Capítulo 8
UNA lluvia sutil e insistente había saludado ya por la mañana el primer día de Cuaresma. Venecia se despertaba poco a poco del jolgorio, entre arcos del triunfo empapados y banderas colgando tristemente de las ventanas; en el adoquinado de los campielli y de las plazas se veían telas desgarradas, restos de comida y máscaras pisoteadas. Debajo de los pòrteghi, algún que otro borracho dormía la cogorza.
En contraste con el gris que envolvía la ciudad y con las caras largas y ojerosas de los primeros transeúntes, Nani, bien peinado y engalanado con una bonita velada de color azul oscuro, que había pertenecido a su patrón, caminaba cantando por el barrio de Castello. Un barquero conocido suyo, cuya compañía Marco no habría aprobado, lo había llevado desde San Vìo, desde casa Pisani, donde vivía, y con la ayuda de alguna que otra moneda había obtenido la información que necesitaba.
El joven recorrió las fondamenta del rio Sant’Anna hasta casi llegar al canal de San Pietro y, con la isla que albergaba la residencia del patriarca a la vista, enfiló una callejuela y caminó al amparo de las barbacanas. Cuando estaba a medio camino, se paró a mirar un escaparate polvoriento en que se exhibían varias ollas, atizadores, linternas y lámparas de aceite de segunda mano.
Llamó y aguardó. Nadie respondió. Volvió a llamar, pero la puerta no se abrió.
—¡Eh, los de arriba! —gritó.
En el primer piso se abrió una ventana y por ella asomó la cabeza de un viejo tocada con un gorro de dormir.
—¿Qué quieres a esta hora? ¡A quién se le ocurre venir a molestar a unos honrados cristianos!
—Quiero proponerle un negocio —replicó Nani—. ¡Déjeme entrar!
Se oyó un fuerte estornudo.
—Enfermaré por tu culpa —gruñó el viejo—. Espera.
Al cabo de un cuarto de hora, durante el que Nani pateó aterido, guareciéndose bajo la arcada de la puerta, se oyeron unos pasos arrastrados y la llave giró en la cerradura.
—Me pregunto qué puede ser tan urgente —masculló el viejo.
Nani se metió en la tienda y, a la escasa luz procedente del exterior, miró alrededor. Tuvo la impresión de haber entrado en un basurero: por todas partes se veían pilas de sartenes viejas, sillas desfondadas, aparadores sin puertas, platos desparejados, cubiertos oxidados o montones de trapos usados. De las paredes colgaban ángeles mutilados con restos de dorado, cuadros mordisqueados por los ratones, marcos rotos, pero era el local que le habían indicado.
—¿Qué haces aquí? Es la primera vez que te veo —lo apostrofó con suspicacia el viejo, que se había echado encima una bata, pero que aún llevaba puesto el gorro de dormir. Era alto y delgado, curvado como un garfio, con las mejillas ajadas y colgantes.
—Me manda Pinotto, el barquero. ¿Es usted el señor Serpieri?
Estas palabras despertaron el interés del viejo, que examinó a Nani de pies a cabeza. Su aspecto distinguido y elegante pareció tranquilizarlo. Saltaba a la vista que no era policía.
—Soy yo.
—Bueno… —titubeó Nani quitándose el tricornio—. Necesito que me ayude en un asunto delicado. Si lo hace, recibirá una buena recompensa. —Dio unos golpecitos a un bolsillo hinchado, donde parecía haber una bolsa de monedas.
—Soy todo oídos —accedió el viejo sonándose ruidosamente la nariz. En la tienda no hacía menos frío que en la calle.
—Veamos, yo… —dijo Nani, que había ensayado el discurso, incluidas las pausas teatrales—. Soy el camarero personal de un joven perteneciente a una importante familia. No puedo decirle su nombre ni tampoco el mío. Este joven, que, por lo demás, es una buena persona y honra su apellido, tuvo la desgracia de enamorarse de una mujerzuela muy astuta, que le hizo perder la cabeza.
El viejo lo escuchaba atentamente, sin comprender aún adónde quería ir a parar Nani.
—Yo no sabía nada, pues, en caso contrario, lo habría puesto en guardia —continuó el gondolero abriendo desmesuradamente sus límpidos ojos verdes—. Pues bien, la semana pasada, esa mujerzuela convenció al joven de que le regalara varias joyas de su madre, mi patrona, ¡una de las señoras más importantes de Venecia! ¡No le digo qué tragedia, cuando la señora se dio cuenta! El marido quería echar a su hijo de casa, mi joven patrón lloraba y juraba que no volvería a ver a esa mujerzuela jamás. Los tres me pidieron que recuperara las joyas, que las comprara de nuevo, si era necesario. Fui a verla, pero la muy puta… Oh, disculpe, bueno, esa mujer las había vendido ya a un ambulante que había ido a su casa para ofrecerle unos perfumes, y que le había dado una suma adecuada por ellas.
