13

Dentro de la tienda, Atrus estaba frente a su padre, de pie y con la cabeza gacha, mientras la lluvia tamborileaba sobre la lona. Los aterrorizados isleños habían huido a sus chozas mientras la tormenta seguía desatada, pero Gehn no estaba de humor para tranquilizarlos. Ahora mismo estaba sentado en su silla, mirando furiosamente a su hijo, mientras que con las manos aferraba el borde de su escritorio.

—Dices que hubo problemas. ¿Qué los provocó?

—Quería ver la Muralla de Niebla. Navegué hacia ella.

—¿Y encontraste la corriente oscura?

Atrus alzó la mirada, sorprendido de que su padre supiera eso. Asintió, y a continuación le contó a su padre cuanto había sucedido durante su ausencia. Cuando acabó, Gehn le miró pensativo, soltó el borde de la mesa y se echó hacia atrás en la silla.

—Es una desgracia, pero parece que aquí el experimento ha fracasado. Este mundo es inestable.

—¿En qué sentido?

—La isla descansa sobre una especie de pedestal. Un enorme pedestal de roca que se alza desde el fondo marino. A su alrededor hay un océano. Un océano muy profundo y muy frío.

—Pero aquí el agua es tibia. Y hay agua dulce en el lago.

—Que procede de la corteza, muy por debajo de la superficie. Hay un calentamiento geotermal. Ese mismo calentamiento origina la Muralla de Niebla. Es en el lugar donde el agua caliente se encuentra y reacciona con las frías corrientes oceánicas —asintió Gehn pensativo—. Como podrás imaginar, esto es una isla en todos los sentidos posibles. Está todo lo aislada que puede estar una comunidad y aun así sobrevive.

—Pero ahora las cosas están saliendo mal.

—Exacto. Lenta pero inexorablemente, esta Era está deteriorándose. No consigo averiguar por qué, pero así es. Me he esforzado al máximo para buscar soluciones, pero sin una radical reescritura de esta Era, me temo que está condenada a deteriorarse aún más.

—¿Y las grietas, padre? ¿Qué las provocó?

—Debe de ser algún defecto en la estructura subterránea. Quizás el mismo defecto que hizo que desaparecieran las dos pequeñas islas.

—¿No puedes arreglarlo?

Gehn le miró.

—Podría, sin duda, pero prefiero dejarlo estar. Al fin y al cabo, es una grieta diminuta. Si empeora, me lo pensaré. Ahora, sin embargo, tenemos otros problemas, como el asunto de la llamada Blancura. Ocupémonos primero de eso y después pensaremos en otros temas.

Gehn se puso en cuclillas junto a la grieta de la llanura, mientras que la lluvia caía, y miró con los ojos entrecerrados.

Había pasado unas horas en D´ni, en busca de las palabras adecuadas en el antiguo libro, pero por alguna razón incomprensible no habían servido de nada.

Gehn se incorporó, se pasó los dedos por el cabello empapado por la lluvia y de una patada envió un terrón de tierra a la grieta; la frustración que sentía le empujaba a golpear algo. El problema era sencillo; su instinto se lo decía. Tenía que ver con las estructuras subterráneas, pero no sabía qué era precisamente. Sí, y eso era lo peor, porque siempre que pensaba que, por fin, lo comprendía, algo aparecía para demostrar que se equivocaba; para demostrar que, lejos de haber aprendido los sólidos principios esenciales, estaba más lejos que nunca de entenderlos.

Si al menos hubiera estado escrito en algún lugar. Sí, pero los Maestros de la Cofradía habían sido demasiado listos. Secretos como aquél habían pasado de boca en boca, de generación en generación. No existía el libro que tuviera escritas aquellas fórmulas. Por eso tenía que buscar siempre libros viejos, en busca de pistas, intentando desenterrar aquellas frases maravillosas y delicadas que describían de la mejor manera posible este o aquel efecto. Pero nada decía nunca por qué una frase concreta funcionaba y otra no.

Gehn soltó un bufido, exasperado, se dio la vuelta y sólo entonces se dio cuenta de que su acólito estaba allí, a diez pasos, con la capa empapada, los tintes corridos, su oscura cabellera pegada a la cabeza.

—¿Qué pasa?

—Me… me preguntaba si deseabais comer algo, Señor.

¿Comer? Hizo un gesto impaciente para que se marchase. ¿Cómo podía aquel tipo pensar en comida en un momento como aquél?

Gehn miró en dirección a la abertura en las colinas. Si pudiera eliminar la Muralla de Niebla…

Se rió en silencio. ¡Claro! ¡Lo había tenido ante sus narices todo el tiempo! El océano. Bastaba con que calentara el océano.

—¡Uno!

El hombre se volvió y le miró desde la pendiente.

—¿Sí, Señor?

—Dile a Atrus que regresaré dentro de una hora. Mientras tanto, haz que los aldeanos preparen una fiesta en el puerto. ¡Una fiesta como nunca se ha visto!

