2

Tras varios días de luna de miel, decidimos ir a visitar a nuestro amigo Dexter a México, D. F.

Allí, Judith enseguida hace buenas migas con Graciela, la asistente personal de Dexter, y con la familia de este, y se lo pasa pipa cada vez que organizan una de sus fiestecitas. Mira que les gusta cantar y bailar a los españoles y a los mexicanos, algo que no tiene nada que ver conmigo, que soy un soso alemán. Por suerte, me respetan. No me hacen participar de la fiesta, y se lo agradezco. Se lo agradezco de corazón.

A raíz de ciertos comentarios de Judith, me doy cuenta de cómo Dexter y Graciela se miran con disimulo. Sin duda, entre ellos hay un vínculo que va más allá del de jefe-asistente, aunque mi amigo trate de ignorarlo.

Durante esos días, sigo disfrutando de mi luna de miel con mi mujer. El sexo es especial para nosotros y no nos privamos de lo que nos apetece, y más teniendo a Dexter a nuestro lado y su habitación del placer.

Visitamos varias veces la habitación, solos o acompañados, y Judith siempre es el centro de nuestro deseo. Eso sí, con su consentimiento. Nunca haría nada que ella no deseara ni permitiría que nadie la tocara sin su aprobación.

Allí lo pasamos bien con Dexter, que sigue llamando a mi mujer diosa del placer. Nos dejamos llevar por el morbo y los momentos calientes, y todo fluye como ha de fluir.

Hoy, Graciela, que nunca interviene en nuestros calientes encuentros, y Judith han decidido salir de compras, por lo que yo me quedo con Dexter charlando y arreglando ciertos temas empresariales.

Estamos sumidos en la conversación cuando recibo un mensaje:

La tarjeta Visa ardeeeeee.

Te quiero, cuchufleto.

Leer eso me hace sonreír como un tonto. Me gusta que Jud gaste dinero, que lo disfrute, que se dé caprichos.

Dexter, que me observa, pregunta:

—Güey…, ¿y esa sonrisita de huevón?

Al oírlo, vuelvo a sonreír y, mirándolo, respondo:

—Es el efecto Judith.

Él asiente.

—Sorprendido me tienes —dice sonriendo también.

—¿Por qué?

—Eric…, que nos conocemos —se mofa.

Vale. Entiendo a qué se refiere, pero, como necesito que me crea, insisto:

—Ella es lo mejor que me ha pasado.

Veo un gesto de incredulidad en mi amigo. Nos conocemos desde hace muchos años y nunca, pero nunca, me había pasado nada así con una mujer.

—Sé que no me crees —insisto.

—Macho. ¿Te has casado?

Asiento.

Es cierto, soy un hombre felizmente casado. He hecho algo que juré mil veces que nunca haría, e indico:

—Y lo volvería a hacer solo con ella. Judith me hace del todo feliz.

Dexter se desplaza en su silla de ruedas. En silencio, va hasta el minibar que tiene en su despacho. Prepara dos bebidas y, mientras me entrega una, dice:

—¿Eso significa que ya no habrá más mujeres en tu vida?

Esa pregunta, que ni yo mismo me he planteado, me hace sonreír, y con toda tranquilidad respondo:

—Jud es la mujer de mi vida y habrá lo que ambos pactemos.

Él sonríe, da un trago a su bebida y cuchichea:

—Te conozco, y te gustan demasiado las mujeres.

—Ninguna como Judith.

Mi respuesta lo hace levantar las cejas y, curioso, pregunta:

—¿Qué tiene ella que no tengan las demás?

Pensar en Jud me hace sonreír y, tomando aire, respondo:

—Vida, amor, deseos, retos…, ¡lo tiene todo!

—Hey, amigo…, me estás asustando.