Nani interrumpió su relato para ver qué efecto estaba produciendo en el viejo. No era necesario que Serpieri creyera su historia. Nani sabía que era el receptador más ladino de la ciudad. Bastaba con que supiera que nadie quería denunciarlo. De hecho, el viejo lo escuchaba enfurruñado, haciendo las debidas consideraciones a medida que avanzaba el relato.
Nani prosiguió:
—En pocas palabras, es probable que las joyas se hayan vendido en la ciudad y yo debo comprarlas de nuevo.
—¿Y por qué has venido a verme?
Ese era el quid de la cuestión. No podía decir a Serpieri que sabía que era un receptador amigo de todos los ladrones de Venecia. Se lanzó.
—Bueno, usted es conocido por ser un comerciante importante de joyas de segunda mano. Quizá el perfumero acudiera a vendérselas a usted o a alguno de sus amigos. Nosotros estamos dispuestos a comprarlas otra vez —precisó una vez más. Ya se ocuparía el avogadore de averiguar quién las había vendido de verdad.
—¿Y cómo puedo reconocer esas joyas? —objetó el viejo.
Nani sacó del bolsillo los dibujos de Tiralli y se los puso bajo la nariz.
—Son estas —dijo.
—Es la primera vez que las veo. —El viejo era poco locuaz.
—Pero puede que alguno de sus compañeros de profesión sepa algo.
—Es posible. —Se volvió a sonar.
El joven estuvo en un tris de perder la paciencia, pero recordó a tiempo cuánta necesitaba en ocasiones el avogadore. Hizo brillar una moneda de plata en una mano.
—Si manda a su mozo a averiguar algo, puedo volver en una hora para oír la respuesta.
—Antes la moneda —lo intimó el viejo alargando una mano—. Además, necesitaré los dibujos.
Nani, rogándole que no estropeara los folios, le dio todo y se marchó poco satisfecho.
Chiara también estaba de mal humor esa mañana. Había salido temprano, cubierta con una capa de tela encerada con capucha para protegerse de una lluvia sutil pero implacable y había caminado en dirección a la iglesia de la Madonna dell’Orto, situada en las fondamenta del rio de la Sensa, cerca del taller de hilatura de seda de Lele Micheli, uno de sus proveedores habituales. De hecho, Chiara no se limitaba a diseñar los estampados de sus brocados, damascos y ormesíes, a realizarlos en su taller y a venderlos en toda Europa, sino que además supervisaba el producto desde las primeras fases de elaboración.
En la sala que había en la planta baja, varias mujeres y muchachos accionaban con el pedal las ruedas de las devanaderas que hacían girar la bobina donde se enrollaba el fino hilo de seda. Su espesor dependía de la habilidad de las manos que trabajaban la baba de los gusanos, que extraían del cesto de la rueca. Era una operación delicada de la que dependía la regularidad del tejido. En un rincón, cuatro jóvenes estaban sentadas delante unos molinos, enrollando los hilados en lanzaderas y bobinas.
Lele la había recibido calurosamente y su mujer se había apresurado a servirle un café. Muchos hiladores estaban sin trabajo en esa temporada y Chiara, que hacía frente como podía a todos los pedidos, era una cliente muy apreciada.
De repente, mientras deambulaba entre las devanaderas, notó que dos niñas, que se parecían entre ellas, no conseguían hilar la fibra de manera uniforme. Sus manitas temblaban y dejaban escapar nudos irregulares.
Chiara no dijo nada, pero las miró con atención y observó en ellas signos inequívocos de tuberculosis, la enfermedad pulmonar fatal que producía una debilidad invencible acompañada de fiebre y tos persistente.
—¿Cómo te llamas? —preguntó con dulzura a la más pequeña.
—Me llamo Maria, señora —respondió la niña sin casi atreverse a alzar los ojos a una señora tan guapa y elegante—. Y ella es mi hermana Olga —añadió señalándola.
En ese momento tuvo un acceso de tos que quebró su pecho frágil y la dejó sin aliento; sus mejillas enrojecieron.
Chiara hizo un aparte con Lele.
—¿Sabes que están enfermas? —le preguntó.
—Lo sé. —El hombre sacudió la cabeza, que era grande y estaba cubierta por una voluminosa cabellera—. Pero no puedo dejarlas en casa. Su padre es herrero, pero está desempleado. Además, tienen tres hermanos pequeños. La familia vive de su trabajo y menos mal que usted es generosa, señora, y puedo pagarlas como corresponde.
