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Tenues jirones de vapor sulfuroso se elevaban de las diminutas fumarolas de la boca del cráter bajo el sol abrasador de última hora de la tarde, enroscándose como los velos de una bailarina en la sombría oscuridad por debajo del borde del cráter, para desaparecer luego en el resplandor cegador.

Atrus estaba en el borde del volcán, mirando al otro lado de la profunda caldera, con las gafas —las más grandes de las dos que colgaban en el taller de su abuela— sobre la cara. La correa de cuero le apretaba con fuerza la nuca afeitada cubierta con una capucha de tela blanca. La máscara de tela que le había hecho Anna, insistiendo en que la usara, le tapaba la boca y la nariz. Llevaba un cinto lleno de herramientas; una copia perfecta del que ceñía la túnica de su abuela.

Atrus, que ahora tenía catorce años, había crecido mucho durante el último año; tenía casi la estatura de un hombre, pero le faltaba la corpulencia. Su rostro también había cambiado y mostraba los rasgos más duros y angulosos de la madurez, y tanto la nariz como la barbilla habían perdido la blandura que tuvieran en la infancia. No era un chico débil, ni mucho menos, pero viéndole desde lo alto del muro de la grieta, Anna se dio cuenta de lo delgado que estaba. Cuando soplaban los vientos del desierto, tenía miedo de que se lo llevaran. Parecía tan poca cosa…

Atrus había estado preparando su experimento durante las últimas semanas. Ahora estaba listo para comenzar.

Se dio la vuelta y descendió, ocultándose de la luz ardiente, para llegar a la sombra intensa y mucho más fresca justo debajo del borde del cráter. Aquí, en un estrecho saliente, había dispuesto casi todo su equipo. Justo delante, la pared del cráter descendía muy empinada, mientras que a su derecha, detrás de una roca curiosamente redonda que parecía hecha de barro fundido, había una angosta chimenea. Sobre ella había colocado una tapa abombada de metal batido. Era de tosca fabricación, pero eficaz, y la había fijado a la roca con cuatro gruesos pernos. En lo alto de la tapa había fijado un pequeño cilindro de metal.

Con las manos enguantadas, Atrus giró con cuidado los diminutos botones a cada lado de sus gafas, ajustando la opacidad de los lentes para ver mejor. Después limpió una fina capa de polvo de la parte superior del casquete metálico, se inclinó y examinó la válvula de plata de un dedo de longitud, revisando por enésima vez la soldadura para luego contemplar los dos manómetros toscamente calibrados, insertados en la cara de la tapa, a ambos lados de la válvula. Justo encima de cada una de las esferas había un remache de metal del tamaño del pulgar, cada uno atravesado por un pequeño agujero circular.

Atrus se enderezó y soltó un largo suspiro. Sólo tenía una oportunidad, así que más valía que saliera bien. Si iba mal, si no funcionaba, pasaría un año antes de que pudieran conseguir otra vez todos los componentes necesarios de los mercaderes.

Miró al lugar en que dos grandes cables enroscados —alambres que había fabricado él mismo bajo la supervisión de Anna— colgaban sobre el borde del cráter. Encima de ellos, sobresaliendo por encima del abismo, había un largo brazo de piedra color negro azabache. Se habían fijado dos pequeñas ruedas a su superficie en el extremo más alejado, donde se proyectaba sobre el volcán. Una cuerda tejida a mano corría entre las ruedas, formando un cabestrante. Al igual que la tapa, parecía algo tosco, pero cumpliría su cometido a la perfección. Para probarlo, Atrus se había pasado varias tardes haciendo descender rocas en las fauces del cráter, para luego izarlas; rocas que pesaban mucho más que la carga que tendría que soportar ahora el cabestrante.

Al otro lado del borde del cráter, allí donde el brazo de roca se veía equilibrado por un montón de pesadas piedras, resguardado por una improvisada tienda de campaña se encontraba su tesoro más preciado; el principio y fin de todo aquel paciente esfuerzo: su batería. Cogió uno de los cables y tiró hacia sí, sacando suficiente longitud como para llegar al casquete de metal. Lo sujetó a uno de los tachones, y luego repitió el proceso con el otro.

Ajustó sus gafas, trepó pared arriba, pasó el borde y salió a la ardiente luz del sol.

Se quedó un instante parado, recuperando el aliento. Cada vez que salía de la sombra era como entrar en un horno. No importaba cuántas veces lo hiciera, cada vez, aquel cambio del frescor de la sombra al calor repentino y asfixiante a cielo abierto era como un puñetazo.

Atrus se metió bajo la gruesa pantalla de tela de la tienda de campaña y sonrió. Esta vez se había esforzado mucho en considerar todos los ángulos, en asegurarse de que tenía en cuenta todos los aspectos del Todo en sus cálculos.