Asiento. Me asusto hasta yo, pero indico con sinceridad:

—Sé quién he sido con las mujeres, pero también sé quién soy hoy por hoy. Y aunque no me creas he de decirte que Jud, su felicidad, su bienestar y su amor son para mí lo único importante, Dexter. Siento que ella es mi mundo y ahora soy yo el que gira a su alrededor. Teniéndola a ella no necesito a otras mujeres, porque ella me lo da todo sin que ni siquiera se lo pida. Lo mejor de mi vida es estar en la suya. Sé que cuesta entenderme, pero estoy totalmente enamorado de ella y esa es la única realidad.

Mi amigo, con el que he compartido muchas juergas y mujeres, tras escucharme asiente y murmura:

—No sé si darte el pésame o la enhorabuena.

—Sin duda, la enhorabuena —afirmo seguro.

Él vuelve a asentir y, cuando va a hablar, la puerta de su despacho se abre y aparece Juan Alberto, su primo. Es un tipo encantador, al que conozco y que le presenté a Judith, y al vernos pregunta:

—¿Qué platicamos hoy por aquí?

Yo sonrío, y Dexter dice:

—¿Te puedes creer que este huevón está enamorado?

Juan Alberto sonríe, me mira y afirma:

—Eso es relindo, y más cuando se acaba de casar.

Vuelvo a sonreír, parezco medio tonto con tanta sonrisa, y Dexter insiste:

—Pero dice que no necesita a otras mujeres. Que Judith se lo da todo.

Juan Alberto, que está preparándose una copa, se encoge de hombros.

—Eso es lo normal cuando encuentras a la persona idónea, primo, lo que no es nuestro caso. —Deduzco que matiza pensando en su reciente divorcio—. Lo ideal es pensar como piensa él. Ahorita, solo el tiempo, las tentaciones y la suerte le dirán si acertó o no.

Ambos se callan, ninguno dice nada, y yo murmuro:

—Da gusto ver cómo me animáis.

Dexter y Juan Alberto sonríen, y entonces el primero dice:

—Güeyyyy…, Judith es maravillosa, pero sabes que no creo en las relaciones de pareja y…

—¿Y qué tienes tú con Graciela? —pregunto sin poder contenerme.

Según digo eso, Juan Alberto suelta una risotada. Como diría Jud, ¡aquí hay tomate!

—Maldito pincheeeeee… —murmura Dexter—. ¿Qué tiene que ver Graciela en esto?

Juan Alberto se sienta a mi lado y, deseoso de saber, insisto:

—A ver, Dexter. Sé que no crees en las relaciones de pareja, pero llevo unos días aquí y soy consciente de vuestras miraditas. ¿O acaso me lo vas a negar?

Incómodo, él se toca el pelo y finalmente responde:

—Es la mejor asistente que he encontrado, ¿de qué platicas?

Juan Alberto ríe, tose y, cuando Dexter lo mira ofuscado, sonrío.

Bueno…, bueno…, ¿qué no me está contando mi amigo? Y, sintiéndome como una portera, como diría Jud, insisto:

—Cuéntame…, no me engañas.

—Mira, pinche huevón —gruñe haciéndome reír—, no he de contarte nada. Es más, aunque tu mujercita me parece un cielo de muchacha, creo que te has echado a perder.

—¡Venga, hombre! —Río divertido mirando a Juan Alberto.

—¿Qué dice Björn de todo esto?

Encantado, sonrío y, tras dar un trago a mi bebida, indico:

—Está feliz por mí.

Dexter menea la cabeza, no lo convence mi respuesta, y matiza:

—Björn es como yo, y como eras tú. Sin duda, esa mujer te ha atontado, pero cuando se te pase el efecto novedad te darás cuenta de que la has cagado casándote.

Suspiro.

Está claro que no cree en lo que siento. Eso me enerva, adoro y amo a Jud. Pero, cuando voy a responder, Juan Alberto suelta:

—Le gusta Graciela, pero teme ser rechazado por ella.

—¡Serás huevón! —protesta Dexter al oírlo.

Sin poder remediarlo, sonrío. Nunca hemos hablado de sentimientos en lo referente a las mujeres. Los hombres no solemos sincerarnos en esos temas, que para nosotros son de blandengues. Y, clavando la mirada en mi buen amigo, cuchicheo:

—Creo que te equivocas.

