16
Gehn se despertó con la cabeza como un bombo y tan dolorido que por un momento se preguntó si no se habría desmayado y caído. No sería la primera vez. Pero sí que era la primera vez que se permitía aquel desenfreno con Atrus en K´veer, y se maldijo por no haber cerrado la puerta con llave antes de sucumbir a aquella segunda pipa.
Se levantó, gimiendo suavemente. Dolor sí que sentía, pero al menos no tenía nada roto.
—No hay daños —se dijo y se encaminó despacio hacia la puerta.
Se apoyó contra la pared del rellano y miró escaleras abajo, con los ojos entornados, porque tenía las pupilas doloridas y tensas.
—¿Atrus? Atrus, ¿dónde estás?
Pero la biblioteca estaba vacía. Bajó y atravesó la habitación desierta, con cierta sensación de recelo.
Había pasado algo. Algo…
Al recordar, se detuvo. El chico. Había discutido con el chico.
Cruzó el espacio abierto entre la biblioteca y la cámara superior, abrió la puerta de golpe y atravesó la cámara oscura a grandes pasos, hasta que alcanzó la sombría abertura al otro lado.
—¿Atrus? —Esperó un momento, luego gritó de nuevo—. ¡Atrus!
Nada. La gran mansión estaba desierta.
A menos que el chico estuviera durmiendo…
Bajó a toda prisa e irrumpió en el cuarto de Atrus sin llamar a la puerta.
—¿Atrus?
La cama estaba vacía. Se fijó en el gran armario con grabados en la esquina, se acercó a él y lo abrió. No. Atrus no estaba y tampoco quedaba ninguna de sus pertenencias.
La idea hizo que Gehn parpadeara.
Regresó corriendo a su estudio y buscó en el atiborrado escritorio, pero el cuaderno de notas no estaba. Abrió el segundo cajón y sacó la caja de metal que allí guardaba, colocándola sobre el escritorio. Sacó la llave del pequeño manojo que llevaba al cuello y la abrió.
Cogió la página suelta que había en la caja, la dobló por la mitad y se la guardó en el bolsillo.
Dejó la caja donde estaba, se fue hacia la puerta y gritó a las escaleras oscuras.
—¡Rijus! ¡Rijus! ¿Dónde estás?
Sin esperar al mudo, Gehn descendió por la casa. En el último recodo de escaleras aminoró la marcha y por fin se detuvo, confirmadas sus sospechas. El embarcadero estaba vacío, el bote había desaparecido de su amarre.
Gehn se dejó caer pesadamente contra la pared de piedra desnuda, con la cabeza gacha.
—¡Maldito sea el chico! ¡Maldita su ingratitud!
Gehn alzó la cabeza. El martilleo que sentía en las sienes hizo que su visión se nublara por un instante. Cuando la recuperó vio a Rijus de pie en el recodo de escaleras, justo encima de él.
—El chico se ha marchado —dijo Gehn— Ha cogido el bote. Tenemos que ir tras él.
El gigantón mudo dudó un instante, asimilando lo que su amo acababa de decir, luego bajó las escaleras, pasó junto a Gehn y se dirigió hacia el extremo de la caverna. Allí, en las sombras, había varias cajas apiladas contra una pared. Las apartó y dejó al descubierto una vieja puerta sin pintar. Miró a su alrededor, y fue a coger un viejo bichero que había en la pared. Colocó la punta del bichero bajo el borde inferior de la puerta e hizo palanca. La puerta se astilló y cedió.
Gehn se levantó y se acercó.
Dentro, en la rancia oscuridad, Rijus estaba retirando una vieja lona que cubría algo. Gehn parpadeó y entonces descubrió lo que era. Era un bote. Una antigua embarcación D´ni.
«¿Cómo lo sabías?», se preguntó, mirando al mudo.
Sin hacer caso de las punzadas de dolor que sentía en la cabeza, Gehn entró en aquella habitación y ayudó a Rijus a llevar el viejo bote al embarcadero.
Era una embarcación elegante y extrañamente alargada, más parecida a una canoa que a una almadía y, al sostenerla, se dio cuenta de que estaba hecha de una piedra resistente pero curiosamente ligera.
