19
Atrus se quedó mirando a Catherine, aturdido por su repentina aparición.
Ella lanzó una furtiva mirada a su alrededor y dejó el libro sobre la mesa.
—Te he seguido —dijo antes de que él pudiera hablar—. Vi dónde escondías tu Libro Nexo.
Atrus miró el libro de grandes tapas azules, en la mesa, entre ellos y lo señaló.
—Yo lo conseguí —dijo ella— Es de tu padre.
—¿Lo conseguiste? ¿Cómo? No deja que se saquen libros de su biblioteca.
Le miró a los ojos.
—Lo robé de su estudio, mientras dormía.
Atrus la miró boquiabierto.
—Pero ¿por qué?
Aquello iba demasiado deprisa para él. Se levantó con las manos extendidas, como si quisiera apartarla.
—Un poco más despacio. ¿Qué hacías en el estudio de mi padre?
—El nos lleva allí.
—¿A quiénes?
—A la Cofradía. Nos hace copiar cosas de los libros. Dice que así ahorra tiempo.
—¿La Cofradía?
Atrus se rió. Se dio cuenta una vez más de la locura de su padre al querer recrear las Cofradías de los D´ni.
Ella rodeó el escritorio y se bajó el borde de la gargantilla que llevaba. Debajo, grabado al fuego en la piel, estaba el signo de su padre.
Atrus la miró a los ojos.
—¿Cuánto hace que sucedió esto?
Por su expresión, parecía odiar el recuerdo.
—Me puso la marca hace cuatro años. Fui la cuarta en tenerla. Desde entonces, nuestro número ha aumentado a diez. Somos una elite. Los otros isleños deben obedecernos. Tu padre insiste en que así sea.
—¿Y por qué me has traído el libro? —preguntó, mientras ponía la mano sobre la manchada cubierta azul.
—Sabes escribir. Quiero que arregles nuestro mundo.
Atrus la miró un instante. Luego volvió al escritorio, se sentó y abrió el libro. Estaba en blanco. Había robado un libro en blanco. Volvió a mirar a Catherine.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque debes hacerlo.
—¿Debo? ¿Quién dice que debo?
—¿Es que no lo comprendes? Se está haciendo pedazos. Te estoy pidiendo ayuda.
—Sigue.
—Viene sucediendo desde hace algún tiempo. Ha habido pequeños temblores de tierra, y grietas, y se han visto bancos de peces muertos flotando en la bahía. Y luego el árbol…
Atrus esperó, con un nudo en el estómago, recordando lo sucedido en la Trigésimo Séptima Era. Allí, también, todo empezó con pequeños detalles. Inestabilidad; todos los mundos de su padre tenían una fatal inestabilidad.
—El gran árbol se está muriendo —dijo ella.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Porque al principio no confiaba en ti.
—¿Por qué?
—Debido a tu poder. El poder que tiene tu padre. El poder de crear y destruir mundos.
—¿Crees que tengo ese poder?
—¿No es así?
Atrus titubeó, pero acabó asintiendo.
—Sé escribir.
—Entonces ayúdanos, Atrus.
Atrus exhaló un largo suspiro. ¿Y si aquello era otra trampa? Al fin y al cabo, ¿qué probabilidad había de que Catherine hubiera conseguido robar libros del estudio de su padre? Pero entonces recordó la voz que había escuchado en una ocasión, estando él en el final de las escaleras que llevaban al estudio de Gehn. ¿Debería haber supuesto, ya entonces, que Gehn traía gente de las Eras?
—De acuerdo —dijo—. Te ayudaré. —Hizo una pausa—. Pero necesito más libros. Más libros en blanco.
—¿Porqué?
—Tengo que probar algunas cosas. Realizar experimentos.
—Tengo más libros en Riven. Tendrás que ayudarme a traerlos.
—¿Has…? —Atrus se echó a reír—. ¿Quieres decir que has robado más de uno?
—Sí. Tu padre confía en mí. Él…
—¿Qué pasa? —preguntó Atrus.
—Nada. Pero será mejor que regresemos a buscar los libros. Cuanto antes te pongas a trabajar…
—¿A qué viene tanta prisa? No podemos correr. Arreglar una Era…
Ella se acercó un poco más.
—Sólo disponemos de treinta días.
—No lo entiendo. ¿Qué va a ocurrir dentro de treinta días?
Pero Catherine no le contestó. En lugar de eso, colocó la mano sobre la imagen de la Quinta Era, estableció el nexo y dejó a Atrus mirando al aire, con la boca abierta y el corazón latiendo alocadamente en su pecho.
Realizó el nexo con el altiplano cubierto de hierba, junto al estanque.
