64
Solo…
Me siento solo y destrozado.
Hago todo lo que está en mi mano para pasar tiempo con Jud. Acorto mis horas en Müller. No voy a jugar al baloncesto con mis amigos. Intento estar con ella y con los niños, pero siento que le molesta. No me desea a su lado.
En sus ratos libres coge su moto y se va. Se va sin decirnos nada a Flyn y a mí, y yo me muero de la preocupación.
¿Y si le ocurre algo estando sola?
Por ello, el fin de semana, Flyn y yo le proponemos salir con las motos, algo que ella nunca rechazaría, pero, sin embargo, lo hace. De nuevo nos muestra que no quiere estar con nosotros y eso nos duele, aunque cada cual a su manera sabe que se lo merece.
Björn nos da la noticia de que va a ser padre, Mel está embarazada, y yo me mofo de mi amigo. De ser el soltero de oro, tras abandonar yo mi puesto, ahora va a ser el papaíto de tres hijos. Él ríe encantado. Está feliz, por lo que fijan fecha para la boda. No será en Las Vegas, sino en Múnich, pero, tal como Mel quiere, será una ceremonia íntima e informal.
Por las noches escucho la música de Judith en la soledad de mi despacho. Esa música que ella me enseñó a apreciar, a entender, y siento que se me parte el alma al oír la letra de más de una canción.
El anillo de la discordia, que dejó sobre mi despacho, lo puse sobre su mesilla. Quiero que lo vea. Que lo coja. Que se lo ponga. Pero pasan los días y el anillo sigue allí y ella continúa sin sonreír. No lo ha tocado. Y, aunque me duele ver que no se lo ha puesto, al menos no lo ha quitado. Sigue donde lo dejé, y solo espero que tarde o temprano se lo vea de nuevo puesto en el dedo.
Por su parte, Flyn hace como yo. Incluso oigo que vuelve a llamarla mamá, pero mi pequeña no reacciona. No lo escucha, no le interesa, como no le intereso yo.
Nos duele. Flyn y yo lo comentamos. Pero ambos somos conscientes de que la hemos llevado hasta un punto límite y Judith se ha bloqueado y necesita pensar. Ha dejado de sonreír, y eso no es bueno. En casa todos somos conscientes de ello y no sabemos qué hacer.
Intento acercarme a ella, pero me es imposible. Me rehúye, no quiere estar conmigo, y yo siento que cada día que pasa la necesito más y más.
Desde la oscuridad de mi despacho, la veo pasear por las noches por la urbanización muy pensativa con Susto y Calamar.
¿Qué pensará?
¿Qué no me estará diciendo?
Un día…, otro…, otro…, pero nada cambia.
Por eso, una tarde, cuando regreso pronto del trabajo, necesitando hacer algo diferente, envío a Simona y a Norbert a su casa, y, tras hablarlo con Flyn, decidimos preparar la cena.
¡Nosotros!
—Mira, papá, podríamos hacer pizzas —dice Flyn.
Me acerco. Veo lo que saca del congelador y, consciente de que no sé cocinar nada y el crío tampoco, asiento.
—Estupendo. Pizza y Coca-Cola, ¡a Jud le encantará!
Ambos nos ponemos en marcha. Queremos recuperar a nuestra española y, entrando en el salón, donde ella está tirada sobre el sofá, con Susto y Calamar, viendo una sangrienta serie de zombis llamada «The Walking Dead», se lo hago saber y Jud asiente. Le parece bien la cena.
Una vez que mi hijo y yo hemos preparado la mesa y las pizzas están sobre ella, decido ir a buscar a Judith. Al verme, ella me mira con poco entusiasmo y, levantándose, me sigue a la cocina. Con galantería, le retiro la silla para que se siente, y entonces oigo a Flyn preguntar:
—¿Quieres hielo para la Coca-Cola?
Eso me hace sonreír. Sabe que le dirá que sí, puesto que a Jud le gusta la Coca-Cola con mucho hielo. Pero entonces ella pregunta con acidez:
—¿Cuánto te ha pagado tu padre?
Mi hijo y yo nos miramos. No entendemos a qué viene eso, y ella, con mal gesto, suelta:
—Sois tal para cual.
No protesto.
No digo nada.
Flyn tampoco.
Me jode que Judith nos trate así, pero me lo merezco. Nos lo merecemos.
Sin más, ella se levanta entonces y se prepara su vaso con mucho hielo. No permite que el crío lo haga. Flyn me mira y yo le pido tranquilidad. Debemos darle espacio y tiempo.
Quiero atraer la atención de Jud, así que Flyn y yo comenzamos a hablar de fútbol. Sabemos que eso la hará entrar en el juego porque, al contrario de mí, el tema le apasiona. Pero Judith ni nos mira. Redoblo mis esfuerzos y menciono al equipo de sus amores, el Atlético de Madrid. Y, según oye ese nombre, levanta la cabeza.
