Capítulo 12

—¡CAMBIA el viento, cristiano, cambia las velas! ¡Hoy se renuevan los juegos, la escena cambia, aquí tienes otros espectáculos! Hoy tenemos en el escenario a un gran personaje: no tiene ojos para no lanzar miradas piadosas, no tiene orejas para no oír los lamentos y, a pesar de que siempre está callado, amenaza con sus silencios. Tiene los brazos descarnados, pero empuña en la mano derecha la hoz con la que corta el trigo maduro y la hierba. ¡Es la muerte, cristiano! ¡Detente, antes de que ella te detenga!

En el púlpito izquierdo de la gran iglesia gótica de San Giovanni e Paolo, el predicador, vestido de blanco, alzó el brazo y señaló el severo sarcófago del Dux Pasquale Malipiero y el finamente esculpido de Tommaso Mocenigo. A continuación, se volvió y apuntó a la figura durmiente de mármol de Marco Corner y, más allá, en la nave derecha, al grandioso ropaje de mármol amarillo, sostenido por unos ángeles, y a las estatuas de los difuntos de la familia Valier, una obra reciente del gran Tirali.

Sumida en el silencio, meditabunda, la multitud que asistía a la misa dominical bebía sus palabras, una aglomeración de pieles, terciopelos, damascos, brocados, pelucas púdicamente cubiertas con encajes negros, caras empolvadas, perlas y diamantes, en una nube de perfumes de iris y violeta. Los ojos del público seguían fascinados los gestos nobles del fraile, un espectáculo que en Cuaresma sustituía dignamente a las diversiones del carnaval.

—La plata y el oro se convierten en polvo —añadió el padre Vincenzo Ceconi en el púlpito, cargando la mano—. ¡Todas las delicias se transformarán en apenas cuatro palmos de tierra y los gusanos saquearán los odios, los amores, las venganzas y las lascivias! —En el público se oyó un leve crujido—. ¡Acercaos a las tumbas! —proseguía el predicador—. Este es el final de todas las vanidades. Aquí se convertirán en cráneos pelados las cabelleras ensortijadas. —Su voz, argentina y sonora, se elevó—. ¡Vuestros pomposos vestidos quedarán reducidos a míseros sudarios, vuestros cuerpos, tan engalanados y embellecidos, serán pútridos estercoleros! —El padre Ceconi calló un momento para recuperar el aliento—. Pero la vida, los ejemplos, la doctrina de Jesucristo —continuó dulcificando el tono—, pretenden arrancar de nuestro corazón el amor desordenado por las cosas terrenales y fundar en él el reino de la caridad. Dios exige que le dediquemos por completo nuestra mente y nuestra fe. A veces los males nos persiguen, como hace el Nilo en Egipto, que, al inundar la tierra, parece causar un daño infinito, cuando, en realidad, fertiliza los campos y crea abundancia. Debemos recordar que si sabemos meditar cuando Dios nos niega una gracia, nos veremos recompensados después con otras infinitas.

Oculto en la penumbra de la capilla barroca de San Domenico, Pisani observaba al orador. Los dominicos tenían fama de ser buenos predicadores, pero incluso entre ellos era difícil encontrar a alguien con el carisma del padre Ceconi. Alto y desgarbado, hierático en el hábito blanco de la orden, Ceconi hablaba con claridad y era conciso y elocuente a la vez. Además, sabía tocar las emociones del auditorio con sus argumentos. Algunos afirmaban que, después de sus sermones, las personas se redimían o se desesperaban. En caso de que fuera así, la conversión no duraba más de diez minutos, ya que, apenas se acababa la misa y se recogían las limosnas, siempre abundantes, la gente volvía a sus charlas habituales y hacía planes para pasar la tarde y la velada.

Mientras aguardaba el momento oportuno para hablar con el prior en la sacristía, Marco admiró la grandiosidad de la basílica de los dominicos, el panteón de la ciudad, que albergaba los sepulcros de unos veinte Dux, además de los de sus parientes y otras personalidades.

