2

La primera señal fue que el cielo se oscureció a lo lejos, en dirección este y muy arriba. No era el lugar donde uno esperaría ver una tormenta de arena. Atrus estaba explorando la ladera del volcán que daba de cara al sol, en busca de rocas y cristales raros para su colección. Alzó la visera y vio una pequeña mancha de oscuridad recortada sobre el azul intenso. Durante un instante no supo a ciencia cierta qué ocurría. Movió la cabeza, creyendo que tal vez era una mancha en el cristal de las gafas, pero no lo era.

Miró otra vez; todavía seguía allí. No sólo eso, sino que estaba aumentando de tamaño. Y se iba haciendo más oscura a ojos vistas.

Atrus comenzó a sentir una vaga inquietud.

El chico de diez años se volvió y regresó ladera abajo, atravesó corriendo la extensión de arena entre el saliente más cercano y la grieta, jadeando a causa del calor. Se detuvo sólo para dejar sus sandalias en el hueco bajo el borde del muro de la grieta y bajó por la escalera de cuerda, haciendo que los peldaños de piedra chocaran contra la pared.

Aquel ruido alertó a Anna. En el extremo de la sombreada grieta, se abrió la parte superior de la puerta de bisagra que daba al taller y apareció Anna, mirando con las cejas enarcadas en un gesto inquisitivo.

—¿Atrus?

—Algo se acerca.

—¿Quieres decir gente?

—No. Algo grande en el cielo, en lo alto. Algo negro.

—¿Una tormenta de arena?

—No… todo el cielo está oscureciéndose.

La risa de Anna le sorprendió.

—Bien, bien —dijo, como si hubiera estado esperando lo que venía—. Tendremos que tomar precauciones.

Atrus se quedó perplejo mirando a su abuela.

—¿Precauciones?

—Sí —dijo ella, casi con alborozo—. Si es lo que creo que es, será mejor que lo aprovechemos mientras podamos. Es una oportunidad bastante rara.

La miró como si estuviera hablando en clave.

—Vamos —dijo ella—, ayúdame. Ve a buscar las semillas en el almacén. Y cuencos. Saca todos los cuencos que encuentres en la cocina y colócalos alrededor de la pared de la grieta.

Él siguió mirándola, boquiabierto.

—Vamos —le dijo con una sonrisa—. Si la has visto en el horizonte, no tardaremos en tenerla encima. Hemos de estar preparados.

Sin comprender, Atrus obedeció y cruzó el puente de cuerda para ir a buscar las semillas, luego lo cruzó una y otra vez, transportando con cuidado todos los cuencos que encontró para colocarlos en el borde de la pared de la grieta. Una vez hubo terminado se quedó mirando a su abuela.

Anna estaba de pie en la pared de la grieta, oteando a lo lejos, protegiéndose los ojos con una mano contra el resplandor del sol. Atrus trepó y se colocó a su lado.

Fuera lo que fuese, ahora llenaba un tercio del horizonte y era un gran velo negro que unía los cielos con la tierra. Desde donde se encontraba, le pareció un fragmento de noche arrancado de su hora adecuada.

—¿Qué es? —preguntó.

En sus diez años de vida, jamás había visto nada parecido.

—Una tormenta, Atrus —dijo ella, sonriendo—. Esa cosa negra es una enorme nube cargada de lluvia. Y si tenemos suerte, si tenemos mucha, mucha suerte, la lluvia caerá sobre nosotros.

—¿Lluvia?

—Agua —dijo ella, y su sonrisa se hizo más amplia—. Agua que cae del cielo.

El la miró y luego contempló la gran mancha oscura, boquiabierto de asombro.

—¿Del cielo?

—Sí —contestó ella, alzando los brazos como si quisiera abrazar la oscuridad que se acercaba—. He soñado con esto, Atrus. Lo he soñado tantas noches…

Era la primera vez que decía algo de sus sueños, y Atrus la miró de nuevo, como si se hubiera transformado. Agua cayendo del cielo. Sueños. El día convertido en noche. Se pellizcó el antebrazo con la mano derecha.

