45
Cuando me despierto, Jud está dormida junto a mí, destapada, y la arropo. Mira que se mueve.
Como siempre, la contemplo mientras duerme y, como cada mañana, me vuelvo a enamorar.
Me encanta.
Mientras la observo, recuerdo lo que dice esa canción que tanto nos gusta a los dos de sus Alejandros y, sin lugar a dudas, yo soy el que le cuenta las pestañas y la arropo cuando está dormida y helada.
Mi niña…
Mi mujer…
Mi vida…
Anoche hablamos. Por fin logramos comunicarnos. Y, aunque hubo puntos en los que ambos pensamos distinto, conseguimos hablar. Eso es esencial.
Imaginar que algo como lo que le está ocurriendo a Félix me pudiera pasar a mí me mata. Yo ya no podría vivir sin ella, sin mi amor.
Jud se mueve, hace uno de esos gestos graciosos que consiguen que sonría, y pienso si despertarla o no para ir a la oficina. Está tan plácidamente dormida tras la gran trasnochada que nos hemos pegado que siento pena y no la despierto. Que duerma. El jefe no la va a despedir.
Una hora después, cuando llego a Müller, asisto a dos reuniones. El negocio se expande y dialogo con unos inversores de Canadá que han venido para hablar conmigo. Los escucho encantado. Su oferta es interesante.
Cuando se marchan, extrañado por no haber recibido una llamada de Jud o que subiera a verme al despacho molesta por no haberla avisado, llamo a Mika y esta me indica que no ha llegado todavía.
¡Qué raro!
Llamo a casa y me sorprendo cuando Simona me dice que Jud se ha ido a trabajar hace horas.
¿Hace horas?
El estómago se me encoge a la misma velocidad que el corazón.
¿Dónde está?
A Müller no ha llegado.
¿Le habrá ocurrido algo?
Con las manos temblorosas por el miedo que siento, la llamo a su teléfono. Un timbrazo…, dos…, cuatro…, seis…
—Dime, Eric.
Oír su voz me hace respirar de momento, aunque, agobiado, le pregunto dónde narices está en un tono no muy agradable. Segundos después, la comunicación desde su iPhone 6 se corta.
¿Qué ha pasado?
¿Por qué no oigo su voz?
De inmediato, vuelvo a llamarla. No lo coge. No suena.
¡Mierda!
¿Por qué he tenido que hablarle así?
La llamo repetidamente, pero el teléfono, por no dar, no da ni señal.
¿Qué narices ha hecho?
Y, sobre todo, ¿qué narices he hecho yo?
Atiendo a un cliente que viene. Tiene cita conmigo y no puedo ignorarlo. Sigo pendiente de mi teléfono, pero este no suena. Judith no se pone en contacto conmigo.
Maldigo. Pensaba que nuestra conversación de la noche anterior nos había tranquilizado, nos había vuelto a unir. Pero no. Algo ha pasado.
¿Qué ocurre?
Cuando el cliente se va, bajo al despacho de Judith y, al encontrarme con Mika, esta inocentemente me indica que ha hablado con ella.
¿Mika sí y yo no?
Joder con Judith.
Y termino de encabronarme cuando me cuenta que mi mujer le ha dicho que el móvil se le ha jorobado y le ha dado un número de teléfono para cualquier cosa urgente.
Asiento boquiabierto.
¡Tendrá mala leche mi mujer!
Sin miramientos, le pido ese número a Mika, y de inmediato compruebo que es el de Mel. Eso me tranquiliza. Al menos, sé que está con ella.
Cuando vuelvo a mi planta y entro en mi despacho, marco el teléfono de aquella.
Un timbrazo…, dos…, cuatro…, cinco…
«¡Vamos, joder, Mel, cógelo!», estoy por gritar.
Seis…
—¿Qué quieres?
Oír la voz de mi mujer me tranquiliza, al tiempo que me cabrea.