La luz lo conmovía: la dorada de los ventanales góticos del presbiterio, que se reflejaba en el suelo de mármol y se insinuaba entre los arcos y las columnas, y la variopinta de la espléndida vidriera gótica del crucero derecho, un jardín de azules, amarillos, rojos y morados, una obra de arte de los maestros de Murano.

Cuando le pareció oportuno asomarse por la puerta de la sacristía, Marco vio al padre Ceconi que, tras quitarse los paramentos sagrados y ponerse la capa negra, se había recogido en oración delante del altar, mientras el sacristán guardaba las prendas litúrgicas en los grandes armarios de nogal.

Se volvió al oír los pasos de Pisani, se hizo la señal de la cruz y, a la vez que esbozaba una afable sonrisa, dijo:

—Lo estaba esperando, avogadore. El resto del monasterio y yo queremos ayudarlo a identificar al culpable del espantoso sacrilegio que es haber alzado la mano contra un monje tan apacible y pío como el padre Bartolomeo. Aunque todos sabemos que la verdadera justicia será la que se impartirá en el cielo. —Sonrió alusivo—. Pero, dígame, ¿cómo piensa proceder?

Para Marco fue una agradable sorpresa descubrir que el predicador hierático parecía ser una persona razonable y sosegada apenas bajaba del púlpito.

—Para empezar, me gustaría ver la celda del padre Bartolomeo. Luego debería hablar con las personas de su círculo más estrecho, para averiguar si tenía enemigos.

El padre Ceconi asintió con la cabeza.

—Sígame —dijo y se dirigió a una pequeña puerta. Tras dejar atrás un pasillo y varias habitaciones, subieron al primer piso del monasterio.

Los edificios monásticos siempre habían fascinado a Marco, quizá porque obedecían a la necesidad de silencio y recogimiento que él mismo sentía con frecuencia.

El monasterio de los dominicos de San Zanipolo ocupaba un amplio espacio entre el lado norte de la basílica y los claustros del hospicio de los Mendicanti, que daban a las fondamenta nuove, mientras que al oeste confinaba con la escuela grande de San Marcos, una de las hermandades más importantes de Venecia.

Los edificios monásticos se articulaban alrededor de dos claustros y un huerto botánico. Tres lados del primer claustro estaban rodeados por un airoso pórtico del siglo XV y en el vasto espacio que circundaba el pozo había arbustos de laurel y pitósforo de China. En ese silencio verde se oía el piar de los pájaros.

El lado oriental estaba integrado por un edificio compacto en el que se abrían grandes ventanales.

—Ese es el dormitorio —dijo el padre Ceconi—. En la planta baja, donde se ven esas puertas pequeñas, viven los dieciocho monjes ancianos que no pueden subir escaleras. En el entresuelo están los novicios y los legos, mientras que los ventanales del primer piso corresponden a las celdas de los monjes. Se extienden a lo largo del pasillo de San Domenico y siguen en el que flanquea el lado norte. Lo visitará, porque el padre Bartolomeo vivía allí. —Sacudió con aire triste la cabeza al recordar al hermano—. En el desván hay más celdas para los legos y los criados laicos.

El padre Ceconi embocó el pórtico occidental y se cruzaron con una fila de frailes que lo saludaron a coro:

—¡Loado sea Jesucristo!

El prior respondió en tono amable:

—¡Por siempre sea loado! —Acto seguido, señalando una puerta que había a su izquierda, dijo a Pisani—: Esta es la sala conciliar, donde nos reunimos para decidir las cuestiones relativas a la comunidad. Al otro lado están las aulas de los novicios.

Se detuvo a los pies de una armoniosa escalinata flanqueada por dos nichos con unas estatuas de san Domenico y de la Virgen.

—La escalinata de San Domenico, que fue proyectada por Longhena, lleva al dormitorio. Pero venga, avogadore Pisani, le presentaré al viceprior, él lo acompañará mientras yo me ocupo de otros asuntos —dijo mientras abría la puerta de la primera aula.

