22

Subieron las escaleras del templo con rapidez, poniendo especial cuidado en que no les vieran, y pasaron al interior envuelto en sombras. Atrus advirtió que, desde su última visita, el lugar había sido engalanado con grandes estandartes rojos y dorados, con vistas a la ceremonia nupcial.

«Mi padre, con Catherine… no, no sucederá nunca».

Siguió a Catherine y pasó al otro lado del gran biombo de seda dorada que tenía bordada la silueta de Gehn en su centro. Bajaron las estrechas escaleras hasta llegar a la cueva. Era tal y como Atrus había pensado.

—Solía traernos aquí —dijo Catherine en voz baja, casi en un susurro—. Se realizaba una ceremonia de conexión. Hacia que el elegido bebiera algo de uno de los cálices dorados. Tenía un débil gusto anisado. Y después… bueno, después no recordabas nada. Pero últimamente… —miró al suelo—. Últimamente confiaba en mí. Me trajo aquí y me enseñó dónde estaba escondido el libro.

Atrus la vio cruzar la cueva. Se puso de puntillas y buscó en uno de los agujeros que salpicaban la pared de roca, a la izquierda de la caverna de bajo techo. Rebuscó un instante para retirar después la mano con la delgada caja que contenía el libro Nexo de Gehn.

Atrus se acercó, fijándose en el suelo, retrocedió y memorizó la posición tal y como Anna le había enseñado a hacerlo. Luego le hizo un gesto a Catherine para que volviera a dejarlo en su sitio.

—Ven —dijo, y le cogió la mano—. Vayamos a tu cabaña y recojamos los libros que quedan.

Catherine tiró de su mano, deteniéndole y haciendo que le mirase.

—¿Atrus?

—¿Sí?

Ella se inclinó hacia delante y le besó en la mejilla —fue un único y dulce beso—; luego le tiró de la mano y echó a andar presurosamente, consciente de que apenas había tiempo para hacer todo lo que tenían que hacer antes de la ceremonia.

Atrus parpadeó. La luz del sol le hacía daño en los ojos, tras la penumbra en que se encontraba su prisión. Se puso las gafas.

Estaba de pie en un muelle de madera, con la mochila cargada de libros a su espalda. El agua lamía las rocas, mientras que en algún lugar dentro de la lejana neblina se oían los gritos tristes de las gaviotas. A su derecha, el mar se veía tranquilo, de color verde, algo picado por la suave brisa que barría la isla procedente del noroeste. Frente a él, al este, una roca pelada, de seis metros de altura y de unos nueve o doce de anchura, surgía del mar como un tronco aserrado. A su izquierda, el terreno se elevaba dando lugar a un escarpado pico de unos treinta metros de altura, mientras que a su espalda y a la izquierda, más allá de la estrecha plataforma de roca, altos pinos poblaban el extremo occidental de la isla.

Atrus sonrió. El aire era limpio y puro, el aroma de los pinos resultaba penetrante. El cielo era de un color azul pálido, con hilillos de delgados cirros en lo más alto de la atmósfera.

Se volvió y esperó; entonces vio a Catherine aparecer de la nada sobre las planchas de madera, junto a él, cargada también con una mochila bien llena.

—Esto es hermoso.

—Así fue como lo escribiste —dijo Atrus—. Teniendo en cuenta el poco tiempo de que disponías, hiciste un trabajo maravilloso.

Atrus miró a su alrededor y aspiró el aire perfumado y limpio.

—Ese olor. Es tan fantástico…

Se interrumpió de pronto, al darse cuenta de que era el mismo olor que había en la Trigésimo Séptima Era. Antes de que Gehn la destruyera.

—¿Qué pasa? —preguntó Catherine, que había notado su cambio de expresión.

—No es nada —dijo Atrus y, con un encogimiento de hombros, se deshizo de la tristeza.

—Ven entonces. Deja que te enseñe la cabaña.

—¡Una cabaña! ¿Ya has construido aquí una cabaña?

