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Cuando Jud regresa de su viaje, en casa la recibimos con todo nuestro cariño, y después, en la intimidad de nuestra habitación, nos hacemos el amor como locos.

Estoy feliz. Mi relación con mi mujer vuelve a ser la que era y eso, en cierto modo, repercute en mi trabajo, pues lo veo todo con más positividad.

Cuando termino una reunión, al regresar a mi despacho lo primero que hago es tomarme una pastilla. Hoy la cabeza me está matando. Segundos después, Gerta entra y me indica que han llamado del instituto de Flyn. Necesitan que me pase por allí.

¡Joder, ¿qué habrá hecho ahora?!

Sin avisar a Jud, porque hemos decidido que ahora soy yo el que se ocupa del crío y por eso me han llamado a mí, salgo inmediatamente hacia el instituto y, al llegar a secretaría, lo veo allí sentado.

Al verme, su gesto cambia; me acerco a él y pregunto:

—¿Qué narices has hecho ahora?

Antes de que él responda, el director abre la puerta de la secretaría y dice:

—¿El señor Zimmerman?

Asiento, y él indica:

—Pase a mi despacho, por favor.

Sin dudarlo, lo hago, mientras que Flyn ni se mueve.

Una vez que aquel cierra la puerta, me hace saber que mi hijo no ha querido ir a su sesión con el psicólogo y ha saltado la valla del instituto para marcharse.

Joder…, joder…, cómo me duele la cabeza y la mala leche que me entra.

Durante varios minutos oigo al director del centro quejarse de mi hijo. Las cosas que me dice me duelen. En ocasiones, parece que me habla de un extraño, no del niño que yo he criado. ¡Joder! Odio que Flyn sea ese chico del que habla y, cuando me ve agobiado, comenta:

—Por suerte, señor Zimmerman, todo esto pasará. Pero hay que estar pendientes de los muchachos. Las malas influencias pueden marcar el resto de sus vidas.

Asiento, sé que tiene razón. Acto seguido la puerta se abre y entra un tipo moreno cuya cara me suena mucho.

¿Dónde lo he visto yo antes?

Él me saluda con una sonrisa, yo lo saludo sin ella, y a continuación se presenta como el tutor de Flyn. Él es el que supuestamente abrazó a mi mujer, y, en cuanto abre la boca, caigo en la cuenta de quién es. Se trata de Dennis, el brasileño con el que Jud y yo hemos jugado en el Sensations. Algo que Judith ya me ha comentado.

Con discreción y profesionalidad nos miramos y, a diferencia del director, él me hace referencia a puntos buenos de Flyn.

¡Me alegra que los recalque!

No todo en el muchacho ha de ser malo.

Cuando suena el teléfono del despacho, el director se va un momento, y entonces Dennis, bajando la voz, dice:

—Un placer volver a verte.

Asiento. No estoy para muchas fiestas, pero indico:

—Lo mismo digo.

Dennis sonríe. Creo que entiende mi cabreo como padre y, moviendo la cabeza, comenta:

—Espero que las cosas en vuestra casa hayan cambiado. La última vez que vino Judith al instituto terminó llorando por el modo en que el crío la trató y…

—Lo sé —lo corto, entendiendo ahora el abrazo.

Nos miramos unos segundos en silencio. Para mí no tiene nada que ver lo que hagamos en la intimidad con que aquel sea el tutor de mi hijo; entonces dice:

—Eric, Flyn es un buen muchacho, no te agobies.

Durante un buen rato hablamos sobre todo del niño, pero no en términos pedagógicos, sino de tú a tú. Dennis me demuestra lo mucho que lo conoce. Los detalles que me cuenta me hacen ver que es un buen docente, y eso me gusta.

Entonces, la puerta del despacho se abre y el director entra de nuevo. Me levanto y, estrechándoles las manos a ambos, digo:

—Gracias por llamarme. Hablaré con Flyn.

Una vez que salgo con un dolor de cabeza considerable, veo que mi hijo sigue sentado donde lo he dejado. Me mira con ojos de cordero degollado, y ahora entiendo la indignación de Judith. Entiendo lo enfadada que llegaba a casa cuando lo recogía en el colegio y, mirándolo, digo:

—Vamos.

Caminamos hasta el coche sin pronunciar una palabra. Montamos en él y no hablamos. Mejor.

