Capítulo 2
A media mañana, el Palacio Ducal estaba desierto: no se veía el habitual ir y venir de jueces togados o de secretarios apresurados, tampoco mendigos. Solo los guardias con su flamante uniforme protegían las puertas de los lugares donde se gobernaba la República.
Era el sábado de carnaval de 1753 y, cada año, el larguísimo carnaval de Venecia, que empezaba el 26 de diciembre y terminaba el martes previo al Miércoles de Ceniza, era cada vez más espectacular. En esos días de locura colectiva, la administración de justicia suspendía sus actividades, porque para todos los venecianos y para los innumerables extranjeros que acudían a la ciudad, procedentes de media Europa, la prioridad era divertirse de todas las formas posibles.
En la Escalera de los Gigantes, que llevaba al piso del pórtico, retumbaban solitarios los pasos del avogadore Marco Pisani, uno de los tres altos funcionarios encargados de instruir los procesos más relevantes, de velar por la legitimidad de las actividades del Senado y de custodiar el Libro de oro de la nobleza.
Pisani no podía renunciar a pasar todos los días por el despacho, ni siquiera cuando era fiesta. Esbelto, dueño de una cara interesante y de unos ojos oscuros y penetrantes, iba envuelto en una capa: dada la confusión que reinaba en la calle, había renunciado a ponerse la toga de los magistrados, que, por lo demás, era siempre un estorbo.
Subió a grandes zancadas los últimos escalones y se dirigió hacia las oficinas de la Avogarìa. En el vestíbulo divisó la fina figura de su secretario, Jacopo Tiralli, que estaba trabajando en su escritorio. Sentado a su lado había un hombre menudo, que, muy alterado, se enjugaba los ojos con un pañuelo grande de cuadros.
Al verlo aparecer, los dos se pusieron enseguida de pie.
—¿Qué haces aquí a esta hora? —prorrumpió Pisani dirigiéndose al joven.
—Debo terminar un trabajo, excelencia. Además, ha venido este hombre. Dice que solo quiere verlo a usted. Que se trata de un asunto muy importante. Hace dos horas que espera. Le he dicho que no sabía cuándo vendría usted, pero no ha querido marcharse.
Mientras hablaban, el hombre se había quitado el gorro, dejando a la vista una calva brillante, marcada por una pequeña corona de canas, que iba de una oreja a otra. A pesar de que debía de tener unos cincuenta años, su cara, en la que se abrían unos ojos redondos y vivaces, era fresca y lozana. Llevaba la chaqueta, modesta, pero limpia y aseada, desabrochada dejando entrever un delantal de cocinero.
—Venga conmigo —dijo Pisani abriendo la puerta de su despacho. Lo invitó a tomar asiento delante del escritorio—. Dígame —prosiguió sentándose a su vez y dejando el tricornio encima de la mesa.
Al oír que el funcionario le hablaba de usted, un tratamiento por lo general destinado a las personas importantes, el hombrecito abrió desmesuradamente los ojos, aún enrojecidos por el llanto. Jamás habría imaginado que un avogadore lo trataría de igual a igual.
—Bueno, excelencia, ha ocurrido algo… algo terrible —dijo y se calló acto seguido.
—Así no me ayuda. Para empezar, dígame quién es usted.
—Tiene razón, disculpe. —El hombre parecía ir calmándose poco a poco—. Me llamo Giannetto, Gianni Biagiotti, y soy dueño de una fonda, pequeña, pero bien administrada, en las fondamenta de los Felzi, cerca de la iglesia de San Giovanni e San Paolo. Esta mañana… —Sin poder contener el llanto por más tiempo, sollozó.
Marco le sirvió agua de la jarra que se encontraba en un estante de la gran librería que había a sus espaldas.
—Veamos —dijo tratando de ayudarlo—, ¿qué ha pasado esta mañana?
Biagiotti bebió con avidez, alzó los ojos y soltó de un tirón:
—Encontré un cadáver.
Marco se alertó. Entre sus competencias se encontraba la instrucción de los procesos, de forma que debía investigar para descubrir al culpable y llevarlo a juicio. Si bien, en teoría, la investigación preliminar debía ser efectuada por los esbirros que estaban a las órdenes del Messer Grando o por los soldados de la Quarantìa criminale, el tribunal penal, su preparación siempre había dejado mucho que desear, de manera que, en los casos más difíciles, Pisani prefería tomar enseguida las riendas de la situación.