—Oh, estás despierto, Atrus —dijo Anna, divertida ante su reacción—. Y debes mantenerte despierto y observar, porque verás cosas que quizá no veas nunca más. —Volvió a reírse—. Tú observa, chico. ¡Observa!

Despacio, muy despacio, se fue acercando, y al irse aproximando el aire pareció hacerse cada vez más fresco. Sintió una ligerísima brisa, como un heraldo que se adelantara a la oscuridad creciente.

—Muy bien —dijo Anna, al tiempo que se volvía a mirarle tras un largo silencio—. Pongamos manos a la obra. Tenemos que esparcir las semillas alrededor de la grieta. Usa todas las bolsas menos una. No volveremos a tener esta oportunidad. Al menos no en muchos años.

Hizo lo que le decía, se movió como en un sueño, consciente todo el tiempo de la oscuridad que ahora ocupaba todo el horizonte. De vez en cuando, alzaba la vista temeroso y volvía a agachar la cabeza.

Cuando terminó, se guardó la pequeña bolsa de tela y subió a la pared de la grieta.

Llama se había refugiado bajo el saliente de piedra en el suelo de la grieta. Al verla allí, Anna llamó a Atrus.

—¡Atrus! Más vale que encierres a Llama en tu cuarto. Si se queda donde está corre peligro.

Atrus arrugó el entrecejo; no entendía cómo podía correr peligro la gatita. ¿No era la grieta el lugar más seguro? Pero no discutió, se limitó a ir, coger a Llama bajo el brazo, llevarla al almacén y encerrarla.

Cuando volvió al borde de la pared de la grieta vio que tenían la tormenta casi encima. Trepó hasta la arena, miró a Anna, preguntándose qué harían, dónde se esconderían, pero su abuela no parecía preocupada. Sencillamente, permanecía allí, contemplando cómo se acercaba la inmensa oscuridad, sin que la impresionara, sin dejar de sonreír. Se volvió y le llamó, alzando la voz para imponerse al ruido de la tormenta que se les venía encima.

—¡Quítate las gafas, Atrus, verás mucho mejor!

Una vez más, hizo lo que le decía, y guardó las pesadas gafas con su gruesa correa de cuero en el gran bolsillo de su capa.

Delante, el frente de la tormenta era como una enorme y resplandeciente muralla de negro y plata, algo sólido que avanzaba hacia él y que llenaba todo el cielo, levantando la arena del desierto al moverse. Resplandores brillantes, cegadores y extraños, parecían danzar y parpadear en aquella oscuridad, acompañados por un rumor grave y amenazador que de pronto explotaba en un gran estruendo sonoro.

Cerró los ojos temblando, con los dientes apretados y el cuerpo encogido ante la furiosa embestida. Entonces la lluvia cayó sobre él, empapándolo en un instante, tamborileando sobre su cabeza, hombros y brazos con tal fuerza que por un instante creyó que le derribaría. La impresión le hizo respirar entrecortadamente. Se volvió vacilante, sorprendido al escuchar la risa de Anna por encima del furioso tronar de la lluvia.

Clavó la vista en el suelo, asombrado por su transformación. Hacía un instante pisaba la arena. Ahora sus pies estaban hundidos en una masa pegajosa que se arremolinaba y que tiraba de él cuando intentaba despegarse.

—¡Anna! —gritó, en busca de ayuda, con los brazos extendidos.

Ella se acercó, soltando risitas como si fuera una niña. La lluvia le había pegado los cabellos a la cabeza y sus ropas parecían pintadas sobre su cuerpo largo y enjuto, como si fueran una segunda piel.

—¿A que es maravilloso? —dijo, y alzó el rostro hacia la lluvia, los ojos cerrados en éxtasis—. Cierra los ojos, Atrus, y siéntela en la cara.

