36
Como muchas otras veces, Björn y yo hablamos en las oficinas de Müller. Él lleva todos mis temas legales. Y, tras firmar unos papeles que se guarda, pregunta, consciente de que Mel y Judith están juntas de compras:
—¿Llamo entonces a las chicas y quedo con ellas en la Trattoria de Joe?
Asiento. A Judith le encanta ese lugar, y digo tras mirar mi reloj:
—A la una y media.
Björn afirma con la cabeza, y luego lo oigo hablar con Mel. En ese instante entra mi secretaria y, tras entregarme unos documentos que dejo sobre mi mesa, vuelve a salir en el mismo momento en que Björn cuelga. Pero su teléfono vuelve a sonar de inmediato y contesta. Veo que cambia el tono de voz para adoptar otro más profesional y, cuando finaliza la llamada, dice:
—Heine, Dujson y Asociados.
Sé quiénes son, lleva años deseando formar parte de ese bufete internacional de abogados.
—Querían confirmar si asistiré a su cena de gala, solo o acompañado —cuchichea a continuación con una sonrisa.
No necesito preguntarle cómo acudirá, pero indico:
—Sigo pensando que no te hace falta formar parte de ese bufete. Tú tienes tu propio…
Como siempre que hablamos del asunto, Björn suspira y murmura:
—Eric…
Ver su gesto me hace saber que, diga lo que diga, nada lo hará cambiar de opinión, por lo que convengo:
—De acuerdo.
Él asiente y, deseoso de cambiar de tema, a continuación, dice:
—¿Le han dado ya las notas a Flyn?
Niego con la cabeza. Algo me dice que una o dos le van a quedar este año, y más con la tontería que tiene últimamente con su chica Dakota. Pero, cuando se lo comento a mi amigo, él replica:
—Está en plena adolescencia. No seas muy duro con él y recuerda cuando tú tenías su edad.
Afirmo con la cabeza, sé que yo a su edad era un cabronazo, e indico:
—Tranquilo. No creo que la sangre llegue al río.
—¿Sigue con novieta?
Asiento. Dakota es una buena chica.
—Sí.
—¿Es la que vimos el último día en el centro comercial?
Recordar ese momento me hace reír. Björn y yo llevamos a Flyn al centro comercial porque había quedado con ella para ir al cine, y nos hizo desaparecer antes de que ella nos viera acompañándolo, por lo que cuchicheo:
—Sí. Y, aunque no lo creas, a Jud ya mí nos gusta.
Sonríe, no pregunta más y, entregándome mi móvil, bromea:
—Vamos, dejemos la vida privada de Flyn en paz y vayamos a comer con nuestras guerreras.
Sonrío. Sin lugar a dudas, Judith y Mel lo son.
Una vez en el restaurante, nos sentamos al fondo del local y hablamos de la actitud de Flyn. Está en plena adolescencia y no para de retarnos, en especial a Judith. Le tiene cogida la medida y, aunque yo intento tomar partido en ciertos momentos por quien creo que tiene la razón, lo cierto es que es complicado, sobre todo porque yo siempre estoy en el medio.
La puerta del restaurante se abre y veo entrar a Judith y a Mel. Feliz, observo a mi mujer. Me encanta. Me vuelve loco esa mirada viva y preciosa que tiene y, cuando se acerca, me levanto, la beso en los labios y le retiro la silla. Me gusta ser galante con ella. Quizá sea algo antiguo, pero a Judith también le gusta.
Mientras se sienta, bromeo con ella. Como siempre, nos hemos peleado, y cuando le pregunto si sigue enfadada conmigo, ella se limita a murmurar:
—Gilipollas.
Bien…, vamos bien.
Divertido, sonrío y pedimos la comida.
Desde que nació Hannah, Judith está obsesionada con el peso. Piensa que está gorda, que los kilitos que le han quedado en la barriga a mí me importan, cuando lo cierto es que a mí solo me importa ella. Con kilos o sin kilos. La quiero tal y como es y, aunque se lo digo, me cuesta que me crea.
