23
Cuando Atrus volvió en sí, se encontró de pie, al aire libre, cerca del templo. Tenía los brazos atados con fuerza a la espalda, las muñecas ligadas, y el cuerpo sujeto por el cuello, la cintura y los tobillos a una gruesa estaca que había sido clavada en la tierra. La sangre le martilleaba en la cabeza, y cuando intentó abrir los ojos, sintió un intenso dolor.
Dejó que sus ojos se acostumbrasen poco a poco a la luz del atardecer. Movió la cabeza todo lo que le permitieron sus ataduras y miró a su alrededor.
Cerca, en una pequeña mesa —tan cerca, que si no hubiera tenido las manos atadas podría haberlos cogido— estaban los dos libros Nexo.
Al recordar, soltó un gemido. Entonces sintió que le tocaban el hombro y notó el aliento de su padre en la mejilla.
—Así que has vuelto con nosotros, Atrus —dijo Gehn en voz baja, dirigiéndose sólo a él—. Durante un rato pensé que te había perdido. Parece que de vez en cuando no controlo mis fuerzas.
Atrus dejó caer la cabeza, con un gesto de dolor al pensar en Catherine. Estaría en Myst, esperando. Y le había fallado.
—Catherine ah, la inteligente Catherine. —Gehn habló como si hubiera leído los pensamientos de Atrus—. ¿No pensarías en serio que iba a perderse su boda?
«Dicho esto, Gehn se volvió hacia una figura que estaba justo detrás de él, bajo las sombras de los árboles circundantes» Atrus se quedó de piedra cuando la figura se adelantó y salió a la luz del sol.
¡Era ella!
Atrus cerró los ojos y gimió, al recordar las palabras de los ancianos, al recordar los dos brazaletes en aquel cuenco plano de color rojo y negro.
«Va a casarse con mi padre…»
La idea le resultaba insoportable. Casi podía oír sus risas. Pero cuando abrió de nuevo los ojos, vio a Gehn, solo, de pie ante los isleños de la Quinta Era. Había alzado las manos y su aspecto era el de un gran rey ante sus súbditos.
—Gentes de la Quinta Era —comenzó a decir Gehn, con voz poderosa, dominante—. He observado que algunos de vosotros… —Gehn señaló hacía un pequeño grupo que Atrus no había advertido, o que quizá no había estado allí hasta ese momento; estaban de rodillas, abatidos, a los pies de Gehn, con las manos atadas: los dos hermanos, Carel y Erlar estaban entre ellos—. Algunos de vosotros, como decía, han decidido ayudar a mis enemigos. Decidieron cuidar a este impostor. —Se volvió y esta vez señaló a Atrus—, ¡Qué se atreve a decir que es mi hijo!
Gehn dio la espalda a Atrus y volvió a alzar las manos.
—No puede tolerarse semejante comportamiento. Semejante desafío debe ser castigado.
Un gran murmullo de miedo surgió de los isleños que escuchaban.
—Sí… —prosiguió Gehn— Ya se os advirtió, pero no escuchasteis. Por eso, como castigo, habrá grandes mareas…
—No… —dijo Atrus, que había recuperado la voz.
—Y el sol se volverá oscuro.
—No…
—Y la tierra… la tierra misma se estremecerá y se derrumbará el gran árbol.
—¡No! —gritó Atrus por tercera vez, ahora lo bastante alto para que algunos entre la multitud le oyeran—. ¡No! ¡Se equivoca! Lo he arreglado. Todas esas cosas… todas las debilidades del libro. Lo he solucionado. Lo he…
Atrus calló al ver la horrible sonrisa de triunfo en el rostro de su padre que se le acercó.
—Bien hecho, Atrus… Sabía que podía contar contigo. —De repente, la sonrisa de Gehn se endureció y resultó sarcástica—. Tengo gran interés en leer los cambios que con tanta generosidad has realizado para mí. —Luego se alejó unos pasos y chasqueó los dedos en dirección al más cercano de los miembros de la Cofradía—. ¡Desatadle!
Gehn volvió a encararse con la multitud y a alzar los brazos.