Ella le cogió de la mano y le condujo por una estrecha senda que subía la pendiente rocosa En lo alto, el terreno era despejado. Ahora andaban sobre la hierba. El sonido del viento era más intenso; un sonido de una extraña desolación, puntuado por otro más pacífico que era el canto de los pájaros.

—Sí —dijo Atrus al cabo de un instante—. No me importaría vivir aquí.

Catherine sonrió y le apretó la mano, luego señaló el amplio sendero de hierba que discurría entre los árboles.

—Es ahí abajo —dijo—. Justo a la izquierda.

Caminaron por la senda que subía y bajaba hasta llegar ante la cabaña.

Atrus la estuvo observando durante un rato; observó con qué limpieza se habían ajustado los troncos, con qué inteligencia había cortado Catherine las planchas que enmarcaban la puerta y acabó moviendo la cabeza, asombrado. Estaba claro que había aspectos de Catherine que nunca se le habían pasado por la cabeza.

—Es un buen comienzo —dijo con voz baja.

—Me alegra que pienses así.

Atrus se volvió y contempló el pico, ladera arriba.

—Aquí podríamos construir cosas. Quizá, por fin, una biblioteca que fuera mía.

—Ssss… —dijo Catherine, divertida ante sus ansias—. Habrá tiempo. Una vez que nos hayamos ocupado de Gehn.

—Sí. —Al recordar aquello, se serenó—. Te ayudaré a instalarte, luego será mejor que regrese. Con dos viajes más habré acabado.

—¿Atrus?

—¿Sí?

—¿Estás seguro de que no puedo ayudarte?

Atrus vaciló, luego la abrazó y la besó con dulzura; esta vez fue un beso de verdad, el primero.

—No —dijo él, perdiéndose en las verdes profundidades de sus ojos—. Espérame aquí. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —respondió ella y se inclinó para besarle suavemente la nariz.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—Vamos entonces. Dejaré los libros y regresaré.

Pero una vez transportados y guardados los últimos libros, Atrus decidió quedarse un poco más en la isla de Myst.

Catherine se había traído mantas desde Riven y había hecho un tosco jergón en la esquina frente a los libros, usando su mochila como almohada. Al verlo, Atrus se la imaginó allí, cuando él se hubiera marchado, y por primera vez se dio cuenta de lo sola que estaría Catherine si él no regresaba.

—¿Bien? —preguntó ella desde el umbral.

Atrus se volvió, sorprendido por su repentina aparición.

Se echó a reír.

—Me has asustado.

—¿Asustado? —Se acercó—. ¿Es que me tienes miedo, Atrus?

Él sonrió cuando ella le acarició el rostro.

—No. Nunca me darás miedo. Quería decir que me has sorprendido.

—Entonces seguiré sorprendiéndote.

Pasó a su lado y colocó una pequeña flor blanca en la grieta entre dos de los troncos, de manera que colgara justo sobre el espacio donde dormiría.

Atrus contempló la flor y luego miró a Catherine a los ojos.

—¿Qué es eso?

—Es para acordarme de ti, mientras no estés. —Se levantó y le ofreció la mano—. ¿Damos un paseo, Atrus? ¿Por la orilla?

Él se dio cuenta de repente qué llevaba allí demasiado tiempo, pero la idea de pasear con ella le pareció más importante que todo lo demás.

Le cogió la mano y salieron al exterior, bañado por el sol de última hora de la tarde.

El viento había amainado y la temperatura era ahora mucho más cálida; el cielo estaba despejado. Alzando la vista, Atrus se dio cuenta de que sería una buena noche para contemplar las estrellas y se preguntó de repente cómo serían las estrellas aquí, en la isla de Myst.

«Si pudiera quedarme…»

Pero no podía quedarse. No era ése su destino. Tenía que detener a Gehn, fuera cual fuese el resultado.

Catherine le miró.

—¿Por qué has suspirado?

