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El día de la entrevista de Jud en Müller, mi mujer está pletórica de alegría.

Pero, tras la discusión que ella y Flyn mantienen en la cocina porque él no está de acuerdo en que su madre trabaje, Jud parece molesta.

No entiende cómo Flyn ha podido reaccionar así, pero, con uñas y dientes, defiende sus derechos como mujer y, aunque a mí me joroba que trabaje, la apoyo. Como mujer vale para muchas cosas más que para hacer solo de madre. Algo muy distinto es que a mí me fastidie que lo haga.

Cuando nos montamos en el coche para llevar al colegio a Flyn, la tensión se masca en el ambiente.

¡Vaya dos!

Al llegar al instituto, el cabrito de mi hijo, pues no tiene otro nombre, aun sabiendo lo mal que lo pasa Jud cuando discuten y lo mucho que lo defiende ante mí, le hace el feo de bajarse del vehículo sin despedirse de nosotros. Yo estoy acostumbrado, casi todas las mañanas hace eso. Pero hoy está Jud con nosotros y podría haberlo gestionado de otra manera.

La cara de Jud al verlo me agobia. Sé que lo pasa mal y, mientras lo sigue con la mirada, como puedo murmuro:

—Jud, es un adolescente. Dale tiempo.

Ella asiente, sabe que llevo razón, y arranco el vehículo para ir a Müller. Pero de pronto grita:

—¡Para!

Freno. ¡Joder, qué susto!

¿Qué ha ocurrido?

—¡Aparca! —chilla—. ¡Corre, aparca!

Sin entender qué pasa, hago lo que me pide y, segundos después, abre la puerta, sale del coche y se esconde tras una esquina. Pero ¿qué hace?

Molesto, la sigo, y cuando atraigo su atención y ve mi gesto, murmura:

—Ay, cariño, perdona. Es que quería saber si Elke, la nueva novia de Flyn, estaba en ese grupo.

—¡Joder, Judith, qué susto me has dado! —gruño.

Aún tengo el corazón a mil cuando, escondidos en la esquina, vemos llegar a Flyn hasta el grupo de sus amigos. Reconozco a algunos de ellos y, al ver que agarra a una chica, pregunto:

—¿Es esa?

Judith mira. Sin saber que lo observamos, Flyn saca una faceta de él que desconozco y, acercándose a la chica, le da un beso.

¡Vaya con mi hijo!

Menuda delantera tiene la rubita a la que besa, pero me abstengo de decir lo que pienso. Creo que será lo mejor.

Pero Jud los observa. Malo…, malo…

No dice nada. Desastre asegurado…

El beso se alarga más de lo que yo mismo creo que debería ser para la edad que tienen, y en especial por el sitio en el que están. Pero entonces las manos de Flyn recorren el trasero de aquella, se lo aprieta y, ante el gesto de asombro de mi pequeña, suelto sin pensar:

—Ese es mi machote.

Jud me mira achinando los ojos. Woooo, ¡menudo cabreo lleva!

Se toca el pecho, se retira el pelo de la cara, se rasca el cuello (¡los ronchones!) y, mirándome con los ojos bien abiertos, pregunta:

—Pero ¿cuántos años tiene Elke?

Miro a la muchacha. Joder con ella y con Flyn…, ¡no paran!

Tiene pinta de ser mayor que él, y cuando voy a responder, Jud prosigue acelerada:

—Por lo menos tiene dos o tres más que Flyn.

Asiento y sonrío.

Dos o tres años, a su edad, parece un mundo, algo que con el paso del tiempo se queda solo en un número.

Sin saber que lo observamos, Flyn sigue dándole a la lengua. Está visto que las hormonas le piden guerra, y yo como hombre lo aplaudo, mientras Jud, en su nuevo papel de alarmada madre pollo, me hace reír con sus graciosos gestos.

—Le gustarán mayorcitas —murmuro.

Woooo, ¡¿para qué habré dicho eso?!

Mi comentario no le gusta. Me lo hace saber no solo con la mirada y, cuando comienza a protestar de nuevo y creo que o me la llevo de aquí o irá a donde está Flyn y este no se lo perdonará, como puedo, la meto en el coche.

Una vez en el vehículo, miramos otra vez y vemos que mi hijo vuelve a besar a la rubia.

¡Qué pasional!