—Gentes de la Quinta Era. Sois muy afortunados. Le he ordenado a mi siervo que cumpla mis deseos y así lo ha hecho. Ahora vuestro mundo está a salvo. Pero si volvéis a desobedecer, si descubro que alguno de vosotros vuelve a ayudar a mis enemigos, entonces todo el peso de mi ira caerá sobre vosotros. ¡Destruiré vuestro mundo, de la misma forma que lo creé! —Aspiró con fuerza—. Pero dejemos estar eso por ahora. Es el momento de mirar hacia el futuro, y de regocijarse, porque esta noche, a la puesta de sol, tomaré por esposa a una hija de esta Era. ¡Gobernará conmigo un millar de mundos!
Hubo grandes vítores. Gehn se volvió y miró a Atrus, con expresión triunfante.
Atrus, al ver aquella mirada, ladeó la cabeza, dolido, perdidas todas las ganas de luchar.
Había sido engañado. Los dos le habían utilizado. Había sido traicionado.
Juntó las manos; el dolor le resultó insoportable. Se frotó las muñecas allí donde la cuerda las había rozado. Estaba vencido. No podía hacer nada más.
Pero Gehn no había terminado. Se acercó a Atrus, hasta que su rostro quedó a sólo unos centímetros del de su hijo y le habló de manera que sólo él pudiera escucharle.
—No te creas que he acabado contigo, chico. Me has causado más problemas de lo normal y no voy a olvidarlo. En lo que a mí concierne, ya no eres mi hijo. ¿Me comprendes? Ya no te necesito, Atrus. Ya has hecho lo que debías hacer. —Gehn miró a Catherine y sonrió; fue una sonrisa horrible, maligna—. Sí… te das cuenta, ¿verdad? Catherine y yo —Se rió—. Es una joven fuerte. ¡Quizá mi próximo hijo no me decepcionará!
Atrus soltó un gemido. Aquello era una pesadilla. No se habría sentido más impotente de haber seguido atado al poste.
«Catherine… mi amada Catherine…»
Sorprendido, alzó la vista. La tierra temblaba.
No… eran imaginaciones suyas.
Pero entonces el suelo sufrió una violenta sacudida, como si una gran roca se hubiera soltado bajo sus pies. Desde el interior del templo llegó el ruido del estrado de mármol al caer; la bandeja con los dos brazaletes cayó con estruendo sobre el suelo.
—No… —dijo Gehn, mirando a su alrededor con los ojos desorbitados—. ¡No!
Pero mientras lo decía, se abrió una gran grieta delante de los escalones del templo.
El cielo se estaba oscureciendo. El sol, que hacía unos momentos brillaba en el cielo del atardecer, iba desapareciendo, devorado por una hoja curva de negrura que ocultaba su superficie poco a poco. Una a una, las estrellas ocuparon su lugar en la súbita noche.
La tierra se estremeció una vez más, con un temblor grave y quejumbroso, como si fuera una criatura colosal que despertase de una larga hibernación. Esta vez el terremoto fue mucho más intenso, siguió y siguió, hasta que el tejado del templo se derrumbó, e hizo caer a muchos de los miembros de la Cofradía, volcando también la mesa en la que estaban los Libros Nexo.
Atrus miró a su alrededor con incredulidad, contemplando los dibujos zigzagueantes de las negras grietas que ahora surcaban la explanada. Entonces vio los libros en el suelo y se lanzó a cogerlos, pero cuando se movió, Gehn se interpuso, esgrimiendo una enorme lanza ceremonial que había arrebatado a uno de los miembros de la Cofradía; el estandarte rojo y dorado seguía ondeando en su asta.
—¡Déjalos! —gruñó Gehn.
—¡Aparta de mi camino! —gritó Atrus, agazapado, consciente de que no le quedaba otra salida que luchar contra su padre.
Riven estaba perdido, e incluso si había perdido también a Catherine, tenía que detener a Gehn.
Pero Gehn tenía otras ideas. Soltó una risa burlona.
—Si quieres los libros, ¡tendrás que pasar por encima de mí!
—¡Si no queda otro remedio! —dijo Atrus.
Se lanzó contra Gehn, con la esperanza de imponerse a él. Su primer impulso casi tuvo éxito, porque su carga hizo retroceder a Gehn. Lucharon por un instante. Atrus agarró el asta de la lanza, intentando impedir que Gehn la usara contra él. Entonces, de repente, Gehn soltó su presa y Atrus se encontró rodando y se le escapó la lanza. Ahora la tierra se abría por todas partes, y dondequiera que uno mirara se veían aparecer grandes grietas. El aire se estaba calentando y todo se veía iluminado por el resplandor rojo y naranja que surgía de las fisuras.