La batería estaba en un rincón de la tienda, apoyada contra un saliente de roca. Al ver aquel trasto voluminoso, Atrus sintió un orgullo justificado. Había cortado el bloque de piedra él mismo y, utilizando las mejores herramientas de Anna, lo había ahuecado, siguiendo el diseño que mostraba un antiguo Libro D´ni. Comparado con eso, fabricar las placas para la batería resultó fácil. Los productos químicos abundaban en el seco suelo que rodeaba al volcán, y había tenido la suerte de descubrir un gran depósito de galena —la mena que contenía una mezcla de azufre y plomo— no demasiado lejos de la grieta. En cuanto al ácido sulfúrico que le hacía falta, si había una sustancia que abundaba en el volcán era el azufre. De hecho, cuando por fin se puso a construir la batería, lo único que limitó su tamaño fue el peso.

Atrus ajustó de nuevo sus gafas, se puso de rodillas y la examinó con orgullo. Había pasado muchas noches puliendo y alisando la piedra y una vez, por capricho, había tallado tres antiguas palabras D´ni en su costado; los complicados caracteres eran diminutas obras de arte:

Luz. Poder. Fuerza.

Parecía una casita de piedra a la que el resplandor metálico de sus terminales daba un aspecto extraño, exótico.

A su lado, y completamente distinta, había otra caja, mucho más pequeña: el artefacto explosivo. Era de arcilla roja sin vidriar, cocida en el horno de su abuela. Sin adornos, el único agujero redondo en su parte superior estaba taponado con un duro sello de cera, del centro del cual sobresalía un trozo de grueso bramante que había tratado con una solución de varias sustancias químicas altamente reactivas. En la parte delantera tenía un grueso mango de arcilla.

La cogió con cuidado, la envolvió en su capa y la llevó afuera. Volvió a cruzar el borde del cráter una vez más, se aseguró apoyándose con una mano contra la áspera pared que se desmenuzaba, al descender al saliente.

Dejó la caja en el suelo, se volvió, se puso de puntillas y cogió el grueso gancho de metal que había al extremo de la cuerda, tiró de él con suavidad y escuchó el mecanismo de frenado que chasqueaba una vez y luego otra vez más en el otro extremo del borde.

Aquello también era una invención suya.

En algunas de las primeras pruebas del cabestrante descubrió que la roca arrastraba la cuerda demasiado deprisa y al intentar aminorar su velocidad, la cuerda le había quemado las palmas de las manos. Tras mucho experimentar, había ideado una manera de detener la rueda de alimentación después de cada rotación, de forma que el cabestrante sólo pudiera ser operado mediante una serie de suaves tirones.

Se agachó, cogió otra vez la caja y pasó la punta curva del gancho por su mango, luego se volvió y manteniendo la cuerda apartada, la hizo descender lentamente por el precipicio. Cuando la cuerda se puso tensa, retrocedió.

Sólo quedaba una cosa por hacer. Buscó en el bolsillo interior de su capa y extrajo la antigua yesca D´ni.

Se asomó, sujetándose con una mano en el brazo de roca, puso la llama bajo el extremo de la mecha de bramante en la caja que colgaba y cuando prendió, soltó el freno y retrocedió.

Por un momento pensó que se había apagado, pero entonces, con un siseo, comenzó a arder con intensidad.

Atrus subió la ladera a medio correr, pasó por encima del borde y se dirigió al cabestrante.

Aquélla era la parte más crucial. Si la mecha ardía demasiado rápido, o si por alguna razón se atascaba el cabestrante, las cosas saldrían mal.

Se arrodilló junto a la rueda del freno, comenzó a hacerla girar despacio, oyéndola chasquear, chasquear y chasquear, tenso a la espera de una súbita detonación, sin dejar de contar.

Cuando había contado hasta veinte, se tiró al suelo, pegado al mismo tras el montón de piedras, tapándose los oídos con las manos.

… veinticuatro, veinticinco, veintiséis… La explosión hizo temblar la ladera del volcán. Había ocurrido con cuatro segundos de anticipación, pero aun así no importaba, la caja estaba en el lugar adecuado, frente a la falla.

Atrus se rió, se sacudió el polvo y se puso en pie. Al extinguirse los ecos, escuchó, a pesar de que le zumbaban los oídos, el sonido que esperaba; el fuerte siseo del vapor al abrirse paso a través de la tapa y el silbido mecánico agudo que le acompañaba.

Sin dejar de reír, trepó al borde y miró hacia abajo. El brazo del cabestrante había desaparecido así como un gran fragmento del saliente, pero la chimenea —protegida por la enorme roca— estaba intacta. El vapor salía siseante de la tapa en un chorro firme y fuerte.