Catherine estaba esperándole. Le cogió de la mano y le hizo correr entre los árboles, siguiendo el borde de la parte alta del acantilado, frente al árbol. El agua chapaleteaba con suavidad contra las rocas, treinta metros más abajo. Atrus contempló el árbol a través de aquella estrecha abertura y no le pareció ver nada malo en él. Desde lejos, parecía el epítome de la salud, un enorme símbolo de la fecundidad natural, pero no tenía motivos para dudar de Catherine.
—Sería mejor que no nos vieran —dijo ella.
Le hizo apresurarse en el descenso de la estrecha senda que se abrazaba al acantilado, para subir luego una serie de escalones de madera clavados en el suelo que serpenteaban entre inclinadas pendientes de hierba.
Atrus se encogió de hombros y la siguió, subiendo los últimos metros de la senda para ir a parar a una verde extensión de hierba que se encontraba entre dos de los salientes del enorme tronco del gran árbol.
—Mira —dijo Catherine, y le hizo señas de que se acercase.
Se acercó hasta donde ella estaba, y enseguida vio lo que quería enseñarle. Justo junto a Catherine, la corteza mostraba una profunda fisura, una enorme grieta que rompía el anillo medular que llevaba los nutrientes necesarios para el árbol y se hundía todavía más en la madera blanda. La fisura era tan amplia que Atrus hubiera podido entrar en ella.
—¿Te das cuenta? —dijo ella en voz baja, con expresión de inquietud en sus ojos verdes—. Éste fue su castigo.
—¿Su castigo? ¿Por qué?
Ella pasó a su lado, se sentó y miró en dirección a la arboleda, al otro lado del agua, donde la piedra blanca del templo resultaba apenas visible, perdida entre la frondosa vegetación.
—Uno de los miembros de la Cofradía habló cuando no debía. Puso en duda algo que le dijo el Señor Gehn. Tu padre se enfadó. Nunca le había visto tan enfadado. Nos obligó a… sacrificar a aquel hombre.
Atrus se agachó frente a ella.
—¿Qué quieres decir?
—Lo entregamos al mar.
—Sigo sin…
Ella extendió la mano para interrumpirle.
—No importa. Lo que importa es que nos amenazó. A todos. Nos dio un aviso. «Si volvéis a cuestionarme —dijo—, destruiré vuestro mundo. ¡Porque igual que lo hice, puedo deshacerlo! Mirad el gran árbol, —añadió—, dejaré en él mi señal».
«Otra fisura —pensó Atrus, y recordó una vez más lo sucedido en la Trigésimo Séptima Era—. Sí, allí donde va deja su señal, como la firma de su incompetencia. ¿Y es por eso por lo que estoy aquí? ¿Por ese motivo me encerró con el Libro de la Quinta Era? ¿Para que resuelva las cosas? ¿Para que enderece lo que él, de manera tan abyecta, no ha conseguido hacer bien?».
Volvió a mirar a Catherine.
—Y los otros miembros de la Cofradía… ¿saben lo que planeas?
—Si se enteraran me matarían. Tu padre los tiene aterrorizados, Atrus. Tiemblan ante cada una de sus palabras.
—Y aun así, uno de ellos le llevó la contraria.
Catherine bajó la mirada, como si estuviera avergonzada.
—¿Eso fue culpa tuya? —preguntó Atrus, al cabo de un instante—. Tú… ¿le influenciaste?
Ella le dirigió una mirada suplicante.
—No quería hacerlo. Sólo pensé que… —Soltó un suspiro tembloroso, luego habló con más tranquilidad— Pensé que el Señor Gehn quizá le escucharía. Creí que tu padre era un hombre razonable.
—¿Mi padre? No —dijo Atrus flemáticamente—, mi padre está loco.
Se giró y vio a lo lejos, detrás del montículo del templo, otro promontorio.
—¿Qué es eso de allí? —dijo, mientras intentaba recordar lo que Gehn había escrito en su libro.
—Allí es donde viven los miembros de la Cofradía. Allí tenemos nuestro enclave.
Por alguna razón, la idea de que ella viviera sola con nueve hombres le inquietaba.
—¿Son… como tú?
Ella se rió y dio unas palmadas en la hierba.
—¿A qué te refieres con «como yo»? ¿A si son jóvenes?
Atrus estuvo a punto de encogerse de hombros, pero terminó haciendo un gesto afirmativo.
—No —dijo ella—. La mayoría son viejos… más viejos incluso que mi padre. A Gehn parece que le gusta que sean así. Supongo que son más dóciles. Excepto Eavan.
—¿Eavan?
Ella asintió y se mordisqueó los labios.
—Mi amigo. El que fue sacrificado por Gehn.
Atrus se fijó un instante en la forma oscura de la fisura en el enorme tronco.
—¿Le querías?
—¿Quérerle? —pronunció la palabra con sorpresa, pero transcurrido un instante, asintió—. Era como un hermano para mí. Le quería tanto como a Carel o a Erlar. Cuando los otros miembros de la Cofradía le cogieron…
—Lo siento —dijo Atrus al ver que no decía nada más—. En cierto modo… me siento responsable.
