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El viaje a Venecia ha sido maravilloso.

Jud lo saboreó…

Yo lo disfruté…

Se olvidó de todas las tonterías que pensaba, y regresamos más enamorados que nunca.

Está claro que las parejas necesitamos horas solos para nosotros. No solo para disfrutar del sexo, también se puede disfrutar de la pareja simplemente hablando, paseando, mirándose a los ojos o riendo. Eso era lo que necesitábamos Jud y yo.

Solos, en la ciudad del amor, hemos sido una pareja más que ha caminado de la mano, se ha besado bajo el puente de los Suspiros, ha paseado en góndola por los canales y ha comido pizza y helados hasta reventar.

Jud y yo adoramos a nuestros hijos. Por ellos somos capaces de cualquier cosa, pero este fin de semana solos, sin ellos, ha sido muy especial, y sin duda lo repetiremos más veces. Ya me encargaré yo de ello.

Pero, como siempre, cuando regresamos a nuestra realidad, cargada de responsabilidades familiares y empresariales, Jud y yo nos olvidamos de Venecia, y comienzan de nuevo nuestras disputas.

La primera, por Flyn. Según llego a casa, me lo encuentro magullado. Hablo con él, necesito saber qué ha pasado, por qué se ha peleado en el instituto, y entonces me cuenta algo que me deja sin palabras. Por ello, cuando veo a Judith, tras enfadarme con ella porque no me ha avisado de lo ocurrido con el niño, le pregunto sin ningún filtro:

—¿Me puedes explicar por qué el tutor de Flyn te ha abrazado?

Se sorprende, no esperaba mi pregunta, y responde:

—Eric, Flyn me habló mal cuando llegué al instituto, y Dennis…

—¡¿Dennis?! —exclamo levantando la voz. ¿Desde cuándo tiene esas confianzas con el tutor de Flyn? E insisto—: ¿Tanta confianza tienes con él? ¡Creo que deberías llamarlo señor Alves, ¿no?!

Judith resopla, maldice y musita:

—Cariño, él…

Pero yo, que estoy calentito por lo que le ha ocurrido a mi hijo y enfadado por lo que me ha contado que ha visto de su madre y el tutor, estallo:

—Me importa una mierda. ¿Por qué tiene que abrazarte ese tío?

A partir de este instante, nuestra discusión se recrudece.

Volvemos a ser los rivales que están sobre el ring, dispuestos a ganar, no queremos perder, hasta que mi mujer, que es especialista en cabrearme hasta el infinito y más allá, me suelta que se va a Bilbao, en lugar de Mika, porque ella no puede ir.

Abro la boca. ¿Cómo?

¿Judith viajando?

Y, recordando algo de lo que hablamos ella y yo en su día, replico:

—El trato era que no viajarías.

Judith sonríe. Sonríe como sabe que no me gusta, y a continuación me suelta una de sus parrafadas e insiste en que irá, me guste a mí o no, porque eso es parte de su trabajo en Müller. Eso me subleva, me cabrea. Y, sin filtros, porque ella me los ha agotado, dejo ir algo que tengo guardado en mi interior y, furioso, le echo en cara el día que terminó en comisaría detenida con Mel.

—Mira, Eric… ¡Vete a la mierda! —me suelta.

Exploto. De nuevo exploto mientras ella me escucha con gesto altivo, o al menos finge que lo hace, y luego dice que lo más increíble de todo es que estemos discutiendo él y yo, en vez de estar regañando a Flyn por su maldito comportamiento en el colegio.

Sé que lleva razón, pero no se la doy, aunque salgo del despacho y le pido a Simona que avise al chico. Tenemos que hablar con él.

Cuando aparece Flyn, miro su ojo y su boca herida. Me intereso por él y le echo en cara a Judith que no lo llevara al hospital. Ella enseguida me hace saber que solo son magulladuras, y yo, molesto, la miro y le pregunto si ahora va de doctora.

Mis palabras la sublevan. Lo sé.

Pero soy incapaz de parar a pesar de saber que a mi hijo lo han expulsado del instituto. Judith y él se enzarzan frente a mí. Discuten mientras se retan con la mirada y, al final, molesto porque Judith no filtre lo que dice, la reprendo, y ella, dando media vuelta, se va. Pasa de mí.

Cuando me quedo a solas con Flyn, lo miro, también estoy enfadado con él, y murmuro:

—Estás buscando que te lleve a un colegio militar.

El crío me mira. Su gesto no es tan duro ahora como cuando discutía con Judith, y murmura:

—Papá, escucha, yo…

—No, escúchame tú a mí. O cambias de actitud o te juro que terminarás en el colegio militar, ¡¿me has oído?!

Flyn asiente. A continuación, lo echo del despacho y, en cuanto me quedo solo, me siento y cierro los ojos.

Pero ¿por qué tiene que ser todo tan complicado últimamente?

Un poco más tranquilo, voy en busca de Jud. He de hablar con ella, creo que me he pasado. Al entrar en nuestra habitación, oigo correr el agua de la ducha y decido esperar. Me siento en la cama y, cuando ella aparece, le pido que se acerque a mí.

No lo hace. ¡Menuda es la señorita Flores!

Me pongo en pie y voy caminando hacia ella cuando, con una mirada gélida, me para y dice:

—Estoy enfadada, ¡muy enfadada contigo! Creía que, tras el bonito fin de semana que habíamos pasado en Venecia, nuestro a veces complicado mundo podría ser un poco mejor, pero no, ¡todo sigue igual! Continúas comportándote como un energúmeno conmigo ante cualquier cosa que tenga que ver con Flyn, ¡joder, que lo han expulsado! Y, por supuesto, no respetas que yo, como mujer trabajadora, tome una decisión como la que he tomado de ir a la Feria de Bilbao. Así que ¡no me toques! Y déjame en paz, porque lo último que necesito ahora mismo es a ti.

Boquiabierto por la rabia que percibo en sus palabras, doy un paso atrás.

No la toco. Si Judith me rechaza, tengo el orgullo suficiente para no necesitarla, y, cuando se marcha, no voy tras ella. No quiero que me rechace dos veces.


Esa noche, ni nos rozamos en la cama. Seguimos enfadados, y los posteriores días también. Si ella es cabezota y soberbia, yo más.

Me entero por Björn que, aprovechando el viaje a Bilbao, Mel acompañará a Judith y ambas pasarán por Asturias para ver a la abuela de aquella. No digo nada. Si mi mujer no me lo quiere contar, lo aceptaré. Pero, sorprendentemente, me lo cuenta y, al final, intentando suavizar el ambiente, organizo su viaje en mi jet. No sé cómo se lo tomará ella, pero busco su comodidad.


Cuando se lo digo la mañana en que se marcha de viaje, no sé cómo interpretar su mirada. Una extraña frialdad se ha instalado entre nosotros y ninguno de los dos hace nada por traspasarla.

—Llámame o envíame un mensaje cuando hayáis aterrizado en Bilbao —le pido al verla preparando el equipaje.

—Vale —asiente.

Espero un gesto, una sonrisa, nuestra complicidad, para acercarme a ella. Pero, al no ver nada de eso y sentir que no desea mi cercanía, doy media vuelta y me marcho destrozado.