La sala estaba en penumbra, iluminada solo por la ventana que daba al pórtico, y en ella había varias mesas ocupadas por unos cinco o seis adolescentes que consultaban unos libros bajo la mirada atenta de un fraile pequeño y enjuto. Al abrirse la puerta, todos alzaron la cabeza y se pusieron en pie.

—No os distraigáis, muchachos —los reprendió Ceconi—. Seguid estudiando. Ya sabéis que en Cuaresma comemos a las tres, así que aún os quedan casi cuatro horas de trabajo.

Mientras el viceprior se acercaba a ellos, un joven pálido y delgado, con los ojos hundidos bajo unas cejas tupidas, levantó la mano para pedir la palabra.

—Padre —preguntó cuando lo autorizaron a hablar—, ¿podemos ir a la iglesia antes de comer para ensayar un canto gregoriano?

El prior sonrió con aire paternal.

—Por supuesto que sí, Antonio, pero no peques de vanidad. Debes cantar para glorificar al Señor, no solo porque tienes una bonita voz.

El muchacho pelirrojo que estaba sentado a su lado esbozó una sonrisa maliciosa.

—En cuanto a ti, Battista —lo apostrofó el prior—, no deberías alegrarte de los reproches que reciben tus compañeros.

Battista inclinó la cabeza, mortificado.

Además de ser bajo y flaco, el viceprior estaba completamente calvo. Casi no se le veía al lado del padre Ceconi.

—Le presento al padre Agostino Vianoli, avogadore. Él lo guiará durante la visita.

El padre Vianoli hizo una ligera reverencia. Desde lo alto de una larga nariz, sus ojos se posaban en todas partes, salvo en la cara de su interlocutor.

—Yo seguiré con la clase —explicó el prior—. A pesar de que mis ocupaciones me roban mucho tiempo, me he impuesto enseñar personalmente a los novicios. Estos jóvenes… —dijo señalándolos con una mano— un día serán frailes y sacerdotes: tienen derecho a los mejores cuidados. Cuando termine la visita, será un honor que comparta la comida con nosotros —añadió dirigiéndose siempre a Pisani—. Supongo que sabrá, avogadore, que la regla agustiniana es muy severa. Aquí la carne solo la prueban los enfermos y en Cuaresma solo comemos los frutos de la tierra una vez al día. Pero son unos alimentos benditos y los hermanos legos que se ocupan de la cocina se dan buena maña —precisó mientras sus ojos brillaban divertidos.

—Será un placer compartir ese momento con ustedes, padre —respondió Marco, que empezaba a sentirse subyugado por aquel ambiente monacal—. Hasta luego, entonces.

 

Pisani seguía interesado al padre Vianoli. Le habría gustado pararse a respirar el aire balsámico que la primavera incipiente arrancaba a las plantas del claustro, pero Vianoli empezó a subir sin vacilar la escalinata de San Domenico.

—¿Quiénes son sus novicios? —preguntó Marco.

Vianoli se detuvo en el rellano.

—Pertenecen a todas las clases sociales —le explicó mirándose la punta de las sandalias—. Aquí no es como en los monasterios femeninos, donde las monjas pertenecen a familias aristocráticas. Pero supongo que eso ya lo sabe. En nuestro caso, es suficiente tener vocación e inclinación al estudio. —Se interrumpió para respirar, casi sorprendido de haberse explayado tanto.

—¿Y el prior los instruye personalmente? —dijo Marco asombrado.

—Oh, sí, es su ocupación preferida. Pasa mucho tiempo estudiando con ellos, aunque también conversando. —Empezó a subir de nuevo la escalinata, con lentitud—. Dice que son como los árboles jóvenes, que deben crecer rectos, y que por eso necesitan puntales.

—¿Y proceden de distintas clases sociales? —insistió Marco.

Vianoli se paró en un peldaño, como si estuviera reflexionando.