Junto al puente, Atrus observaba a los isleños realizar sus tareas con gesto hosco, mientras que le daba vueltas en la cabeza a lo que su padre le había dicho.

La decisión de Gehn de no estabilizar aquella Era le pesaba. En cierto modo, se sentía responsable de aquellas gentes. No era culpa de ellos que hubiera fallos en el tejido interno de la Era. Y si era cierto que había un deterioro continuo, su deber como Señores de aquella Era consistía en arreglar las cosas.

Atrus soltó un suspiro y dio unos pasos consciente de cuántas cosas habían cambiado entre los isleños en aquellas horas. Antes sólo se habían mostrado amables con él, pero ahora, mientras preparaban las mesas de caballete y la comida, había un aire de resentimiento, incluso de hostilidad que le hacía sentirse incómodo.

Si al menos pudiera hacer algo…

Se paró en seco, se volvió y miró colina arriba, en dirección a la choza de la vieja. Se le acababa de ocurrir una idea una manera de salvar su conciencia respecto a aquella gente y de llevar un poco más allá sus primeros intentos con la escritura D´ni.

¿Por qué no establecerse aquí, en lugar de en K´veer? ¿Y si convencía a su padre de que le dejara seguir observando aquel mundo, no durante unos cuantos días, sino durante unos meses, quizás incluso años? Podía hacer que le construyeran una habitación adicional en la cabaña que utilizaría como laboratorio.

Sí, pero ¿accedería Gehn?

Atrus sacó el mapa y lo examinó, siguiendo con los dedos el círculo del lago. Había una manera de convencer a su padre de que era una buena idea, pero implicaba correr un riesgo. Porque significaba enseñarle a Gehn aquello en lo que había estado trabajando durante los últimos meses.

Dejó escapar un suspiro largo y estremecido. «Sí, pero ¿y si a mi padre no le gusta lo que he estado haciendo? ¿Y si eso sólo sirve para demostrarle que todavía no estoy preparado?».

Lo cierto es que Atrus hubiera preferido esperar más antes de enseñarle a Gehn la Era que había estado escribiendo en su libro de prácticas. Había querido asegurarse de que estaba todo bien antes de intentar un libro de verdad, pero si eso significaba abandonar aquella Era, abandonar a Koena, a la chica y a la anciana que le cuidaba, ¿valía la pena?

Guardó una vez más el mapa y se quedó de pie, tocándose el labio superior con la punta de la lengua.

«¿Qué hubiera hecho Anna?».

No tenía ni que pensar la respuesta. Se habría quedado para intentar ayudar, incluso si eso significaba sacrificar sus planes.

Que así fuera, entonces. Sólo tenía que convencer a su padre.

Gehn regresó al anochecer, tal y como había prometido. Apareció en la cima de la colina justo cuando el sol se ponía a sus espaldas. Silueteado contra aquel orbe de rojo sangriento, alzó un brazo y llamó a los isleños que estaban reunidos abajo, con una voz que resonó a través del silencioso lago.

—¡Mirad! —dijo señalando más allá de la abertura en las colinas—. ¡La Muralla de Niebla ha caído! ¡Ya no existe la Blancura!

Los isleños se agruparon para mirar y vieron que la Muralla de Niebla había desaparecido. Bajo la luz anaranjada de la puesta de sol tenían a la vista un océano infinito. Se volvieron, mientras que de entre ellos un gran murmullo de asombro y luego, casi al unísono, se arrodillaron ante Gehn, que descendía la ladera hacia ellos.

Atrus, en los escalones del templo, observaba con el ceño fruncido. Al ver que su padre no regresaba en las primeras horas, había empezado a preocuparse, pero ahora comprendía. Gehn había escrito una nueva entrada en el libro de la Trigésimo Séptima Era, algo que no se veía, no era aparente, pero que había hecho desaparecer la Muralla Blanca.

Mientras descendía para unirse junto a su padre en la bocana del puerto, donde se había preparado el festejo, Atrus sintió un vuelco en el estómago. Estaba decidido a preguntarle aquella noche si podía quedarse aquí, a resolver el asunto a la primera oportunidad, pero recordaba la última vez que le había pedido algo a su padre —aquella vez en que quiso regresar a la grieta para visitar a Anna— y le daba miedo que Gehn volviera a decirle que no.

«¿Y si lo hace?».

Atrus suspiró y cruzó el puente. Si Gehn decía que no, eso sería todo. No tenía forma de desafiar a su padre en un tema tan importante. Además, lo único que tenía que hacer Gehn era no dejarle tocar el libro.

Nadie se dio cuenta de que llegaba a la bocana del puerto. Todos los ojos estaban fijos en la colina, viendo a Gehn que descendía, magníficamente vestido de terciopelo y cuero.

Cuando Gehn llegó al espacio abierto, su acólito Koena salió a darle la bienvenida. Hizo una profunda reverencia, y luego esparció un puñado de pequeños pétalos amarillos a los pies de Gehn.

Gehn miró a su alrededor, con una actitud fría e imperiosa, luego vio a Atrus entre las mesas y le hizo señas de que se acercase.

