Capítulo 15

UN SOL límpido iluminaba los pisos superiores de los edificios a lo largo de las calles, inundaba las plazoletas, se colaba entre las frondas de los jardines, donde unos manojos de hierba verdísimos habían brotado incluso entre los ladrillos inconexos de los muros y hacía resplandecer el agua de los canales. La primavera había llegado puntual, porque era el 22 de marzo.

Era primera hora de la mañana en el claustro del monasterio de San Zanipolo, donde Marco y Daniele aguardaban a que el prior los recibiera. Los rosales mostraban sus primeros capullos y un joven lego, ataviado con un delantal gris, cavaba alrededor de los parterres.

—La verdad es que parece otro mundo —observó Daniele inspirando el aire, que olía a laurel y romero—. Me gustaría pasar aquí un tiempo.

Marco sonrió.

—No te veo, amigo. Reconozco que es un lugar magnífico, pero las reglas son un poco rígidas para tu temperamento.

En ese momento se acercó a ellos un fraile anciano, vestido con un hábito y un escapulario de color blanco.

—Soy fray Ottone —se presentó—. A pesar de que está muy ocupado, el prior los recibirá.

Los dos amigos se miraron con ironía.

—Síganme —prosiguió el fraile.

Dicho esto, echó a andar a buen paso por el pórtico hasta llegar al imponente crucero que se encontraba a los pies de la escalinata de San Domenico.

El padre Ceconi los esperaba en una sala, que se abría al largo pasillo con el techo artesonado que unía el primer claustro con el segundo. Debían de utilizarla para recibir, ya que estaba decorada con unos deliciosos murales de temas bucólicos y amueblada con una mesa y unos sillones antiguos, dispuestos alrededor de ella.

Al verlos, el dominico abrió los brazos como si quisiera bendecirlos y sonrió. Al ver la estatura del religioso, su figura esbelta, el hábito blanco, la corona de pelo clarísimo y los ojos, tan azules como dos lagos helados, que iluminaban su cara de asceta, Daniele tuvo la impresión de estar ante una aparición sobrenatural. Marco, en cambio, que había sido testigo de sus arranques de cólera, se alegró de encontrarlo con buena disposición y le presentó a su amigo.

—Dígame, avogadore —dijo Ceconi mientras invitaba a sus huéspedes a tomar asiento—, ¿qué ansia de justicia terrenal le trae de nuevo a este lugar?

—Se trata de lo siguiente, reverendo padre —explicó Pisani—. Ayer vino a verme el marqués Duplessis, que reside desde hace tiempo en el palacio Barbaro, y me refirió el siguiente hecho, que, con toda razón, consideraba importante: la mañana de su muerte, el padre Grioni recibió de manos de Duplessis una bolsa de luises de oro, que este entregó como regalo al convento. —A continuación, contó las circunstancias de la donación, que el prior escuchó con la mayor atención, hasta que concluyó—: No hemos encontrado nada en el cadáver, así que, antes de efectuar las debidas averiguaciones, necesito saber si el padre Bartolomé entregó el dinero al monasterio ese día.

Ceconi bajó la mirada.

—Entiendo —murmuró—. Supone que mataron a nuestro pobre hermano para robarle. Lamento decirle que es posible, porque es la primera vez que oigo hablar de esa bolsa de luises de oro. —Se hizo la señal de la cruz—. ¿Ve adónde puede llevar la avidez humana? Al delito más atroz —añadió, muy alterado.

—No saquemos conclusiones apresuradas —terció Daniele—. Puede que haya otras explicaciones. Por ejemplo, ¿el dinero se lo entregan siempre a usted o también al padre tesorero?

El prior sacudió la cabeza, cada vez más nervioso.

—Sí, a veces lo recibe el tesorero y luego lo mete en nuestra caja fuerte, pero me lo comunica enseguida. El padre Bartolomeo murió hace seis días y la bolsa de luises no está aquí. Estoy seguro. Lo mataron para robarle —afirmó apesadumbrado, casi gritando—. Pero Dios castiga a los que arrebatan la vida por avidez —concluyó alzando los brazos al cielo, como si estuviera rogando al Señor que fuera testigo de sus palabras.