Me hace gracia ver eso. Mi chico es un machote. Aunque, cuando pienso que viviré eso mismo con Hannah, no sé si me hace tanta gracia. Es pronto para pensarlo. Está visto que ser padre de un niño y de una niña me hace darme cuenta de lo diferente que es en cada caso, y prefiero ignorarlo. Mejor.

Mientras medito acerca de ello, Jud está acelerada.

No puede creer lo que ve. Yo tampoco.

Trato de tranquilizarla, pero mis respuestas parecen cabrearla más aún, y cuando no puedo más, me río y, acercando a mi española a mi cuerpo, la beso y murmuro:

—Eres maravillosa, cariño…, tremendamente maravillosa.

Jud sonríe. Sabe que ante la llamada de la selva de Flyn poco podemos hacer, y al final me besa. Eso sí, en cuanto acaba, vuelve a mirar a nuestro hijo y vuelve a horrorizarse.

Cuando llegamos a la oficina y dejamos el coche en el parking, estoy nervioso. Pronto tendré todos los días a mi mayor tentación cerca y no sé cómo lo voy a gestionar. Pero lo que ya me saca de mis casillas es cuando la voy a coger de la mano y ella me la aparta. ¿Por qué hace eso?

Jud me mira, yo la miro, y, sorprendiéndome como siempre, me suelta:

—Seamos profesionales, cariño.

¡Joderrrrrrr!

Conque esas tenemos…

Molesto por su toque de atención, camino hacia el ascensor. Me jode mucho que se niegue a tener contacto conmigo y, una vez más, si yo digo blanco, ella dice negro.

¡Faltaría más!

Una vez en el ascensor, decido acompañarla hasta la planta donde la espera Mika y, al ver el botón que pulso, vuelve a protestar. No quiere que la acompañe. Me regaña por haberlo pensado siquiera y, tras resoplar, pico el de mi puta décima planta.

¡Joder, qué manera de calentarme desde primera hora!

Estamos en silencio mientras suena por los altavoces la típica musiquita de ascensor. Con disimulo, la observo con el rabillo del ojo, cuando ella, consciente de que se ha pasado, murmura acercándose a mí:

—Cariño, entiende que…

—Señorita Flores, por favor —la corto alejándome de ella—. Recuerde que aquí soy el señor Zimmerman. Seamos profesionales.

Jud me mira.

Creo que me va a llamar gilipollas. Pero, en lugar de eso, levanta el mentón en un gesto muy español y mira hacia la puerta.

¡La madre que la parió!

Seguimos subiendo en silencio. Si ella es chula, yo lo soy más, pero cuando llegamos a su planta y veo que va a salir sin mirarme ni decirme nada, la paro.

—En cuanto acabe tu reunión con Mika, sube a despedirte de mí —le digo—; no te marches sin hacerlo.

Acto seguido, la suelto. La señorita Flores es la señorita Flores y, sin que ella conteste, veo cómo las puertas del ascensor se cierran.

Una vez que me quedo solo en él, maldigo para mis adentros. Saber que ella está tan cerca de mí y no controlarlo me enerva. Conozco a mis empleados y sé que la tratarán bien, pero la incertidumbre me corroe, y a partir de ese instante no me deja vivir.

Cuando llego a mi planta, paso frente a mi secretaria y ella se levanta. Entra detrás de mí y, como cada mañana, me pone al día de las novedades.


Más tarde, estoy sumergido en unos documentos cuando Gerta llama por el intercomunicador y me indica que Félix está al teléfono por la línea 3.

Maldigo. ¿Qué narices quiere?

Pero, apretando la maldita tecla 3, saludo:

—Hola, Félix.

—Hola, Eric.

Él se queda en silencio unos segundos y luego dice:

—Eric, sé que no soy quién para pedirte esto, pero me gustaría que reconsideraras la propuesta de Ginebra del otro día.

Boquiabierto, suelto el bolígrafo que tengo en las manos.

¿En serio me ha llamado para esto?

Y, cabreado por su insistencia, replico:

—La respuesta sigue siendo no.

—Pero, Eric, escucha…, te…

—No es no —lo corto—. ¿Qué parte no entiendes?

Él se calla, lo oigo respirar al otro lado del teléfono, y finalmente indica:

—La harías muy feliz.

¡Joder!

Pero ¿de qué va este?