—No deberías —dijo ella, mirándole fijamente—. Al fin y al cabo, él no ha sido demasiado amable contigo, ¿verdad? ¿Qué clase de padre es el que encierra a su hijo?
—¿Cómo sabes tantas cosas?
Ella desvió la mirada.
—Porque tu padre me las cuenta. Oh… ni siquiera se percata de que me cuenta algunas cosas. Le gusta hablar consigo mismo, y a veces olvida que no está solo. A veces estoy en su estudio copiando algo, y…
—Espera un momento —dijo Atrus—. Dime… ¿porqué hace eso?
Ella parpadeó.
—Ya te lo he dicho. Hace que su trabajo vaya más deprisa.
—Sí, pero… ¿qué es lo que quiere?
Sostuvo su mirada un instante, suplicando una respuesta, y siguió su movimiento de cabeza cuando ella intentó evitar su mirada. Catherine sonrió.
—Supongo —dijo ella, y se enderezó un poco, volviéndose para mirarle cara a cara—supongo que quiere enseñarnos a escribir.
—¿Es eso lo que os dijo?
Ella asintió.
—Pero eso es imposible. Nadie más que los D´ni puede escribir. Sencillamente, no funciona con nadie más.
Ella le miraba con curiosidad.
—¿Estas seguro de eso?
—Fue lo primero que me enseñó acerca del Arte. Y los libros, las Historias, lo corroboran. Una y otra vez enfatizan ese hecho.
Resultaba extraño, pero Catherine pareció aliviada.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Atrus, desconcertado ante su reacción.
—Pensaba… bueno, en mi libro…
—¿Tu libro?
Ella le miró largo rato, luego asintió.
—¿Te gustaría verlo?
Atrus se encogió de hombros.
—De acuerdo…
—Ven entonces —dijo ella, le cogió de la mano y le hizo ponerse en pie—. Te lo enseñaré.
La idea de que podía hacer un libro siempre había inquietado a Katran. De alguna manera, el concepto en sí, que al principio la había fascinado e intrigado, la horrorizaba, porque si podía conjurar sus sueños a partir de papel y tinta, ¿en qué se convertía con ello? En una mera, quimera. ¡En otra ilusión de la espasmódica imaginación del Señor Gehn!
Se volvió y contempló al hijo de Gehn, al otro lado de la cabaña sombría; Atrus, sentado con las piernas cruzadas en la estrecha cama, estaba leyendo su libro.
Era tan distinto de su padre, tan…
Tan verdadero.
Sus ojos volvieron a fijarse en el joven, y encontró desconcertante el modo en que su presencia la inquietaba. Era que…
Atrus levantó la vista del libro y sus miradas se encontraron; ella supo inmediatamente qué era. Era su amabilidad. Su amabilidad, tan sencilla y natural.
—Es muy hermoso —dijo él—. Nunca había leído nada parecido. Es como… bueno es como el anochecer en el desierto… o como la grieta cuando estaba llena de estrellas.
Ella fue a sentarse a su lado.
—La escritura… bueno, como he dicho, la escritura es maravillosa. Es poética. Pero en términos prácticos… me temo que está plagada de contradicciones. Va en contra de casi todas las normas D´ni de escritura. No tiene estructura, no tiene arquitectura Y algunos de estos símbolos… nunca los he visto antes. Ni siquiera estoy seguro de que signifiquen algo. ¿Dónde los aprendiste? A mí, Gehn nunca me los enseñó.
Catherine se encogió de hombros.
—Que existiera un lugar semejante… —Atrus suspiró, cerró el libro y se lo devolvió—. Me temo que no funcionaría, pero desde luego hace que en mi mente se formen imágenes maravillosas.
Ella pasó los dedos por la tapa color limón claro. Las manchas verdes y azul claro siempre le habían recordado la hierba y el agua, y el amarillo predominante, el sol. Era fecundo, como el mundo que la rodeaba, pero por dentro…
—Eso está bien —dijo ella—. Debe de ser como un sueño.
Él la miró, sin comprender.
—Cuando voy allí…
—Pero si no puedes…
—Es como en mis sueños —dijo ella, y volvió a mirarlo.
—No —dijo Atrus enérgicamente y le quitó el libro—. Sencillamente, no funcionaría. La escritura no es así. Es una ciencia. Una ecuación de palabras precisamente estructurada.
Ella se inclinó y abrió el libro; señaló la imagen descriptiva en la página derecha. Era oscura, tan intensamente oscura que Atrus había creído que no contenía nada Pero allí había algo.
La miró.
—Quiero que lo veas.
—Es… —dijo Atrus, ahora en voz queda, las palabras casi un susurro.
Y casi al mismo tiempo ella se inclinó y le hizo colocar la mano sobre la imagen, sonriéndole; y su sonrisa desapareció en el aire cuando Atrus estableció el nexo.