No sé por qué está haciendo esto y, sin ningún filtro, siseo:
—Judith, ¿dónde estás?
Sin dudarlo, me hace saber que está con Mel. Hasta ahí llego. Y, al ver que no contesto, porque la rabia no me deja, con toda su mala leche se mofa de mí y me acalora aún más.
Pero ¿es que esta mujer no tiene medida?
Chillo. Levanto la voz. Me importa una mierda quién pueda oírme, y entonces ella suelta:
—Vamos a ver, Eric…, tienes mucho trabajo. ¿Qué tal si sigues trabajando y me dejas pasar la mañana en paz?
Pero bueno, ¿qué bicho le ha picado?
Y, dando un puñetazo en mi mesa, siseo:
—Judith, te estás pasando.
Ella me suelta una de sus chulescas parrafadas que yo apenas escucho y me vuelve a colgar el teléfono.
¿Otra vez?
¿Otra vez me ha colgado?
Llamo de nuevo. No me lo cogen.
Me cago en la madre que las parió a las dos.
Sigo llamando y, viendo que el resultado es nulo, desesperado, llamo a mi amigo.
—¿Qué pasa, rubiales? —me saluda con humor.
Pero mi humor es oscuro, terriblemente oscuro, y siseo:
—No me jodas, Björn. No es el mejor día para…
—¿Qué ocurre?
—Mi mujer y la tuya están juntas. No sé qué le ha hecho Judith al teléfono y solo puedo comunicarme con ella a través del de tu mujer. Pero llamo y no me lo cogen. Así pues, llama tú e intenta averiguar dónde están. No les digas que has hablado conmigo, ¿entendido?
—Joder —protesta Björn. Y, antes de que yo diga nada, añade—: Por cierto, en cuanto al viaje a México, he pensado que…
—Björn —lo corto—. En este instante en lo último que pienso es en el viaje a México.
Mi tono de voz le hace saber que no estoy para tonterías, y al final indica:
—Vale…, ahora te llamo.
Espero. Espero durante varios minutos, mientras noto cómo se me hincha todo, pero todo, todo, y cuando Björn me llama, pregunto:
—¿Dónde están?
—No lo sé. Me han colgado y, antes de hacerlo, tu preciosa morenita me ha dicho que, como discuta con Mel por culpa del gilipollas de su marido, no me lo va a perdonar.
Maldigo. Doy vueltas como un león por mi despacho, hasta que mi amigo añade:
—Tranquilízate. Están juntas y, al parecer, se van a celebrar mi compromiso.
—¿Qué compromiso?
—El mío.
—¿El tuyo? ¿Cómo que el tuyo? ¿Con quién te casas?
—Con el pato Donald, ¡no te jode! —se mofa él, y cuando resoplo, insiste—: Pues con Mel, ¿con quién me voy a casar?
Parpadeo. Últimamente me sorprendo por todo. Se casa mi hermana. Se casa Björn. Ginebra se… Y, mientras pienso todo eso, mi amigo me indica que Jud y yo tenemos que ir con él y con Mel el 18 de abril a Las Vegas para ser sus padrinos de boda.
—¿Lo dices en serio?
—Totalmente en serio. Mel solo quiere casarse conmigo si antes yo hago eso. Ya sabes: ella y sus locuras.
¿Y me habla a mí de locuras con la mujer que tengo?
Joder… Joder…
Paso el día como un maldito mierda.
No sé dónde está Judith…
No sé qué hace…
No sé nada…
Por la tarde, cuando regreso a casa, Flyn sigue con gesto serio. El bofetón de Judith todavía le pica en el amor propio, pero, al no verla, se sorprende, incluso creo que se preocupa. Lo veo en su rostro.
Trato de no desvariar. Sigo sin saber dónde está la loca de mi mujer, pero, intentando ayudar a Pipa, me implico en el baño de los pequeños y después en la cena. Es agotador. Hannah está rebelde, llora, y Eric no quiere cooperar. Sin duda son hijos de su madre.