¡Bien!
Sin embargo, igual que la levanta, la vuelve a agachar y no dice nada, absolutamente nada. Y, a continuación, sin apenas cenar, se pone en pie y anuncia:
—Seguid comiendo. Me voy a ver a mis muertos vivientes. Son más interesantes que vosotros.
Una vez que ha desaparecido de la cocina con su vaso de Coca-Cola en la mano, Flyn y yo nos miramos. De nada ha servido nuestro esfuerzo, la cena que hemos preparado, y él pregunta:
—Papá, ¿por qué mamá ya no sonríe?
Sus palabras terminan de joderme. Él también se ha dado cuenta de ello, y, como puedo, respondo:
—Por nuestra culpa, Flyn.
Mi hijo afirma con la cabeza. Carga con su parte de culpa y, levantándose, indica mientras recoge los platos:
—Parece que no le ha gustado la cena.
—Parece… —convengo.
En silencio, recogemos y tiramos la pizza sobrante a la basura. Luego mi hijo se marcha a su habitación y yo me quedo como un tonto en el hall, sin saber qué hacer, hasta que entro en el salón y pregunto:
—¿Vienes a la cama?
Jud no me mira.
Ni siquiera se vuelve para contestarme cuando la oigo decir:
—No tengo sueño. Ve tú.
Decepción.
Eso es lo que siento.
Le estoy dando tiempo, espacio, estoy teniendo paciencia, estoy haciendo todo lo que puedo y se me ocurre, pero ella pasa totalmente de mí. Y, dando media vuelta, me voy a mi habitación, donde suelto un suspiro al cerrar la puerta y ver el pestillo que ella puso en el pasado para preservar nuestra intimidad.
¡Qué bonitos tiempos aquellos!
Me desnudo, tengo calor, y entonces veo el anillo, que sigue donde lo dejé.
Cierro los ojos.
¿En serio no se lo va a volver a poner?
Mirando al techo, transcurren horas en las que por mi mente pasa de todo, hasta que oigo que la puerta se abre. Judith. Las cuatro y diez de la madrugada. Mis ojos, acomodados a la oscuridad de la habitación, la siguen. Veo cómo se desnuda, cómo se pone su bonito y sensual pijama y, tan pronto como sale del baño, se mete en la cama.
El calor que irradia, aunque apenas me roce, se mete en mi cuerpo, y la necesidad de abrazarla y de comunicarme con ella se me hace desesperante.
Sé que sabe que estoy despierto; me he movido para que lo supiera. Se marcha dentro de pocos días a Jerez, tras la boda de Björn y de Mel, pero ella, dando media vuelta para no verme, al rato se duerme y yo continúo despierto.
Pasan las horas. No puedo dormir y, cuando ella comienza a moverse, deja caer una mano sobre mi pecho. Cierro los ojos. Su tacto me gusta y, cogiéndosela con cuidado, la llevo a mi boca y la beso. La beso con mimo, con cariño, con amor.
Al día siguiente, tras pasar una angustiosa jornada en la oficina en la que no puedo dejar de pensar en ella, cuando llego a casa veo a Jud en el garaje, junto a su moto. Imagino su intención.
Una vez que paro el motor de mi vehículo, saludo a Susto. La música que ella escucha desde su teléfono inunda todos mis sentidos, e, intentando sonreír, la saludo. Necesito que vea positividad en mí. Nunca tiraré la toalla por ella.
Comienza a sonar Thinking Out Loud de Ed Sheeran. Sé cuánto le gusta esa canción y, tras cruzar con ella unas palabras, pregunto esperanzado mientras comprueba la presión de sus neumáticos:
—¿Bailas conmigo, pequeña?
—No.
Su rotundidad me destroza. Me mira, e insisto:
—Por favor.
Y, sin esperar una nueva negativa, la agarro y la acerco a mi cuerpo.
Sé que eso es jugársela con Jud, pero, incomprensiblemente, no se aleja de mí y empezamos a bailar en el garaje.
Bailar con mi mujer es lo mejor. Su olor corporal me enloquece y, tras darle un cariñoso beso en la frente, murmuro con un hilo de voz:
—Te echo de menos, Jud. Te echo tanto de menos que creo que me estoy volviendo loco.
Ella me mira. Levanta una mano, la apoya en mi nuca y me emociono. Es el mayor acercamiento que hemos tenido en días. Solo me falta verla sonreír y, con todo el sentimiento que soy capaz de transmitir, susurro:
—Lo siento, pequeña. Pídeme lo que quieras y…
Pero el momento se rompe, puesto que Norbert entra de improviso en el garaje y, no sé por qué, suelto a Judith y ella se marcha. En cuanto me despido de Norbert, corro tras mi mujer. Sé que está en nuestra habitación, pero, al entrar, ella me mira con gesto sombrío y sisea:
—No vuelvas a hacer lo que has hecho o me iré de esta casa.
