Capítulo 17
EN EL salón de Chiara, el fuego que crepitaba en la chimenea ahuyentaba la melancolía y la humedad de la tarde lluviosa. Costanza, envuelta en una manta, bebía la tisana vivificante que le había preparado su anfitriona. No había querido comer, a pesar de que la vieja Marta había insistido con delicadeza, pero había mordisqueado varios pastelitos y, gracias al ambiente acogedor de la casa, había recuperado el color. Se había recogido el pelo en un moño bajo y, al hacerlo, Chiara había podido admirar el óvalo perfecto de su cara, los grandes ojos oscuros y la boca carnosa que habían hechizado a Daniele.
Como había previsto Pisani, las dos mujeres habían simpatizado enseguida. Chiara había entrado en el cuarto de Costanza y la había abrazado con afecto sin decir una palabra.
—Ahora me la llevo a mi casa —había dicho con firmeza a Marco—. Si quieres preguntarle algo, podrás hacerlo más tarde, antes tiene que descansar.
Acto seguido, había embarcado de nuevo en la góndola de Nani sosteniendo a su nueva amiga. Gegia, quien, según sus propias palabras, no quería permanecer un minuto más en la casa con el muerto, las había seguido.
Marco, Daniele y Valentini se quedaron en la escena del crimen con el secretario, Jacopo.
El médico desnudó y examinó con atención el cadáver, que habían colocado encima del arcón.
—Es evidente que lo estrangularon con el pañuelo que llevaba atado al cuello —concluyó—. Se trata de más de un asesino. ¿Veis los hematomas que tiene en los brazos y en las piernas? Algunos lo sujetaron mientras los demás lo estrangulaban. Después vaciaron la caja fuerte. Sacaron el estante central y lo embutieron entre los lingotes, luego cerraron la puerta.
—¿Debes hacer la autopsia? —preguntó Marco a Valentini.
El médico negó con la cabeza.
—No es necesario. El cadáver puede permanecer en la casa hasta el funeral. Llamaremos a las monjas del Ospedaletto, que están aquí enfrente, para que lo velen. Pediré que lo preparen.
Marco y Daniele se detuvieron a observar al difunto. Parecía más viejo de lo que en realidad era, tenía la cara tan arrugada como una ciruela seca y los ojos pequeños hundidos, debajo unas cejas muy tupidas. En el cuerpo, las venas y los nervios se dibujaban bajo la piel. Incluso cuando estaba vivo, debía de tener la tez muy pálida.
Gasparetto se encargó de buscar en los armarios la toga y la peluca de los notarios y de vestir el cuerpo, que luego cubrió piadosamente con una tela negra. Por último, puso los cuatro cirios, que había comprado a toda prisa, a su alrededor. A continuación, se marchó con su patrón, que debía hacer varias visitas en la ciudad.
—En cualquier caso, antes de llamar a las monjas —observó Daniele cuando Jacopo se despidió también—, convendría echar un vistazo a los documentos y ordenar un poco. Puede que los asesinos se llevaran algo, pero ¿cómo podemos saberlo?
Casi en respuesta a sus palabras, alguien llamó tímidamente a la puerta del despacho en ese momento. Zen se acercó a ella y, al abrir, vio a un hombre muy menudo, entrado en años y de aspecto cuidado.
—¿El avogadore Pisani está aquí? —preguntó cortésmente, sin poder disimular, aun así, cierta ansiedad. Entretanto, sus ojos de color avellana escrutaban la sala con curiosidad. Al ver el catafalco improvisado y los cirios encendidos, vaciló en el umbral, se quitó el sombrero e hizo a toda prisa la señal de la cruz.
Cuando Marco se aproximó, el hombrecito hizo una profunda reverencia.
—Soy Serafino Gambara —se presentó—, secretario del pobre notario.
Pero ¿qué ha pasado? —preguntó sin poder dominarse, a pesar de que, en la calle, los vecinos, le habían contado lo sucedido con pelos y señales.
—Bienvenido —lo saludó Marco y, acto seguido, lo invitó a sentarse y le presentó a Zen—. Precisamente estábamos preguntándonos cómo podíamos saber si han robado dinero o documentos. ¿Puede examinar estos papeles? —añadió señalando los folios que habían recogido del suelo—. Pero ¿a qué se debe que no haya venido antes?
