50

Sigo enojado. Molesto.

Aun así, antes de que ella se levante, he llamado a la floristería y he encargado unas flores para que se las lleven a la oficina. Mi enfado continúa, pero deseo que sepa que la quiero. No quiero que lo olvide.

Una vez en Müller, ambos sabemos que nos encontraremos en una reunión, pero ninguno comenta nada al respecto. ¿Para qué?

Cuando el ascensor llega a su planta, tras decirme algo a lo que yo no reacciono, las puertas se cierran y me siento fatal. ¿Por qué soy tan duro con ella?

Al entrar en mi planta, Gerta, mi secretaria, me entrega unos papeles y les echo un vistazo. Instantes después, me pasa una llamada. Es Esteban, el delegado de Müller en Bilbao. Hablamos, resolvemos unas dudas y, en cuanto cuelgo, me sumerjo a mirar los correos de mi ordenador.

Suena mi móvil. He recibido un mensaje de Jud, que rápidamente leo:

Te quiero…, te quiero…, te quiero.

Según lo leo, sonrío como un idiota. Sin lugar a dudas, ya tiene mi ramo de flores con la notita que le he enviado.

No contesto. Con las flores y la nota, ya tiene bastante.

Pero de inmediato soy consciente de que deseo que llegue la hora de la reunión para verla, y cuento los minutos.

Más tarde, entran en mi despacho varios integrantes de la junta directiva. Hablamos, debatimos sobre determinados asuntos concernientes a la empresa; un poco más tarde Gerta entra y dice mirándonos:

—Señor Zimmerman, les recuerdo que tienen que ir a la reunión.

Asiento y me levanto. Estoy deseando ver a mi pequeña, y, sin prisa pero sin pausa, me dirijo con aquellos a la sala de juntas.

Al llegar, me encuentro con otros directivos, y enseguida localizo a Jud. Está hablando con Mika, preparando la reunión, y cuando me mira a la espera de una sonrisa, retiro la mirada. Estamos en el trabajo.

Pero ella sabe cómo jugar conmigo y regala sonrisas a todo el que se le acerca, hasta que la veo besar a un tipo. ¿Quién es ese? Con disimulo, pregunto a uno de los hombres que está conmigo y, tras mirarlo, me indica que es Nick, nuestro mejor comercial.

Como hombre, interpreto la mirada de Nick.

Como hombre, sé lo que está pensando.

Y, como hombre y marido de Judith, me estoy calentando.

La reunión comienza, y desde donde estoy veo cómo aquel tipo, con galantería, le ofrece un asiento a Judith que ella acepta con una sonrisa. No me mira. Pasa de mí.

Las luces se apagan y empiezan a hacer la presentación en una pantalla mientras yo tecleo en mi móvil:

¿A qué se debe esa sonrisa?

Segundos después, recibo su respuesta:

¿Me ves sin luz?

Resoplo, el descaro de mi mujer me subleva, e insisto:

No necesito luz para saber que estás sonriendo.

Continuamos mensajeándonos. Joder, que soy el jefe y parezco un crío; entonces recibo un wasap que dice:

Ha hecho falta que Nick entrara en la reunión para que me hablaras;

¿ves competencia?

Según leo eso, me revuelvo en mi asiento.

Lo sabía. Sabía que Judith estaba utilizando a aquel para darme celos, y maldigo.

¿Por qué seré tan básico y tan tonto?

Recibo otro wasap. No contesto. Ella insiste, y, tras varios mensajes, leo:

Una vez interrumpiste una reunión por mí. ¿Acaso crees que yo no lo haré por ti?

Parpadeo. Sé a qué se refiere. Recordar aquello me hace sonreír, pero no reacciono. No le escribo. Las luces de la sala se encienden de nuevo cuando recibo otro mensaje y leo:

Te doy diez minutos. O me contestas, o paro la reunión.

Se está tirando un farol. No la creo.

Judith es capaz de muchas cosas, pero no de interrumpir una reunión importante. Estamos en la oficina y soy el puto jefe.

Con el rabillo del ojo, veo que deja el teléfono sobre la mesa. Está claro que se da por vencida, hasta que, pasados unos minutos, el móvil de ella comienza a sonar a toda mecha. Todos la miramos. Sabemos que al entrar en una reunión el teléfono ha de ponerse en modo vibración.

Judith se levanta de inmediato y murmura con gesto de apuro:

—Lo siento. Es de casa.

La miro. Me inquieto. ¿Qué habrá ocurrido?

Pero, al ver que ella exagera y no se rasca el cuello, sé que es mentira. Lo que está haciendo es puro teatrillo, y maldigo. ¡Se ha atrevido!

Una vez que cuelga el teléfono, sin mirarme, se dirige a todos los demás y dice:

—Siento interrumpir la reunión, pero necesito unos minutos a solas con mi esposo.