Oír eso me encoge el alma.
No quiero que se marche. La necesito. La necesito para vivir.
¿Cómo no voy a querer acercarme a ella?
La boda de Mel y de Björn es un momento de felicidad para todos, y lo disfrutamos. La felicidad de nuestros amigos es primordial para nosotros, y por fin veo sonreír a Judith, aunque esas sonrisas ni se las origine yo ni vayan dirigidas a mí.
Nuestra relación sigue siendo fría y distante y, aunque disimulamos ante los demás, yo no lo llevo nada bien. Imagino que ella tampoco.
En un momento dado en el que estoy con el pequeño Eric, mi madre se acerca a mí y pregunta:
—¿Qué es lo que ocurre, hijo?
Me hago el sueco (Judith me ha enseñado a hacerlo) y pregunto:
—¿A qué te refieres?
El pequeño Eric corre hacia Pipa y, cuando voy a ir tras él, mi madre me coge del brazo y, mirándome a los ojos, murmura:
—Eric, soy tu madre, y las madres intuimos los estados de ánimo de nuestros hijos, por no decir que conocemos hasta vuestra manera de respirar. ¿Qué os ocurre a Judith y a ti?
Suspiro, no me gusta ir contando mis penas a nadie, y esta indica:
—Muy bien. Le preguntaré a ella.
Según veo que va a marcharse, la agarro del brazo y cuchicheo atrayendo su mirada:
—Mamá, Jud y yo no estamos pasando por un buen momento, y que tú vayas a preguntarle al respecto podría agravarlo.
—Ay, hijo, ¡lo sabía! ¡Lo sabía!
—Mamá…
Lo último que quiero son los dramatismos de mi madre, pero insiste:
—En cuanto he visto que no os besabais y os abrazabais como soléis hacer siempre, ¡lo he intuido!
—Bueno, mamá, no exageres.
—¿Exagerar? Pero, por Dios, hijo, si Jud y tú sois la pareja más empalagosa que he conocido en la vida, con tanta miradita, tanta sonrisita y tanto besito.
—Mamá…
Mi madre se ríe, y yo al final también. Sé que tiene razón. Jud y yo somos excesivamente cariñosos y posesivos el uno con el otro.
—¿Cuándo se marcha a Jerez? —pregunta a continuación.
Pensar en ello me atormenta, me vuelve loco, e indico:
—Dentro de una semana.
Mi madre asiente. No sé lo que estará pensando, pero entonces me pregunta:
—¿Quieres que me quede esta noche con los niños para que estéis solos?
Lo valoro, pero sé que ella no se lo tomaría bien, así que digo:
—No, gracias.
—Pero, hijo, estar solos os facilitaría la reconciliación y…
—Déjalo, mamá. Otro día.
Ella suspira, asiente y, al final, dice abrazándome:
—De acuerdo, cabezoncete. Pero ya sabes: estoy aquí para lo que necesitéis.
La beso en la cabeza y aseguro:
—Lo sé, mamá…, lo sé…
La fiesta continúa y, aunque veo a Judith bailar con Mel y los amigos, sé que no es feliz. Conozco su mirada y a mí no puede engañarme.
En un momento dado en el que estamos toda la familia junta aprovecho y agarro a mi mujer de la cintura. Lo hago con tiento, con tacto, solo para disimular, y mi madre, que está hablando con ella, me mira y dice:
—Y tú deberías irte con Judith. Unas vacaciones juntos siempre vienen muy bien a las parejas. ¿Por qué no vas?
Joder…, joder con mi madre.
Pero ¿acaso no he hablado ya del tema con ella?
Por suerte, Klaus propone hacer entonces un brindis por los novios y dejamos de prestarle atención. Judith, al ver que Björn le recuerda a Mel que ha de brindar con zumo y no con champán, puesto que está embarazada, mi pequeña indica divertida dirigiéndose a ella:
—Como buena amiga tuya, me solidarizo y brindo yo también con zumo.
Eso me hace sonreír y, cuando Björn la mira y pregunta por qué, yo aclaro:
—A Judith no le gusta mucho el champán.
Emocionada, Mel brinda entonces por su bebé y por todos los que están en camino, como el de mi hermana Marta, y Björn, al verla llorar, pregunta:
—Pero, cariño, ¿qué te pasa?
Suspiro. Yo ya soy un entendido en el tema y, mirando a mi desconcertado amigo, explico:
—Pues que está embarazada y con las hormonas revolucionadas.