Una vez más obedeció, reprimiendo su instinto de echar a correr, y dejó que la punzante lluvia golpeara sus mejillas y su cuello. Al cabo de un momento tenía el rostro entumecido. Entonces, en un cambio repentino que le resultó difícil explicar, comenzó a disfrutar de la sensación.

Agachó la cabeza y miró a su abuela de reojo. Saltaba a la pata coja, dando vueltas lentamente, con las manos por encima de la cabeza, extendidas, como si saludara al cielo. Tímidamente, la imitó. Luego, se dejó llevar y comenzó a girar como loco, mientras la lluvia caía y caía y caía, y el sonido era como el sonido en el corazón de una gran tormenta de arena, tan fuerte que en su cabeza sólo había silencio.

Y entonces, con una brusquedad que le dejó sin aliento, se terminó. Se volvió, parpadeando, a tiempo de ver cómo pasaba por encima de la grieta y trepaba la pared del volcán: una cortina de agua que caía y que a su paso dejaba el suelo del desierto aplanado y de color oscuro.

Atrus miró a su alrededor y vio que todos los cuencos estaban llenos a rebosar, una decena de espejos temblorosos que reflejaban el azul repentino y chocante del cielo. Quiso hablar, decirle algo a Anna, pero se volvió, sorprendido por el súbito sonido sibilante que surgió del cráter del volcán.

De la caldera surgían grandes oleadas de vapor, como si el gigante dormido hubiera vuelto a la vida.

—No pasa nada —dijo Anna, acercándose y poniéndole una mano en el hombro— Allí es donde la lluvia se ha filtrado hasta los respiraderos más profundos.

Atrus se apretó contra su abuela. Pero ya no tenía miedo. Ahora que había pasado —ahora que había sobrevivido— se sentía alegre, eufórico.

—Bien —dijo ella en voz baja—. ¿Qué te parece?

—¿De dónde ha venido? —preguntó él, mientras contemplaba, fascinado, cómo el muro enorme de oscuridad se alejaba más y más.

—Del gran océano —respondió ella—. Recorre cientos de kilómetros para llegar hasta aquí.

Él asintió, pero su mente volvía a contemplar una vez más la gran cortina de plata y negrura que se lanzaba sobre él y se lo tragaba, a sentir cómo tamborileaba sobre su piel como un millar de agujas sin punta.

Atrus miró a su abuela y se rió.

—Pero abuela ¡si estás humeando!

Ella sonrió y le dio un suave golpe.

—Tú también, Atrus. Vamos, entremos antes de que el sol nos vuelva a secar.

Asintió y comenzó a trepar la pared de la grieta, con la intención de sacar a Llama del almacén, pero cuando asomó la cabeza por encima del borde, se paró en seco y soltó una exclamación de asombro.

A sus pies, la grieta era un gigantesco espejo de azul y negro que la sombra de las escarpadas paredes dividía en dos, como un escudo rasgado.

Anna se colocó a su lado, se puso en cuclillas y sonriendo le miró a la cara.

—¿Te gustaría aprender a nadar, pequeño gusano de arena?

Anna despertó a Atrus cuando todavía era de noche, antes del amanecer; le sacudió con cuidado y luego se quedó de pie, sosteniendo la lámpara, que llenó con su suave resplandor amarillo el nicho en el que yacía.

—Ven —se limitó a decirle con una sonrisa, mientras él se restregaba los ojos con los nudillos—, quiero enseñarte algo.

Atrus se sentó en su lecho, súbitamente alerta. Algo había sucedido. Algo… La miró.

—¿Fue real, abuela? ¿Ocurrió de verdad? ¿O lo soñé?

—Ocurrió —respondió en voz baja.

Luego, le cogió de la mano y le condujo afuera, atravesando su propia habitación a oscuras para salir a la estrecha galería.

Dos días antes había sido luna llena y, aunque ya no se encontraba en su cénit, su luz seguía tiñendo de plata el extremo más alejado del estanque.

