puerto, con brazos y piernas rotos, del tamaño de columnas, que sobresalían de la brillante superficie.
Detrás de las estatuas, en el otro extremo de una plaza de impresionantes dimensiones, se alzaba lo que parecía un inmenso templo porticado, con quince columnas de piedra blanca que sostenían lo que quedaba de una enorme cúpula. Más allá, la ciudad trepaba, nivel tras nivel de calles y edificios, de pasarelas cubiertas y delicados arcos, sin que ningún nivel fuera igual que el anterior.
Desde lejos, la ciudad había parecido una masa amorfa de piedra. De cerca, sin embargo, mostraba una complejidad y una variedad que resultaban sorprendentes. Incluso el color de la piedra cambiaba cuando la mirada recorría en dirección ascendente aquel enorme cuenco de arquitectura confusa: los niveles inferiores de gris pizarra o de un marrón rojizo apagado y los niveles superiores del mismo negro con rayas rojas que se había utilizado para las mansiones de las islas y para la Puerta Interior.
Lo que también podía apreciarse de cerca era el tremendo grado de destrucción que la capital D´ni había sufrido. Dondequiera que Atrus mirara, se encontraba con las evidencias de la ruina y el colapso. De hecho, apenas había un edificio que no estuviera dañado de una forma u otra.
Bajó la vista, mirando a través del agua diáfana. Muy abajo, a tanta profundidad que más parecían sombras que cosas reales, vio los restos de la gran flota de barcazas mercantes que en un tiempo ancló aquí.
—¿Fue el terremoto lo que mató a la gente? —preguntó Atrus, mirando a su padre.
Gehn no le hizo caso, concentrado en la tarea de acercar el bote a uno de los grandes pilares de piedra que sostenían el malecón. Detuvo la pequeña embarcación junto al pilar. Una escalerilla de cuerda colgaba desde el malecón, pegada al costado de la piedra agrietada.
Miró a Atrus y le hizo señas de que subiera por la escalerilla; mientras Atrus trepaba él mantuvo tensa la escalerilla. Cuando Atrus estuvo casi arriba, ató la amarra al final de aquélla y comenzó a trepar a su vez.
Atrus subió al malecón, más impresionado por cuanto le rodeaba ahora que verdaderamente lo tenía delante que cuando habían entrado navegando en el enorme puerto. Volvió a mirar la imponente silueta del arco de Kerath, que dominaba la cuenca natural del puerto, luego giró lentamente en redondo.
Gehn trepó hasta colocarse a su lado.
—Vamos, Atrus, aprovechemos el tiempo. —Señaló en dirección a la cúpula destrozada, al otro lado de la plaza—. Nuestro destino está por allí.
En otros tiempos, la gran plaza debía de haberse mantenido inmaculadamente conservada, pero ahora estaba salpicada de enormes fragmentos de piedra que habían caído de la ciudad. En algunos lugares, enormes grietas recorrían el pavimento de mármol en zigzag, mientras que en otros el suelo sencillamente desaparecía en diminutos cráteres.
La Casa del Senescal era un ejemplo de desolación. La gran cúpula había desaparecido en sus dos terceras partes, y sólo quedaban intactos tres de los quince grandes fragmentos curvos de tejado; las grandes puertas se habían desprendido de sus goznes. En el interior quedaban muestras de que las habitaciones y pasillos habían sido víctimas del fuego, seguramente mucho antes de que sucediera la tragedia final. Sobre sus cabezas, las vigas quemadas se recortaban contra el pétreo cielo.
Atrus contemplaba la espalda de su padre y se preguntaba qué hacían dentro de aquel palacio en ruinas, pero Gehn apenas si miraba a su alrededor, y avanzó directamente por el pasillo principal para luego girar a la derecha y entrar en una pequeña habitación en la parte trasera del edificio.
Parecía una especie de alacena.
Atrus vio que Gehn se acercaba a una de las estanterías, metía la mano por detrás de ella y parecía tirar de algo. Se oyó un sordo sonido metálico, como si algo estuviera deslizándose bajo sus pies.
Gehn se volvió, con una breve sonrisa dibujada en su rostro, luego atravesó la habitación, se coló detrás de un largo obrador de piedra, apoyó las palmas de las manos contra la pared, moviéndolas adelante y atrás, como si buscara algo.
Con un gruñido de satisfacción, flexionó los hombros y empujó. De inmediato, toda una sección de la pared retrocedió y se desplazó a un lado, escondiéndose en un nicho en la roca que había detrás.
Un pasaje oscuro que ascendía abriéndose paso en la roca quedó al descubierto.
Todo se había hecho con tan poco esfuerzo, tan en silencio, que Atrus se quedó parado un momento, mirando con incredulidad.
Gehn se volvió y le llamó.
—¡Vamos, chico! ¿A qué esperas?
Atrus se acercó y entró en el pasaje, pero se detuvo, incapaz de ver a más de un par de metros delante de él.
—Toma —dijo Gehn, y le puso una linterna en una mano y un mármol de fuego en la otra.
Atrus se agachó, con la linterna en equilibrio sobre la rodilla, mientras colocaba el mármol de fuego; cuando comenzó a brillar, se enderezó. Al volverse, vio a su padre encender su linterna y luego mirarle.