Y, a cada instante más enfadado, suelto:

—Y a mí me haríais muy feliz si desaparecierais de mi vida.

Cuando cuelgo, me siento acelerado.

Pero ¿qué les pasa a esos dos con el tema del sexo?

¿Acaso no tienen bastante con sus morbosos jueguecitos?

Maldigo. Resoplo y me sirvo agua. Necesito beber y refrescarme por dentro y por fuera.

Retomo el trabajo y durante dos horas atiendo llamadas, soluciono problemas. Pero Jud no sube a verme, por lo que, cojo el móvil y le mando un mensaje:

¿Sigues con Mika?

Rápidamente recibo:

Sí. Y ahora voy a entrar en una reunión con ella. ¡Estoy ilusionada!

¡Joder…, ya empieza a complicarme la vida!

¡Mierda!

Continúo trabajando, pero no me concentro.

¿Por qué está tardando tanto?

Hoy solo era un día para conocerse, una toma de contacto, nada más. Ya debería estar en casa con los niños.

Me levanto y camino hacia la puerta. Voy a bajar a ver a Judith.

Pero cuando llego, antes de tocar el pomo, me paro. Si lo hago, se enfadará conmigo. Conociéndola, se lo tomará a mal, por lo que doy media vuelta y regreso a mi mesa.

¡Seré gilipollas!

Pasa otra hora, no sé nada de ella, y tecleo en mi móvil:

¿Dónde estás?

Espero. No contesta. Y cuando la espera se me hace insoportable, recibo un mensaje que dice:

Sigo en la reunión. Cuando acabe, te llamo.

¡Joder…, ya se está implicando y todavía no ha comenzado a trabajar en la empresa!

Vuelvo a escribirle, pero Judith no responde.

¡Joder…, joder con la morenita!

Le pido a Gerta que averigüe a qué reunión debía asistir Mika, evitando decirle que Judith está con ella, y minutos después me entero de que es una reunión con los ejecutivos de Müller en Suiza, Londres y Francia. Resoplo, maldigo por no haber pensado en ello, y decido aguardar. No he de parecer un marido desesperado. Eso sí, le indico a Gerta que me avise si terminan o paran para tomar un café.

Pienso en Flyn, en la reacción que hace unas horas ha tenido Judith de mamá pollo preocupada por su hijo. ¿Acaso no puede pensar que yo me preocupo por ella también?

Con paciencia, espero. No me queda otra; entonces Gerta entra en mi despacho y anuncia:

—La reunión de Mika ha acabado y están en la cafetería tomando algo.

Asiento. Espero que cierre la puerta y luego me levanto escopetado.

Me pongo la chaqueta. No puedo ignorar que soy el jefe y, abriendo la puerta de mi despacho sin parecer un hombre desesperado, salgo y me encamino hacia los ascensores.

Tardan. ¡Joder, qué lentos son!

Cuando por fin llego a la puerta de la cafetería, saco mi móvil con disimulo. Me paro y finjo que estoy atendiendo una llamada mientras mis trabajadores me miran y algunos me saludan. Todos no. Me consta que a algunos les doy miedo.

Desde el exterior de la cafetería, escaneo hasta encontrar a mi mujer. Me siento de nuevo como el tonto celoso que años atrás, cuando la conocí, la perseguía por las oficinas de Müller en España.

Pero ¿qué estoy haciendo?

La veo charlando amigablemente con un tipo en la barra. Mika y el resto están a su lado. Judith y él, al que enseguida reconozco como Harry, sonríen y se unen al grupo. La observo en silencio.

¿Hago bien estando aquí?

Instantes después, veo que ella se separa de los demás y llama a alguien por teléfono. Seguro que es a mí. Pero no, mi móvil no suena… ¡Joder!

Y, cuando ya no puedo más, entro en la cafetería.

Como si tuviera un radar, Judith enseguida me ve y observo su gesto. No me gusta.

No sé qué hacer. No sé si acercarme a ella. Lo mejor será mantenerme alejado hasta que alguno de aquellos me vea y requiera mi presencia.

No pasan ni dos minutos cuando Mika me ve. ¡Bien! Me saluda y aprovecho la coyuntura para acercarme al grupo. Joder, soy el jefazo y seguro que soy bien recibido.

Los ejecutivos me saludan con cordialidad, mientras espero a que Judith diga algo.