—Ánimo, Biagiotti. Dígame quién es el muerto, si lo sabe, y dónde lo encontró.
—Se trata de una mujer. Hace tres años le alquilé un apartamento de mi propiedad, en la calle de la Madonna, cerca de mi fonda, y esta mañana la encontré muerta.
—¿Por qué no llamó a un médico o avisó al cuerpo de guardia más próximo? Yo soy avogadore, no un enterrador.
El hombre bajó la mirada.
—Bueno, es que… No fue una muerte natural, la mataron, la encontré en medio de un charco de sangre.
Pisani empezaba a entender.
—De manera que ha venido para denunciar un homicidio. ¿Por qué no ha avisado a los esbirros? —repitió.
—Excelencia, no sé cómo decírselo, el caso es que… el asunto es muy delicado. Pensé que era mejor venir a verlo a usted. Se trata de una monja. —Aliviado por la confesión, suspiró largamente.
Esta vez fue Pisani quien se quedó aturdido.
—¿Por qué tenía una monja como inquilina? ¿Acaso las monjas ya no viven en los monasterios?
—En realidad, no vivía allí —explicó el hombre—. Le alquilé las habitaciones para cuando venía a Venecia de incógnito.
—¿De qué convento era?
—De las agustinas de clausura de Santa Maria degli Angeli, en Murano.
—¿De clausura?
—Sí, pero ella venía por la noche, a escondidas.
Pisani conocía el problema: no todas las monjas estaban contentas con su condición, sobre todo las que habían sido encerradas en los conventos por voluntad de sus respectivas familias. En los dos siglos anteriores eran frecuentes los escándalos en los monasterios, donde había un gran ir y venir de personas; los venecianos más malévolos aseguraban que eran auténticos burdeles. Pero, en los últimos tiempos, la situación había mejorado y las transgresiones no eran ya tan usuales.
—¿Quién era esa monja? ¿Con quién se veía?
—Nunca me dijo su nombre. Las pocas veces que nos encontramos no pude verla bien. No es joven, pero tiene, mejor dicho, tenía, las maneras de una dama. Por el hábito se veía que era una monja de las que mandan, no una lega.
—¿Por qué fue a verla esta mañana?
—Cuando venía a Venecia, no más de una vez al mes, me mandaba un mensaje unas horas antes para que le encendiera las chimeneas y le dejara una cena para dos personas preparada, con vino, licores y dulces. A la mañana siguiente, cuando sabía que se había marchado, iba a arreglarlo todo, pero hoy…
—La encontró muerta. ¿Cómo estaba?
—Estaba tumbada a los pies de la cama, había sangre por todas partes. No miré nada más. Cerré la puerta y vine aquí.
Pisani se quedó pensativo. Era una historia terrible. Los sacerdotes, los religiosos, en general, podían causar un sinfín de dificultades. Por suerte, el dueño de la fonda había sido prudente. Debía ir a echar un vistazo.
—Una última cosa antes ir al apartamento. ¿Con quién se encontraba esa mujer?
—Nunca lo he visto, pero era un hombre, desde luego.
Era indudable, pero Pisani insistió.
—¿Cómo puede asegurarlo?
Biagiotti enrojeció.
—Bueno, la cama… Ya me entiende.
Acompañado de Tiralli y del dueño de la fonda, Marco salió del Palacio y se encaminó hacia la plaza. La animación iba en aumento y el lugar se iba llenando de grupos de personas enmascaradas, Arlequines con vestidos multicolores, jóvenes disfrazados de mujeres o friulanos armados con instrumentos musicales para improvisar melodías con que invitar al baile.
Debajo del campanario, un grupo de acróbatas se entrenaba para formar una pirámide humana; mientras Marco los observaba, un joven resbaló al tratar de subir a hombros de un compañero y cayó al suelo, donde permaneció unos minutos gimiendo.
Entre las columnas de San Marcos y San Teodoro, que encuadraban la pequeña plaza hacia la laguna, los vendedores ambulantes se afanaban ya en sus puestos. Una rivendìgola acababa de montar su mesa y estaba colocando en la misma vestidos y máscaras de segunda mano, una maraña de velos de color amarillo, rosa, violeta, damascos fruncidos y falsos terciopelos, destinados a los menos pudientes.