—¿Dónde viven?
—En un piso pequeño, en el edificio de cuartos de alquiler de Sant’Alvise. Los siete se amontonan en dos habitaciones minúsculas.
Chiara se entristeció. Tenía nociones suficientes de medicina como para saber que la tuberculosis era una enfermedad contagiosa y que el hacinamiento en las viviendas contribuía a su difusión. Además, ninguna medicina podía detener la enfermedad cuando esta había empezado a minar un organismo.
—Debes hacer una cosa, Lele, escucha bien lo que te voy a decir. No es prudente que esas dos hermanas trabajen tan cerca de las demás obreras. Pueden contagiarles la enfermedad. Invéntate una excusa, diles que en ese rincón no se ve bien y mételas en una habitación aparte.
—El almacén está aquí al lado.
—Perfecto. Pero procura que no se alarmen, debe parecer una gratificación. A partir de mañana uno de mis trabajadores te traerá carne, caldo y huevos. La única forma de curarlas es darles alimentos nutritivos y tú se los servirás para desayunar sin darles ninguna explicación. ¡Lo demás está en manos del Señor!
Lele, que era un buen hombre, tenía los ojos brillantes.
—Vamos, vamos, a trabajar, ¿qué estáis mirando? —gritó para darse tono a dos jóvenes que habían aminorado el ritmo del pedaleo para observar a su amo y a la señora Renier mientras hablaban.
Chiara salió del taller con un gusto acre en la boca. Mientras caminaba hacia su casa se sentía culpable por la vida cómoda que llevaba, por los lujos que se permitía, incluso por las fiestas de carnaval en las que se había divertido tanto, cuando había gente que sufría.
También se sentía culpable por Marco. Marco, que había dado un sentido a su vida y que quería casarse con ella. Marco, al que amaba con todas sus fuerzas, pero con el que se negaba a casarse.
No obstante, sobre ella recaían grandes responsabilidades: ¿cómo podía seguir dirigiendo su empresa, que la absorbía todo el día, cuando se convirtiera en la señora Pisani, en la esposa de un avogadore? Además del escándalo que habría supuesto en la llamada buena sociedad el hecho de que una Pisani fuera empresaria, cosa que era la menor de sus preocupaciones, ¿de dónde iba a sacar el tiempo para correr todos los días desde la casa de Marco en San Vìo a su taller de Cannaregio y seguir sacando adelante sola los proyectos, manteniendo los contactos con la clientela y los proveedores y llevando la contabilidad?
—Viviremos en el pecado —había dicho a Marco bromeando la primera vez que habían hecho el amor.
Ahora comprendía el sacrificio que le pedía cada vez, cuando él iba a su casa con esa luz suya en los ojos y su ama de llaves, Marta, se retiraba a sus habitaciones gruñendo después de haber discutido en voz baja en la cocina.
Al amanecer, el avogadore Pisani se veía obligado a marcharse a hurtadillas como un ladrón, sin protestar, pero abatido.
Ese primer día tétrico de Cuaresma, el abogado Daniele Zen también había retomado sus ocupaciones habituales. Tras pasar la mañana en su despacho de San Moisè, que había descuidado últimamente, y tras escuchar las quejas de un comerciante de grano al que un cliente no había pagado, y de un escritor, que no había recibido la retribución que le correspondía de un editor, se aseguró de que todos sus empleados estuvieran ocupados y, sin importarle la lluvia, protegiendo su cabellera rubia con el tricornio y el reloj que Marco le había confiado en un bolsillo, salió a buscar a su desconocido propietario.
El reloj era una joya especial con las iniciales grabadas y la tapa decorada con una delicada escena campestre esmaltada. Daniele se había hecho cargo de buscar a su propietario con la esperanza de que alguien lo hubiera visto en los cafés, ya que en algunos de ellos se jugaba clandestinamente en la parte trasera.
Empezó por el casino de los Filarmonici, situado en las procuradurías nuevas, al lado de la iglesia de San Giminiano. Daniel era muy conocido en el local y su director, que en ese momento estaba vigilando a los criados mientras limpiaban, cumplía la ley, pero no supo decirle nada del reloj.
Zen se dirigió entonces a la calle de las Mercerie, donde los mozos de las tiendas limpiaban en ese momento los restos de la fiesta. Cruzó el puente de los Baretteri, dobló a la derecha en dirección al pequeño puerto dominado por un liagò, uno de los bonitos balcones acristalados de la ciudad, y se detuvo delante de una puerta. Llamó con la aldaba de bronce y al hacerlo notó un leve movimiento encima de su cabeza. Alzó los ojos y vio que, en el interior, alguien debía de haber quitado el ladrillo del agujero desde el que se podía ver sin ser visto a quien esperara a la puerta. Era una precaución en caso de que se produjera la desagradable visita de los esbirros.