Gehn sacudió la cabeza y se maravilló de no haber sospechado nunca su existencia. Eso le hizo preguntarse qué más había en la mansión que él desconocía.
Miró a Rijus, observando cómo sujetaba las cuerdas, luego bajaron el antiguo bote al agua con la ayuda del torno.
Atrus sostuvo en alto la linterna y estudió la página un instante más, luego cerró el cuaderno y volvió a guardarlo en el bolsillo de su túnica.
A la izquierda. Tenía que girar a la izquierda en la siguiente bifurcación. A partir de allí, un estrecho túnel conducía a una pequeña caverna en forma de diamante con una plataforma baja de roca a la derecha, y en su extremo más alejado había una serie de repisas de piedra caliza que llevaban a unas escaleras.
Siguió andando con la linterna en alto, siguiendo el túnel que se curvaba ligeramente, notando cómo resonaban sus pasos en aquel espacio cerrado.
¿Cuántas veces se había parado y escuchado, pensando que le seguían? ¿Y cuántas veces no había escuchado nada más que el silencio de la roca que le rodeaba?
Delante, el túnel se ensanchaba e iba a parar a una especie de depresión en la roca. Allí el túnel se dividía en dos. Al menos eso estaba de acuerdo con el diagrama del cuaderno. Atrus tomó la desviación de la izquierda, con paso rápido y el pulso acelerado.
Si era la caverna con forma de diamante, descansaría allí un rato y recuperaría el aliento.
¿Y si no lo era?
Ya había tenido que desandar el camino en un par de ocasiones, pero esta vez significaría un largo trecho de vuelta a través de los túneles, y era una idea que no le apetecía en absoluto.
El problema era que aquí abajo se tenía demasiado tiempo para pensar. Si hubiera podido andar sin pensar, como una máquina, habría estado bien, pero en la situación en la que se encontraba, no podía dejar de imaginar todo tipo de cosas.
Y lo peor que se le ocurría era una vivida imagen de la grieta, abandonada, cegada por la arena.
Habían pasado casi cuatro años desde la última vez que la contemplara. Cuatro años sin oír la voz de Anna.
Ahora la oyó.
¿Qué ves, Atrus?
Veo roca, abuela. Y túneles. Y oscuridad. No importa donde mire, sólo veo oscuridad.
Pero la voz de su abuela no regresó. Sólo quedó el sonido de sus pasos, delante y detrás de él, llenando la oscuridad fuera del alcance de la linterna.
Atrus miró otra vez el cuaderno, pasó la página, volvió a pasarla hacia atrás y arrugó el entrecejo. Entonces, con un pequeño sobresalto, palpó entre las páginas y localizó el borde desgarrado de la página que faltaba. Soltó un gemido.
Miró a su alrededor, intentando recordar, recuperar de su memoria el camino que había seguido hacía años. ¿Había bajado a la caverna o había ascendido hacia ella?
Si se equivocaba se habría perdido.
¿Y si acertaba?
Después, a juzgar por las otras páginas, se enfrentaría al mismo dilema otras cinco, quizá seis, veces antes de estar seguro de que volvía a estar en el buen camino. Antes de alcanzar la seguridad de la página siguiente.
Tragó saliva con amargura, preguntándose cuándo habría arrancado su padre la página del cuaderno; luego alzó la mirada.
—Así que pensabas hacer un viaje, ¿no es cierto?
Atrus se quedó helado; se dio la vuelta lentamente, para enfrentarse a su padre. Enseguida se dio cuenta de que llevaba las botas envueltas en telas.
—Creí llegada la hora de cumplir la promesa que le hice a mi abuela.
—¿Tu promesa? —Gehn se rió sin ningún humor—. ¿Y qué hay de la promesa que me hiciste a mí? Además, creo que tienes algo que me pertenece y quiero que me lo devuelvas.
—Entonces tendrás que quitármelo.
—Ya veo.
Gehn hizo un gesto y Rijus surgió de las sombras a su espalda.
Al ver al mudo, Atrus se dio cuenta de que no tenía ninguna opción. Si sólo hubiera estado su padre, podría ——quizá podría— vencerle, pero conocía bien la fortaleza del mudo. Le había visto levantar pesadas rocas (rocas que él apenas podía mover) y arrojarlas fuera del camino.