Se volvió y miró a Anna que estaba en el muro de la grieta, alzó los brazos y le hizo efusivas señas, sonriente por el triunfo.

—¡Funciona! —chilló, quitándose la máscara de la boca y la nariz—. ¡Funciona!

Desde abajo, Anna también le saludó con los brazos, luego, haciendo bocina con las manos, le gritó algo, pero era difícil entender qué le decía, los oídos le zumbaban mucho. Además, el furioso silbido del vapor, el agudo siseo, parecía aumentar de intensidad por momentos. Vuelve había dicho ella, o algo parecido. Sonriendo, asintió, y volviendo a saludarla se dio la vuelta para vigilar la tapa sibilante.

—Funcionó —dijo en voz baja, y observó cómo la tapa temblaba, traqueteando contra los cuatro pernos que lo sujetaban—. Realmente funcionó.

Descendió, se acercó, poniendo cuidado en no acercarse demasiado y no paró hasta poder ver los manómetros.

¡Sí! Un estremecimiento de excitación le recorrió todo el cuerpo, al ver que las agujas estaban bien adentradas en la zona roja. ¡Estaba pasando una descarga!

Se apartó un tanto, sonriendo, y de pronto se quedó helado. Mientras miraba, uno de los pernos de metal comenzó a moverse, aflojándose lentamente de su agujero en la roca, como si una mano invisible pero poderosa estuviera arrancándolo de la piedra.

Comenzó a apartarse poco a poco. Mientras lo hacía, el sonido de la tapa cambió, subiendo una octava, como si la misma mano invisible hubiera pulsado la tecla de un órgano.

Atrus se volvió, trepó ladera arriba y pasó por encima del borde, echó a correr, sin hacer caso del impacto del calor, luchando contra él… pero era como correr a través de una sustancia espesa y glutinosa. Apenas había dado diez pasos cuando cayó hacia delante y al ponerse en pie se encontró mirando al lugar del que venía. Y al hacerlo, todo el borde del cráter tras él pareció alzarse en el aire.

Al volver en sí, Atrus se quedó sorprendido por lo que vio. Por todos lados se levantaban las grandes paredes del volcán, formando un círculo dentado allí donde se encontraban con el azul cegador del cielo.

Estaba en el cráter, el borde debía de haber cedido.

Se puso en pie lentamente. El vapor ondulaba a través del suelo salpicado de rocas del volcán, ocultando sus confines más apartados. De vez en cuando, las nubes daban forma a una figura, con contornos cristalinos de extraña belleza.

Enseguida vio la batería. Se acercó, se agachó y meneó la cabeza, sorprendido por su estado. Estaba prácticamente intacta. La piedra pulida del exterior tenía algunos golpes y rasguños, pero seguía de una pieza. Lo que es más, la aguja de la parte superior indicaba que estaba totalmente cargada.

Atrus se rió encantado. Limpió su superficie con cariño. Al menos ahora sabía que el principio tenía una base sólida. Si encontraba la chimenea adecuada, si conseguía la presión correcta, entonces funcionaría y tendrían un suministro ilimitado de electricidad. Sus vidas cambiarían. La grieta brillaría como el ojo de un gato en la noche del desierto.

Sonriendo, Atrus alzó la cabeza y miró justo enfrente. Por un instante, una nube de vapor le impidió ver. Luego, cuando se aclaró, se encontró mirando a la negrura.

Era una cueva. O una especie de túnel.

Se puso en pie y dio un paso en aquella dirección.

Extraño. Casi parecía que hubiera sido excavado en la roca.

El vapor se arremolinó de nuevo, ocultándolo.

—¡Atrus!

Se volvió y vio a Anna allí en lo alto, su silueta recortada contra el borde del cráter.

—¡Sube! ¡Sube ahora mismo!

—Pero mi batería…

—¡Ahora mismo!

En el camino de vuelta, Anna mantuvo un silencio inusual. Entonces, de pronto, se detuvo y se encaró con él.

—Atrus, ¿qué viste?

—Vi… —Vaciló, sorprendido por su pregunta.

—Atrus. Contéstame. ¿Qué es lo que viste?

—Mi batería. Mi batería estaba cargada.

Anna exhaló un suspiro.

—¿Y eso fue todo?

—Había vapor. Mucho vapor. —Frunció el entrecejo y añadió— Mi batería. Tengo que recoger mi batería.

Hizo ademán de volver atrás, pero ella le puso la mano en el brazo con suavidad.

—Olvida la batería. Es demasiado peligroso. Vamos, tienes que lavarte.