El examen debió de ser favorable, porque Daniele oyó unos pasos en la escalera y la puerta se abrió.
—Ah, es usted, abogado, entre.
Un criado de mediana edad, vestido con la librea de la casa Venier, se apartó para que Daniele pudiera entrar y lo guio mientras subían la escalera.
No era la primera vez que Daniele acudía al casino perteneciente a los Venier, los poderosos procuradores de San Marcos, donde estos celebraban sus recepciones, pero también encarnizadas partidas clandestinas de cartas y dados.
—Los señores hoy están fuera, lo siento —dijo el criado acomodando al invitado en un salón recogido, espléndidamente adornado con estucos en las paredes y en el techo—. La única habitación ordenada es esta —se disculpó—. Anoche terminaron tarde.
—No te preocupes, Tommaso —lo interrumpió Daniele—. He venido para hablar contigo. Observa este reloj. ¿Lo has visto alguna vez en manos de algún huésped?
Tommaso dio vueltas al reloj en las manos, abrió la caja para observar el interior y al final negó con la cabeza.
—No, lo siento —dijo con sincero pesar, porque siempre era conveniente hacer un favor a Zen, al fin y al cabo, aquel hombre trabajaba para el avogadore Pisani.
Era ya media tarde. Daniele alquiló una góndola y fue al casino de los Nobili, situado en el campo San Barnaba; esa era su última esperanza.
A pesar de que había dejado de llover, el cielo seguía siendo gris. Mientras el barquero recorría el Gran Canal, Daniele tuvo una de sus crisis de remordimiento. Pensaba que había dejado atrás otro carnaval y sentía un gusto cada vez más acre en la boca. Se había divertido, desde luego. Muchos lo envidiaban, por ser un soltero atractivo, rico, solicitado, pero tenía ya treinta y cinco años y la sensación de vacío que sentía se iba agrandando con el pasar de los días. Estaba malgastando su vida así, entre fiestas y recepciones, sin un futuro.
Claro que trabajaba y que le gustaba su trabajo. Además, no estaba solo, ya que aún vivía en el palacio familiar, pero habría dado lo que fuera por tener una mujer.
Había tenido muchas aventuras, puede que demasiadas, con señoras complacientes, cortesanas de alto nivel y jóvenes facilonas. Además, debía escapar de los Santelli, quienes se habían obstinado en casarlo con su hija Maddalena, una joven en la que él no tenía el menor interés.
No, lo que echaba de menos era una mujer de verdad, como Chiara, que había iluminado la vida de su amigo Marco. Y aún no la había encontrado. Bueno, en realidad sí que había una mujer así en su cabeza y en su corazón, pero estaba casada con otro hombre y él la quería demasiado como para pensar siquiera en ser su amante.
Como cada vez que fantaseaba con su amor secreto, del que solo tenían noticia Chiara y Marco, la melancolía se apoderó de él, a tal punto que llegó a su destino casi sin darse cuenta.
Desembarcó delante de la imponente iglesia de San Barnaba y se dirigió hacia el sotopòrtego del casino de los Nobili. Se trataba de otro lugar de Venecia donde estaba permitido el juego de azar, pero la clientela era más modesta que la del Ridotto, ya que en su mayoría estaba integrada por barnabotti.
Al igual que en el casino Venier, un agujero en el techo del sotopòrtego permitía ver quién había llamado a la puerta.
Daniele superó de nuevo el examen, porque el director, Benzoni, acudió a abrirle en persona.
—Soy el abogado Zen —dijo mientras se acomodaba en una sala lateral que aún estaba por limpiar—. Vengo de parte del avogadore Pisani para hacerle unas preguntas.
—Pero si tenemos todo en regla… —se apresuró a justificarse el director. De mediana estatura y rollizo, parecía más un tendero que un noble.
Daniele sonrió.
—No se preocupe, no nos interesa la gestión del local. —Su interlocutor exhaló un discreto suspiro de alivio—. Estamos buscando al propietario de este reloj. —Daniele lo sacó del bolsillo mientras hablaba.
—¿Por qué? —preguntó Benzoni tras mirar fugazmente el reloj.
—Si me permite, el motivo está bajo secreto de sumario. El avogadore Pisani quiere saber a quién pertenece. Conocemos sus iniciales: F.M.