Marco resopló.

—Padre —dijo con aire paciente—, para poder proceder con mi investigación, debo saber con exactitud qué hizo el padre Grioni el viernes pasado, desde primeras horas de la mañana.

Ceconi tocó la pequeña campana de bronce que había encima de la mesa, que emitió un sonido argentino. Poco después, apareció jadeando fray Ottone.

—A su servicio, reverendo —dijo inclinándose.

—Estos señores quieren saber qué pensaba hacer el padre Bartolomeo el día en que lo mataron. Tú deberías saberlo, ya que eres el responsable de la portería —le explicó Ceconi.

—Lo recuerdo muy bien, padre. ¡Si supiera cuántas veces he pensado en eso! A primera hora de la mañana, cuando se disponía a salir, llegó un criado vestido con librea y le entregó un mensaje. El padre lo leyó y tuve la impresión de que, de repente, tenía mucha prisa por marcharse.

—Sí, eso corrobora lo que sabemos —lo interrumpió Marco—. Según parece, lo llamaron de casa Barbaro para que fuera a confesar. El marqués me dijo que la nota no hacía ninguna referencia a la donación.

—Bueno, pues, obedeciendo a nuestra regla —prosiguió Ottone—, el padre Bartolomeo me dijo que pasaría todo el día fuera, porque debía confesar en varios sitios y que el párroco de los Santi Apostoli lo esperaba a eso de las dos para trabajar en la obra que estaban escribiendo. Dijo que volvería para las vísperas.

—De manera que le robaron el dinero cuando lo mataron o el padre lo dejó en un lugar seguro durante el día y sigue allí —concluyó Zen como si estuviera pensando en voz alta—. Quizá lo dejó en casa de sus hermanos, que viven a pocos pasos del palacio Barbaro. Ellos no me dijeron si fue ese día a su casa, pero hay que tener en cuenta que por la mañana están en la tienda. Tengo que ir a verlos.

Ceconi parecía cada vez más inquieto, daba la impresión de que la noticia del robo le había hecho perder su habitual calma.

—La codicia es un pecado horrendo —murmuraba—. ¡Los culpables serán castigados con las llamas del infierno! ¡Dios no se apiadará de ellos! ¿Quién puede haberlo hecho? —Marco se preguntó cómo debían sentirse los religiosos cuando representaban el papel de intérpretes oficiales del pensamiento divino. Entretanto, el padre Ceconi se sobrepuso—. Puedes marcharte, Ottone —dijo despidiendo al padre portero, que se apresuró a salir tras hacer una profunda reverencia.

En el silencio que se hizo a continuación se oyeron unos pasos, como si alguien estuviera corriendo por el pórtico del claustro, luego unos gritos.

—¿Adónde vas, Luciano? —dijo una voz joven.

—¡Párate! —ordenó otra.

—¡Te castigarán! —exclamó una tercera.

A continuación, un grito desgarrador se extendió por el claustro, las aulas y las celdas del convento.

—¡No, no! ¡Socorro! ¡No quiero! ¡No quiero volver a hacerlo!

Pisani, Zen y el prior salieron corriendo. Debajo del pórtico, rodeado de un grupo de novicios vestidos con hábitos blancos, un joven yacía en el suelo, soltando espuma por la boca y presa de violentas convulsiones.

—¡No! —seguía gritando—. ¡No! ¡No! —Tenía los ojos muy abiertos y las pupilas apuntaban hacia lo alto.

—Es uno de sus ataques —sentenció el prior preocupado, abriéndose paso entre los jóvenes—. Rápido, llevadlo a la enfermería.

En ese momento, llegó corriendo el padre Vianoli con un libro en una mano.

—Estábamos en clase —explicó con la voz entrecortada, pálido como un muerto—. Luciano Contarini estaba leyendo un pasaje de la Biblia cuando, de repente, se puso en pie y empezó a gritar, después echó a correr. Sus compañeros lo siguieron. Lo siento, padre. —Parecía muy angustiado—. No pudimos detenerlo.

