38
Por increíble que parezca, quedamos para cenar con Ginebra y Félix. Gini llamó a Judith y ella aceptó sin dudarlo. No hay quien la entienda.
Al llegar al restaurante, Félix y yo nos miramos.
Aún recuerdo el último día que nos vimos. No fue fácil, y menos para él, que terminó con sangre en la boca del puñetazo que le di. Pero el tiempo ha pasado, y ahora ni él ni Ginebra me importan nada, por lo que, con agrado, sonrío y le tiendo la mano mientras mi mujer y Gini se besan en la mejilla.
Durante la cena, soy consciente de cómo Jud se va relajando. No sé por qué ha aceptado esta cita, pero sí sé que ahora está disfrutando de ella. Ginebra siempre ha sido una buena anfitriona, y yo, que la conozco, sé que se está empleando a fondo para agradarnos a los dos. A mi mujer y a mí.
Cuando, en un momento dado de la noche, ellas se van al baño, Félix y yo nos quedamos en silencio. Es un silencio un poco incómodo, hasta que él dice:
—Tienes una mujer bonita y agradable.
Lo miro y, sin cambiar el gesto, afirmo con convicción:
—Lo sé.
Ambos sonreímos y, dispuesto a marcar mi terreno, añado:
—Por ella, mato.
Félix afirma con la cabeza. Ha entendido mis escuetas palabras y, después de dar un trago a su copa de vino, comenta:
—Me ha dicho Ginebra que te ocupas de Müller actualmente.
—Sí —asiento—. Cuando mi padre murió, tomé las riendas de la empresa.
—También me dijo que no era lo que querías.
Tiene razón, pero, sin querer dar más explicaciones de las necesarias, respondo pensando en mi familia y en mis empleados:
—Uno no siempre puede hacer lo que desea. En ocasiones hay que pensar en los demás antes de tomar una decisión que pueda afectarles.
Según digo eso, soy consciente de que quizá mis palabras lo hayan hecho sentir incómodo, porque dice:
—Eric…
Levanto la mano y lo corto, viendo su cara, sé lo que me va a decir, y replico:
—Félix, eso pertenece al pasado. Ahora soy muy feliz.
Él asiente y me mira. No conozco mucho a Félix, pero su gesto me hace entender que quiere decirme algo que no dice. Sin embargo, cuando regresan Jud y Gini a la mesa, continuamos hablando de todo menos de sentimientos.
Pasan los días y el tema de Ginebra parece olvidado, pero una mañana, antes de irme al trabajo, Judith vuelve a martirizarme con ir a la Feria de Jerez.
Pero, vamos a ver, ¿acaso todavía no sabe que a mí esas celebraciones tan españolas no me gustan?
Me siento ridículo. Todo el mundo baila, canta y hace palmas a mi alrededor, y yo me siento como un tonto. No tengo ritmo. No sé diferenciar entre una sevillana, una bulería o yo qué sé, ¡a mí todo me suena igual!
Y ya cuando la Pachuca o alguna otra mujer de la fiesta se empeña en que salga a bailar, ¡me cago en todo y me entran los siete males!
Que no. Que yo no vuelvo a ir a la Feria de Jerez a pasar fatiguita.
Como es lógico, mi pequeña y yo nos enfrentamos. Ella me reprocha. Yo le reprocho. Y, cómo no, acabamos discutiendo por el trabajo. Me echa en cara que trabajo muchas horas y que ya no estoy con ella como antes.
Sé que tiene razón…
Sé que sus reproches son justificados…
Pero también sé que mi familia ha crecido como la empresa, y yo, como patriarca y dueño de Müller, he de esforzarme para que no les falte de nada a ellos y para sacar la empresa adelante.
Discutimos… Discutimos… Discutimos…
Y, un buen rato después, cuando estamos en la cocina, al ver el gesto triste de mi pequeña, me siento fatal. ¿Por qué no seré un tío más juerguista como Björn? Y, consciente de que quiero verla sonreír, me acerco a ella, la abrazo con mimo y murmuro:
—Intentaré buscar días libres para ir a Jerez…
Mi niña sonríe.
Dios, qué feliz me hace ver esa sonrisa tan bonita. Y, tras besarla y prometernos que no volveremos a discutir por lo mismo, hablamos sobre la fiesta a la que vamos a asistir esa noche.
Una maldita fiesta de disfraces, a la que voy a ir por ella, y nada menos que vestido de policía. ¡Para matarme, como diría mi suegro!
Horas después, ya en la oficina, recibo una llamada de Dexter. Está emocionado. Acaba de ser padre de dos preciosos bebés y no para de reír y de balbucear como un tonto.