—Es mi horario habitual —respondió el hombrecito en voz baja. La presencia del cadáver lo intimidaba. Miró fugazmente el catafalco—. El pobre notario decía siempre que no se podía permitir un empleado a tiempo completo. Por lo demás, soy viejo y tengo una pequeña renta, de manera que me venía bien trabajar medio día para completar mis ingresos. Así pues, solo venía por la tarde.
—Bueno, pero supongo que sabrá lo que había en la caja fuerte y estará al corriente de los expedientes —dijo Daniele esperanzado.
—De todos, no —precisó el hombrecito—. Haré lo que pueda. En cuanto a la caja de caudales, el notario guardaba en ella documentos importantes, dinero y lingotes de oro.
—El dinero ha desaparecido —terció Pisani—. Vea lo que puede decirnos y tráigame esta noche un informe a esta casa —añadió escribiendo en una hoja la dirección de Chiara—. En ella encontrará también a la señora Comese.
—¡Pobrecilla! ¿Cómo está?
—Ha sido un duro golpe —le explicó Marco—, pero es joven, se repondrá. Bueno, nosotros nos vamos.
—¡Un momento! —lo detuvo Gambara—. ¿Tengo que quedarme aquí en compañía de… él? —preguntó señalando el cadáver.
—No le hará nada. —Daniele esbozó una sonrisa—. Además, dentro de nada llegarán las hermanas del Ospedaletto para velarlo.
Costanza estaba echada en el sofá, escuchando a Chiara, que interpretaba un aria de Vivaldi en la espineta, cuando oyeron que alguien llamaba a la puerta golpeando con fuerza la aldaba.
—Serán Marco y Daniele —aventuró la dueña de la casa—. Han acabado pronto. ¡Giannina! —llamó—. ¡Abre la puerta!
La joven descendió a la planta baja y descorrió el cerrojo. En la escalera se oyeron las voces agitadas y chillonas de un hombre y una mujer.
—Dios mío —gimió Costanza poniéndose en pie de un salto—. ¡Son mis padres! ¿Cómo me han encontrado? Te lo ruego… —suplicó a Chiara—. ¡Haz lo que sea, no quiero irme con ellos!
Precediendo a la doncella, los señores Garzoni irrumpieron en el salón. El padre de Costanza, un hombre de unos sesenta años, tenía el porte erguido de un oficial y llevaba una peluca pasada de moda, que enmarcaba unas facciones severas. Su mujer se apresuró a abrazar a Costanza, que hizo ademán de rechazarla. Era una mujerona con la cara ajada, aunque algo en ella recordaba las elegantes facciones de su hija.
—¡Hija, pobrecita mía! —chilló con una voz sorprendente, dada la abundancia del pecho de donde salía—. ¡Lo que habrás pasado! Pero ahora tienes aquí a tu madre para defenderte.
—¿Defenderme de qué? —preguntó con frialdad Costanza acercándose a la chimenea para sentarse en un sillón. Se había quitado la manta y su modesto vestido contrastaba con la lujosa decoración de la sala.
Chiara, a la que los padres de Costanza no habían mirado siquiera, se presentó.
—Soy Chiara Renier —dijo— y esta es mi casa —añadió trazando un círculo con la mano para mostrar la sala—. Estoy encantada de que Costanza sea mi huésped, pero, siéntense, por favor.
El coronel Garzoni hizo una reverencia e intentó besar con galantería la mano de Chiara. Su nariz tropezó con el rubí del anillo de compromiso.
—¡Caramba, menuda sortija! —exclamó asombrado—. Mira, Brigida —añadió dirigiéndose a su mujer.
Esta se acercó y agarró la mano de la dueña de la casa para examinar la joya.
—¡Es el rubí de los Pisani, engarzado entre rosas de oro! ¿Cómo lo ha conseguido? —preguntó a Chiara mirándola con suspicacia.
La joven se crispó.
—Resulta que soy la prometida del avogadore Pisani —explicó en tono seco—, pero supongo que no han venido aquí para hablar de mis joyas.
Costanza, que se había recuperado de la sorpresa, se levantó de nuevo de golpe.
—Mamá, papá, ¿os parece la manera de tratar a la señora Renier, que me ha consolado y acogido en estas circunstancias?
—¿Renier? —dijo interesada la madre de Costanza—. ¿Es una de los Renier del palacio de San Stae?
Chiara empezaba a divertirse de verdad.