Entretanto, Paolo Molin y Antonio Negro, los novicios mayores, habían levantado a Luciano, que pateaba y se debatía, y se dirigieron con sus superiores hacia el tercer claustro, donde se encontraba la enfermería.

Al quedarse solos, Marco y Daniele se miraron con aire de complicidad.

—Esperemos un poco —murmuró Daniele—. Dentro de unos minutos todos se habrán olvidado de nosotros y podremos echar un vistazo.

El tercer claustro era también el más grande y allí, además de los almacenes y la cocina, había un huerto botánico bien cuidado. Marco lo había entrevisto la última vez que había estado en el monasterio y no veía la hora de visitarlo.

Siguiendo la tradición monacal, dos avenidas perpendiculares dividían el huerto en cuatro partes y en el cruce había un pozo. Los parterres, primorosamente cuidados, estaban rodeados de arbustos de romero y de boj.

En la parte izquierda, la más soleada, había florecido ya el espino albar y a su lado destacaban varios árboles frutales, dos almendros, de los que caían nubes de flores blancas, y un albaricoquero cubierto de un manto de color rosa pálido, a cuyo alrededor zumbaban las abejas. A sus pies brotaban con timidez los pequeños arbustos de tomillo, hierbabuena, albahaca, mirto y mayorana y también había una lavanda, con los capullos de sus aromáticas flores aún cerrados.

En las zonas rigurosamente delimitadas y limpias de malas hierbas se divisaba el verde brillante de las hojas de espinacas y el tierno de las lechugas recientes. Aquí germinaban puerros y cebollas, allí manojos de hojas de nabos y zanahorias. Sujetas de forma ordenada por unos armazones, se elevaban las plantas aún tiernas de alubias y calabacines, mientras el pequeño prado de perejil y rúcula, salpicado por el rojo de la achicoria de Verona, estaba listo para la cosecha.

La avenida que se abría hacia el este estaba cubierta por una pérgola por la que trepaban las rosas, aún cerradas en sus capullos, con las hojas pequeñas de color verde tierno; a sus pies crecía un heléboro de flores blancas y verdes, rodeado de manojos frescos de violetas. En el muro que se encontraba al fondo de la avenida y que cerraba el huerto, se vislumbraba una pequeña puerta.

Los dos amigos recorrieron los senderos perfumados, dejaron tras de sí varias filas de vides y se acercaron a los locales que había al final del huerto.

—Mira —exclamó Daniele alargando el cuello hacia una ventana de la planta baja, protegida por una robusta reja—. Esto sí que es una farmacia.

Marco se inclinó para ver lo que había al otro lado de los barrotes y comprobó que el interior estaba desierto. Notó además que la puerta estaba entornada: quizá el padre boticario había ido también a la enfermería. Cuando Pisani la tocó, esta se abrió chirriando. Los dos amigos entraron con cautela, empujados por la curiosidad.

La sala era amplia y estaba ordenada; un haz de sol se filtraba por la claraboya del techo iluminándola y dibujando en el suelo un rectángulo dorado, donde el polvo danzaba con ligereza.

En las estanterías que cubrían las paredes había tarros viejos, jarras, tinajas de cerámica, con el contenido explicado en caracteres góticos, y cajas ovales de madera de color azul en las que se guardaban cortezas, raíces, flores, semillas y drogas. En una de ellas se leía CASIA, en otra RAÍZ DE CHINA y en una tercera SENNA.

De las vigas del techo colgaban haces de hierbas secas; debajo de la gran chimenea resplandecía el fuego y, en una olla, sujeta por una cadena, hervía una mezcla, que emanaba un vapor denso.

En el centro había un banco de trabajo lleno de retortas, alambiques, medidores y morteros. Un viejo volumen yacía abierto en una esquina. En otro banco cercano, al lado de la ventana, había un hornillo con varios fuegos, cucharones, espátulas, una prensa y una balanza.

Los dos amigos curiosearon un poco y después salieron de puntillas.