Atrus se paró, respirando entrecortadamente, paralizado por la visión, la mirada fija en el perfecto espejo de ébano del estanque. No era el estanque que conocía desde pequeño, sino que era un estanque más grande y asombroso; un estanque que llenaba la grieta de punta a punta. Al verlo, dejó escapar un suspiro.

—Las estrellas…

Anna sonrió, se inclinó y señaló la forma del cazador en el agua.

—Y ahí —dijo—. Mira, Atrus, ahí está la estrella indicadora.

Contempló la estrella de un brillante azul puro y luego alzó la vista para contemplar su hermana gemela en el cielo.

—¿Se trata de esto? —preguntó, al tiempo que se volvía para mirarla— ¿Era esto lo que ibas a enseñarme?

—No… Ven. Sígueme.

En el instante antes de salir de la grieta —en ese momento anterior a ver aquello por lo que su abuela le había despertado—, Atrus se detuvo en el penúltimo peldaño de la escalera y miró hacia abajo.

Abajo, muy abajo —tan lejos que parecía como si se hubiera dado la vuelta y ahora estuviera colgado sobre el espacio— se veía el cielo sembrado de estrellas. Por un instante, la ilusión fue perfecta, tan perfecta que estaba convencido que de haberse soltado de la escalerilla, habría caído para siempre. Entonces, al darse cuenta de que su abuela le esperaba en el otro lado del saliente, subió a la parte superior del muro de la grieta.

Y se quedó boquiabierto al enfrentarse a la increíble escena onírica que se ofrecía a sus ojos.

Entre la grieta y el borde del cráter, toda la ladera del volcán estaba alfombrada de flores. Incluso a la luz de la luna fue capaz de distinguir sus brillantes colores. Violetas y azules, verde oscuro y lavanda, rojos brillantes y violentos naranjas.

No acertaba a comprender. Era imposible.

—Se les llama efímeras —dijo Anna, interrumpiendo el perfecto silencio—. Sus semillas, cientos de miles de diminutas semillas, permanecen en la tierra seca durante años. Y luego, cuando por fin llegan las lluvias, florecen. Durante un único día, una sola noche, florecen. Y después…

Exhaló un suspiro. Fue el sonido más triste que jamás había escuchado Atrus. La miró, sorprendido ante aquel sonido. Había detectado tanta alegría en su voz, tanta excitación.

—¿Qué pasa, abuela?

Ella sonrió con melancolía, alargó el brazo y le acarició la cabeza.

—Nada, Atrus. Pensaba en tu abuelo, nada más. Pensaba en cuánto le habría gustado ver esto.

Atrus bajó de un salto y sus pies fueron recibidos por el tacto fresco y exuberante de la vegetación. La tierra estaba fresca y húmeda. Podía estrujarla con los dedos de los pies.

Se agachó y pasó las manos sobre las diminutas floraciones, sintió lo suaves y delicadas que eran. Luego arrancó una única flor diminuta y la puso ante sus ojos para estudiarla.

Tenía cinco pequeños pétalos de color rosa y un delicado estambre del color de la piedra arenisca. La dejó caer.

Permaneció un instante de rodillas, captando todo con sus ojos. Le asaltó un nuevo pensamiento. Se volvió bruscamente y miró a Anna.

—¡Las semillas!

Atrus se levantó, caminó con cuidado alrededor del muro de la grieta, agachándose aquí y allá, para examinar todos los lugares en los que, antes de la llegada de la tormenta, había esparcido sus preciosas semillas.

Al cabo de un rato, miró a Anna y se rió.

—¡Funcionó! ¡Las semillas han germinado! ¡Mira, Nanna, mira!

Ella le sonrió.

—Entonces será mejor que las cosechemos, Atrus. Antes de que salga el sol. Antes de que el desierto nos arrebate lo que nos ha dado.