Vaya…, ¿ahora soy su esposo?

—Tenemos que apagar un pequeño fuego en casa y es muy ¡urgente!

¡La madre que la parió!

¡Pero que ha parado la reunión!

Todos, absolutamente todos, excepto yo, se creen la urgencia de Judith y, sin dudarlo, abandonan la sala. A continuación, cuando nos quedamos a solas y ella me mira con ese gesto que no depara nada bueno, sin levantar en exceso la voz para que no nos oigan, siseo:

—¿Cómo has podido hacerlo?

Judith se mueve. Sonríe y, con chulería, se acerca hasta mí y suelta:

—Te he dado diez minutos. Cinco más de los que me diste tú a mí en su momento. Y, por cierto, he de decirte que en casa todo está bien y que la reunión, Iceman, la has interrumpido tú.

¡Esto es el colmo!

¡Mi mujer es el colmo!

Pero, colmo o no, se sale como siempre con la suya. Y, en cuanto le advierto que la sala no está insonorizada y no hay cámaras, olvidándose de quiénes somos y de dónde estamos, se sube la falda de tubo que lleva y se quita las bragas.

Pero ¿qué hace?

La miro boquiabierto.

Juro que esta mujer me desconcierta; entonces hace una pelota con sus bragas y murmura, metiéndomelas en el bolsillo de la americana:

—Señor Zimmerman, siento decirle que estaré sin bragas en la oficina…

Parpadeo. No la dejo continuar y, cortándola, pregunto:

—Jud, ¿qué estás haciendo?

Y, sin pelos en la lengua, me dice que me desea, que está caliente y que lo del Guantanamera y Nick hay que olvidarlo. ¡Olé por ella!

La miro…, me mira…

La reto…, me reta…

Ella…, toda ella puede conmigo y, olvidándome yo ahora de quién soy y dónde estoy, me levanto, la acerco a mi cuerpo, le bajo la falda y, tras sentarla sobre la mesa, hago eso que ambos deseamos. Le paso la lengua por el labio superior, después por el inferior y, después de darle un delicioso mordisquito que nos sabe a puro deseo, la beso de tal manera y con tal profundidad que siento cómo la tierra se mueve bajo mis pies.

El mundo se desvanece. Solo veo a Jud, a mi amor tentador, y cuando mi pene se despierta en el interior de mi calzoncillo y sé que o paro ahora o ya no voy a poder hacerlo, termino el beso y, mirándola, murmuro con deseo:

—Jugaría contigo ahora mismo. Te abriría las piernas y…

—¡Hazlo! —me tienta.

Lo pienso. Lo calibro.

¡Qué tentación!

Pero el juicio vuelve a mí y al final lo detengo. Estamos en la oficina y debemos seguir separando el trabajo del amor.

Cinco minutos después, tras hablar entre nosotros y conseguir volver a ser Jud y Eric, continuamos con la reunión.

Durante media hora presto atención a lo que allí se dice, pero mi mente está en otro lado, y mientras Roger expone, miro el portátil que tengo abierto ante mí y, al ver conectado a mi amigo Justin, escribo:

¿Qué haces dentro de una hora?

Miro a Jud, está pendiente de lo que Roger dice, no se imagina lo que estoy planeando, y Justin responde:

Estoy libre hasta después de comer.

Sonrío e insisto:

¿Libre para todo?

Pasan unos segundos y leo, consciente de que Justin me ha entendido:

Para todo.

Saber eso me alegra, y escribo:

Te llamo dentro de un rato.

Con disimulo, busco el último hotel en el que estuve con Jud y, sin dudarlo, reservo la suite 776. Después de unos minutos recibo la confirmación. ¡Bien!

El tiempo pasa y estoy impaciente. Espero a que paremos para tomar un café y, cuando lo hacemos, veo a Jud salir junto a Mika. Me excita. Pensar que sus bragas están en mi bolsillo me pone a mil y, mientras salgo a tomarme un café junto al resto, cojo mi teléfono, marco el de Justin y, sin que nadie me oiga, digo:

—Hotel Das Beispiel. Suite 776. Dentro de media hora.

—Allí estaré —afirma mi amigo.

Busco a Jud, esta me mira. Ni se imagina lo que he planeado para nosotros. Por ello, cuando regresamos de la pausa para el café, todos se sientan, pero yo no lo hago y, con contundencia, indico:

—Lo siento, señores, pero mi esposa y yo debemos abandonar la reunión para resolver ciertos asuntos familiares. —Y, clavando los ojos en ella, que está sorprendida, añado—: Judith, ¡vamos!

Jud se levanta. Veo que recoge sus cosas y, cuando le dice algo a Mika, Robert, que está a mi lado, pregunta preocupado:

—Eric, ¿no será algo grave?