Al llegar a casa, me encuentro con Jud, que, al verme con el crío, pregunta:

—¿Qué ha ocurrido?

Me paro frente a ella, Flyn pasa por nuestro lado y se va a su habitación, y, tras darle un beso, murmuro frotándome los ojos:

—Me han llamado del colegio. Al parecer, hoy nuestro hijo no tenía ganas de visitar al psicólogo. Por suerte, tras hablar con el director y también con su tutor, he conseguido que no le hicieran un nuevo parte.

Según digo eso, Judith asiente, pero no dice nada. Yo tampoco. Lo importante ahora es el puñetero crío. Comenzamos a hablar sobre ello, pero, al ver cómo me mira, por cómo yo me muevo, sé que es consciente de que me duele la cabeza, y murmuro:

—No me agobies, Judith.

Vamos juntos hasta la cocina en silencio. Abro el armario donde están los medicamentos y cojo el bote de las pastillas. Saco una, pero no, el dolor hoy es fuerte y termino cogiendo dos ante la cara de susto de Judith. ¡Joder!

Me las trago, y voy a decir algo cuando ella susurra con voz suave:

—Échate un rato, cierra los ojos y relájate.

Necesito hacer lo que me ha dicho, así que me dirijo a mi despacho. No quiero meterme en la cama. Y, tras quitarme la americana, me tumbo en el sofá que hay frente a la chimenea y cierro los ojos. Confío en que el dolor se vaya.

Me relajo, respiro con tranquilidad y siento que me quedo traspuesto, hasta que de pronto la voz de Flyn me sobresalta y me levanto raudo del sofá.

¿Qué ocurre?

Los gritos de mi hijo proceden de arriba, de su habitación, y, a grandes zancadas, subo la escalera para llegar allí. Cuando entro, al ver a Judith con él, pregunto:

—¿Se puede saber qué haces aquí?

Ella se preocupa por mí, se me acerca. Pero, furioso por el dolor y por ver el gesto del chico, siseo:

—Judith, si he de encargarme yo de Flyn…, ¿qué tal si me dejas?

Leo en su rostro la sorpresa por mis palabras, y discutimos. ¡Joder!

Flyn nos mira, y yo, que ya no razono, suelto:

—A partir de ahora, como soy yo quien se va a ocupar de él, limítate a ver, oír y callar.

En cuanto digo eso, sé que he metido la pata hasta el fondo. Pero mi problema, como siempre, es que difícilmente sé recular. Aun sabiéndolo, sigo metiendo la pata más y más, hasta que ella, furiosa, achina los ojos y sisea:

—¿Sabes qué te digo, Eric? ¡Que os den a ti y a él!

Y, sin más, sale de la habitación dando un portazo.

Entonces, Flyn, que ha observado nuestra discusión en silencio, murmura:

—Papá…

—Flyn —lo corto al oír que Judith se marcha con el coche—. ¡Cállate! Cállate, por favor.

Dicho esto, salgo de la habitación sin decir más y regreso a mi despacho, donde ya no me tumbo, sino que me limito a mirar por la ventana mientras intento tranquilizarme.


Judith regresa con los niños de un cumpleaños. Los atiende. Pasa de mí, y yo se lo permito. Me lo merezco. Llega la hora de la cena. Flyn baja. Aviso a Jud, pero se niega a bajar. Ceno solo con el crío y la situación es tensa, muy tensa. Sin embargo, cuando acabamos y él se levanta, pasa por mi lado y murmura:

—Lo siento, papá.

Su tono…

Conozco a mi hijo y sé cuándo lo dice en serio, por lo que, mirándolo, respondo:

—De acuerdo, Flyn, no te preocupes. —Y, al ver su gesto, necesitado de contacto, pregunto—: ¿Te apetece que veamos un rato la tele?

Mi hijo asiente, sonríe y, juntos, nos tiramos en el sofá a ver una serie de polis que nos encanta.

Estamos viéndola cuando Judith entra. Nos mira y, sin decir nada, coge las correas de Susto y Calamar y se va. Quiero ir tras ella, pero la conozco y sé que, como vaya, volveremos a discutir.

Pero el tiempo pasa, no regresa, y, tras teclear en mi móvil, le mando un mensaje a la espera de que perciba mi buena predisposición para hablar:

¿Dónde estás?