El trabajo había terminado. Ahora, sencillamente, quedaba tiempo para explorar. Mientras la luz del amanecer comenzaba a arrojar sus sombras alargadas sobre la arena, Atrus ascendió por la ladera del volcán, seguido por Llama; la gata de color melado, intoxicada al parecer por la repentina abundancia de flores, retozaba y se revolcaba como si los años hubieran retrocedido y volviera a ser una gatita.

Al verla, Atrus se rió. Ahora llevaba puestas las gafas, con el filtro solar a baja intensidad y el nivel de aumentos alto. Era hora de satisfacer su curiosidad, antes de que el sol subiera demasiado y el calor se hiciera insoportable y antes, como le había asegurado Anna, de que las floraciones se secaran y desaparecieran.

Vagó al azar durante un rato, casi con el mismo despropósito que la pequeña y escuálida gata que era su constante compañera. Luego, sin darse cuenta, se encontró buscando algo. Más que buscar algo, intentando localizar con exactitud qué había visto que no acababa de comprender.

Se quedó inmóvil, girando sólo la cabeza, intentando localizar qué era lo que había entrevisto. Al principio no percibió nada. Luego, con un pequeño sobresalto, lo vio. ¡Allí! Sí, ¡allí, en aquella pendiente poco profunda que discurría hasta una de las pequeñas chimeneas inactivas del volcán!

Atrus se acercó, asintiendo para sí. No cabía duda, aquí la vegetación era más exuberante, las flores más grandes y sus hojas más gruesas y amplias.

¿Y por qué?

Se inclinó, buscó entre los diminutos tallos y arrancó una de las plantas para examinar sus finas raíces. Tenían tierra pegada. La olió. Había algo extraño, algo casi metálico en aquel olor. Minerales. De alguna forma, la presencia de minerales —¿ciertos minerales?— había hecho que aquí las plantas crecieran más.

Desbrozó un pequeño espacio con una mano y luego cogió un puñado de tierra y lo metió con cuidado en uno de los bolsillos de su capa. Se enderezó, miró ladera abajo y vio a Llama que daba zarpazos al aire, tumbada de espaldas sobre un ramillete de brillantes flores amarillas.

—¡Vamos! —le gritó ansioso, deseando poner a prueba su teoría.

Habían transcurrido casi tres meses desde el día de las lluvias en el desierto. Desde entonces, el chico de diez años había trabajado cada anochecer, en su taller, con una lámpara de aceite colgada de la pared a su lado, Llama dormida en el suelo, mientras su amo identificaba con paciencia cuál de los componentes químicos que encontró en la muestra era responsable del aumento en el crecimiento.

Su taller estaba en un pequeño hueco recién abierto en la parte posterior de la habitación de Anna. Con paciencia y cuidado, durante un año había arrancado el pequeño espacio a la roca con sus propias manos, utilizando las herramientas de su abuela para trabajar la piedra, poniendo atención en quitar la piedra poco a poco, tal y como ella le había enseñado, siempre en busca de puntos débiles en la roca, de defectos en la estructura que pudieran romperse y hacer caer sobre ellos toda la pared.

Había una repisa; una superficie de trabajo que había alisado y pulido hasta que pareciera cristal. Esta «mesa» estaba ahora repleta de instrumentos técnicos de extraño aspecto. Encima de la mesa había excavado tres estrechos estantes en los que guardaba sus cosas: estrechos recipientes de arcilla y piedra en forma de copa, diminutas cestas tejidas a mano que contenían los diversos polvos y materiales químicos, los huesos blanqueados de varios animales del desierto y, en el estante superior, su colección de cristales y rocas raras; ágatas pulidas que eran como los labios carnosos de extrañas criaturas; un gran fragmento de zeolita, que le recordaba las patillas de algún exótico animal de las nieves; nódulos de azurita azul junto a una agrupación de cristal de azufre, de color amarillo brillante; un dedo largo y biselado de cuarzo que parecía hielo y, en una diminuta caja transparente, un único ojo de gato. Estos objetos, y muchos más, abarrotaban la estantería, ordenados en los siete sistemas —cúbico, tetragonal, monoclínico, ortorrómbico, triclínico, hexagonal y trigonal— que había aprendido en los libros de su abuela.