Atrus se levantó y se dio la vuelta con la intención de arrojarse de nuevo contra su padre, pero fue demasiado lento. Cuando cargó, Gehn se hizo a un lado y le puso la zancadilla; luego se echó encima de Atrus, con la punta de la lanza apretada contra su pecho.
—Eres un inútil. ¡Hace tiempo que debería haberte matado!
Atrus le respondió en tono de desafío.
—Hazlo entonces.
Gehn alzó la lanza, con los músculos en tensión, pero entonces se oyó una voz a sus espaldas.
—¡Gehn!
Gehn se volvió y vio a Catherine, con la negra cabellera suelta azotada por el viento, y con un Libro Nexo en cada mano, de pie ante una gran grieta que acababa de abrirse y cuya forma oscura y quebrada se veía iluminada de color rojizo desde abajo.
—¡Si le haces daño, arrojaré los libros a la grieta!
Gehn soltó una risa incrédula.
—Pero Catherine, amor mío…
—Déjale ir —ordenó ella con voz dura—. Déjale ir o tiro los libros a la fisura.
Gehn volvió a reír y miró a Atrus.
—No… No, yo…
Para sorpresa suya, Catherine dejó caer el Libro Nexo que sostenía en la mano derecha. Con una llamarada, desapareció en la grieta. Destruido.
Gehn y Atrus soltaron un gemido.
—¡No! —gritó Gehn, esta vez con una voz más suave, más halagüeña—. Vamos, Catherine… discutamos este asunto. Hablemos razonablemente.
Apartó la lanza del pecho de Atrus, la arrojó lejos y dio un paso hada Catherine, con las manos extendidas, las palmas hacia arriba.
—Recuerda nuestros planes, Catherine. Recuerda lo que íbamos a hacer. Íbamos a gobernar un millar de mundos. Piénsalo. Todo lo que quisieras… yo podría escribirlo. Tendrías una Era para ti sola. Si quisieras, vivirías allí, pero… si destruyes ese segundo libro quedaremos atrapados aquí. ¡Atrapados en un mundo que agoniza!
Gehn dio otro paso.
—¿Quieres el Libro Nexo? —preguntó Catherine, al tiempo que una sonrisa iluminaba sus rasgos por primera vez.
Gehn asintió, y extendió lentamente la mano, mientras que una sonrisa se dibujaba en las comisuras de su boca.
—¡Entonces cógelo! —dijo ella y lanzó el Libro Nexo hacia lo alto, en un arco que le hizo ir en dirección a la grieta que ardía lentamente.
Con un gemido de horror, Gehn se lanzó para coger el libro. Cerró una mano en el aire, intentando atraparlo, pero llegó demasiado tarde. Con una súbita llamarada, el libro desapareció en el resplandor rojizo.
Gehn se quedó mirando, sin poder dar crédito a sus ojos. Luego se alzó apoyándose en los codos y se giró, furioso, buscando a Catherine y a Atrus. Pero habían desaparecido. El viento era huracanado, como una galerna doblaba los árboles cercanos y hacía que los terrones desprendidos del suelo rodaran ladera arriba, desafiando la gravedad.
El templo crujió y se derrumbó hacia dentro; el ruido de la piedra al rozar contra la piedra fue como el gemido de un gigante que agonizara.
Por un instante, Gehn creyó ver la forma de una enorme daga que sobresalía de las ruinas. Entonces, con un fuerte sonido de ruptura y un resplandor de luz casi cegadora, un rayo cayó en lo alto del gran árbol, a unos doscientos metros de donde Gehn se encontraba. Enseguida, las ramas superiores fueron pasto de las llamas y una enorme bola de fuego ascendió hacia el cielo desde la copa.
Bajo aquella luz repentina y llameante, Gehn vio a los dos al otro lado del bosquecillo, bajo los árboles, corriendo y dándole la espalda. Cuando la luz se extinguió poco a poco, sus siluetas volvieron a fundirse con la oscuridad de los árboles. Pero ahora sabía adónde se dirigían. Se levantó y echó a correr, empujado por el aullido del viento a sus espaldas.