¿En serio todos los hombres nos comportamos así cuando somos padres?
En cuanto cuelgo el teléfono, sonrío.
Todos aquellos a quienes quiero viven un momento dulce, y eso me gusta, me gusta mucho. Más de lo que nunca podría haber imaginado.
Esa tarde, cuando salgo de la oficina, me dirijo a casa de Björn y de Mel. He quedado con Jud allí, pues la idea de salir de nuestra casa disfrazados no me apasiona.
Una vez en casa de mis amigos, les cuento la buena nueva de Dexter y todos se alegran. La llegada de bebés al mundo siempre es algo bonito, y más si se trata de gente a la que quieres. Mel y Jud están emocionadas. Hablan, ríen y, sin dudarlo, llaman a Dexter, que las atiende entre risas.
Björn y yo las observamos, y entonces este murmura:
—Me alegro mucho por Dexter.
Yo también me alegro, y afirmo:
—Será un padre estupendo.
Ambos asentimos. Será maravilloso.
Una vez que las chicas cuelgan el teléfono, nos contemplan con nuestros disfraces de bombero y policía con gesto divertido. Björn y yo sonreímos.
—¿Y vosotras de qué vais? —pregunta él.
Ellas intercambian una mirada, sonríen y, sin contestar, se meten en la habitación del fondo y cierran la puerta.
—Miedito me dan estas dos —murmuro.
Pero el miedo se convierte en admiración cuando, minutos después, la puerta se abre y ante nosotros aparecen vestidas de ángel y demonio, y Björn y yo silbamos encantados. ¡Están preciosas, sexis y tentadoras!
Mis ojos se clavan en los de mi preciosa mujer y, acercándome a ella, la miro y susurro:
—Eres el angelito más tentador y precioso que he visto en mi vida.
Judith sonríe. Me besa y afirma guiñándome el ojo:
—El angelito no lleva bragas.
Encantados, los cuatro nos ponemos los abrigos para ocultar las pintas que llevamos, bajamos al garaje y, tras montar en el coche de Björn, nos dirigimos al Sensations. A su fiesta de disfraces.
Al llegar, saludamos a amigos y conocidos, y rápidamente soy consciente de cómo muchos observan a Judith. Está preciosa con ese disfraz. Mi mujer es la tentación personificada, y cada día estoy más enamorado de ella.
Sin perderla de vista, me excito viéndola hablar y reír, hasta que me doy cuenta de que se da la vuelta y comienza a charlar con un hombre que va vestido de mosquetero. En un primer momento no lo reconozco, pero de inmediato me percato de que es Félix. ¿Qué hace aquí?
No veo a Ginebra por ningún lado, y se lo presento a Björn y a Mel. Jud, que, como yo, mira a nuestro alrededor, pregunta por ella, y Félix responde con una sonrisita:
—La he dejado en el reservado número cinco entretenida mientras yo venía a por champán. Le he pedido a mi mujer que deje bien satisfechos a tres amigos.
Asiento, sé muy bien lo que le gusta a Félix, y cuando él se aleja tras pedirle la bebida al camarero, lo sigo con la mirada hasta que desaparece de mi vista.
Instantes después, mientras Björn y yo hablamos, soy consciente de cómo Jud y Mel miran a un tipo moreno que baila salsa vestido de vaquero. Ver cómo mi mujer lo mira me pone en alerta, y más cuando él se acerca a ellas y los tres comienzan a charlar.
Sin dudarlo, aviso a Björn y enseguida nos acercamos a ellos. El tipo se llama Dennis, es brasileño, respetuoso y agradable, y no puedo evitar reírme cuando mi mujer suelta aquello de «Bossa nova, samba, capoeira». Mi risa Jud la interpreta acertadamente. Sabe que estoy pensando en las veces que, al decir ella que era española, la gente contestaba eso de «Olé, torero, paella», y acto seguido nos reímos los dos. Me encanta nuestra complicidad.
En cuanto Dennis se marcha con las dos rubias con las que estaba, Björn y yo nos alejamos para ir a por algo de beber y las chicas van al baño.
Ya en la barra, Björn murmura:
—Me he quedado perplejo al conocer a Félix. No pega para nada con Ginebra.
El camarero pone las bebidas ante nosotros. Yo pago y, mirando a mi amigo, pregunto:
—¿Lo dices por la edad?
Björn asiente, y prosigue:
—¿Cuántos años se pueden llevar?
No lo sé con seguridad, pero respondo:
—Creo que se llevaban unos treinta y dos o treinta y tres.
—Pues el tío no se conserva muy bien.