Bajo aquel intenso resplandor azul, los ojos de Gehn parecían enormes y antinaturales. Al fijar en ellos su mirada, Atrus se dio cuenta de hasta qué punto su padre seguía siendo un desconocido, incluso después de todas las semanas transcurridas. Seguía sabiendo tan poco acerca de él…
—Yo iré delante —dijo Gehn, sin percatarse al parecer del detenido escrutinio de su hijo—. Pero no te alejes de mí, Atrus. Los túneles son como un laberinto. Si te retrasas y me pierdes de vista, es muy posible que nunca encuentres la salida.
Atrus asintió nervioso y cuando su padre pasó junto a él y comenzó a subir por la curva del túnel, se apresuró a seguirle.
Detrás de Atrus se escuchó el chirriar de la piedra cuando la pared volvió a ocupar su sitio. Un golpe sordo resonó túnel arriba, a sus espaldas.
A ambos lados se abrían nuevos pasadizos, unos que subían, otros que bajaban, pero Gehn siguió avanzando en línea recta. Pasaron más de diez minutos antes de que se detuviera Se volvió para asegurarse de que Atrus estaba con él y señaló una estrecha escalera.
—Es una larga ascensión —dijo—, pero resulta más rápido que intentar llegar por los callejones.
Subieron y subieron las escaleras, torciendo primero a la derecha y luego a la izquierda, como si siguieran una falla natural en la roca. Brevemente, el pasadizo se ensanchó en una estrecha cámara con una galería por encima y con bancos de piedra tallados en la roca; luego siguió, en una pendiente aún más empinada.
—Ya falta poco —dijo Gehn por fin, cuando la escalera terminó y salieron a un túnel relativamente llano.
—¿Quién hizo estas sendas? —preguntó Atrus, observando las palabras y dibujos tallados en aquel fragmento final de pared.
—Eso —respondió Gehn— es un misterio. Cuando hay gente que lleva en un lugar tanto tiempo como los D´ni estuvieron aquí, se hacen muchas cosas cuyos motivos bien son desconocidos, bien se pierden en la noche de los tiempos. Dicho esto, imagino que aquí hubo túneles desde el principio. Algunos sabios, entre ellos el gran Jevasi, argumentan que la pared de la caverna está tan repleta de ellos que si alguien decidiera excavar uno más todo el complejo se vendría abajo.
Atrus entrecerró los ojos, imaginando aquello.
Delante se entreveía luz anaranjada. Fue aumentando en intensidad hasta que Atrus vio la salida del túnel arriba.
Salieron a una habitación estrecha y sin amueblar. Sobre sus cabezas, el techo no existía. Se podía mirar directamente al techo de la gran caverna. Atrus sabía que así era el estilo D´ni. Muy pocos de sus edificios —residencias oficiales como la Casa del Senescal— tenían techos, los demás eran descubiertos. Al fin y al cabo ¿qué necesidad había de techumbre cuando nunca llovía ni había variación alguna en la temperatura? Como mucho, una típica vivienda D´ni tendría una gruesa toldilla en su piso más alto, y algunos de los edificios de dos o tres pisos ni siquiera eso y sus ocupantes dormían y se bañaban en los pisos inferiores.
La habitación daba a una pequeña galería. A la derecha, unos escalones bajaban a un estrecho callejón. Atrus se acercó a la barandilla, contempló la vía pública desierta, fascinado por el revoltijo de edificios en piedra gris que tenía ante sí, por el laberinto de pasarelas, escaleras y caminos cubiertos.
Siguieron adelante; sus talones resonaban sobre la gastada piedra. El estrecho callejón torcía a la izquierda, subiendo lentamente entre altos muros que, en algunos sitios, estaban agrietados o derrumbados. Tras aquellos muros se encontraban una serie de mansiones de imponente aspecto, casi ninguna derruida, lo que era sorprendente, y eso hizo pensar a Atrus que habían sido construidas para resistir aquellos embates.
Era un lugar extraño y fascinante, y mientras caminaba, escuchó en su cabeza una voz conocida, haciendo la misma pregunta de siempre.
Atrus, ¿qué es lo que ves?
Titubeó, luego pensó:
Veo pintura gastada en las paredes. Veo tablones en las ventanas y montones de desperdicios que no se han tocado en treinta años. Veo… desesperación y abandono. Signos de habitación compartida. Sillas de manos abandonadas y ropa lavada hecha harapos colgada en cuerdas raídas.
Bien. ¿Y qué conclusión sacas?
Miró una vez más a su alrededor, luego respondió mentalmente a Anna.
Las mansiones son viejas y distinguidas, de una época en la que quizás éste era un lugar respetable para vivir, incluso estaba de moda, pero en épocas más recientes debió de ser un distrito pobre un lugar en el que abundaba la miseria, antes incluso de que el gran terremoto hiciera lo peor.
Bien. Entonces, ¿por qué ha venido aquí tu padre? ¿Qué puede querer de un lugar como éste?
Libros, respondió en silencio, pero no parecía una razón de peso. ¿Para qué querría su padre más libros?