Del puesto contiguo llegaba el penetrante olor de los frìtole que se estaban cociendo en una olla llena de aceite bajo la atenta mirada de una mujer menuda y acalorada. Cerca se exhibían en un plato de peltre piñones y pasas de uva, mientras el fritolèr, protegido por un delantal inmaculado, espolvoreaba con azúcar los dulces humeantes.
Pegado al pórtico del Palacio había un palco donde tres jóvenes bastante escotadas se preparaban para cantar al ritmo de dos guitarras, que sus acompañantes estaban afinando.
El ambiente era efervescente; después de las juergas de la víspera, los venecianos y un sinfín de extranjeros se estaban preparando para pasar otro día bailando en la plaza, gastando todo tipo de bromas y atiborrándose de pasteles y frutos secos.
El grupo más numeroso, sin embargo, rodeaba el castillo de los títeres, montado delante del pórtico de la Biblioteca Marciana. En el pequeño escenario, a un par de metros del suelo, para que se pudiera ver bien, Pantaleón reñía y golpeaba con un palo a su criado, mientras, en un rincón, Rosaura, ataviada con un vestido de raso azul celeste, chillaba a más no poder.
Marco avanzó resuelto entre la multitud y apoyó una mano en el hombro de un joven atractivo vestido de gondolero.
—Vamos, Nani, te necesito.
—Enseguida, paròn. —Al oír la voz que le resultaba tan familiar, Nani se volvió y en su cara avispada se dibujó una sonrisa, sus ojos claros brillaron maliciosos. Después, volviéndose hacia su vecina, una joven agraciada, que iba enmascarada, añadió—: Perdona, Ortensia, tengo que marcharme. —Antes de que su amo se lo llevara a rastras de allí, tuvo tiempo de susurrarle al oído—: Te espero esta noche. Iremos a bailar, ya verás cómo te diviertes.
—Siempre corriendo detrás de las mujeres, Nani —lo regañó con afecto Marco—. Un día de estos te meterás en un lío.
—Bueno, paròn, ¿cómo sería la vida sin mujeres?
Nani exhaló un suspiro. Desde hacía cinco años era el gondolero y el fiel colaborador de Pisani, quien recurría a él en ciertas investigaciones en las que el joven sabía pasar desapercibido. Espabilado y dueño de una gran iniciativa, Nani Casadio se sentía muy satisfecho de sus éxitos, que además eran premiados con sumas considerables de dinero, pero, además, adoraba a su patrón. Por otra parte, era objeto de los mimos del ama de llaves de la casa, la vieja Rosetta.
—Nani —dijo Pisani haciendo un aparte con él en un rincón tranquilo—, ve a buscar al abogado Zen y llévalo a la calle de la Madonna, la que está cerca de San Giovanni e Paolo, en las fondamenta de los Felzi. Nosotros iremos a pie, porque, dada la cantidad de barcas que hay hoy en los canales, en góndola tardaríamos más. Cuando lleguéis allí, quédate por si te necesito. Además, esta tarde debes ir a recoger a la señora Chiara a su casa y llevarla a las siete a la fonda del Leon Bianco.
—Siempre dispuesto a servir a su prometida, paròn, pero ¿pretende trabajar hoy, el sábado de carnaval? —observó Nani con su habitual descaro.
A Pisani casi se le escapa una sonrisa, sus ojos oscuros se iluminaron un instante.
—Los delitos no esperan la Cuaresma, mi querido Nani. Ve, ya te divertirás esta noche.
El trío cruzó la plaza de San Marcos, ya abarrotada de gente, por ser el centro del carnaval veneciano, el lugar donde se exhibían los grupos enmascarados y la gente se citaba para asistir por la noche a los teatros o a los bailes que tenían lugar en los palacios o en las plazas.
Pisani, Giannetto y Tiralli pasaron por debajo de un arco triunfal de fruta y recorrieron un tramo de las Mercerie, las calles donde se encontraban las tiendas más elegantes, que arrancaban en la cúpula que había bajo el reloj de la plaza, abriéndose paso a duras penas entre las señoras que admiraban los escaparates resplandecientes y las criadas, que miraban a los jóvenes desocupados.
En el campo San Zuliàn, el trío dobló a la derecha en dirección al campo Santa Maria Formosa.
La gran explanada, dominada por la mole del palacio Querini Stampalia y por la bonita iglesia gótica, era uno de los puntos neurálgicos del carnaval. En ella se celebraban los torneos de bochas entre los representantes de los barrios de la ciudad, pero, por el momento, solo había un grupo de franciscanos ataviados con sus hábitos marrones y haciendo colecta. En un palco improvisado, un sacamuelas esperaba al primer desgraciado que, víctima de grandes dolores, estuviera dispuesto a festejar el carnaval entre sus tenazas.