—¿Padre? —le preguntó en voz baja, y observó la extraña mirada de Gehn, pero éste no quería ser interrumpido.

Se volvió hacia la multitud y volvió a alzar los brazos.

—A partir de este momento, no se volverá a mencionar la Niebla o la Blancura. ¡Desde este mismo instante, incluso esas palabras están prohibidas! Pero ahora comamos. ¡Celebremos este nuevo comienzo!

Atrus miró la espalda de su padre y se preguntó qué quería decir con eso; si era de verdad «un nuevo comienzo».

Pero cuando los isleños desfilaron ante él para ocupar sus asientos en las largas mesas y comenzar el festín de la noche, Atrus vio cómo miraban a Gehn con temor reverencial, apenas capaces de creer que pudiera haber sucedido semejante maravilla.

Era tarde —muy tarde— cuando se retiraron. Mientras se hacía la cama en la esquina de la tienda, Atrus veía a su padre caminando arriba y abajo detrás del biombo; su pipa brillaba a través de los paneles de gruesa seda. Apenas habían hablado desde el anuncio de Gehn, y Atrus tenía un buen puñado de preguntas que quería hacerle a su padre, pero intuía que no era el momento adecuado. Además, estaba cansado y si había cosas que discutir, nada era tan urgente que no pudiera aguardar hasta la mañana. Ni siquiera su idea de quedarse aquí.

Estaba acostándose de cara a la lona de la tienda cuando percibió el olor de la pipa de Gehn muy cerca. Se volvió y vio a Gehn de pie ante él.

—Debemos marcharnos de aquí mañana.

—¿Marcharnos?

—Tengo cosas que hacer en otro lugar. Cosas importantes.

Atrus se sentó en la cama y miró a su padre en la penumbra.

—Iba a pedirte algo.

—Pídelo entonces.

—Creí que podría ayudarte… ya sabes, si hiciera observaciones a largo plazo en la isla. Pensé que quizá podría ordenar a los isleños que me construyeran una cabaña. Podría traer mis cosas de K´veer y quizás hacer que construyeran una habitación adicional como laboratorio.

—No.

—¿No? Pero…

Gehn le dio la espalda.

—Nada de peros, Atrus. La idea de que te quedes aquí solo, sin nadie que te vigile, es totalmente imposible. No encaja con mis planes.

—Pero si lográramos comprender por qué están saliendo mal las cosas…

—No insistas, Atrus. Tengo preocupaciones más importantes que esta Era insignificante.

—¿Entonces por qué me diste las frases para que las estudiara? ¿Por qué hiciste desaparecer la Muralla de Niebla si no tenías otra intención que abandonar esta Era?

—¿Pretendes conocer mis motivos, Atrus?

—No, pero creo que tu primera intuición era buena. Si podemos comprender lo que está pasando aquí, podremos impedir que pasen cosas parecidas en otros lugares.

Oyó cómo su padre aspiraba con fuerza, pero en lugar de la explosión de ira que esperaba Gehn se quedó callado.

Atrus se inclinó hacia delante. Apenas veía a su padre en la oscuridad. La luna blanca seguía en el cielo, pero su luz casi no penetraba la gruesa lona de la tienda. La única iluminación verdadera en la tienda era el suave resplandor de la pipa de Gehn, que arrojaba su débil luz azul sobre su barbilla, su boca y su nariz.

—¿Padre?

Gehn movió ligeramente la cabeza, pero siguió sin responder.

Atrus calló y esperó. Tras un instante, su padre se giró y volvió a acercarse.

—Lo que dices tiene cierto mérito, Atrus, y, como dices, está de acuerdo con mis primeras intenciones. E incluso si esta Era se deteriorase más, resultaría útil investigar cómo ocurre ese deterioro. Del mismo modo, construir una cabaña especial aquí, para uso experimental, es una buena idea, siempre y cuando no se dejen en ella libros o diarios que pudieran caer en las manos equivocadas. Dicho esto, sigo sin poder permitir que te quedes aquí solo, Atrus. Es demasiado peligroso. Además, debemos mantener el ritmo de tus lecciones y como yo tengo que atender otras Eras, no puedo estar viniendo aquí continuamente. No. Te quedarás en K´veer pero seguiremos visitando esta Era de vez en cuando, y mientras estemos aquí, tú seguirás con tus detalladas observaciones.

Era bastante menos de lo que Atrus esperaba, pero al menos era algo. Sabía que su suposición había sido acertada. Gehn había estado dispuesto a abandonar aquella Era y dejarla a su suerte. Ahora, al menos, tenía la oportunidad de hacer algún bien aquí. Y si conseguía descubrir qué iba mal, entonces quizá su padre empezaría a confiar en él y le permitiría mayor libertad.

Pero eso quedaba para el futuro. Se tumbó y el aroma de la pipa le calmó en la oscuridad. Recordó la mirada de asombro y temor reverencial en los rostros de los isleños cuando vieron el océano ilimitado. Y mientras se dormía, le llegó una última intuición procedente de la oscuridad.

Había calentado el océano…