En la pared detrás de su mesa de trabajo estaba el tapiz que le había hecho Anna con la seda azul y roja que comprara a los mercaderes en aquella ocasión, con el borde adornado con borlas de hilo de oro. Las restantes paredes estaban cubiertas por dibujos y diagramas, algunos obra suya, otros de su abuela.

Desde luego que su labor no había resultado sencilla, teniendo en cuenta el equipo básico del que disponía. Al principio, Atrus pensó que sería un trabajo sencillo. Esperaba encontrar, como mucho, tres, quizá cuatro elementos químicos distintos en la muestra, pero para su asombro —y desánimo— había resultado ser mucho más complicado. Tras semanas de pruebas, logró identificar más de treinta elementos distintos en la muestra. Al parecer, las chimeneas eran un cuerno de la abundancia de vida química. Tampoco resultaba fácil idear maneras de comprobar su teoría. Los libros de su abuela, que tenían capítulos enteros dedicados a la manera de dar forma y usar la piedra y el metal, tenían pocas secciones dedicadas a la agricultura. No había tenido más remedio que improvisar.

Cuando Atrus creyó que la cosecha estaba lista para ser recogida, cogió una cantidad de los brotes más grandes —escogiendo un par de cada tipo distinto— y los colocó en el mejor cesto de Anna, para llevarlos a la cocina.

Se colocó ante el fregadero de piedra junto a la ventana, mirando hacia el otro lado de la grieta mientras limpiaba cuidadosamente los brotes, poniendo especial cuidado en quitar toda la tierra de las raíces. Allá abajo, Llama había cruzado hasta el plantío y estaba oliendo los lugares en que la tierra había sido removida, escarbando tentativamente con su garra.

Atrus la miró durante un rato, con una gran sonrisa al ver sus payasadas, luego dio una buena sacudida a los brotes para que soltaran las últimas gotas de agua, los dispuso en la tabla de cortar y fue a buscar uno de los cuchillos de Anna en el anaquel.

Al comenzar a cortar y preparar los brotes, vio que Llama se estiraba entre los brotes que quedaban plantados, limpiándose, lamiéndose con su pequeña lengua rosada las patas antes de comenzar a limpiarse su corto pelaje anaranjado.

—Eh, tú —le espetó, riéndose.

Ya estaba mal que se comiera la menta del otro lado del estanque, pero que ahora se hiciera una cama con su plantación especial era demasiado.

Al acabar, cogió los brotes cortados y los metió en el cuenco de arcilla. Desprendían un aroma fresco y limpio, como la menta, aunque no tan dulce. Cogió un trozo, se lo llevó a la nariz, lo olisqueó y luego se lo metió en la boca.

Sabía bien, también. Fresco y…

Atrus hizo una mueca. Había un regusto especial, un toque amargo y desagradable. Se pasó la punta de la lengua por las encías y se estremeció.

—¡Aagh!

—¿Atrus?

Se volvió y vio a Anna que le miraba con curiosidad.

—¿Qué pasa?

—Nada —dijo.

Cogió el cuenco y lo llevó otra vez al fregadero. Quizá no los había lavado bastante. Lo último que deseaba es que tuvieran mal sabor.

Sintió la suave caricia de los dedos de Anna en la espalda cuando pasó a su lado en dirección al office, luego notó su aliento en el cuello cuando se inclinó sobre él.

—Tienen buen aspecto —comentó, sonriendo cuando la miró—. ¿Quieres que cocine arroz para acompañarlos?

—No. Yo lo haré. Y prepararé una salsa especial.

Ella asintió, le apretó el brazo con suavidad y salió.