Yo lo miro tratando de sonreír, y contesto:

—Tranquilo. No es grave, pero ya sabes que, con niños pequeños, ¡cualquier cosa es posible!

Una vez que cojo la mano de mi pequeña, anuncio antes de salir:

—La reunión se pospone hasta mañana a las nueve en punto. Buenos días, señores.

Dicho esto, me voy de la sala a toda mecha con Judith agarrada de mi mano. No pasamos por el despacho, sino que directamente vamos al ascensor. Ella me mira en silencio. Y, en cuanto entramos en él, al estar solos, la aprisiono contra la pared y murmuro lleno de deseo:

—Pequeña, acabas de encender un gran fuego que tienes que apagar.

La beso haciéndole saber lo caliente que estoy, y cuando nuestro beso termina, sonríe. Le gusta verme así.

Tras avisar desde el coche a mi secretaria de que envíe el bolso de Jud y mis cosas con un mensajero a casa, nos dirigimos al hotel.

Al llegar allí, bajo del vehículo y, cuando Judith baja a su vez, la cojo de la mano y digo:

—Ven conmigo.

Tengo prisa. Hace frío y no llevamos abrigos. No quiero que Jud se enfríe.

Una vez dentro del hotel, Jud sonríe. Doy mi nombre y el recepcionista encuentra mi reserva. Entrego mi Visa y, a continuación, nos dice mientras me da una tarjeta:

—Suite 776. Séptima planta.

Como si estuviéramos en una carrera de fondo, así la llevo hasta el ascensor, donde veo a Justin esperando. Tengo prisa, mucha. Sus bragas me queman en el bolsillo y deseo olerla, comerla, ofrecerla, hacerla mía.

Los tres entramos en el ascensor y, sin presentárselo a Judith, pulso el botón de la séptima planta y beso a mi mujer. La devoro, mientras meto la mano por debajo de su falda. Jud se resiste. Con la mirada me indica que no estamos solos, pero yo lo sé…, lo sé muy bien. Por ello, la cojo entre mis brazos, le subo la falda con urgencia, hablo con ella y, tras darle un azote en su maravilloso trasero, murmuro dirigiéndome a mi amigo:

—Justin, ya lo has oído. Vamos a jugar.

Judith se sorprende, no esperaba eso, y, cuando me clava la mirada, digo:

—Señorita Flores, prepárese para satisfacer mis más pecaminosas necesidades.

Instantes después, ya dentro de la habitación, comienza nuestro caliente juego. Un juego lleno de morbo y exigencias, en el que Jud participa gustosa, dispuesta a darme placer, sabiendo que yo se lo doy a ella.

Le ordeno que se saque los pechos para nosotros y ella lo hace. Me vuelvo loco.

Le ordeno a Justin que disfrute de mi mujer y, cuando veo cómo le chupa los pezones, me embrutezco.

Quiero sexo fuerte…, sexo caliente…, sexo morboso, y por la mirada y la entrega de Jud, sé que ella lo quiere también.

Desde donde estoy, sin quitar ojo, observo cómo Justin acaricia con deseo lo que yo más quiero, mientras ella lo disfruta y yo jadeo. Entonces, moviéndome, la llevo hasta una silla, le subo la falda y exijo:

—Inclínate sobre el respaldo y abre las piernas para nosotros.

Su respiración se acelera. Sé cuánto la excita que le pida que abra las piernas.

Yo también me acelero y, bajando la bragueta de mi pantalón, saco mi duro pene y, mirando aquel sexo húmedo y caliente que está ofreciéndose ante mí, lo poseo. Lo poseo hasta el fondo. Con fuerza, con virulencia.

Mi mujer grita al recibirme de una sola estocada, arquea la espalda. La posesión ha sido total y, agarrándola del pelo, pregunto:

—¿Quieres jugar fuerte, pequeña?

Asiente. Me hace perder la razón y yo, clavándome de nuevo en ella, añado tras oír su grito:

—¿Así de fuerte?

—¡Sí…, sí…! —vuelve a gritar.

Con ella apoyada en la silla, poseo la maravillosa y caliente vagina de mi mujer y al mismo tiempo veo cómo Justin le posee la boca.

Gustoso y agarrado a las caderas más increíbles que he tocado nunca, me muevo una y otra y otra vez hundiéndome en ella, mientras el amor de mi vida me da total acceso y disfruta de ser follada doblemente.

Turbado por los sonidos guturales de sexo que oigo en la habitación, me detengo. No retrocedo y, apretándome contra mi mujer, me quedo muy pero que muy quieto dentro de ella a la vez que siento cómo su interior se contrae y me succiona.

¡Qué placer!

Cierro los ojos. Lo disfruto. Vibro. Jadeo. El placer que sentimos después de los días que llevábamos enfadados es increíble.

