23
Llega la última noche del año.
Es 31 de diciembre y mi pequeña no está bien.
Lleva varios días vomitando y, aunque sé que es lo normal en una embarazada, me preocupo por ella, como se preocupan su padre, su hermana, Simona, mi madre…, todos. Absolutamente todos.
Mientras la cabezota de mi mujer se empeña en ayudar a preparar la gran cena, estoy con mi suegro en el salón intentando contener a Luz y a Flyn. Vaya dos. Tan pronto se pelean como se quieren. No hay quien los entienda.
Juegan a la Wii y la rivalidad entre ellos es increíble, por lo que Manuel y yo no les quitamos ojo porque, conociéndolos, estos se tiran de los pelos cuando menos lo esperemos.
Estamos observándolos cuando Raquel entra con la pequeña Lucía y, plantándomela en los brazos, dice:
—Ea, rubiales, ve aprendiendo a dormir niños.
Encantado, la acuno. Lucía es un amor, y me deshago en sus ojitos.
¿Mi Medusita será así? ¿Será morenita?
Estoy atontado mirando a la bebé cuando Manuel, al ver a Judith pasar con cara de asco, comenta:
—Tiene fatiguita. Se lo noto, aunque intente disimular.
Asiento, sé de lo que habla, y, mirándolo, indico:
—Claro que la tiene, pero ya la conoces. A cabezota no la gana nadie.
Ambos sonreímos.
Ambos adoramos a Judith.
De pronto suena mi teléfono móvil, está en el bolsillo del pantalón, y, tras entregarle a la bebé a Manuel para atenderlo, oigo:
—¿Qué pasa, güeyyyy?
De inmediato reconozco la voz. Es Juan Alberto, el primo de Dexter, que, antes de que yo diga nada, pregunta:
—¿Está toda la familia de tu mujer en tu casa?
—Sí —afirmo.
Un silencio extraño ocupa medio segundo, hasta que él añade:
—A ver, sé que pensarás que soy un loco, pero ¿te importa que vaya a cenar esta noche?
Sorprendido, pregunto:
—¿Estás en Múnich?
—En el aeropuerto.
Sonrío. Está claro que entre Raquel y él hay más de lo que pensamos; entonces prosigue:
—Pero guárdame el secreto. Quiero que sea una sorpresa.
Asiento y, tras despedirnos, miro a Manuel e, incapaz de no contarle la verdad, digo bajando la voz:
—Tengo que contarte algo.
—Tú dirás, muchacho.
Manuel es una buena persona, un hombre increíble, y, como necesito contarle a quién voy a traer a casa, indico:
—Acaba de llamarme Juan Alberto. ¿Sabes de quién hablo?
—Sí. Como para no saberlo —afirma acunando a la pequeña.
Su mirada de picardía y el modo en que levanta las cejas me recuerdan a Jud.
—Está en el aeropuerto y viene a cenar a casa —digo.
Manuel asiente, no dice nada y besa a la pequeñita en la frente; entonces añado:
—Pero no quiere que cuente nada, pues desea que sea una sorpresa.
En ese instante, Raquel pasa por delante de nosotros con un plato lleno de gambas, y Manuel, sonriendo, comenta:
—Aquí hay tomate. Sin duda, será una grata sorpresa para mi Raquel.
Sus palabras me hacen saber que le parece bien, está claro que este hombre busca la felicidad de sus hijas, y justo cuando veo entrar a mi madre y a mi hermana, decido marcharme sin ser visto. Sin embargo, Jud me pilla, me pregunta adónde voy, pero, guiñándole el ojo, le digo que enseguida regresaré.
Me hace un gracioso mohín y me marcho a buscar a Juan Alberto. Quiero que sea una sorpresa para ella también.
Una vez que he saludado a Susto, que está tumbado en la puerta con Calamar sobre él, voy a por el coche. Lo arranco y, según comienza a sonar la música, sonrío. Por los altavoces suena la voz rasgada del cantante preferido de mi mujer y, a mi manera, canto eso de «… tiritas pa’ este corazón partío».