Pisani y sus acompañantes pasaron por debajo del ábside y enfilaron la calle Santa Maria Formosa, doblando casi enseguida a la derecha para embocar la calle Trevisana. Bordearon un jardín protegido por un alto muro y atravesaron un campiello. Dejaron a sus espaldas el puente del rio Santa Marina y llegaron a las fondamenta de los Felzi, donde se encontraba el local de Biagiotti.
—Si quiere acomodarse y beber algo, excelencia —dijo el posadero al abrir la puerta acristalada de la fonda—. Debo advertirle que no he dicho nada a nadie.
—Y has hecho muy bien —observó Marco—. Acepto, gracias, el día será largo. Ven tú también, Jacopo. ¿Has traído los enseres de dibujo?
—Por supuesto, excelencia —respondió el secretario enseñándole una carpeta de cuero.
Pisani, que tenía a gala estar al día sobre las técnicas más recientes de investigación que se aplicaban en Francia y Suiza, había mandado a su secretario a que tomara lecciones de dibujo de un agrimensor para que pudiera representar las escenas del crimen.
El local de Biagiotti era bonito y acogedor y a esa hora no había mucha gente. La pared del fondo quedaba oculta por una pirámide de barriles bien ordenados. Un buen fuego chisporroteaba en la profunda chimenea que había detrás de la barra, donde una mujer menuda con la nariz puntiaguda daba órdenes a dos ayudantes, que trajinaban con una olla de la que emanaba olor a estofado. De las vigas del techo colgaban salchichones y jamones curados.
—Por fin has vuelto, Giannetto —exclamó la mujer, que había alzado la cabeza al oír la puerta. Hizo amago de aproximarse a ellos—. ¿Dónde te habías metido? —Al ver a los dos desconocidos, se paró en seco.
—Es mi mujer, Nina —la presentó el dueño—. Tráenos algo de beber, lo mejor que tengamos —añadió.
Tragándose la curiosidad, pensando que ya interrogaría a su marido en un momento más oportuno, la mujer se alejó a toda prisa. Volvió al cabo de unos minutos con una jarra de vino blanco, que escanció en los vasos, y, discreta, volvió a dejarlos solos.
—Se lo ruego. —Marco miró a Biagiotti a los ojos—. Nadie debe saber nada, ni siquiera que soy avogadore.
Aquella era su obsesión. A pesar de que procedía de una familia, los Pisani de San Polo, que era una de las más antiguas y ricas de la ciudad, le gustaba pasar desapercibido y vestir con sencillez. Solo se ponía la toga y la peluca de los avogadori cuando era indispensable y las guardaba en un local próximo al Palacio, al igual que el resto de altos funcionarios.
—Ahora examinaremos el lugar del delito —dijo a Tiralli después de haber comido y bebido un poco.
El secretario hizo una mueca. La nueva tarea de dibujar las escenas del crimen no le entusiasmaba. El suyo era un espíritu pacífico, al que espantaba la violencia.
—Debemos tener cuidado, mirar muy bien dónde pisamos y no tocar nada hasta que no hayamos hecho inventario de todo. ¿Ha movido algo, Biagiotti?
—No, solo entré en la primera estancia, el salón, y cuando vi desde el umbral a esa pobre mujer solo pensé en escapar.
El recuerdo de la escena le humedeció de nuevo los ojos.
—¿Cómo supo que estaba muerta, que no podía ayudarla? —preguntó Marco en voz baja.
—¡Con toda la sangre que había, excelencia!
La puerta se abría al callejón de la Madonna, que apenas tenía dos metros de ancho y que, de las fondamenta de los Felzi, llevaba al campo San Giovanni e Paolo. Una escalera empinada ascendía envuelta en la penumbra.
Biagiotti encendió un farol y empezó a subir. Una vez en el rellano, abrió una elegante puerta lacada que contrastaba con la miseria de la calle; en Venecia era muy habitual encontrar interiores lujosos en los rincones más deteriorados de la ciudad.
El interior estaba oscuro. Solo el cirio del candelabro que había en la chimenea lanzaba los últimos destellos ondeantes. Debajo de la campana quedaban algunas brasas rojizas. El dueño de la fonda abrió la ventana.