Instantes después, recibo:

Paseando con Susto y Calamar.

Joder, ¡eso ya lo sé!

Esperaba que me invitara a seguirla, pero no, no me quiere a su lado. Así pues, cuando termina el capítulo de la serie y Flyn se marcha a su habitación, me siento junto a la ventana a esperarla. Pero Judith tarda demasiado, y decido cambiar de asentamiento, por lo que me voy a la escalera de la entrada a aguardar a que vuelva.

Cuando entra un rato después, nos miramos y, antes de que yo diga nada, esa chulería jerezana y española que tiene la planta ante mí.

Mal asunto.

Sin duda sigue enfadada, y digo con resignación mientras subo la escalera hacia el dormitorio:

—De acuerdo, Jud. Soy consciente de que he metido la pata con mis desafortunados comentarios y ahora tú mandas.

Dicho esto, prosigo mi camino y me voy a acostar. Necesito descansar. Necesito que la cabeza deje de dolerme. Agotado, me tumbo en la cama y me duermo olvidándome del mundo.


No sé cuánto tiempo ha pasado cuando me despierto y de inmediato soy consciente de que mi dolor de cabeza ha desaparecido. ¡Estupendo! La luz de la habitación sigue encendida y, al mirar, veo que Judith no está.

Sorprendido, miro el reloj. Las cuatro y dieciocho de la madrugada.

Y, alarmado porque a esa hora mi pequeña no esté plácidamente dormida pateándome el trasero, me levanto. Según abro la puerta de la habitación, me asomo a los dormitorios de los niños, por si ella estuviera allí, pero ellos duermen y Judith no está. Voy a la planta baja y entonces oigo su voz.

¿Con quién habla?

En cuanto me acerco al salón, me doy cuenta de que balbucea y, cuando entro en él, no entiendo la escena.

Judith está viendo un documental sobre animales en la tele, y en la mano sostiene una botellita con pegatinas rosa que, por lo que veo, está casi vacía. ¡Vaya!

Sin que se percate de que estoy cerca de ella, la observo. Llora y dice algo parecido a «¡Pobre pipi!». Miro la tele, pero no sé de qué habla, hasta que la incertidumbre me puede y pregunto:

—¿Qué te ocurre, Jud?

—El pato…

—¿Qué?

¡¿Qué pato?!

No la entiendo. Me acerco más a ella y, cuando voy a hablar de nuevo, Jud señala el televisor hecha un mar de lágrimas y dice:

—Ay, Eric, el patito cruzaba por una carretera detrás de su madre y sus hermanos y… y lo han atropelladoooooooo.

La miro boquiabierto. ¿Está llorando por un pato?

Y, sí…, llora y llora y llora y bebe… y bebe… y bebe… Y, tras ponerme en cuclillas frente a ella y ver que se ha terminado ella solita la botella, murmuro divertido:

—No me extraña que llores por un pato.

Judith prosigue hablando del pato. Yo le doy la razón como a los tontos, y cuando le propongo ir a la cama para que duerma la borrachera, la andaluza que hay en ella me mira y sisea:

—Ni se te ocurra tocarme o seducirme, ¡listillo! Que te quede claro que no estoy lo suficientemente borracha como para no recordar lo gilipollas que has sido esta tarde conmigo ante tu niño Flyn y que me has dicho que quieres que sea un mono sabio. Que solo vea, oiga y calle.

Joder… ¡Ni borracha se le olvidan las cosas!

No la toco, no me acerco, pero entonces ella se tira a mis brazos de tal manera que nuestras cabezas chocan y caemos al suelo.

¡Joder, qué espaldarazo me he dado!

Judith me mira, sonríe y, mientras yo me toco la frente, intenta besarme y yo protesto dolorido.

—A ti no hay quien te entienda. Tan pronto me dices que no te toque, ni te seduzca, como te abalanzas sobre mí.

Me cierra la boca con un beso. Me devora. Y yo no tardo en reaccionar, hasta que veo que su camiseta vuela por los aires e indico:

—Cariño, estamos en el salón…

Pero a ella le importa un pepino dónde estemos.

Esa es la Judith que me enloquece y, sin dudarlo, nos hacemos el amor con posesión.