Entonces veo que Justin se retira, libera la boca de Jud y se pone un preservativo. Saber que se la va a follar y Jud lo va a disfrutar vuelve a embravecerme, y comienzo a mover las caderas ahondando en mi mujer. Le hago saber que soy su amo, su señor, su esclavo, lo que quiera, mientras siento que ella se abre para mí como una flor y, por fin, ambos nos corremos.

Un segundo…, dos…

Tomo fuerza, ella también, y, cuando saco mi pene de su maravillosa humedad, consciente de lo que a ella le gusta, la conduzco hasta Justin. Mi amigo, que ya está preparado, rápidamente la lava, la refresca y, tras mirarme y yo asentir, la sienta sobre él. Judith se arquea y vuelve a gritar. Adora ser poseída así.

De nuevo oigo los excitantes sonidos de sexo en la habitación, pero esta vez sin mis jadeos. Oír los gemidos de Jud y los sonidos de su cuerpo al chocar con el de Justin me hace vibrar.

El morbo me puede.

Mi amor me mira.

Su mirada me dice que le gusta, que la mire, que disfrute observando cómo otro que no soy yo se la folla delante de mí, y eso me pone duro, muy duro.

Por ello, me acerco y acaricio el bonito trasero de mi mujer. Jud se arquea para ofrecérmelo y le separo las nalgas y jugueteo con su ano para dilatarlo. Ella ronronea.

Justin sonríe, adora el morbo, y, mirando a mi pequeña, pregunta clavándose en ella:

—¿Nos quieres a los dos dentro de ti?

No veo el rostro de Jud, pero, contemplando la sonrisa de Justin, imagino la respuesta, así que meto dos húmedos dedos por el ano dilatado de mi mujer y murmuro:

—Justin, además de ser mi dueña y mi esclava, mi mujer es también atrevida, morbosa y fogosa. ¿Qué más puedo pedir?

Él asiente, me hace saber que tengo lo que todo hombre desearía en la vida, y, besando el cuello de mi mujer, que jadea, afirmo:

—Lo sé.

Detengo la cabalgada de ellos dos y levanto a mi mujer. Justin se acomoda entonces sobre un sillón de cuero blanco y, mirando a Judith, a la que sus propios fluidos le bajan por las piernas, murmuro:

—Sepárate las nalgas para Justin.

Muy excitada por mi petición, ella camina hasta él y lo hace. Se muestra, se entrega. Justin la mira acalorado y, tras coger el lubricante, se lo aplica en el ano. Mi mujer es caliente y posesiva, y yo, tan caliente como ellos, a continuación indico:

—Siéntate sobre él y entrégate.

Mis palabras la reactivan, me lo dice su mirada, y cuando Justin la penetra analmente, le da a mi mujer unas embestidas aceleradas y Judith grita. Grita de gusto. De placer. De morbo.

Como mero observador, desde donde estoy veo el ano dilatado de mi amor repleto de mi amigo, mientras su vagina espera mi posesión húmeda y abierta.

Sin embargo, continúo mirando, me excita mirar tanto como participar, hasta que llegan al clímax. Ambos gritan, y entonces Justin mete los brazos bajo las rodillas de mi mujer y, sin salirse de ella, le abre los muslos y dice ofreciéndomela:

—Eric…, tu mujer.

Mi pene desea sexo…

Yo deseo sexo…

Mi mujer desea sexo…

Y sexo abrasador vamos a tener.

Por ello, agachándome, le doy un beso húmedo a su ofrecimiento. Jud grita, se retuerce. Estar empalada analmente por aquel mientras le sujeta las piernas y yo jugueteo con su hinchado clítoris la vuelve loca.

Convulsiona. Vibra. Jadea.

Todo, absolutamente todo lo que ella hace es morboso, excitante, caliente, y cuando su deseo, su premura, su instinto animal no puede más, me mira y exige:

—¡Hazlo ya!

Y lo hago. Vaya si lo hago.

Introduzco mi dura erección en ella y la poseo. La poseo con intensidad, con lujuria, mientras ella ordena mirándome a los ojos:

—Más fuerte.

Ante mis acometidas, el pene de Justin vuelve a despertar, y ambos la poseemos.

Cada uno desde su posición lo disfruta, pero yo lo disfruto el doble, porque ver el deleite de Judith es también mi deleite. El mejor. El más verdadero.

Durante horas, en la suite 776 nos dejamos llevar por el más puro morbo. No hay límites para el placer. No hay límites para lo que queremos hacer, sentir y vivir, y Jud y yo lo sabemos mejor que nadie.

A las dos de la tarde, mi amigo se ducha y se viste y, tras quedar para otro día con nosotros, se marcha. Un rato después, nosotros regresamos a casa felices, cansados y enamorados.