Sonrío, la realidad es la que es, y musito:
—Cuando lo conoció se colgó de él, no por su físico, sino por su manera de disfrutar del sexo. Con él experimentó cosas que conmigo nunca habría vivido. Me conoces. Sabes que el sexo me gusta, lo disfruto de mil formas distintas, pero tengo límites, y más si amo a mi mujer, como es el caso.
Björn afirma con la cabeza.
—Me gusta jugar con mi mujer —añado—, no entregarla para que otros hagan con ella lo que les dé la gana. Es más, me consta que en ocasiones Ginebra ha sido parte de muchos tratos de sus clientes y amigos.
—¡No jodas, macho!
Afirmo con la cabeza, sé lo que les va a aquellos, e indico:
—Ese es su juego. Un juego que ella acepta porque lo disfruta como él. Pero yo no podría. Nunca podría utilizar a Jud, ni a nadie, como hacen ellos.
Instantes después, las chicas regresan. Jud se sienta en un taburete, me besa, y yo acepto feliz su cálido beso. Entonces se acercan Olaf y Diana, unos amigos de juego, pero yo veo cómo Judith observa al brasileño, que baila salsa al fondo. Está claro que ha llamado su atención y, al ver cómo él nos mira también, aproximo mi boca a su oído y murmuro:
—Angelito…, separa los muslos para el vaquero.
Veo cómo el vello de todo el cuerpo de mi pequeña se eriza. Le gusta que comience el juego.
Con delicia y morbo, introduzco el dedo en el vaso, lo mojo en el whisky y después, con complicidad, lo paseo por los carnosos labios de mi mujer. Ella me mira, se excita, mientras mi dedo, aún húmedo, baja a su barbilla, su cuello, sus pechos, su ombligo. Su temblorosa boca llama a la mía, y la beso. La devoro mientras mi dedo continúa su recorrido hasta colarse por debajo de su escaso vestido y llegar al centro de su deseo.
¡Qué maravilla!
Jud está caliente, muy caliente, y cuando mi dedo resbala por su humedad y va directo a su clítoris, al ver que ella cierra los ojos por puro placer, exijo:
—Mírame, cariño…, mírame.
Lo hace. Clava sus oscuros ojos en mí y yo, moviendo el dedo en busca de su placer, al oírla gemir, sonrío, la beso en su bonito cuello e indico, ávido de sexo:
—Tu mirada me hace saber que ya estás preparada para jugar.
Jadea, quiere más, y, tras intercambiar una mirada con Dennis, que veo cómo se deshace de las dos rubias, él llega a nuestro lado e, introduciendo una mano entre los muslos de mi mujer, la acaricia y murmura:
—Me apasiona que no lleves bragas.
Sonrío, Jud también.
Sin demora, vamos a la sala del fondo, a la colectiva, y Björn, Mel, Olaf y Diana vienen con nosotros.
Queremos jugar. Queremos disfrutar. Queremos sexo.
Una vez allí, donde hay más gente gozando de aquello que nosotros hemos ido a hacer, Björn, Mel y Olaf se dirigen a una cama libre de las muchas que hay. Enseguida comienzan su caliente juego y se les unen otras personas.
Judith se muerde el labio. Se muere por jugar.
Diana me pregunta si puede empezar ella con el angelito y, tras ver la aceptación de mi mujer, yo también acepto.
Vamos hasta una de las camas libres, Jud se tumba en ella y, sin vergüenza, nos muestra su calentura, su feminidad.
¡Qué ardiente es mi mujer!
Todos observamos hambrientos su pubis perfectamente depilado, sus movimientos insinuantes, y, embrutecido, me acerco a ella e indico al ver los barrotes de la cabecera de la cama:
—Agárrate a ellos y no te sueltes por nada del mundo.
Mi pequeña lo hace. Le gusta mi orden y, caliente por el momento, vuelve a separar los muslos para tentarme y, tras deleitarnos con su humedad, Diana lleva su boca hasta aquel atrayente centro del placer y lo chupa. Lo lame con deseo.
Jud se entrega. Abre los muslos para ella y lo disfruta.
Me encanta ver a mi mujer siendo poseída por otra persona. Me excita mucho. Ese tipo de disfrute es parte de nuestro juego. De nuestro morboso juego.
Mi pequeña se mueve, enloquece, le agrada lo que la experta Diana le hace. Dennis y yo nos sentamos en la cama a observar, mientras nuestros oídos perciben los jadeos y nuestros ojos ven los cuerpos de todos cuantos practican sexo a nuestro alrededor.
Todos estamos allí para algo, y sabemos muy bien lo que es.
La temperatura en el Sensations sube, y la nuestra con ella.