 

De la enfermería les llegaba la voz del padre Ceconi recitando una oración, que los novicios repetían a coro. La víctima respondía con sollozos y gemidos.

De repente, se hizo el silencio y el prior alzó la voz.

—¡En nombre de Nuestro Señor Jesucristo, te ordeno, maldita serpiente, enemiga del género humano, seductora de los hombres, origen de los dolores, te ordeno… —continuó con voz chillona al llegar este punto— que arranques las raíces y salgas de esta criatura divina!

El joven gimoteaba y protestaba, cada vez más débil.

—En nombre de Dios, yo te exorcizo —rugía el padre Ceconi—. ¡Oh, espíritu inmundo, enemigo de la fe, en nombre de la Virgen María, del arcángel Miguel, de los santos apóstoles Pedro y Pablo y de todos los santos!

El joven lanzó un grito desgarrador.

—Está haciendo un exorcismo —susurró Daniele. En cierta medida, se sentía culpable, como si estuviera asistiendo a hurtadillas a un abuso sin tratar de impedirlo.

—La Iglesia aún celebra estos rituales antiguos, deberías saberlo —lo tranquilizó Marco, intuyendo lo que estaba pensando su amigo—. En el fondo, no hace nada malo: si el demonio existe, el prior lo combate, y si no existe, al muchacho no le sucederá nada.

Daniele soltó una de sus francas risotadas.

—¡Mejor será que no te oiga Ceconi! ¡A quién se le ocurre hacer discursos ilustrados en el huerto de un monasterio dominico! Justo aquí, en el corazón mismo de la Inquisición.

—Y eso que no oíste el sermón del domingo. —Marco sonrió—. Se pasó el tiempo evocando los tormentos infernales, ponía la piel de gallina.

—Pero ¿qué le pasa a ese muchacho? —preguntó Daniele.

Marco se encogió de hombros.

—Supongo que nada relacionado con el diablo. Le pediremos a Valentini que nos lo explique.

El joven novicio parecía haberse serenado. Sus compañeros empezaron a cantar a coro un salmo, el número tres: «Señor, tú eres mi escudo y mi gloria, tú mantienes alta mi cabeza». El momento crítico había pasado.

En ese momento, se abrió la puerta de la enfermería y el viceprior, el padre Vianoli, salió. Al ver a Zen y Pisani, de quienes todos se habían olvidado, se llevó las manos al pecho, se acercó a ellos lo más rápido que le permitieron sus piernas y se los llevó de allí a toda prisa, cruzando el huerto, en dirección a las despensas y al pórtico del claustro.

—¿Qué hacen todavía aquí? —balbuceaba entretanto, jadeando—. El prior tiene terminantemente prohibido que los extraños entren en esta zona. Si los ve en un momento tan delicado, no sé cómo reaccionará. Oh, disculpe, excelencia —añadió dirigiéndose a Pisani—. Olvidé con quién estaba hablando. El caso es que está prohibido ir allí. —Sacó un pañuelo grande y arrugado del bolsillo y se enjugó la calva, que estaba perlada de sudor.

—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó Daniele, muerto de curiosidad.

Agostino Vianoli se recompuso.

—Nada grave —explicó—. Luciano Contarini sufre lo que los médicos denominan mal caduco y a veces tiene unas crisis terribles. Hay que intervenir enseguida, porque puede hacerse daño.

—Pero el padre Ceconi ha hecho un exorcismo —replicó Zen.

Vianoli sonrió.

—Nuestro prior es un gran exorcista y asegura que el demonio tiene mucho que ver con esa enfermedad. —Se hizo la señal de la cruz—. Por lo demás, el joven Luciano tiene un espíritu atormentado: a pesar de que es de buena familia, por lo visto sufrió abusos durante la infancia… No sé si me explico —balbuceó mirando al suelo—. Nosotros educamos la mente y el espíritu de nuestros novicios —añadió—, de manera que si el demonio los turba, debemos expulsarlo.