Cuando llego al aeropuerto de Múnich, me dirijo a la terminal donde me espera Juan Alberto y, al verlo, sonrío justo en el momento en el que él me ve a mí.
Rápidamente me acompaña al coche y, en cuanto mete su maleta atrás y monta en el vehículo, nos saludamos.
—No le habrás dicho nada a Raquel, ¿no? —pregunta antes de que yo abra la boca.
Niego con la cabeza y él, abrochándose el cinturón de seguridad, afirma:
—No veo el momento de ver a mi reina.
Asiento, pero, consciente de dónde se está metiendo, pregunto:
—¿Estás seguro?
Él sonríe y afirma:
—Podemos platicar todo lo que quieras al respecto, pero loquito por sus lunares me tiene, güeyyyy.
Me río. Su comentario me hace gracia, pero, aun así, insisto:
—Raquel es una buena mujer y tiene dos hijas preciosas. No quiero que ninguna de ellas sufra porque tú quieras solo un…
—Tranquilo —me corta—. No quiero un rollo. Yo quiero a Raquel. Ahora solo falta que ella se convenza y me quiera a mí.
—Así que esas tenemos… —digo sorprendido.
—Si yo te contara lo difícil que me está resultando conquistar a esa cabezota española, no lo creerías… —se mofa él.
Sonrío. Si yo le contara al güey…
¡Claro que lo creo!
Sin preguntar más, arranco el vehículo y regreso a mi hogar. Solo espero que la venida de Juan Alberto no sea una mala idea y nadie me corte la cabeza.
Tan pronto como llegamos a casa y dejo el coche, el teléfono del mexicano suena. Me indica que pase, que ahora entrará él. Nada más entrar me encuentro con mi madre, que, mirándome, dice:
—Eric, Judith debería acostarse. No ha parado de vomitar.
Me agobio.
Mi pequeña cabezota se está pasando, y, dispuesto a meterla en la cama, entro en la cocina. Nada más abrir la puerta, me encuentro a un preocupado Manuel, que la observa mientras ella está sentada con la cabeza entre las manos.
El hombre me mira, me dirige un gesto intranquilo y, agachándome junto a mi mujer, susurro con tranquilidad, sabiendo que me arriesgo a uno de sus bufidos:
—Cariño, ¿por qué no te vas a la cama?
Jud me mira, está pálida, y con gesto serio me pregunta dónde he estado. Cuando voy a contestar, oímos un grito descomunal procedente del exterior.
Jud rápidamente se levanta. Manuel me mira. El aullido es de Raquel, cuando la puerta se abre y esta grita como una posesa:
—Cuchuuuuuuuuu, ¡¡mira quién ha venido!!
En ese instante entra en la cocina Juan Alberto con la pequeña Lucía en brazos, y Judith me mira, sonríe, y entonces descubre el porqué de mi ausencia.
Tras varios besos y saludos por parte del recién llegado a todos, Luz entra en la cocina y veo cómo la niña se tira a sus brazos. Sin duda tiene buena conexión con él, y eso me gusta. Me agrada tanto como a Manuel. En cuanto la chiquilla se va y mi amigo mira a Raquel, no puedo evitar sonreír cuando este, acercándose a ella, la besa delante de todos y luego pregunta:
—¿Cómo está mi reina?
—Muy contenta de verte —responde ella.
Jud me mira. Luego mira a su padre. Yo los miro a los dos, pero mi amigo, ignorándonos, dice:
—Sabrosa, dímelo.
Bueno…, bueno…, estamos presenciando un culebrón como ese que ve Judith llamado «Locura esmeralda», y entonces Raquel sonríe con picardía.
Vaya…, vaya con mi cuñada, y, sorprendiéndonos a todos, suelta:
—Yo te como con tomate.
Jud parpadea. Yo me río. Mi suegro tose y yo tengo claro que, como ha dicho él antes, ¡aquí hay tomate!
Esa noche, tras las doce campanadas, todos celebramos la llegada de 2014. En esta ocasión nadie se interpone entre nosotros como el año anterior y, viendo que mi pequeña está mejor, la abrazo, la beso y murmuro enamorado:
—Feliz Año Nuevo, mi amor.