—Porque es todo tan perfecto…

Caminaron despacio por el sendero, luego atajaron por entre los árboles y salieron a la pendiente cubierta de hierba. A sus pies estaba el mar, que se perdía en la distancia cubierta por la niebla. Cerca, justo a la izquierda, había una islita, separada de la orilla por un estrecho brazo de agua.

—Ven —dijo Catherine y le condujo hacia abajo hasta que se encontraron a sólo unos metros de la superficie del mar que lamía la orilla—. Sentémonos y hablemos.

—¿Hablar? —Atrus titubeó, pero se sentó a su lado—. ¿De qué?

—Del futuro. De si conseguirás regresar o no de Riven.

Atrus la miró sorprendido.

—¿Crees que no sabía lo que tienes planeado?

Atrus se rió.

—¿Tan predecible soy?

Ella le acarició la mejilla.

—No, pero sé que crees que tienes que hacer lo que es justo, incluso si eso significa que debes sacrificarte.

Atrus le cogió la mano.

—Volveré.

—Pero ¿hay un riesgo?

Atrus asintió.

—¿Y quieres que me quede aquí a pesar de todo?

Él asintió otra vez.

—¿Y el Libro Nexo que permite regresar a D´ni?

—Destrúyelo en cuanto me haya marchado.

—Entonces, si Gehn establece un nexo con este lugar, quedará atrapado conmigo y con un suministro de libros en blanco.

Atrus miró al suelo. Era el único punto flaco de su plan. Para estar seguro de atrapar a Gehn tendría que destruir su propio Libro Nexo que conectaba Riven con D´ni en el instante mismo en que regresara a la Quinta Era, pero así él quedaría también atrapado, y quería regresar. No, no es que quisiera, lo necesitaba para estar con ella.

—Tendré cuidado —dijo—. Sé con qué lugar establece el nexo. Sacaré su Libro Nexo del escondite y esperaré a que llegue. En cuanto esté en Riven, quemaré su Libro Nexo. Entonces sólo me quedará destruir el mío.

Catherine sonreía con la mirada. Se inclinó hacia delante y le besó en la punta de la nariz.

—De acuerdo. No hablemos más de tus planes. ¿Y tú? No sé casi nada de ti. Por ejemplo, tu abuela, Anna. ¿Recuerdas cómo era?

«Era como tú», quiso decir, pero el recuerdo de Anna le hizo bajar la mirada.

Se descolgó la mochila casi vacía de la espalda, sacó de ella su diario y se lo entregó a Catherine.

Ella sostuvo el librito gris con delicadeza, casi como si se tratara de un ser vivo.

—Es mi diario. Quiera… quiero que lo leas. Mientras estoy fuera. Podría… bueno, creo que podría ayudarte a comprender cómo soy.

—¿Por si acaso no regresas?

Atrus vaciló un instante, luego hizo un gesto afirmativo.

Y de pronto comprendió qué era lo que había buscado en Catherine. Compañía. Alguien que le comprendiera. Alguien con quien compartir todas sus aventuras y experimentos. Alguien que estuviera a su lado, como Anna lo estuvo en tiempos, no como una maestra o como una segunda madre, sino como una compañera en todos los aspectos.

Le tocó la mejilla con suavidad.

Durante un breve instante, eso fue todo: los dos, sentados al sol junto al agua, Catherine con los ojos cerrados, el diario de Atrus en su regazo y el rostro ligeramente inclinado para recibir la suave caricia de los dedos de Atrus. Éste la miraba asombrado, como si fuera una Era que nunca podría visitar, sino sólo contemplar a medias en la imagen de la página descriptiva.

Entonces ella se movió y le miró otra vez. Sus ojos verdes buscaron los de Atrus.

—Será mejor que te vayas, Atrus.

La idea de marchar le resultó de pronto como enfrentarse a la misma muerte. Todo lo que le importaba en la vida se encontraba aquí, en la isla de Myst.

—Catherine.

—No me pasará nada. Ahora vete.

De vuelta en D´ni, sentado en su silla, Atrus fijó la mirada en la portada del libro de la Quinta Era. Se sentía triste, resignado a su destino.