—No, soy una Renier cualquiera. Es más, en la planta baja está el taller de tejeduría con el que me gano la vida.
—¡Costanza! —exclamó la señora Garzoni, escandalizada—. ¡Supongo que no querrás quedarte aquí! Ahora entiendo por qué nadie me sabía decir dónde te habías refugiado. Yo buscaba un palacio… En fin, despídete de la señora Renier, dale las gracias y vámonos a casa.
Al oír las palabras de su madre, la joven enmudeció y palideció avergonzada.
—¡Su hija irá donde quiera ir! —afirmó Chiara apresurándose a salir en ayuda de la joven—. Si no me dicen enseguida qué han venido a hacer a mi casa, los echaré de aquí. —Con la cara encendida, los rizos rubios enmarañados y los ojos azules lanzando chispas, Chiara estaba más guapa que nunca.
—Perdona, Chiara —sollozó Costanza, que no se atrevía a alzar la mirada—. Son así. Esta es mi tragedia.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el padre con el mismo desdén con el que se había dirigido durante años a sus subordinados.
—¿Cómo que qué quiero decir? —repitió en tono acusatorio Costanza, enfurecida—. Lo sabéis de sobra. Como estabais sin blanca, me obligasteis a casarme con ese hombre repugnante, ¡porque os prometió que os mantendría!
—¿Qué manera de tratarnos es esa? Nos debes tu fortuna, ingrata, más que ingrata —vociferó el coronel acercándose su hija y alzando un brazo en ademán amenazador, como si fuera a abofetearla.
Pero alguien se la agarró al vuelo de forma imperiosa. Era Daniele, que había llegado sin ser visto en compañía de Marco y, al ver la pelea, había adivinado enseguida lo que estaba ocurriendo.
—¿Quién es usted? —gruñó el coronel con la voz quebrada, pálido de ira.
—¡Basta! —terció Marco—. Soy el avogadore Pisani. Si tiene algo que decir a su hija, use maneras más educadas, al menos en casa de mi prometida.
La señora Garzoni se disculpó, esta vez en tono melifluo:
—Perdónenos, excelencia, pero el amor que sentimos por nuestra niña nos ha cegado. Ahora, querida Costanza —añadió dirigiéndose a su hija—, eres viuda, una viuda rica. No es conveniente que vivas sola en el palacio de tu pobre marido, debes volver a casa de tus padres. Somos los únicos que podemos velar por tu reputación y ayudarte a administrar el patrimonio.
Costanza sacudió la cabeza.
—Ahora os preocupáis por mí —dijo con amargura—, pero mientras viví en la casa medio en ruinas del notario, donde no podía encender el fuego, porque la leña costaba dinero, donde en la mesa solo había alimentos baratos, mientras mi marido me concedía un vestido cada dos años y en casa solo me ayudaba una muchachita y no había velas de cera sino lámparas de aceite apestosas… nunca vinisteis a verme. ¡Y él me decía que ya le costaba mucho manteneros como para que, encima, yo tuviera caprichos! —Costanza rompió a llorar.
Su madre retorció su pañuelo, tratando de exprimir una lágrima.
—¡Ay, qué ingratos son los hijos! —Suspiró alzando los ojos al cielo—. ¡Después de todos los sacrificios que hicimos para criarla y educarla! ¿Sabe, excelencia, que estudió con las monjas? Sí, eso es lo que corresponde a las personas de origen noble —añadió mirando a Chiara con aire altivo.
Después de la intervención de Daniele, el coronel se había sentado, mudo y tieso, como si estuviera contemplando su honor ofendido.
—Entiendo que ahora estés alterada —prosiguió la señora Garzoni—, pobrecita, pero, ya verás como en casa vuelves a ser feliz —dijo dirigiéndose de nuevo a su hija—. Si no quieres seguir viviendo en el palacio de la calle Barbaria delle Tole, te compraremos uno grande y bonito, además de todos los vestidos que quieras.
—¿Con qué dinero? —preguntó Daniele en tono suave.
La mujer cayó en la trampa.
—Con su herencia, ¿con qué va a ser? Ahora es rica.
—Precisamente, ella es rica. ¿Qué tienen que ver ustedes?
Al oír la voz de Daniele, el coronel emergió de su sopor.
—¡Más bien, dígame usted qué tiene que ver con Costanza! —bramó—. ¿No será un cazador de dotes?