Atrus se movió con rapidez. Sacó el cuaderno del bolsillo, lo lanzó hacia arriba, tiró su linterna, se dio la vuelta y echó a correr, trepando por la pared de roca como un mono para desaparecer por el túnel.
Oyó el grito de su padre —de ira y frustración— y supo que Gehn no había esperado algo así. Gehn había pensado que se entregaría en silencio, como siempre había hecho. Pero el pasado era el pasado. Ahora sabía que no podía quedarse con aquel hombre, incluso si eso significaba perderse en las profundidades de la tierra.
Avanzó deprisa, manteniendo el contacto con la pared del túnel con la mano derecha. Entonces, de forma inesperada, el túnel bajó de golpe y, con un grito, se encontró cayendo patas arriba, para acabar chocando contra una pared.
Se quedó tendido un instante, aturdido, mientras escuchaba los gritos de su padre.
—¡Atrus! ¡Atrus! ¡Vuelve aquí, chico!
Atrus soltó un gemido y se sentó. Parpadeó en la oscuridad, preguntándose dónde estaba y luego vio, lejana pero inconfundible, la luz de una linterna por encima y a la derecha, en la boca del túnel.
Tenía que continuar. Adentrarse en la oscuridad.
Se levantó y avanzó a trompicones, tan rápido como juzgó prudente, alejándose de la luz.
Y entonces, cosa extraña, se acordó. Recordó dónde se encontraba. Si cerraba los ojos, lo veía con nitidez. Justo delante, la senda se bifurcaba a la derecha y luego subía. Allí donde se ensanchaba, había un amplio saliente de roca y tras él un abismo —un estrecho precipicio— que salvaba un puente colgante de cuerda. Si conseguía llegar a él, entonces quizá tendría una posibilidad. Quizá podría retenerlos, o encontrar la manera de destruir el puente para que no pudieran perseguirle.
Sintió que una tenue brisa venía de su derecha, se detuvo y giró, buscando con ambas manos hasta que encontró la abertura. Tal y como había pensado, el túnel subía bruscamente, lo que le obligó a trepar con manos y rodillas, con la cabeza inclinada hacia delante. Enfrente había una débil luz, y cuando salió del estrecho túnel vio que se encontraba precisamente donde había pensado.
Pero el saliente estaba brillantemente iluminado por una linterna depositada en uno de los lados, mientras que delante…
Atrus gimió. Una vez más, su padre se le había adelantado. Una vez más, Gehn reía el último.
El puente de cuerdas ya no estaba, sólo quedaban cuatro clavijas de metal que sobresalían desnudas de la roca.
Se acercó y miró el abismo. Era demasiado profundo, el salto demasiado grande. ¿O no?
Atrus se volvió al escuchar ruido procedente del túnel a sus espaldas. Vio un resplandor de luz que cada vez se hacía más intenso. Dentro de un momento los tendría encima.
Volvió a contemplar el abismo. Era ahora o nunca. Retrocedió, respiró hondo, echó a correr y saltó por encima del abismo.
—¡Atrus!
Golpeó con el pecho contra el borde de roca y se quedó sin aliento. Pero cuando empezaba a resbalar, su mano derecha se agarró a una de las clavijas de metal.
Giró sobre sí mismo, y su hombro chocó contra la roca, el brazo derecho casi se le dislocó, mientras se sujetaba para salvar la vida. Pero sentía que la fuerza se le escapaba de los dedos; sentía cómo resbalaban lentamente, cómo el sudor hacía resbalar su palma sobre el metal.
Entonces una sombra pasó por encima de él. Se oyó un profundo gruñido y algo agarró su antebrazo y comenzó a izarlo lentamente.
Sorprendido por la fuerza de aquella presa, Atrus giró la cabeza, esperando ver a Rijus, pero era Gehn quien le miraba a su vez, con un brillo iracundo en sus ojos claros.
—¡Aaagh, chico! —dijo. Sus dedos se clavaban sin piedad en la carne de Atrus mientras le izaba centímetro a centímetro hacia la salvación— ¿De verdad creías que saltarías más que yo?