Sólo había una manera —sólo una— de estar seguro de volver a ver a Catherine, y esa manera consistía en matar a su padre. Establecer un nexo con el estudio de Gehn y acabar con él. Pero eso no era posible, porque no estaba en su carácter el hacer daño a otra persona, ni siquiera por el mejor de los motivos.

«Nada bueno puede resultar de un acto tan malvado —pensó y supo que Anna, de haber estado allí, se habría mostrado de acuerdo—. Si matara a mi padre, la sombra de mi culpa maldeciría mi futuro con Catherine».

Lo sabía con toda certeza. Así, su destino quedaba fijado. Debía correr el riesgo de perderla para siempre.

«Si no puedo tenerla, al menos tendré algo que mantenga vivo su recuerdo…»

Suspiró, y deseó haberle preguntado a Anna acerca de su madre. Ahora se daba cuenta de que ni siquiera sabía qué aspecto físico tenía.

Se parecía a ti, Atrus, le respondió una voz dentro de su cerebro, con tanta claridad que alzó la vista, sorprendido.

—Sí —dijo, y sonrió de repente.

Atrus abrió el libro de la Quinta Era por la última página. Cogió la pluma y comenzó a copiar las frases en el libro de la Quinta Era.

Atrus estableció el nexo. Desapareció en un momento; en el lugar donde había estado sentado, el aire mostraba una extraña transparencia, como la superficie de un arroyo que se moviera lentamente. Entonces, de repente, otra figura apareció de la nada.

Era Catherine.

Al ver el libro Nexo en el escritorio, cerró el libro de Myst y se lo guardó en la mochila Mientras lo hacía, una segunda figura cobró forma, mostrándose sólida enseguida. Se adelantó y se colocó detrás de Catherine, observando cómo ésta cogía el Libro de la Quinta Era y pasaba las páginas hasta llegar a la última, luego, cuando Catherine cogió la pluma de Atrus la otra figura señaló algo y animó a Catherine, que mojó la pluma en el tintero y comenzó a escribir.

En la parte posterior del templo, la caverna estaba a oscuras. Olía mucho a incienso, que emanaba de los grandes incensarios que colgaban del techo del templo. Atrus se detuvo un instante, intentando ver en las profundas sombras, escuchando. Luego avanzó con pasos rápidos.

Se agachó, sacó del bolsillo la yesca de su abuelo y la encendió, moviéndola despacio por el borde inferior de la pared de la cueva hasta que encontró la piedra con la señal. A partir de ella, encontró el agujero en el que Gehn guardaba su Libro Nexo.

Se puso de puntillas, metió la mano en el estrecho agujero, rascando con los dedos en la fría roca. Pensó por un instante que se había equivocado, pero entonces sus dedos rozaron el borde de la fina caja. La sacó y, a la luz de la yesca, la abrió. Allí estaba el Libro Nexo.

Lo cogió, guardó otra vez la caja en el agujero y metió el libro en su mochila. Apagó después la yesca, se dio la vuelta y emprendió el regreso hacia el templo.

Se agachó para atravesar el bajo dintel, subió con rapidez los escalones. Pero cuando iba a pasar al otro lado del biombo, escuchó voces que procedían de la parte delantera de la estancia y se detuvo. Se agachó y permaneció escondido detrás de la oscura sombra que el gran sillón arrojaba sobre el biombo dorado.

—Pronto estará aquí —decía una voz, que correspondía a un anciano—. Reunirás a los aldeanos en la ladera a los pies del templo. Allí podrán realizar sus ofrendas, una vez acabada la ceremonia.

—Así se hará —respondió otra voz, de un hombre más joven. Luego añadió en un tono más bajo y como de conspiración—. ¿Viste cómo sonreía al Señor Gehn durante el ensayo? Eso no puede disimularse, ¿no crees? ¡Es un emparejamiento que contará con la aquiescencia de los cielos!

Atrus se quedó helado. ¿Ensayo? Catherine no le había contado nada de ensayos. Aquellas palabras le inquietaron.