Después de hacer la comanda, comenzamos a hablar, y cuando le indico a Judith que hoy llegaré tarde porque el trabajo me come, no lo entiende. No le gusta que trabaje tanto. A mí tampoco, pero sacar adelante una empresa exitosa como Müller requiere cierto sacrificio, y ese sacrificio soy yo.
Cuando mi mujer ya está más calmada, Björn nos habla de Sami, de su prinsesa. Lo tiene abducido, como mis niños me tienen a mí, y las chicas terminan mirándose con complicidad.
¿Pareceremos unos idiotas?
Después del primer plato, Jud me mira, sonríe y murmura:
—Me he comido todos los crostini de mozzarella. No tengo remedio.
Sonrío. Es bueno que tenga apetito y, divertido, voy a contestar cuando oigo a mi espalda:
—Eric… Eric Zimmerman, ¿eres tú?
Esa voz…
¿De qué me suena?
Rápidamente, me vuelvo y me quedo sin palabras.
¡Ginebra!
A pocos metros de mí está la mujer de la que, en un pasado, muy pasado, me enamoré y que me rompió el corazón.
Sigue igual. Bueno, no, más mayor. Como yo. El tiempo ha transcurrido para los dos y, aunque está guapa, porque ella siempre ha sido muy guapa, la veo demasiado maquillada y algo ajada.
Boquiabierto, no sé qué decir.
No esperaba verla aquí; por conocidos, sé que vive en Chicago. Pero me levanto, me acerco a ella y murmuro mirando sus bonitos ojos verdes:
—Ginebra…
Sin pensar en nada más, nos fundimos en un abrazo. Las cosas que vivimos juntos fueron bonitas, aunque nuestro final fuera un puto desastre. Pero éramos casi unos críos, unos muchachitos sin experiencia en la vida, y ahora, viéndolo desde la distancia, me alegro de reencontrarme con ella. ¿Por qué no?
Una vez que nos separamos, contento de verla, pregunto:
—Pero ¿qué haces en Múnich?
Según digo eso, recuerdo que Jud está conmigo.
Enseguida me vuelvo hacia ella y, oh…, oh…, esa mirada me pone en alerta. Verme tan cerca de esa mujer que ella no conoce la desconcierta y, cuando voy a presentársela, para evitar problemas, Ginebra, que no me quita ojo, me acaricia la mejilla como ha hecho mil veces antes y murmura:
—Ay, Eric…, qué bien te veo.
Inexplicablemente, su tacto me hace rememorar el pasado, un pasado que olvidé a fuerza de cabezazos por el daño que me hizo al dejarme, y, sin saber por qué, respondo:
—Y yo a ti, Gini.
¿«Gini»? ¿Por qué la he llamado así?
Según lo digo y veo cómo ella me mira, me arrepiento. Lo nuestro es pasado, algo que en la vida repetiría, pero entonces Ginebra dice:
—Bollito…
Joder… Joder… Joder… ¿Lo habrá oído Jud?
No la miro. Es casi mejor que no, pero, al ver la sonrisita del cabronazo de Björn, sé que tanto él como Mel y mi pequeña lo han oído.
¡Joderrrr!
—Cuánto me he acordado de ti, mi amor —insiste Ginebra.
Su mirada…
Su voz…
Y sus palabras… de pronto me incomodan.
Miro con el rabillo del ojo a Jud y pienso en eso que siempre nos hemos dicho el uno al otro: «No hagas lo que no quieras que te hagan a ti». Y, aunque no estoy haciendo nada malo, sé que a ella lo que está oyendo no le está gustando un pelo. Si fuera al revés, a mí me pasaría.
Por ello, y como deseo cortar esta ridícula escena que parece algo que no es ni lo será en la vida, miro a mi morena, que con seguridad ya está pensando tonterías, e indico:
—Ginebra, quiero presentarte a mi mujer, Judith.
Ahora la que reacciona es Gini.
Veo cómo clava sus ojos verdes en los de Jud. La escanea. Las dos se miran con intensidad hasta que Ginebra se aparta de mí, se acerca a mi mujer y dice con gesto descolocado:
—Ay, Dios mío, perdón… Perdón…, no sabía que Eric estuviera casado. Por Dios, Judith, no he querido incomodarte con mis desafortunados comentarios.