¿No va a decir que soy su marido? ¿En serio?

¿Mika tampoco va a decir que Judith es mi mujer?

Joder, cómo me estoy cabreando.

Las manos que saludar se me acaban, y en cuanto termino con la última y veo que mi mujercita no tiene la menor intención de informarlos de su relación conmigo, sin importarme la reprimenda que esta noche voy a recibir cuando llegue a casa, la agarro con posesión por la cintura, la acerco a mí e indico alto y claro:

—Veo que ya conocéis a mi preciosa y encantadora mujer.

Judith se tensa. Lo noto en su cuerpo.

Lo que acabo de hacer no le ha hecho la más mínima gracia, pero a mí lo que ella ha hecho tampoco, y necesito que le quede claro que trabajará aquí, pero todos han de saber que es mi mujer.

Una vez aclarado ese punto importante para mí, miro mi reloj al enterarme por Mika de que están pensando en irse a comer. Sin preguntar, me autoinvito y, tras emplazarlos en verlos al cabo de media hora en un restaurante que conozco, agarro a mi mujer y, juntos, nos dirigimos al ascensor.

Estoy cabreado. Ella está cabreada. ¡Perfecto!

No hablamos y, cuando salimos del ascensor, caminamos hacia mi despacho. Está claro que mi morenita va a iniciar la novena guerra mundial y, aunque sé que me lo merezco por celoso y posesivo, no hago nada. Ni siquiera intento tranquilizarla con la mirada.

—Gerta —digo al pasar junto a mi secretaria—, llama al restaurante de Floy y diles que reserven una mesa para seis ¡ya!

Ella me mira. Ya conoce mis tonos de voz, y sin duda sabe que no he usado el mejor.

Según cierro la puerta de mi despacho y Judith y yo nos quedamos dentro, al ver el descaro con el que la española me mira, comenzamos a discutir.

De nuevo, si ella dice blanco, yo digo negro, y organizamos una de las nuestras. Eso sí, sin gritar mucho porque estamos en la oficina.

Cuando Gerta entra para decir que ya está hecha la reserva, tan pronto como se va, Judith me pregunta dónde está Dafne, mi secretaria habitual, y en cuanto le recuerdo que está de baja por maternidad, por su gesto sé que cae en que ya se lo había mencionado. Sin duda está tan obcecada que no es capaz de pensar con claridad.

Sé que ha empezado discutiendo primero con Flyn y ahora conmigo, es evidente que no está siendo un día muy especial para ella y, al entender que quizá me he pasado, murmuro al ver los ronchones de su cuello:

—Escucha, Jud…

—No, escucha tú —me corta—. Durante el tiempo que he estado en casa cuidando de los niños, me he fiado de ti al cien por cien, a pesar de saber que tienes un enorme imán para atraer a las mujeres y trabajar rodeado de ellas. Ni una sola vez he dicho una mala palabra por tus viajes o por tus cenas de empresa, ni te he hecho sentir incómodo insinuándote cosas desagradables. Me fío de ti al cien por cien, y lo hago porque sé que me quieres, sé lo importante que soy para ti, y también sé que nadie te va a dar todo lo que yo te doy como mujer y madre de tus hijos. ¿Acaso he de pensar que hago mal fiándome de ti?

Según dice eso, tan real, tan de verdad entre nosotros, me doy cuenta de lo ridículo e idiota que soy.

¿Por qué, en ocasiones, con ella soy incapaz de razonar? ¿Por qué?

El modo en que me mira me hace ver lo tonto que estoy siendo, y, tras cruzar varias frases entre nosotros que siento que nos apaciguan, murmuro:

—Te pido disculpas, Jud. Tienes razón en todo lo que dices.

Resopla…

¡Vamos bien!

Me mira…

Se mueve…

Y finalmente, tras soltar uno de esos quejidos que me hacen saber que todo está bien, susurra:

—Eric…

Dando un paso hacia ella, la abrazo.

¡Dios, qué gilipollas soy!

Y, mirándola, musito con todo mi empeño:

—Prometo que no volverá a suceder.

Me besa, adoro cómo lo hace, y, cuando las fieras que llevamos dentro comienzan a despertar, entre risas nos detenemos. No podemos continuar.

Minutos después nos vamos a comer con quienes nos esperan y lo pasamos bien. Por mi mujer, lo que sea.