Tras la cena, en la que la comida ha volado por los aires, llega el momento de acostarlos. Se resisten. Llaman a su mamá, y yo, como puedo, los mimo, los cubro de besos y, cuando por fin se duermen, muy enfadado, me acuerdo de todos los antepasados de Judith.
¿Dónde narices estará?
Las once de la noche…, las doce…
Björn me llama. Está intranquilo, como yo, por Mel y no sabe qué hacer. A ella tampoco hay manera de localizarla.
A la una de la madrugada, creo que me van a salir espumarajos por la boca (¿y si algún imbécil le ha echado algo en su copa?), cuando mi teléfono pita. Un mensaje. Es Björn, que me dice que me espera en una calle del centro.
Pipa está en casa con los niños y, sin dudarlo, cojo las llaves del coche y salgo a toda prisa.
Una vez que llego al vehículo, llamo a mi amigo. Las ha encontrado. No quiere decirme dónde, y me insiste en que me espera en la calle que me ha indicado. Sin ganas de discutir con él por tanto secretismo, arranco el coche y voy lo más rápido que puedo. Necesito saber dónde está Judith.
Cuando llego a la dirección, veo a mi amigo apoyado en su coche. Aparco tras él y, bajándome del vehículo, al ver que está solo pregunto:
—¿Y Sami?
Björn sonríe, pensar en su pequeña siempre lo hace sonreír, y explica:
—En casa, durmiendo con una canguro exprés de confianza.
Afirmo con la cabeza y a continuación pregunto:
—Muy bien. ¿Dónde están?
Björn asiente, y yo insisto:
—¿Dónde narices están?
El cabrito de mi amigo sonríe, su sonrisita me toca los cojones, y murmura:
—No te va a gustar.
Me revuelvo desesperado. Llevo todo el día sin saber de Judith.
—Dime dónde está mi mujer.
—Eric…
—Björn…
Nos miramos. Él resopla y, finalmente, suelta:
—Detenida, junto a la mía.
La sangre se me coagula, creo que no he oído bien, e insisto:
—¿Dónde has dicho?
—He dicho que detenida junto a la mía. Pero, tranquilo, que están bien. No les ha ocurrido nada.
¿Detenidas?
Pero ¿qué ha pasado?
¿Qué han hecho?
Mi mente va a mil. Nunca habría imaginado algo así, y como puedo pregunto:
—¿Por qué están detenidas?
Björn suspira. Me mira y, al ver que lo taladro con la mirada, musita:
—Eric, respira…
—No me jodas, Björn, ¡contesta!
—Por prostitución.
—¡¿Qué?! —grito al borde del infarto.
Pero… pero… ¿cómo puede ser?
¿Prostitución?
Pero ¿qué coño ha hecho Judith?
Me froto la cara, los ojos. No entiendo nada. Y, cuando me miro las manos y soy consciente de que me tiemblan, mi amigo indica tocándome el hombro:
—Tranquilo, Eric… tranquilo. He hablado con Olaf y todo ha sido una confusión.
Exploto, suelto por la boca sapos y culebras. Soy el ser peor hablado del mundo en estos momentos y, cuando acabo, mi amigo, que no se asusta de mí, con cierto retintín señala:
—Exactamente por eso me han llamado a mí y no a ti.
Maldigo. Me sabe fatal que Judith no acudiera a mí, e, intentando tranquilizarme a pesar de que siento que la cabeza me va a estallar, digo:
—Me da igual dónde estén. Vayamos a por ellas.
Björn señala entonces una comisaría al fondo de la calle y dice:
—Ya estamos tardando.
Acelerados, caminamos hacia allí. No me lo puedo creer…, estamos entrando en una comisaría para sacar del calabozo a mi mujer.
¿Puede haber algo más surrealista?