—Bueno, no es un secreto. El primero que habló, Antonio, Antonio Negro, es hijo de una cantante, supongo que por eso tiene buena voz. Pero no conoce a su padre. Su madre nos lo confió porque no podía llevarlo siempre consigo en sus viajes y él decidió quedarse con nosotros. El otro, en cambio, Battista Ballarin, estaba en un orfanato. Allí lo trataban mal y él se rebelaba. En cambio, con nosotros obedece. Además, están Luca Michiel y Luciano Contarini, que proceden de buenas familias de artesanos y que eligieron la vida del claustro cuando eran niños. En cambio, a Leonardo Cappello, el joven moreno y guapo que estaba sentado al fondo, lo abandonaron en la puerta del convento nada más nacer. El prior de aquella época lo recogió y decidió criarlo. Iba contra la regla, pero él obtuvo una dispensa, se había encariñado con Leonardo, y el pequeño se quedó con nosotros. Paolo Molin, el pelirrojo con el pelo revuelto, apareció solo un buen día, el año pasado. Dijo que venía del campo y que quería ser fraile. Es inteligente y el prior lo acogió.

—En cambio, el padre Bartolomeo era de buena familia —comentó Marco abordando el motivo de su visita.

El padre Vianoli había enfilado el imponente pasillo de San Domenico, de techo alto y artesonado al que se abrían, a derecha e izquierda, las puertas de las celdas, coronadas, cada una, por una ventana que daba al interior.

—Sí, ya lo creo —respondió abriendo la puerta de la celda del padre Bartolomeo—. Una familia estupenda, pía y devota.

La estancia, iluminada por la ventana que daba al claustro, era amplia y austera. Varias imágenes sagradas en las paredes, una cama baja, un arcón, una librería abarrotada de libros y una mesa tosca integraban el mobiliario. No iba a costar mucho examinar los efectos personales del difunto.

—¿Tenía enemigos? —soltó Marco de buenas a primeras.

Vianoli esbozó una sonrisa triste.

—¿Bartolomeo? Era el fraile más dulce y querido de todos.

—¿Qué vida hacía fuera del convento?

El viceprior se encogió de hombros.

—Nada fuera de lo común. Quizá sepa ya que hace tiempo empezó a escribir una pequeña obra con el párroco de los Santi Apostoli. Iba a varias bibliotecas privadas a estudiar, como mucho se concedía un chocolate caliente, que era su pasión, su debilidad, y, por último, iba a confesar a las casas de los enfermos.

—¿Adónde iba?

—Bueno, era el confesor de casa Michiel, de los Barbo, de los Contarini, de los Albrizzi…

Marco aguzó las orejas.

—¿Los Albrizzi? ¿De quién, en concreto?

—De la vieja señora, la señora Orsola, ella apenas puede moverse de casa.

¡Menuda combinación! Por fin acababa de encontrar un elemento en común entre sor Maria Angelica y el padre Bartolomeo. ¿Aquello significaría algo o era una simple coincidencia en una ciudad en el fondo pequeña como Venecia?

Marco se concentró de nuevo.

—¿Me permite? —preguntó al padre Vianoli empezando a registrar la celda.

Como era de esperar, en la librería había textos sagrados y varios clásicos latinos. El arcón estaba casi vacío, solo contenía una muda de ropa blanca y, en un rincón, una garrafa de vino.

—Los dominicos no poseemos bienes personales —le explicó el viceprior—. Los hábitos están en el guardarropa común y se reparten en función de las necesidades. También los libros los tomó prestados de la biblioteca.

Pisani sonrió.

—No creo que todos los monasterios sigan la regla al pie de la letra —observó.

El padre Vianoli miró al suelo.

—Es cierto —reconoció—, pero nuestro prior no hace concesiones.

Respetamos los dictados de san Agustín como en la antigüedad.

—¿Y nadie protesta?

—Al principio, quizá —reconoció Vianoli—, pero los castigos y, sobre todo, los sermones del prior hacen entrar a todos en razón.

Marco pensó que la vida en el monasterio no debía de ser muy alegre, sobre todo en una época en la que ya no estaba de moda una observancia tan rígida. ¿Qué pensarían los padres dominicos de los conventos femeninos, donde en el locutorio se festejaba el carnaval con música, espectáculos, conversaciones y manjares? El padre Ceconi debía de ser muy convincente para transformar su pequeño ejército de la fe en una compañía de ascetas en nombre de Cristo.