Jud sonríe. Uf…, qué sonrisa más falsa, y replica después de que Gini insista:
—De verdad, Ginebra, no pasa nada.
Pero sí. Conozco a mi española y sí pasa. Por lo que, acercándola a mí para que me mire, señalo lleno de orgullo:
—Ginebra, Judith es todo lo que un hombre querría para sí y, por suerte, yo la encontré, la enamoré y la convencí para que se casara conmigo.
Joder…, menuda parrafada he soltado por mi mujer. Espero que lo valore. Entonces, al ver que esta sonríe contenta con lo que ha oído, aprovecho y presento a Mel y a Björn, que nos observan en un segundo plano.
Segundos después, me entero de que es productora, algo que ella deseaba en el pasado, y, dejándome llevar por la alegría de verla, vuelvo a llamarla Gini. ¡Joder!
Jud alarga la mano y coge su copa. Rápidamente la miro. No me fío ni un pelo de ella y, como necesito que sepa algo más, pregunto:
—¿Ha venido Félix contigo?
—Por supuesto —afirma Ginebra.
Y nos cuenta que está visitando con un colega una de sus clínicas veterinarias. Instantes después, veo que mira a un hombre, que le hace una seña. Sin duda va con aquel y con la mujer rubia que nos observa, y a continuación pregunta mirando a Judith:
—¿Comemos otro día?
Mi pequeña no responde, y yo, sacando una de mis tarjetas, se la entrego y digo:
—Llámame y comeremos.
Ginebra se sorprende cuando le digo que soy el presidente y director de Müller y, tras quedar claro que tenemos que ponernos al día, se marcha. La observo mientras se aleja, pero entonces oigo que Judith dice a mi lado con cierto retintín:
—¡¿«Bollito»?!
Bueno…, ¡lo sabía!
Sabía que el maldito diminutivo ese me iba a traer problemas. Sin perder un segundo, Jud me pregunta por Ginebra. Mel sonríe, y Björn se mofa:
—Uy…, uy…, uy…, que recojan los cuchillos, que me conozco a esta española.
Eso me hace gracia y, sin tiempo que perder él tampoco, me pregunta:
—¿Es la Ginebra que creo?
Asiento.
No me resulta agradable recordar el martirio que viví con ella, pero, al ver cómo Judith espera que conteste a su pregunta, explico:
—Ginebra fue mi novia durante mis años de estudiante en la universidad.
Pero mis palabras, en vez de aplacar a Jud, la encienden. Repite lo de «Bollito» y «Gini» cada vez con más mala baba, y Björn tiene que aplacar los ánimos.
Sin embargo, Judith prosigue. Hay que ver lo que le gusta un conflicto.
La miro, intento calmarla y le digo que ya hablaremos. Pero nada. Hace caso omiso de mis miradas y continúa. Suelta por esa boca todo lo que tiene que soltar, hasta que, cansado de oírla, explico endureciendo el tono:
—Ginebra fue la novia con la que hice mi primer trío y conocí el mundo swinger. Después de aquello, conoció a Félix, se marchó a vivir a Estados Unidos con él y fin de la historia hasta hace diez minutos, que nos hemos visto por primera vez en muchos años. ¿Algo más?
Judith me mira.
Sabe que ya me ha llevado al límite de la paciencia y, finalmente, ignorándome de nuevo, mira el plato que el camarero ha dejado ante ella y murmura:
—Mmm…, qué buena pinta tiene esto.
Suspiro. Que me trate como si fuera tonto me saca de mis casillas, pero, tras intercambiar una mirada con Björn y ver que él me pide tranquilidad, decido hacerle caso. Es lo mejor.
No obstante, el ambiente de la comida ya se ha enrarecido, y me jode, ¡me jode mucho!
Después de la sobremesa, he de regresar al despacho. Me despido de Judith y, cuando la beso, murmuro:
—Te quiero…
—Lo sé —afirma, pero su expresión no cambia.