¡Espera! ¡Espera! —gritó Atrus y tiró de Catherine. Apenas si podía oírse en medio del estruendo de la tormenta— ¡Tienes que decirme qué está ocurriendo!
—¡No te preocupes! —le gritó ella, apartando los cabellos que le ocultaban el rostro—. ¡Todo va según lo planeamos!
Atrus la miró.
—¿Según lo planeamos? ¿Quiénes?
—Anna y yo.
Se quedó boquiabierto.
—¿Anna?
Sobre sus cabezas, las ramas de los árboles se agitaban y chocaban bajo el vendaval. Cuando Catherine iba a responderle, el rugido de un árbol al caer hizo que ambos se sobresaltaran.
«No es posible…»
Atrus volvió a mirar a Catherine; luego, aturdida se dejó conducir por ella a través de los árboles.
Seguían una estrecha grieta Al principio pensó que era como todas las demás que habían surgido, pero ésta tenía algo muy extraño. Resplandecía… pero no con un tono rojizo sino azul… un azul intenso y helado.
A ambos lados, el polvo, las hojas, las ramas arrancadas y las piedras pequeñas saltaban y volaban arrastradas por el viento, que más que soplar a sus espaldas parecía tirar de ellos. Y cuando aquellas diminutas partículas rozaban la grieta, desaparecían, absorbidas por la gélida fisura.
Siguieron corriendo entre los árboles, al tiempo que la fisura se ensanchaba gradualmente. Y entonces, de repente, allí donde terminaban los árboles, la fisura se abrió para conformar una especie de grieta, cuyos bordes estaban definidos por aquella fría luz azul. Sin embargo, su interior era oscuro; una oscuridad vertiginosa e intensa, llena de estrellas.
Atrus se detuvo, asombrado. El viento seguía tirando de sus piernas, pero su sonido aquí no era tan intenso como entre los árboles. Aun así, debía hacer esfuerzos para permanecer de pie. Con su mano derecha cogía con fuerza la mano de Catherine, temeroso de soltarla y que fuera absorbida por aquel extraño agujero lleno de estrellas.
La miró, y se preguntó si ella estaba tan asustada como él. Descubrió que se mostraba extrañamente tranquila, con una beatífica sonrisa dibujada en sus labios y en sus hermosos ojos verdes.
—¿Qué es? —preguntó Atrus.
Su mirada se veía atraída de nuevo por la fisura, y veía cómo parecía absorberlo todo; las hojas, la tierra y fragmentos de roca caían por el borde y parecían desaparecer de repente en la nada.
Y otras cosas…
Atrus parpadeó, al ver algunas de las libélulas de Catherine que se disolvían y fundían, latiendo con brillantes colores mientras se deslizaban por aquel paisaje onírico.
Catherine se soltó de Atrus y le miró. Se descolgó la mochila y la abrió.
—Toma —dijo y le dio un libro.
Atrus miró, aturdido. Era el Libro de Myst.
—Pero ¿qué…?
Ella le hizo callar, poniéndole un dedo en los labios.
—¿Nunca te preguntaste qué se sentiría al nadar entre las estrellas?
Catherine sonrió; entonces abrió el libro Nexo y colocó su mano sobre la página.
—Podríamos caer en la noche y las estrellas nos acunarían y aun así regresaríamos al lugar donde comenzamos—. La última palabra fue un eco mientras Catherine se desvanecía.
—Pero ¿qué hago yo? —gritó Atrus, mientras sostenía el libro.
La respuesta le llegó a sus espaldas.
—Es fácil, Atrus. Me das el libro.
Atrus se volvió y se encontró con su padre. Gehn estaba de pie, y sostenía un gran fragmento de roca en la mano. Sus gafas habían desaparecido, su cabellera color blanco ceniza estaba revuelta, pero seguía teniendo algo de poderoso, incuestionablemente regio.
Atrus miró el Libro de Myst que tenía en las manos. Su primer impulso había sido utilizar el libro para regresar a la isla, pero eso presentaba un punto flaco evidente. Si utilizaba el libro, el libro se quedaría aquí, en poder de su padre. Y con toda probabilidad, Gehn le seguiría. Su segundo impulso había sido arrojar el libro a la fisura, pero algo se lo había impedido; algo de lo que Catherine había dicho… Sonrió.