«No», se dijo. Pero ¿por qué iban a decirlo si no era verdad? Al fin y al cabo, no sabían que él estaba detrás del biombo.

Tragó saliva; de repente, se sintió inseguro. Luego pasó lentamente al otro lado del biombo y se asomó por detrás del brazo del sillón.

Los dos hombres le daban la espalda. Llevaban capas que eran copia de las capas de la Cofradía D´ni, cubiertas con los símbolos secretos de la Cofradía. Ambos eran viejos y vio cómo se saludaban con una reverencia y salían del templo.

Se acercó para ver qué habían venido a traer. Sobre una repisa de mármol, en el centro mismo de la cámara, había un cuenco plano de piedra especial de D´ni, y en dicho cuenco se veían dos hermosos brazaletes dorados, uno bastante más grueso que el otro.

Sólo con verlos, el estómago se le encogió.

«¿Viste cómo sonreía al Señor Gehn? ¿Viste cómo le sonreía?».

Le entraron ganas de coger el cuenco y arrojarlo al otro lado de la habitación, pero sabía que debía contenerse. Gehn no debía albergar la más mínima sospecha. Debía pensar que su novia iba a venir. Debía creer que…

Atrus meneó la cabeza y apartó sus dudas; la corriente inacabable de preguntas amenazaba con ahogarle.

«Catherine está en la isla de Myst. Yo mismo la llevé allí. Está a salvo. O lo estará, en cuanto Gehn quede atrapado aquí, en Riven».

Se volvió y se dirigió rápidamente a la parte delantera de la cámara, asomándose detrás de una de las columnas. No se veía por ningún lado a los dos miembros de la Cofradía. Despacio, con cautela, descendió las escaleras y salió a la explanada que había delante del templo, para luego adentrarse entre los árboles y descender por el sendero en dirección a la playa.

Se detuvo antes de llegar al acantilado; buscó con rapidez entre los árboles y reunió las hojas y ramas que pudo. Cuando tuvo suficientes para su propósito, descendió con pasos apresurados la empinada senda por la cara del acantilado.

Al llegar al saliente de roca, se detuvo y contempló la playa pedregosa. Dos de las extrañas rocas que parecían dientes se habían desmoronado; parecían haber sido cortadas. Vio la marca que subía y se dio cuenta de que las olas parecían ondular como una sábana batida por el viento, mientras que pequeños glóbulos de agua, calentada por el sol de última hora de la tarde, rodaban por la playa, convertidos en cientos de pequeñas burbujas que se deslizaban por encima de la lenta marca que subía antes de volver a fundirse con ella.

Le daba pena dejar aquel mundo. Le daba pena no haber podido llegar a conocerlo mejor.

Se dio la vuelta y se dirigió a la pared del acantilado. Dejó el haz de leña y recogió algunas piedras grandes y las colocó en un círculo cerrado, luego volvió a coger la leña y depositó en el interior del círculo las ramas y hojarasca para formar una rudimentaria hoguera.

Sacó del bolsillo la yesca de su abuelo y la dejó en una roca grande y plana. Después se descolgó la mochila, la dejó juntó a la hoguera y se arrodilló. Extrajo de la mochila el Libro Nexo de Gehn y lo dejó también junto a la hoguera.

De rodillas, Atrus tapó la yesca con las manos y la encendió, prendiendo a continuación la madera que había bajo el montón principal. Observó cómo el fuego se iba animando, y sopló para avivar las llamas. Vio que casi acariciaban el Libro Nexo.

Atrus se echó hacia atrás. ¡Ya estaba! ¡Ahora su Libro Nexo! Lo único que tendría que hacer sería sostenerlo sobre la hoguera mientras establecía la conexión, dejando que el libro cayera y se destruyera. Así Gehn quedaría atrapado para siempre.

Se dirigió a la cara del acantilado llena de agujeros, trepó por ella hasta quedar frente al hueco en el que estaba escondido su libro. Estaba un poco al fondo, de manera que tuvo que izarse por encima del borde y meterse en el agujero para alcanzarlo.