Atrus miró otra vez al otro lado de la grieta. Llama se había acurrucado, convirtiéndose en una diminuta bola naranja entre los brotes de un verde intenso. Sonrió, vertió agua fresca de la jarra que tenía a su lado y volvió a poner en remojo los brotes.

Atrus estaba reparando la obra de sillería en el extremo de la pared de la grieta cuando comenzó a sentir el dolor. Al principio creyó que no era más que un calambre, estiró el brazo izquierdo para relajar los músculos de ese costado e intentó seguir trabajando. Pero cuando quiso coger la paleta, sintió una punzada de dolor intenso que le hizo doblarse.

—¿Atrus?

Anna llegó junto a él enseguida.

—¿Atrus? ¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa?

Intentó hablarle, pero la siguiente punzada le dejó sin aliento. Se arrodilló con una mueca de dolor.

Parecía que le estuvieran apuñalando.

—¿Atrus?

Alzó la vista, pero tenía la mirada perdida. Luego, incapaz de contenerse, comenzó a vomitar.

Al cabo de unos segundos, alzó la cabeza, sintiéndose vacío, exhausto, con la frente perlada de sudor. Anna estaba arrodillada junto a él, cogiéndolo por los hombros con un brazo y le susurraba algo.

—¿Qué?

—Los brotes —dijo ella, repitiendo lo que había estado diciéndole—. Deben de haber sido los brotes. ¿Comiste alguno?

Atrus hizo ademán de negarlo cuando de repente se acordó.

—Lo hice. Sólo uno, yo…

Sintió un temblor en el estómago, un fugaz dolor. Tragó saliva y volvió a mirarla.

—Debían de tener algo —dijo Anna al tiempo que le limpiaba la frente—. ¿Qué usaste?

—¿Usar? —Sus pensamientos eran confusos. Se sentía mareado y desorientado—. Yo no…

De repente tuvo una idea. Los agentes químicos. Debía de haber sido algo en los agentes químicos. Y entonces lo recordó. El regusto. Aquella amargura… no era intensa, pero sí lo bastante desagradable como para ponerle sobre aviso.

Lanzó un gemido.

—¡Te he fallado!

—No —dijo Anna, dolida por sus palabras—. No puedes hacerlo todo bien. Si lo hicieras…

La miró, enfadado consigo mismo, no con ella.

—Podía haberte matado. ¡Podía habernos matado a los dos!

Anna hizo un gesto de dolor e intentó decirle que no, pero Atrus la miró, desafiándola a que le contradijera.

—No, Atrus —dijo por fin—. No me has fallado. Aprenderás de esto.

Pero Atrus no parecía convencido.

—Casi acabo con nosotros —replicó— Casi…

Anna le abrazó con fuerza, hasta que se quedó quieto, tranquilo. Luego le ayudó a levantarse y le llevó al estanque, se arrodilló junto a él, cogió agua con las manos y le mojó la cara y el cuello.

—¿Lo ves? —dijo por fin, sonriéndole—. Esto está mejor.

Despacio, fatigosamente, él se puso en pie.

—Será mejor que lo arranque todo. Yo…

Se volvió y miró.

—¿Llama?

Anna se alejó de él y se agachó junto al pequeño bulto naranja. Se quedó quieta un instante, con la oreja pegada al costado del animal, luego, con una lentitud que confirmó los peores temores de Atrus, se enderezó.

—Lo siento —dijo—, yo…

Atrus se acercó y se arrodilló junto a ella. Se quedó muy quieto contemplando al animalito. Luego, con mucho cuidado, como si sólo estuviera dormido, lo cogió, lo acunó y lo llevó al lugar donde un pequeño ramillete de flores azules bordeaba la grieta.

Anna lo observó, se dio cuenta de la solemnidad de aquel momento, cómo había crecido, cómo reprimía sus sentimientos. Y supo, sin lugar a dudas, que en aquel instante había dejado atrás una parte de su infancia y que había dado un paso más hacia el mundo de los adultos. Hacia el exterior, lejos de ella.