Alzó el libro en una mano, lo mostró y dio un paso atrás, hacia el borde de la fisura; el viento tiraba de sus botas y sintió de pronto una extraña frialdad en la espalda.
Un músculo se disparó bajo el ojo izquierdo de Gehn.
—Si arrojas el libro a ese abismo, ¡te arrojaré tras él! —dijo con un gruñido—. Dámelo. ¡Dámelo ya!
Atrus sacudió la cabeza en un gesto de desdén.
Gehn dio un paso atrás y soltó la piedra.
—A menos…
—¿A menos que qué?
Atrus miró a Gehn con desconfianza. Le costaba esfuerzo mantener el libro en alto, pero no importaba. Ahora no importaba nada, ni siquiera el dolor apagado y latente que sentía en la nuca.
—¿A menos que qué? ¡Dame una sola razón por la que deba fiarme de ti!
Gehn se encogió de hombros.
—Porque eres mi hijo.
Atrus se rió con amargura.
—Creí que ya me habías repudiado. ¿O es que eso tampoco lo entendí bien?
—Perdóname, Atrus. Estaba enfadado. Pensé…
—¿Qué? ¿Qué entendería tu punto de vista? ¿Qué me daría cuenta de que tenías razón? ¿Qué llegaría a creerme un dios?
Gehn parpadeó.
—Pero si me necesitas, Atrus. Sé tantas cosas. Cosas que tú nunca sabrás. Piensa en la experiencia que tengo, en mis conocimientos. Sería un desperdicio no utilizarlos, ¿no crees? —Gehn hizo un gesto que parecía de pesar—. Eras tan buen estudiante, Atrus. Tan rápido. De mente tan ágil. Sería una lástima que tus estudios se interrumpieran.
Atrus le miró, sin expresión alguna.
—¿Qué pasa? —dijo Gehn desconcertado.
Su mano, que había extendido hacia Atrus, retrocedió ligeramente.
—Eres tú —dijo Atrus, sosteniendo el libro aún más alto—. Todo lo que me enseñaste… no eran más que palabras, ¿no es cierto? Palabras vacías y sin sentido. Tan vacías como tus promesas. —Una expresión de dolor cruzó la mirada del joven, que prosiguió—: Quería tantas cosas de ti. Tantas. Pero me fallaste.
—Pero si te enseñé, Atrus. Sin mí…
—No, padre. Todo lo que aprendí que resultó ser valioso, todo lo importante, lo recibí de Anna, mucho antes de conocerte. Tú… tú no me enseñaste nada.
Gehn le lanzó una mirada furiosa.
El cielo estaba aclarándose y el viento amainaba.
—Nunca debí dejarte con ella —dijo Gehn al cabo de un instante—. Ella te echó a perder. Eras un libro en blanco, esperando que alguien escribiera…
—Tú me hubieras arruinado, igual que has arruinado todo lo que has tocado. Sí, y después te habrías deshecho de mí.
—No. Yo te quería, Atrus.
—¿Me querías? ¿Qué clase de amor es ese que liga con cuerdas y que encierra a los seres queridos en una celda?
—Nunca fue mi intención que eso fuera una cárcel, Atrus. —Gehn tragó saliva—. No era más que una prueba. Todo lo era.
Atrus le miró en silencio; a su espalda, la fisura oscura estaba llena de estrellas; una extraña luz azul envolvía el libro de Myst.
Gehn estudió un instante a su hijo, evaluando la situación, luego dio un paso hacia delante y extendió una mano.
—Por favor, Atrus. Todavía tenemos una oportunidad.
—No, padre. Cualquier lazo que hubiera entre nosotros ha quedado roto. Lo quemaste cuando quemaste aquellos libros. Lo borraste junto con las frases de mi libro. Lo destruiste poco a poco. ¿No te das cuenta? Bueno, ahora recibes la justicia que mereces. Puedes quedarte aquí, en el pequeño refugio que te has construido, en tu diminuto universo isleño y jugar a ser un dios con tus creaciones.
Las palabras fueron firmes y definitivas y al pronunciar la última, Atrus dio un paso atrás y cayó en la fisura, hacia la gran extensión de estrellas, sosteniendo con sus manos el libro, abriendo la portada mientras caía en la negrura.
¿Qué ves, Atrus?
Veo estrellas, abuela. Un gran océano de estrellas…