Mientras Diana masturba a Jud y esta se acopla a sus embestidas, Dennis y yo bajamos su liviano vestidito de angelito y liberamos sus pechos. Segundos después, estos se mueven tentadores ante nosotros y, mientras yo me apodero de uno, Dennis se apropia del otro y lo disfrutamos. Vaya si lo disfrutamos.
Mi mujer, además de seductora, es fresca, suave y sabrosa. Tiene un sabor especial que solo disfrutan quienes nosotros queramos. Y, de momento, queremos.
Segundo a segundo, el calor nos invade, nos abrasa. Dennis y yo nos deshacemos entonces de nuestros ridículos disfraces de policía y vaquero, mientras nuestra amiga Diana lleva a Jud al séptimo cielo.
Dios…, qué burro me pone verla jadear así.
Cuando Judith llega al clímax y su cuerpo tiembla, Dennis agarra a Diana, la pone frente a él a cuatro patas y la penetra. Ella chilla satisfecha y yo, caliente, muy caliente, cojo a mi mujer, la pongo en la misma posición que Diana y me meto en ella hasta el fondo.
¡Joder…, qué maravillosa sensación!
Siento cómo mi morenita se abre para mí. Vibra. Grita. Pide más. Exige más profundidad, y yo, agarrándola por sus maravillosas caderas, con fuerza se lo doy. Se lo doy todo. Mi vida. Mi cuerpo. Mi placer. Mi corazón.
Para mí solo existe ella, y, deseoso de que disfrute al máximo, la hago mía mientras nuestros cuerpos bailan al ritmo loco, dulce y maravilloso que marcamos hasta que no podemos más y nos dejamos llevar por un lujurioso y tórrido orgasmo.
Acelerado, beso su cuello. Mis dulces besos le gustan, los disfruta y, finalmente, acalorado, salgo de ella para limpiarme. Judith se da la vuelta. Nos miramos y sonreímos por el increíble momento que acabamos de experimentar, y en ese instante Diana se mete entre sus piernas para lamer como una pantera sus fluidos. Mi mujer cierra entonces los ojos y, ante su jadeo, pregunto:
—¿Todo bien, pequeña?
Mi amor asiente y vuelve a jadear gustosa, pero de pronto su mano se extiende, agarra una mano y veo a Ginebra. ¿Qué cojones hace ella aquí?
Sin saludarla, me doy cuenta de que está acompañada por otra mujer que también nos mira. Ambas, desnudas, contemplan el caliente juego de Jud y de Diana.
Sin querer joderle el momento a mi amor, no me muevo. Observo, endureciéndome segundo a segundo junto a Dennis y aquellas, el disfrute de mi mujer, hasta que Jud coge uno de los preservativos que hay sobre la cama y me lo entrega.
Mi amor me mira y leo en su mirada.
No. ¡Ni de coña!
Sé lo que me indica. Sé lo que me propone, pero me niego. No pienso tocar a Ginebra. Sin embargo, deseoso de sexo, abro el preservativo que me ha dado, me lo pongo y, asiendo a la mujer que está junto a Gini, la coloco sobre mis piernas y me la follo.
Cierro los ojos. Solo oigo jadeos calientes, gritos sensuales y respiraciones aceleradas, y me embrutezco más y más.
Estoy abstraído por el ardiente momento y los gemidos de todos cuantos me rodean, pero de pronto soy consciente de que unos brazos me estrechan por detrás. Me apresuro a mirar y me tranquilizo al sentir que son los de mi pequeña. Ella, con mimo, besa mi cuello y enreda las manos en mi pelo mientras me dice cosas al oído que me excitan más y más.
Acelero mis acometidas con la extraña que cabalga sobre mí, mientras veo a Ginebra entregada a un hombre que está a nuestro lado. Ella juega como todos.
Nos encontramos en una maravillosa orgía de placer, gemidos y sensaciones, y cada cual a su manera lo está disfrutando.
La respiración de Jud se acelera en mi oído y, al mirar hacia atrás para saber el motivo, me relajo al ver a Dennis detrás de ella.
Sí. El juego continúa.
Descargando mi ímpetu sobre la mujer que cabalga sobre mí, como puedo, observo cómo el brasileño disfruta de mi mujer, la acaricia, la lame, la hace disfrutar y, buscando la única boca que me vuelve loco, la beso, mientras mi niña susurra jadeante de deseo:
—Te quiero.
Su voz…
El modo en que chupa mi cuello…
Sus palabras…
El caliente momento…
Todo eso junto me hace temblar, y oigo a Dennis murmurar mientras introduce su duro pene en ella:
—Eu gosto do seu corpo.
Jud vibra. Yo también.