—Siendo así, ¿cómo es posible que el padre Bartolomeo guardara vino en su celda? —observó.

Agostino Vianoli se ruborizó como un colegial.

—Bueno… No debería haberlo hecho, claro. No sé cómo se nos escapó ayer. —Al darse cuenta de que se había ido de la lengua, enrojeció aún más.

Marco aprovechó al vuelo la ocasión.

—Así que ayer alguien inspeccionó la celda. ¿Qué era lo que no debía saber la justicia?

—¿No dirá nada al prior? ¡Se lo ruego! —Vianoli no podía estar más apurado—. El padre Ceconi temía que fray Bartolomeo hubiera dejado la celda desordenada, eso es todo. El buen hombre… —dijo al tiempo que se hacía la señal de la cruz— era un poco indisciplinado, dejaba las cosas tiradas de cualquier manera, así que el prior temía quedar mal. Pero no hay ningún misterio. Bartolomeo era un santo. Quizá sufría un poco las privaciones del monasterio, pero no se quejaba.

Poco convencido, Marco abrió el cajón de la mesa. Encontró un montón de folios escritos con una caligrafía ancha y apresurada, la del fraile, claro. Leyendo aquí y allí, Pisani comprendió que se trataba de observaciones teológicas, quizá destinadas a la obra que estaba escribiendo. No obstante, entre las hojas notó algo rígido, levantó las páginas escritas y vio un cuaderno negro con las tapas de cuero. Lo hojeó y vio que contenía una serie de observaciones personales. Se repetían los nombres de Ceconi, de varios hermanos, de los novicios. El prior debía de haberlo pasado por alto durante su inspección.

—Me quedo con esto —comunicó a Vianoli en un tono que no admitía réplica. Que se enfrentara él al prior. Estaba investigando sobre un homicidio y la Iglesia no podía ponerle cortapisas.

 

Cuando bajaron de nuevo al claustro aún no era hora de comer. El prior se reunió con ellos tras salir del aula con sus alumnos.

—Paolo, ve a decir al padre Giacomo que en mi mesa hay un invitado —ordenó sonriendo a un joven huesudo y pelirrojo. Debía de ser el tal Molin, el que venía del campo, supuso Marco—. ¿Ha podido realizar su trabajo, avogadore? —se apresuró a preguntar después.

—Por supuesto —respondió Marco, que no tenía la menor intención de descubrir la imprudente admisión de Vianoli, que asistía a la conversación mirando al suelo—. Solo he cogido algunos documentos.

—Vamos —dijo Ceconi abriendo camino—. Nos da tiempo a visitar el convento. —Fueron al segundo claustro, al que daban las demás aulas, mientras que en el lado oriental continuaba el edificio del pasillo de San Domenico—. Aquí están los locales de servicio —explicó Ceconi mientras atravesaba varias salas en penumbra, rodeadas de estanterías llenas de sacos de alimentos—. Y abajo está la cocina —añadió señalando una puerta abierta por la que salía un buen aroma a comida y se oían las voces de varias personas.

La habitación era amplia y estaba ocupada por un par de mesas largas, a cuyo alrededor cinco o seis hermanos legos, que se reconocían por los delantales grises, estaban cortando verdura. En los armarios de las paredes había ollas, sartenes y tablas de cortar, cestas llenas de manzanas, cebollas y patatas, así como tarros de legumbres secas. En la gran chimenea hervía una olla de la que emanaba aroma a sopa. Al otro lado de una pequeña puerta, Marco entrevió un local más pequeño donde un laico, quizá el panadero, estaba sacando del horno varias hogazas.