—Soy el abogado Zen. El abogado de su hija. Responda a una sola pregunta. ¿Cuántos años tiene Costanza?
—Veinticinco. Pero ¿a qué viene esa pregunta?
—En mi opinión, es más que pertinente. —Daniele sonrió con aire pérfido—. Su hija es mayor de edad, de manera que, de acuerdo con la ley de la Serenísima, es la heredera de los bienes de su marido y puede disponer de ellos con absoluta libertad. Ustedes no pueden obligarla a nada. Y, ahora, creo que interpreto correctamente el deseo de todos los presentes si los invito a marcharse y háganlo antes de que no pueda contenerme más y le pida a mi criado que los eche a cajas destempladas. ¡Lo haría yo mismo, pero no quiero ensuciarme las manos!
El coronel se acercó a Daniele iracundo, más rojo que un tomate.
—¡Joven! —gritó buscando con la mano derecha la empuñadura de una espada inexistente—. ¡Si es usted un caballero, responderá por sus ofensas en un duelo!
Daniele se rio en su cara.
—No pretenderá que cometa un asesinato. Con usted sería demasiado fácil. ¡Váyanse, se libra por esta vez!
Cuando Marta acababa de servir el café en el comedor, Giannina anunció la llegada de Serafino Gambara.
El secretario había avisado al Colegio de Notarios que al día siguiente se iba ocupar de las honras fúnebres y había examinado el despacho hasta tarde en compañía de un par de monjas, que salmodiaban a los pies del cadáver.
—He hecho un rápido inventario —dijo después de beberse el café— y creo que falta el registro donde el notario Comese anotaba los préstamos que hacía y los tipos de interés que aplicaba, además de las fechas de vencimiento. Además, en la caja de caudales siempre había mucho dinero y ahora no hay nada. En cambio, los lingotes siguen allí.
—¿Qué solía hacer el notario durante el día? —preguntó Marco a Costanza.
La joven se había tranquilizado y estaba deslumbrante con el traje que Chiara le había prestado, que resaltaba su belleza morena. Daniele se la comía con los ojos.
—Mi marido se levantaba muy temprano y a las seis estaba ya en el despacho, solo. Decía que, a esa hora, cuando la ciudad aún dormía, podía despachar los asuntos más urgentes. A las diez empezaban a llegar los clientes, pero yo no los veía, porque entraban siempre por la puerta del despacho, la que da a la calle. Como no hay portero, siempre está cerrada.
—¿Esta mañana ha hecho lo mismo? —preguntó Marco.
Costanza bajó la mirada y jugueteó con la cucharita de café.
—Creo que sí. No sé cuándo se levantó, porque dormíamos en habitaciones separadas, pero no veo por qué no debería haber respetado su horario habitual. Podemos preguntárselo a Gegia.
Llamaron a la joven, que estaba en la cocina ayudando a fregar a Marta.
—El amo se levantó a la hora de siempre —confirmó—. Le serví el desayuno y a las seis bajó al despacho. Luego volví a la cama, como solía hacer.
—¿No oyó ningún ruido, un altercado, portazos?
Costanza tomó la palabra:
—Nada, pero en el segundo piso no se oye lo que sucede en la planta baja. En cualquier caso, cuando bajé a mediodía, la puerta del palacio estaba cerrada, como siempre.
—Yo, en cambio —la interrumpió Serafino—, examiné la puerta del despacho que da a la calle y noté que la habían abierto desde dentro. Alguien debió de echar el cerrojo de seguridad, no parecía que la hubieran forzado.
—¡Qué bueno es nuestro secretario! —comentó Pisani—. Tiene un magnífico sentido de la observación. Pero sigamos —continuó dirigiéndose a Costanza—, ¿qué solía ocurrir a mediodía?
—A esa hora mi marido subía a comer. Siempre era muy puntual, por eso hoy bajé a buscarlo, me pareció extraño que no hubiera aparecido ya. Después de comer se retiraba a su dormitorio a descansar un poco, luego solía salir por asuntos de negocios. A las seis volvía a recibir a los clientes hasta la hora de cenar.
—¿Y en los últimos días no ocurrió nada extraño? ¿Algún cliente gritó, lo amenazó? ¿Ninguno de los dos notasteis nada extraño?