—Deje corridas las cortinas —le pidió Marco—. Los vecinos no deben ver nada. —Se encaminó hacia la otra estancia.
Un haz de luz que se filtraba por las rendijas de los postigos de madera caía sobre la cama, cuyas colgaduras estaban descorridas. A los pies, con la espalda apoyada en el borde, yacía el cadáver de una mujer medio desnuda. La bata abierta dejaba a la vista su cuerpo pálido, con surcos de sangre seca, que, además, se había esparcido a su alrededor.
Pisani se aproximó a la mujer con cautela. Su cara estaba petrificada en una expresión de horror, tenía los ojos abiertos y un brazo caído en un costado; en la mano se veía un largo corte donde, quizá, había aferrado la hoja mortal.
Con cuidado, para no pisar la sangre, Marco le cerró los ojos en un gesto piadoso. Reflexionó. ¿Qué serie de desgracias la habían llevado a una muerte tan vergonzosa y miserable? ¿Por qué había dejado de obedecer a la regla del claustro y, antes aún, por qué la había abrazado?
Sin duda alguna, era noble, porque todas las monjas profesas, las que mandaban, según la definición de Giannetto, es decir, las que pronunciaban los votos solemnes de pobreza, castidad y obediencia, eran de clase alta. Las jóvenes del pueblo que tenían vocación religiosa solo llegaban a legas, esto es, a poco más que criadas.
A Marco le habría gustado tapar el cadáver, pero sabía que debía observar la escena intacta, era importante para la investigación.
Lo examinó con atención. Sin lugar a duda, la mujer había sido atacada con un arma blanca y en más de una ocasión. En la parte anterior del cuerpo se veían cuatro heridas profundas, dos en el torso, una en la ingle y otra, a todas luces mortal, en la garganta, donde el arma había cortado un vaso sanguíneo del que había salido un chorro de sangre, que le había empapado la melena suelta y que se había extendido por el suelo.
—Un momento —exclamó dirigiéndose a Tiralli, que no tenía la menor prisa—, luego podrás entrar.
Pisani miró alrededor. La habitación parecía estar en orden. Abrió el armario y vio, al fondo, el hábito monacal, que contrastaba con cuatro vestidos de noche suntuosos, uno de los cuales era de color rojo fuego, además de muy escotado. También había dos pelucas y una máscara blanca, una de las que llamaban larve. Pensó que la monja no se limitaba a recibir a su amante. Al igual que muchas de las que la habían precedido en ese camino, salía enmascarada para ir a fiestas, al teatro, y, quién sabe, a jugar en el Ridotto.
Entró en el cuarto de baño. En un estante había un cofre de plata y esmalte abierto. Si había contenido joyas, estas habían sido robadas. A su lado se veía un saquito de cuero con un ducado de oro en su interior que, por lo visto, el ladrón había olvidado.
¿Se trataba de un robo con un desafortunado final? Pero ¿por qué habían matado a la víctima? ¿No habría bastado con aturdirla? Además, ¿quién sabía que detrás de la puerta medio destrozada que daba a la calle se escondía un pequeño tesoro?
—Jacopo —dijo a su secretario—, entra sin pisar el charco de sangre y dibuja detalladamente todo lo que veas.
—¿También el cadáver? —preguntó el joven con un suspiro.
—Sobre todo el cadáver, sí, incluidas las heridas.
Giannetto seguía inmóvil en el salón, cada vez más abatido.
—Dígame si esta habitación está como la dejó anoche —quiso saber Pisani.
Giannetto miró alrededor con aire circunspecto.
—Puse la mesa para dos —recordó—. La señora no recibió ninguna visita ni tocó la cena. Parece que bebió un poco de vino. Ni siquiera alimentó el fuego. El haz de leña está intacto.
—Muy bien, Biagiotti —aprobó Marco examinando el suelo—. Es usted muy observador. Dígame, ¿estas huellas son suyas? —Señaló una fila de huellas ensangrentadas que arrancaban en el dormitorio, cruzaban el salón y desaparecían en la escalera.
—No, excelencia, no he entrado en la habitación. Mire aquí —diciendo esto se inclinó y recogió un elegante tricornio, que estaba tirado en un rincón en penumbra—. Anoche, cuando traje la cena, no estaba.
Marco lo agarró y le dio la vuelta. En el forro destacaban las iniciales F.M. bordadas.
—Hemos encontrado algo importante —afirmó.
En ese momento se oyeron unos fuertes golpes en la planta baja.