—Y este es nuestro orgullo, que el Señor nos perdone —continuó Ceconi señalando a Marco el amplio huerto que se extendía delante de la cocina—. En él cultivamos verdura y también varios árboles frutales. Ahí abajo hay también un huerto botánico, gracias al cual preparamos los medicamentos. Lo cuida el padre Pietro, que se encarga también de la farmacia. ¿Ve ese pequeño edificio próximo a él? Como el padre es muy viejo, lo ayudan nuestros jóvenes. A la izquierda está la enfermería, donde cuidamos de nuestros enfermos. Tiene una pequeña cocina, claro, porque los enfermos no deben seguir nuestra regla, que es severa. El Señor es misericordioso.

 

El refectorio se encontraba en el primer piso, encima de las aulas. Las mesas estaban dispuestas en forma de herradura, los dos lados largos terminaban junto a la pared del fondo, pegados a la mesa del prior.

Detrás de la mesa, debajo de los ángeles volando pintados en el techo, a la luz clara de las primeras horas de la tarde, que se filtraba por las ventanas que daban al claustro, Marco pudo contemplar admirado el grandioso cuadro de Veronese, Cena en casa de Leví, que pocos conocían en Venecia.

La historia del cuadro pasó como un rayo por su mente: en 1573 los dominicos habían encargado al artista una última cena para su refectorio, pero, al recibir la obra, los frailes se habían quedado atónitos. Vestidos suntuosos, comida en abundancia, vajillas preciosas y enanos, papagayos, perros: todo en ella era mundano y profano, ajeno al misticismo propio del momento.

Incluso en Venecia, corrían los tiempos de la Inquisición, así que el temido tribunal eclesiástico del Santo Oficio convocó al artista para acusarlo de herejía. Veronese, consciente de haber pintado una obra maestra y contrario a modificarla o sacarla del refectorio, propuso simplemente que le cambiaran el nombre: lo que no estaba permitido a los discípulos presentes en la última cena era tolerable en casa del publicano Leví, un rico cobrador de impuestos a las órdenes de Roma. De esta forma, el cuadro permaneció en su sitio.

Marco volvió al presente sonriendo. Los frailes pasaban uno a uno por delante del lavamanos y luego se sentaban frente a un modesto cuenco de terracota. Cada dos platos había una tabla de cortar donde se partía en dos una aromática hogaza, aún caliente. Los vasos y las jarras de cristal resplandecían inmaculados.

Dada su condición de invitado, Pisani se sentó a la derecha del prior. Los demás hermanos tomaron asiento cerca de ellos, pues los extremos estaban destinados a los legos y a los novicios. Marco habría conversado de buena gana con Ceconi, al que consideraba un hombre singular, pero la regla del silencio valía también para él.

Un fraile subió al púlpito y empezó a leer un fragmento del Evangelio según san Lucas, mientras los criados servían la sopa de cebada, que estaba sabrosa y en su punto.

Marco comió ensimismado. Observó que los monjes saboreaban la sopa con la cabeza inclinada. Algunos eran muy viejos, otros de mediana edad. Escaseaban los jóvenes. La Iglesia de Venecia sufría una crisis de vocaciones. Por suerte, estaba la nidada de novicios al fondo de la mesa, que daban buena cuenta de la comida con evidente apetito.

Tenía la impresión de haber retrocedido varios siglos en el tiempo. Sabía que, gracias a la fuerza y a la fe de esos hombres de Dios, los ciudadanos resistían a las invasiones y defendían su civilización. En Venecia los laicos eran pecadores, caían en el vicio de la gula, se dejaban seducir por el lujo, pero, incluso así, se habían forjado con los valores que Cristo había transmitido a Occidente y lo sabían, porque, para defenderlos, para defender los principios en que se basaba su existencia, siempre habían estado dispuestos a sacrificar hasta la vida.

Mientras probaba las primeras verduras primaverales, perfectamente cocinadas, Marco pensaba que los venecianos eran muy contradictorios. A pesar de haber sido firmes declarando la laicidad del Estado y prohibiendo a la Iglesia interferencia alguna en el gobierno, se jactaban de tener las iglesias más bonitas y más ricas, confiaban la realización de las imágenes sagradas a los artistas más célebres y abarrotaban todas las ceremonias religiosas. Eran pecadores, pero corrían a pedir perdón a Dios a la primera ocasión.

