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Después de lo sucedido con mi cuñada, el drama está servido.
Por suerte, Juan Alberto ha sacado su carácter mariachi y le ha dejado claro que, como se le ocurra mencionar algo delante de los padres de Dexter, el problema se agravará. Y, gracias a Dios, Raquel se calla.
Tras una mañana en la que he tenido que morderme la lengua para no saltar, porque cada vez que Raquel se cruzaba con Jud la llamaba degenerada, cuando regreso de ver a los niños, que están divirtiéndose con Pipa, me encuentro con Björn de camino al salón. Mi amigo me sonríe, sé por qué lo hace, y, parándome, cuchichea:
—Joder con tu cuñadita. Los tiene bien puestos.
Resoplo y maldigo, y él susurra divertido:
—Todos hemos intentado hablar con ella, pero nada, se cierra en banda y no quiere escucharnos.
Sin duda Raquel es especialista en liarla parda, como otra que yo me sé, y pregunto:
—¿Dónde están las chicas?
—En la terraza, tomando el sol. Graciela y Mel se han llevado a Jud para que se relaje. Pobre, lo que está aguantando.
Asiento, conozco a Raquel y sé lo pesadita que puede ponerse. De pronto, suena mi teléfono y veo que es mi madre.
Björn se aleja mientras hablo con ella, que me hace saber que Flyn, mi maravilloso hijo, ha hecho algo, aunque no me cuenta lo que es. Eso me encabrona.
¡Joder con Flyn!
Estoy pensando en el salón, solo, cuando entra Raquel. Nos miramos. Ella hace ese gesto de chulería que mi pequeña suele hacer y masculla:
—Eres un degenerado. ¿Cómo has podido meter a mi hermana en algo así?
La miro. Mido mis palabras, he de ser cauteloso con ella, y murmuro:
—Escucha, Raquel…
—No. Escúchame tú, pedazo de mierda —me suelta—. Como le pase algo a mi hermana, como contraiga alguna enfermedad, como algún día…, yo… yo ¡te mato!
¡Joder! Qué malo es estar desinformado.
Resoplo.
Vale. Entiendo sus miedos y sus inseguridades, no es fácil comprender el sexo que nos gusta desde fuera, y con paciencia replico:
—Te aseguro que el primero que no quiere que le pase nada a tu hermana soy yo. Cuido de ella como ella cuida de mí y…
—¡Antes de conocerte ella era una persona normal! —grita.
—¡Y sigue siendo una persona normal! —replico levantando la voz. Y, cansado de tener que justificarme, indico—: El sexo es sexo, Raquel. E igual que a ti te gusta disfrutarlo con Juan Alberto, Al Pacino o Kevin Costner, a Jud y a mí nos gusta a nuestra manera. Preferimos la realidad, el morbo y las sensaciones, al látex o al plástico.
Ella se pone roja, la avergüenza enterarse de que yo sé algo tan íntimo de ella, y prosigo:
—Jud y yo somos una pareja normal, como Dexter y Graciela o Björn y Mel. Trabajamos. Vivimos. Pagamos gastos. Respiramos. Meamos y cagamos como tú. La única diferencia es que, a la hora de disfrutar del sexo, lo hacemos a nuestra manera. Con nuestras reglas. Eso no quiere decir que seamos unos degenerados, unos viciosos o unos guarros, como tú te empeñas en llamarnos. Simplemente, como parejas, nos atrevemos a dar un paso más allá porque nos gusta el morbo, las sensaciones y las vivencias. Nadie obliga a nadie a hacer nada que no le atraiga o le apetezca. Si algo no nos gusta, no lo hacemos y…
—Mi hermana no era así —insiste.
Me sorprende que pueda asegurar algo así. Todos podemos saber de todos, pero hay una parcela llamada sexo que nos guardamos para nosotros, y pregunto:
—¿Y cómo era antes tu hermana?
Raquel me mira, no sabe qué responder, y, consciente del cacao que tiene en la cabeza, indico sin acercarme a ella, porque no me fío:
—Valora la felicidad de Judith como ella valora la tuya. Y no la juzgues porque ella no te juzga a ti. Tan solo te quiere, te acepta y te ayuda. En la vida hay que aprender que no a todos nos gusta lo mismo. Y, sí, sé que, tratándose de sexo, el tema es escabroso. Pero ¡joder, Raquel! Tu hermana y yo disfrutamos del sexo juntos y a nuestra manera. Que sí, que nuestra manera no es la tuya, pero dime, ¿por qué tendría que serlo? ¿Por qué lo que haces tú con tu marido y tus juguetitos es bueno y lo que hago yo con mi mujer y nuestras reglas es malo? Joder, que no somos unos putos pederastas, no matamos a nadie, no abusamos de nadie ni herimos a nadie. Si fuéramos así, por supuesto que tendrías que juzgarnos y denunciarnos, pero no, Raquel, no lo somos. Solo somos una pareja normal, con hijos, que se quiere y que en la intimidad disfruta con sus propias reglas.
Ella no responde, creo que la he dejado descuadrada, y, sin decir nada, da media vuelta y se va. Está claro que no quiere contestarme.
Según sale por la puerta, entra Björn. Se ha cruzado con ella y, mirándome, pregunta:
—¿Por qué está llorando?
Resoplo, suspiro…, me parezco a mi mujer; me encojo de hombros y respondo:
—Quizá porque he sido sincero con ella.
Instantes después salimos a la terraza, donde están las chicas y Dexter tomando el sol. Jud me mira y, al ver mi gesto, pregunta:
—¿Qué ocurre?
No sé si decirle que he hablado con su hermana. Estando las cosas como están, quizá sea mejor callar de momento, pero Björn, para salvarme el culo, suelta:
—Creo que hay un coreano alemán que se la está jugando.
Mi amigo y yo nos miramos, le agradezco el cable que me ha echado; pero Jud pregunta alarmada:
—¿Qué ha hecho?
Al ver su gesto de preocupación, me siento a su lado y la tranquilizo. Le digo lo poco que mi madre me ha contado, que no es nada, y ella, apoyando la cabeza en mi hombro, murmura:
—Tú y yo solos en una isla desierta seríamos tremendamente felices, ¿verdad?
Oír eso me gusta, ella y yo seríamos felices donde nos propusiéramos. La beso ante las mofas de mis amigos y afirmo:
—Contigo, en cualquier lugar.