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Haber llevado a Ginebra a casa de mi madre, en un acto de bondad, me sale caro.

De entrada, Judith me la monta camino a nuestra casa.

Intento explicarle por qué Ginebra estaba en casa de mi madre, sin contarle su secreto, pero nada, Judith está muy enfadada y no quiere escucharme.

Hago todo lo posible. Asumo mi error, pero cuando se pone así, da igual lo que hagas, porque ella no escucha. Simplemente arrasa con todo lo que se encuentre por delante, como yo. Es como yo.

Cuando llegamos, sigue sin hablarme. Intenta sonreírles a los niños, pero a mí no me engaña. Le cuesta una barbaridad, y todo empeora cuando aparece Flyn en la cocina, quien se pasa con Simona y termina encarándose con Judith por una maldita lata de Coca-Cola.

El resultado final es que Flyn se pone chulo, y Judith, con la mente nublada por el enfado que lleva, le suelta un bofetón.

¡Joderrrrrrrrr!

Me quedo tan boquiabierto como Flyn.

Está claro que Jud está pagando su rabia con el niño, y cuando él desaparece de nuestra vista, mi mujer susurra mirándome:

—No… no sé qué me ha pasado.

Ahora el enfadado soy yo.

¿Por qué le ha pegado a Flyn?

Y, viendo que ella está con Simona, que la tranquiliza, yo voy tras el crío. Me preocupa como esté. Últimamente no hago más que castigarlo.

Cuando entro en su cuarto, está tumbado sobre la cama, mirando al techo.

El castigo lo tiene sin salir, sin móvil, sin ordenador, sin redes sociales, sin viaje a México, sin nada. Su gesto me hace saber lo ofendido que está por lo ocurrido y, cerrando la puerta de su habitación, pregunto:

—¿Qué te está pasando, Flyn?

Él no contesta. Yo tampoco digo nada más, hasta que gruñe:

—Me ha pegado. Judith me ha pegado.

Asiento. No lo puedo negar, lo ha hecho delante de todos. Y, acercándome a él, veo la palma de la mano de mi mujer estampada en su mejilla.

Joder, qué guantazo le ha dado.

Intento tranquilizarme, sin duda eso debe de picarle, y le pregunto:

—¿Por qué te has comportado así?

Flyn me mira. Está tan desconcertado como yo por lo ocurrido, Judith nunca le había puesto la mano encima, y, con los ojos plagados de lágrimas, murmura:

—No lo sé.

Incapaz de no acercarme a él, lo hago. Lo abrazo y, por raro que parezca, Flyn se deja. Tener entre mis brazos al niño que siempre abracé me aviva el amor que siento por él y recrudece el enfado que siento en este instante por Judith.

Después de cenar con Flyn en su cuarto los dos solos para así poder hablar, cuando estamos tomando el postre, de pronto la puerta se abre. Es Judith.

Flyn se tensa. Yo también.

Ambos la miramos, hasta que, al ver que ella no dice nada, miro de nuevo al niño e indico:

—Como decía, he hablado con la abuela Sonia y ella se quedará contigo durante los días que estemos en México. Le he dado instrucciones en referencia a tus limitaciones por tu castigo.

Sin mirar a Judith, mi hijo y yo hablamos, hasta que en un silencio ella murmura:

—Flyn, con respecto a lo que ha ocurrido hoy, yo…

—Me has pegado —la corta él con dureza—. No hay nada que aclarar.

Como es lógico, ambos intentan decir la última palabra y, al final, para que no empeore la cosa, tengo que intervenir.

—Jud, mejor déjalo estar. No lo jorobes más.

Según digo eso, soy consciente de que quizá no es lo más apropiado, pero es lo que pienso. Judith es especialista en darle la vuelta a todo, pero una cosa soy yo y otra muy diferente, Flyn.

Segundos después salimos de la habitación y, mirándola, pido:

—Acompáñame al despacho.

Me sigue. En silencio y sin rozarnos, llegamos a él y, nada más entrar, comenzamos a discutir.

Discutimos con ganas, con fuerza, con rabia. Ambos estamos furiosos y tocamos temas demasiado candentes, como la Feria de Jerez, su trabajo, las horas que he hecho yo en Müller, Ginebra, mis ojos… Todo. Todo es bueno para discutir.

Discutimos por todo, ese es nuestro mayor defecto, y cuando lo hacemos no tenemos límites. Sin embargo, agotado al ver que ella tiene más fuerza que yo, y deseoso de terminar al menos esta noche con las discusiones, siseo mirándola a los ojos:

—No vuelvas a pegarle nunca más.

Ella replica. La chulería le puede, y, cansado del maldito día que llevo, abro la puerta y me marcho. No tengo ganas de discutir más.

Salgo al jardín. Necesito que me dé el aire, el frío me despejará. Susto y Calamar rápidamente vienen a mi encuentro y, agachándome, los acaricio. Ellos me dan paz.


Un buen rato después, cuando entro en la habitación, Judith no está, pero, sin pensar en nada, me desnudo y me ducho. No espero que mi mujer hoy venga a la ducha. Una vez que salgo y entro en el cuarto, la veo mojada, empapada, y, sin decir nada, entra en el baño y segundos después oigo correr el agua de la ducha. Yo tampoco entro.

Tumbado en la cama, pienso en el día de mierda que he tenido. Saber que Ginebra se muere, que mi loca hermana está embarazada y se casa y, para terminar, el bofetón que Jud le ha dado a Flyn no hace de hoy un gran día precisamente.

Jud se pasea por delante de mí desnuda, tentadora. Se pone unas bragas, después una camiseta, pero no me mira. Está furiosa. Sé que lo de Ginebra le ronda por la cabeza, y hablo de ello. Enseguida mi señorita Flores reacciona y volvemos a enfrentarnos. Pero, según lo hacemos, soy consciente de nuestro error. El error es discutir. ¿Por qué no hablamos? Y, como puedo, murmuro intentando tocarle el hombro cuando se tumba en la cama:

—Cariño…

Ella me rehúye, evita mi contacto y sisea:

—No. Hoy no quiero ser tu cariño. Déjame en paz.

Eso me duele, me destroza.

Ella es mi amor, mi cariño, las veinticuatro horas del día aunque discutamos y, seguro de que he de contarle una cosa del todo necesaria, musito guardándome algo que sé que le molestaría:

—Ginebra se muere.

Su respiración cambia. Poco a poco, se da la vuelta. Me mira y, como puedo, explico:

—Tiene un tumor cerebral inoperable…

Judith parpadea.

Se ha quedado como yo cuando me he enterado de la noticia, y como necesito que me entienda, le hablo de ella, de quién fue Ginebra y de lo que representó para mí y para mi familia. Jud me escucha, atiende a todo lo que digo y, cuando termino de contárselo, finalizo:

—Tú eres mi vida, eres mi amor, eres la madre de mis hijos y la única mujer a la que quiero a mi lado. Pero cuando me he enterado de que Ginebra se moría y me ha pedido ver a mi madre…, yo… yo…

Judith me abraza. Se aprieta contra mí y me hace saber que está a mi lado mientras murmura:

—Lo siento, cariño…, lo siento.