 

La comida había terminado. Después de la bendición, el padre Ceconi empezó a bajar la escalera del refectorio y Marco lo siguió.

—¿No quiere saber nada del resultado de la autopsia, padre? ¿Tampoco cuándo le devolveremos el cuerpo?

Quería abordar el tema desde que había entrado en el monasterio, pero el prior parecía tener siempre cosas más urgentes que hacer.

—Por supuesto. —El padre Ceconi se detuvo al llegar al pórtico del claustro y lo escrutó con sus ojos claros—. ¿Cuándo podremos organizar el funeral?

—El cuerpo estará preparado mañana —dijo Pisani—. Puede fijar la ceremonia cuando lo considere oportuno. ¿No quiere saber el resultado de la autopsia? —insistió.

Ceconi bajó la mirada y se hizo la señal de la cruz.

—Es una circunstancia mundana —meditó—. De una forma u otra, fray Bartolomeo se marchó cuando el Señor lo llamó a su lado.

—Pero si lo mataron, como ya sabe —replicó Marco, que empezaba a perder la paciencia debido al exceso de muestras de ascetismo—, ¿no le interesa saber cómo lo hicieron?

—Dígamelo, ya que no puede contenerse —Ceconi sonrió.

—Lo envenenaron con una sustancia poco conocida, que metieron en la taza de chocolate que bebió el padre.

El prior frunció el ceño.

—¿Chocolate en Cuaresma? ¡Está prohibido! De manera que fray Bartolomeo murió en pecado mortal, ¡que Dios se apiade de su alma!

—Pero, padre, ¿le parece posible que Nuestro Señor condene a un buen hombre al infierno por una taza de chocolate? —soltó sin querer Pisani con la voz alterada.

El semblante del dominico se endureció, sus ojos centellearon, alzó un brazo y apuntó el dedo índice hacia Marco, como hacía en el púlpito.

—¡No blasfeme, avogadore! O, al menos, no lo haga aquí, ¡en un lugar sagrado! —gritó con las venas del cuello hinchadas por la ira. Dos novicios que pasaban por el claustro apretaron el paso y bajaron la mirada—. ¡Cómo se le ocurre venir aquí, a la casa de Dios, a pronunciar palabras blasfemas! ¿Qué sabe usted de la voluntad del Señor? ¿Acaso es jesuita? —Se había puesto muy rojo.

Pisani guardó para sí que, quizá, él sabía tanto como el prior de los pensamientos de Dios y hasta tuvo que contener la risa.

—Discúlpeme —murmuró, en cambio, con aire grave—. El metro con el que enjuicio las cosas es temporal y no coincide con el espiritual, lo comprendo.

Ceconi se calmó de inmediato, sus facciones se relajaron y una leve sonrisa flotó en sus labios.

—Yo también me he dejado llevar por la cólera. Disculpe. ¿Quiere preguntarme algo más?

Marco aprovechó la oportunidad al vuelo.

—Según parece, el veneno se lo suministró una joven extraña, alta y pelirroja, a menos que llevara peluca. Entre los fieles de la iglesia, ¿hay alguna joven que responda a esta descripción? —preguntó midiendo bien las palabras.

El prior negó con la cabeza.

—La descripción es demasiado vaga. Además, no alcanzo a imaginar qué motivos podía tener una joven para matarlo. Era un hombre irreprochable. No debe buscar al culpable en mi iglesia. Ahora, sin embargo, puede ir en paz, avogadore, que Dios lo ponga en el buen camino.

Haciendo una elegante pirueta con el hábito blanco, el prior dio media vuelta y se alejó por el pórtico.

Cuando salió del monasterio y se detuvo a admirar los refinados bajorrelieves de la escuela grande de San Marcos, que confinaba con la iglesia de San Zanipolo, Marco Pisani se sintió como si se hubiera quitado un peso de encima, a pesar de no haber averiguado mucho sobre los dos delitos.