Nuestros cuerpos poseen otros cuerpos, pero ambos sabemos que esa posesión es nuestra. Solo nuestra.
Jud me siente en su interior como yo la siento a ella, y disfrutamos. Disfrutamos como locos, hasta que noto una nueva mano en mi hombro.
Al mirar veo que se trata de Ginebra. Ella y el hombre con el que disfruta se apoyan en nuestra cama al tiempo que practican sexo anal. Demasiado cerca. Nuestras miradas se encuentran. Leo el deseo en sus pupilas mientras mi cuerpo vibra de placer por lo que está ocurriendo en esta habitación.
Ginebra y el hombre, ante las embestidas de aquel, terminan sobre nuestra cama, y soy consciente de cómo la boca de ella se aproxima a la mía. Intento separarme, pero me resulta imposible. El goce del momento apenas me deja razonar. La mujer que hay sobre mí me cabalga con ganas, con gusto, se hunde en mí, mientras grita de placer. Jud jadea en mi cuello a la vez que Dennis la posee, y yo tiemblo descontrolado.
Ginebra se acerca más y más.
No puedo moverme. No puedo separarme, pero, sin resuello, lo hago unos milímetros cuando su mano me agarra el mentón. Nos miramos. El placer por lo que hacemos nos abduce. Pero no, no voy a permitir que me bese.
Se lo digo con la mirada. Le hago entender que no lo deseo, que no lo permito, pero leo en la suya la resolución de hacerlo.
¡Dios…, no me puedo mover!
El placer me tiene paralizado.
Y, cuando creo que todo está perdido, la mano de Jud se mete entremedias de los dos y oigo que le advierte:
—Su boca es solo mía.
Según la oigo decir eso, tomo aire y maldigo para mis adentros.
¿Por qué no he dicho yo eso antes? ¿Por qué no podía moverme?
Y, volviendo la cabeza para mirar a mi mujer, que me observa jadeante y acalorada por la posesión del brasileño, afirmo:
—Es solo tuya, pequeña…, solo tuya.
Jud cierra los ojos, asiente, espero que me crea, y, segundos después, oigo que llega al clímax junto a Dennis, y al poco llego yo.
Agotados y felices, Judith y yo nos levantamos de la cama mientras la gente a nuestro alrededor sigue con su particular juego. Estamos sedientos. Necesitamos beber algo.
Sin mirar atrás, ni preocuparme por nadie de los que están ahí practicando sexo, nos dirigimos desnudos a las duchas. Entre besos y mimos, nos duchamos y, tan pronto como envuelvo a mi pequeña en una toalla, ella corre al baño. ¡Qué meona es!
Yo salgo y la espero en una barra que hay en esa zona del local.
Desde allí, veo a Ginebra salir desnuda del reservado, y nos miramos. Aunque hace mucho que no hablamos, ambos entendemos nuestras miradas y, cuando ella se acerca, murmuro:
—No juegues sucio, Gini.
Ella sonríe, se toca el cabello y pregunta:
—¿Por qué me has rechazado?
Asqueado por su pregunta, tras dar un trago a mi bebida, respondo:
—Porque no te deseo.
—Eric…
—¡Cielo, estás aquí!
Félix se acerca a nosotros y, por su sonrisa, supongo que imagina otra cosa, y pregunta:
—¿Lo pasáis bien?
No respondo. Me niego. Entonces Ginebra indica:
—Podríamos pasarlo mejor.
Félix y ella sonríen, y este, mirándola, dice poniéndole unas esposas:
—Te esperan en el reservado tres.
Ginebra ríe, le encanta lo que oye, y, sin decir más, ambos se van.
Esa noche, tras llegar a casa y ducharnos de nuevo, cuando nos metemos en la cama oigo que Jud me pregunta:
—¿Habrías besado a Ginebra si yo no llego a prohibirlo?
Me jode oír eso.
Me jode porque yo mismo debería haber parado el momento, no Jud. Y, seguro de mí, porque sé que no lo habría hecho, respondo con sinceridad:
—No.
Ella me mira. Hablamos de lo ocurrido. Me confiesa que cuando me ha propuesto hacerlo con Ginebra era para hacerme ver que confía en mí. Sin embargo, ahora parece desconfiar.
Hablamos. Me hace ver sus miedos, sus inseguridades en lo referente a Ginebra, y cuando vuelve a preguntar por el momento en el que ella ha tenido que intervenir, le doy explicaciones e intento que sus miedos se disipen. Si algo tengo claro es que ni Ginebra ni nadie me hará romper eso que llevo a rajatabla con mi amor. Nuestras bocas, nuestros besos son solo nuestros y de nadie más.