—A decir verdad… —Serafino titubeaba—. Hace tres días, a última hora de la tarde, apareció un tipo que insistió para que el notario le concediera un préstamo. Daba la impresión de que lo conocía ya. Iba bien vestido, pero parecía desesperado. Decía que necesitaba una cantidad pequeña para un gasto urgente. Lo miré con disimulo mientras trabajaba.
—¿Y el notario? —preguntó Marco.
—¡Ah, el notario! Le dijo que se fuera, que ya lo había ayudado demasiado y que no prestaba dinero a los que ya no podían ofrecerle una garantía. El tipo insistió hasta que el notario perdió los estribos y estuvo a punto de echarlo a patadas. El tipo se marchó al final, pero lo amenazó diciéndole que se lo haría pagar.
—¿No dijo cómo se llamaba?
—Quizá, no lo recuerdo. Pero sé quién es.
Cuatro cabezas se volvieron hacia el secretario. Serafino carraspeó, retorció la puntilla de uno de los puños de su camisa y les explicó:
—Es una persona bastante conocida en Venecia. Se trata de un orfebre que tiene la tienda en la ruga de los Orèsi, en Rialto. No recuerdo su nombre, pero su tienda es la penúltima de las que están bajo el pórtico. Es muy bueno y, dados los trabajos que expone, creo que trabaja también para la basílica de San Marcos. Una vez vi en su escaparate un cáliz magnífico, con gemas engastadas. —Calló para recuperar el aliento.
—Debemos interrogarlo —comentó Marco—. En cualquier caso, ¿el notario tenía más enemigos? —prosiguió dirigiéndose al secretario.
Gambara reflexionó un momento, vacilante, luego se decidió a hablar:
—Muchos —admitió—. Todos los que se han arruinado por su culpa. Disculpe, señora —añadió dirigiéndose a Costanza—, pero no puedo mentir.
La mujer sonrió con amargura.
—No se preocupe, señor Gambara —lo tranquilizó escanciándole un vaso de vino.
Serafino prosiguió con más confianza:
—El notario no me contaba sus secretos, pero yo comprendía muchas cosas. Oía que la gente le suplicaba, registraba los documentos de las propiedades de las que se apoderaba, vi herederos llorando al descubrir que su patrimonio se había desvanecido, porque el muerto debía hasta la camisa. Los nombres estaban en el registro que se ha perdido.
Marco pensó que podía tratarse de la venganza de una víctima.
—¿Solía abrir la caja fuerte? —inquirió.
—Nunca —afirmó Gambara sin dudarlo—. Siempre estaba cerrada y el notario se metía la llave en el bolsillo. Si la encontraron abierta, debieron obligarlo a hacerlo usando la fuerza.
«Es probable», pensó Marco. Después se sacó del bolsillo el medallón con los símbolos grabados.
—¿Lo ha visto alguna vez? —preguntó.
Gamba agarró la joya y la examinó con atención.
—No, nunca. Pero si estaba en la caja fuerte es normal, no podía abrirla para buscar dentro de ella.
Chiara alargó distraída una mano y acercó el medallón al candelabro que había encima de la mesa para examinarlo. De repente, se puso en pie y se aproximó a la chimenea.
—Bien, señor Gambara —continuó, entretanto, Marco—, eso es todo por el momento. Volveremos a vernos pronto —dicho esto llamó a Giannina para que acompañara al huésped a la puerta.
Cuando volvió a sentarse a la mesa, Chiara estaba pálida.
—¿Lo has vuelto a hacer? —le preguntó Pisani tomándole una mano.
—Sí, pero no lo hice a propósito —se justificó ella—. Sucedió, igual que en el café Florian. Cuando toqué el medallón, sentí una sacudida. —Lo puso de nuevo encima de la mesa—. Apenas me alejé de vosotros, entré en trance.
—¡Chiara! —la regañó Marco—. Debes dejar de hacerlo.
La joven sonrió con cierta acritud.
—No te preocupes, se está extinguiendo solo.
—¿A qué te refieres? —terció Daniele.
—Al don. Siempre veo lo mismo. Ya no consigo tener visiones que tengan un significado.
Costanza seguía atónita la conversación.
—No te preocupes —la tranquilizó Chiara—. Luego te lo explico.
—¿Qué has visto?
—Los Polichinelas, cinco o seis. Esta vez bailaban delante de una caja fuerte agitando un pañuelo negro. Después se erige ante mis ojos un muro negro, siempre el mismo, que me impide ver más. He perdido el don. —Y suspiró.