—¿Acaso ahorita vas de experto? —se mofa él.

Sonrío de nuevo, no lo puedo evitar.

Intuyo que Dexter está tan confundido como yo cuando no entendía qué era lo que me pasaba con Judith, e insisto:

—Por la forma en que ella te mira, no creo que te rechace.

El gesto de Dexter se suaviza, sin duda le gusta oír lo que digo, pero mueve la cabeza y susurra:

—Imposible…

—Nada es imposible cuando uno lo quiere —insiste Juan Alberto.

—¿Y eso me lo dices tú, que te acabas de divorciar?

Él sonríe, se encoge de hombros y responde:

—Como dijo el gran Groucho Marx, el matrimonio es la principal causa del divorcio. Por tanto, cuidado, Eric…, ¡que te has casado!

—Serás huevón. —Dexter se carcajea.

Yo también río. Esos dos mexicanos juntos son tremendos.

—Que a mí me saliera mal no quiere decir que también tenga que salirte mal a ti —insiste Juan Alberto—. Las personas somos diferentes. Nunca olvides eso, Dexter.

Me gusta lo que dice, tiene razón. Entonces Dexter baja la voz y suspira:

—No puedo hacerle eso. A ella, no.

—¿Hacerle qué, primo?

Dexter da un trago a su copa y, mirándolo, indica:

—Sabes perfectamente a lo que me refiero, Juanal. Como hombre, no puedo ofrecerle lo que tú o Eric podéis darle. Ella es joven y…

—Entonces te gusta, ¿verdad? —Lo corto. Dexter me mira, resopla, y yo, interesado, insisto—: ¿Lo has hablado con ella?

Él niega con la cabeza. Veo el dolor y el miedo en su mirada y, sin poder callarme, prosigo:

—Vamos a ver. Graciela es tu asistente. Es la persona que sabe mejor que nadie lo que puedes o no puedes hacer; ¿acaso es tan grave hablar con ella?

—¡Ni loco, güey!

Juan Alberto y yo nos miramos. Qué cobardes somos los hombres para el amor.

—Mantengo a raya ciertas cositas —añade Dexter.

—¿Por qué?

Él me mira. Creo que, si pudiera, se levantaría de su silla de ruedas para darme un puñetazo. Y con gesto hosco indica:

—¿Acaso he de decirte el porqué?

Se hace un silencio en el despacho. Sin duda estamos tocando un tema delicado que a Dexter le duele.

—Ella es dulce y cálida —dice entonces—. Suave y templada. ¿Qué crees que pensaría si supiera ciertas cosas de mí?

No respondo, no puedo, y, acelerado, él añade:

—No creo que le gusten nuestros juegos, y aunque he soñado mil veces con ponerle sus redondas nalguitas rojas, creo… creo que se asustaría. Si ella supiera lo que me gusta, lo que me excita, lo único que puedo hacer, me vería como… como…

No sigue, no puede, y finalmente matiza:

—Sería una locura acceder a algo que tarde o temprano me haría daño. Esa preciosa mujer se merece un hombre…, un macho de verdad, y no un…

No continúa. Dexter se calla y, al ver el dolor en sus ojos, indico:

—Si aquí hay un hombre, un macho de verdad, ese eres tú.

Él me mira, sonríe y susurra encogiéndose de hombros:

—Gracias, amigo. Gracias por tus palabras. Pero prefiero no entrar en asuntos del corazón. Graciela es demasiado inocente y buena para no merecerse algo mejor en la vida, y ese algo no soy yo.

—Yo no opino lo mismo —afirma Juan Alberto.

—Mira, pinche huevón. Lo que tú opines o dejes de opinar me da lo mismo. ¿Entendido?

Juan Alberto sonríe, ya conoce a su primo, y, suspirando, me guiña un ojo y afirma:

—No hay mal que cien años dure, ni pendejo que los aguante.

Dexter finalmente sonríe y, cuando lo veo, pienso: «Si yo he encontrado el amor cuando menos lo esperaba, ¿por qué no lo va a encontrar él?».