A grandes zancadas, los dos entramos y de inmediato vemos a nuestro amigo Olaf, que es policía. Él se acerca a nosotros y dice al ver nuestros gestos serios:
—Están bien, tranquilos. Ha sido una confusión por parte de un compañero al encontrarlas en una zona de Múnich nada recomendable. Les ha entrado, ellas le han vacilado y…
—En su línea —lo corta Björn con gesto serio.
Yo no digo nada, mejor me callo, y Olaf añade:
—Pero ya está todo aclarado y quedará archivado. Ahora las sacarán.
Björn y yo le damos las gracias por su discreción y su ayuda, pues él ha sido quien ha llamado a Björn previa petición de Mel.
Me siento fatal.
¿En serio que Judith prefería estar aquí encerrada a llamarme?
Olaf, Björn y yo nos quedamos parados en la comisaría. Estamos rodeados de maleantes y mala gente, pero, de pronto, se abre una puerta y las vemos. O, mejor dijo, la veo. Solo tengo ojos para mi mujer, que va vestida con una ropa que nunca he visto.
¿De dónde ha sacado ese vestido tan corto?
Nuestras miradas se encuentran y, ¡vaya tela!, encima me mira con descaro. Sin duda esta mujer me quiere volver literalmente loco.
Observo en silencio cómo Olaf les devuelve sus pertenencias, mientras Björn firma unos papeles y pregunta:
—La denuncia está anulada, ¿verdad, Olaf?
Es otro tipo el que contesta, un tal Johan, por lo que oigo decir a Björn. Hablan. Veo que las chicas se miran con gesto de mofa y, de nuevo, decido callar. Es lo mejor. Pero cuando mi paciencia llega ya a su límite, exijo:
—¡Vámonos!
Sin pronunciar una palabra, los cuatro salimos de la comisaría. Jud y yo ni nos rozamos. Cuando llegamos a los coches, mi amigo pide explicaciones. Yo mejor no hablo. Yo no soy Björn, no tengo ni su paciencia ni su humor. Y, cuando veo que aquellas se miran dispuestas a mofarse de nosotros, sin pensar en la gravedad de lo ocurrido, con un dolor de cabeza que me está matando indico:
—Vamos. Es tarde y estamos todos cansados.
Una vez que nos hemos despedido y nos hemos montado en nuestros respectivos coches, arranco en silencio. Aún no puedo creer la mierda de día que he tenido, pero entonces la oigo decir:
—Vamos, Eric, di algo o vas a explotar.
Joder…, joder…, joder…
¡Si es que me lo pone a huevo!
Pero no, no voy a entrar en su maldito juego. Hoy no.
En cuanto llegamos a casa, entro mientras mi mujer se queda saludando a Susto y a Calamar como si no hubiera ocurrido nada. Me voy a mi despacho, necesito tranquilizarme, pero me duele la cabeza. La tensión por lo sucedido me provoca un dolor que empiezo a no poder soportar, y me encamino hacia la cocina. He de tomarme algo.
Cuando entro, aun en la oscuridad, sé que Judith está ahí. La noto, como huelo su bonito aroma, pero no la miro. Directo, voy al armario de las medicinas. Me tomo una pastilla y, mientras bebo agua para tragarla, siento la mirada de Judith clavada en mí. Espera. Espera que diga algo, que monte en cólera por lo ocurrido, pero, agotado por todo, y cuando digo todo es todo, la miro y simplemente digo:
—No voy a discutir contigo porque estoy tan furioso que seguramente luego me arrepentiría de lo que pudiera decir. Lo mejor es que nos vayamos a descansar.
A continuación, me doy la vuelta y me encamino hacia la cama. No paso a ver a los niños. Seguro que ella lo hará. Cuando me desnudo, me acuesto y cierro los ojos. Judith no entra en la habitación, tarda más de una hora en hacerlo y, cuando lo hace y se mete en la cama, no nos miramos. No nos tocamos. Ni siquiera nos rozamos.
Es mejor así.