Suspirando, el director alargó una mano rolliza, agarró el reloj, le dio la vuelta y vio las iniciales grabadas en el revés.
—Es de Francesco Malipiero —confesó al final—. Un joven atractivo que tiene el vicio del juego, pertenece a una rama pobre de la familia.
«Por fin», pensó Daniele. Pero las preguntas no habían terminado.
—¿Qué puede decirme de él? —insistió.
—No mucho —admitió el director—. Sé que está casado y que tiene un hijo pequeño. Viven aquí cerca, junto al rio Ognissanti alle Zattere, en un minúsculo apartamento alquilado, en la esquina con el campo San Trovaso.
—¿Con quién viene a jugar aquí?
El director alzó los ojos al cielo, no aguantaba más ese interrogatorio tan apremiante.
—Viene a menudo con una señora enmascarada, se ve que ella ya no es joven, pero viste con elegancia y va enjoyada. Ella le da el dinero para jugar. Con frecuencia lleva un vestido rojo.
«Sor Maria Angelica», pensó Zen. Esta vez habían dado en el clavo. Ahora podía revelar a Pisani el nombre y la dirección del amante de la monja. Por el momento, no podía asegurar que, además, fuera también su asesino.
Marco, Daniele y Chiara sopesaron la situación esa misma noche, en casa Pisani, mientras disfrutaban de una cena a base de pescado que el ama de llaves, Rosetta, había preparado en persona para inaugurar de forma digna la Cuaresma.
—Nuestra monja —dijo Marco llenándose el plato de anchoas, bacalao, mantecado y ostras— tenía como amante un joven que estaba sin blanca y se veía con él más o menos una vez al mes en el apartamento de la calle de la Madonna.
—Hacía el amor con él —prosiguió Daniele escanciando el vino blanco de las colinas Euganeas—, iba a jugar y acudía a fiestas y le daba dinero para cubrir las necesidades de su familia.
Chiara tomó la palabra:
—No parece que hubiera desavenencias entre los dos y en el monasterio la situación también parecía bajo control.
Marco se inclinó para tender a Platone, que maullaba mientras se restregaba contra sus piernas, un plano de anchoas.
—A la lega que la servía, al barquero y a la mujer de este les convenía que el asunto siguiera adelante. Y la abadesa, que es una santa, había intuido lo que pasaba, pero confiaba en que se arrepintiera de forma espontánea. Hoy he visto a los hermanos Muffoni, vinieron desde Feltre para el funeral. Estaban consternados, no sospechaban nada, se quedaron de piedra cuando les expliqué las circunstancias en que murió su hermana. Es inútil indagar en esa dirección. Ellos no tienen nada que ver.
—Luego, un mal día —continuó Daniele pasando al caldo de pescado—, la pobre Angelica es asesinada en su apartamento. Seis cuchilladas. Desaparecen las joyas, los objetos de valor y el dinero, pero encontramos un extraño amuleto. El doctor Valentini nos dirá si ha conseguido averiguar algo sobre él. Además, aparece un sombrero con las iniciales F.M. y las huellas ensangrentadas de unas botas que van de la cama a la escalera.
Chiara terció:
—Pero el doctor Valentini ha demostrado que los asesinos eran cinco o seis y en mi visión aparecía también un grupo de Polichinelas armados. Un muro me impidió ver el resto… —concluyó entristecida.
—No logramos encontrar las joyas —añadió Marco disponiéndose a saborear un gran salmonete rosáceo—. Nani volvió mortificado de su visita al receptador. Le mostró incluso los dibujos mientras le contaba una de sus historias, pero, según parece, en el mercado clandestino nadie sabe nada de ellas. En cualquier caso, eso no excluye que el robo fuera el móvil del delito. Los ladrones pueden esperar a venderlas o quizá se hayan marchado ya a otro Estado.
—Por último —argumentó Daniele al mismo tiempo que hundía la cuchara en una copa de sorbete de pera—, he descubierto que F.M. son las iniciales de Francesco Malipiero y sé dónde vive. ¿Qué hacemos?
—Tanto si es culpable del homicidio como si no —concluyó Marco—, es en todo caso culpable de haber sacado a una monja del convento. Mañana iremos a arrestarlo a su casa. Pero, exceptuando la hipótesis del homicidio con fines de robo, no parece que haya nadie más al que pudiera beneficiar la muerte de sor Maria Angelica. Debería poner al corriente de los hechos al Consejo de los Diez, pero aún no hemos descubierto nada y prefiero esperar, sobre todo porque es probable que el homicidio de una monja desencadene ciertas hostilidades con las autoridades eclesiásticas y, en ese caso, perderemos la libertad que tenemos ahora para investigar.