 

La Pergola, la taberna que se encontraba en las Zattere, estaba casi vacía cuando Marco entró a primera hora de la tarde. Había llegado antes de lo acordado y tenía hambre. Se sentó a una mesa que estaba delante de la ventana, desde la que podía ver el canal y la larga lengua verdosa de la isla de la Giudecca. Pidió risotto y vino blanco y aguardó.

La cita era el último recurso que le quedaba para comprender si el móvil del asesinato del padre Bartolomeo y, quizá también el de sor Maria Angelica, era el robo.

Después de visitar el convento, había enviado a Zen a casa del fraile para que averiguase si había dejado allí el dinero. Marco lo consideraba probable, porque la residencia de los Grioni estaba próxima al campo Santo Stefano y a pocos pasos del palacio Barbaro, donde este se había reunido con los Duplessis, pero Daniele, ayudado por el hermano del padre Bartolomeo y con la hermana, Ida, al borde del colapso nervioso, había revuelto la casa sin sacar nada en claro. En casa de los Grioni no había ni rastro de la bolsa de luises de oro del marqués de Duplessis.

Cuando Pisani estaba a punto de terminar su comida, la puerta del establecimiento se abrió y un hombrecillo macilento, descuidado en el vestir, pero con un brillo vivaz en los ojos entró. Era Baldo Vannucci, un espía de los Inquisidores, el único al que Pisani recurría cuando necesitaba información, porque lo consideraba fiable y bastante honrado.

Entre las temibles leyendas que circulaban sobre la desenvoltura de la justicia veneciana, la de los espías era la única fiable. En Venecia y en el interior abundaban los extraños personajes que, previa retribución, estaban dispuestos a referir a la justicia y al gobierno cualquier tipo de información política, noticias sobre asuntos industriales y comerciales, los movimientos de los barcos y las infidelidades conyugales.

A pesar de que desechaba cientos de cartas anónimas, el Consejo de los Diez alentaba la fea costumbre de la delación, que, por desgracia, era un mal necesario en una ciudad en la que escaseaban los esbirros y los soldados, a tal punto que los arsenalotti debían proteger al Dux en las ceremonias. El ejército se encontraba en el interior y las calles apenas se vigilaban durante la noche.

Vannucci entró titubeante, echó una ojeada al local y, al ver a Pisani, se acercó a él.

—Siéntate —lo invitó el avogadore—. ¿Cómo van las cosas?

Vannucci poseía una pequeña tienda de joyas de segunda mano, que le permitía relacionarse con todo tipo de personas, tanto venecianas como extranjeras, pero tenía mucho cuidado para no comprar objetos robados.

—Ya sabe que después del carnaval hay menos trabajo, excelencia. Pero usted no me ha llamado para saber cómo me van los negocios. Sé que está investigando sobre dos casos espinosos.

Pisani le sirvió un vaso de vino, alejó con un ademán a la tabernera, que se dirigía hacia ellos con una nueva jarra, y contó a grandes rasgos a Vannucci cómo habían descubierto los dos cadáveres. Sabía que podía confiar en él.

—No sabemos si los dos delitos están relacionados —concluyó—. Tampoco alcanzamos a imaginar cuál es el móvil. Por el momento, lo único que se nos ocurre es que el asesino seleccionó a las dos víctimas porque quería robarles, pero esta posibilidad no acaba de convencerme. Los ladrones venecianos no matan para robar, sobre todo a dos víctimas tan fáciles como esas, que no habrían opuesto resistencia. ¿Sabes si hay en la ciudad alguna banda extranjera, gente sin escrúpulos, que no vacila si es necesario matar? Por lo visto, hay una joven de por medio.

Vannucci adoptó un aire reflexivo.

—En carnaval desembarcan en Venecia carteristas, estafadores, seductores, tahúres y atracadores procedentes de todos los rincones de Europa. Es posible que queden algunos en la ciudad. Con todo —consideró—, no suelen cometer delitos, sobre todo tan violentos. Saben que la justicia véneta no perdona, sobre todo cuando se trata de extranjeros. —Se detuvo para aplacar la sed con medio vaso de vino—. De manera que, en su opinión, podría tratarse de una banda y uno de sus miembros podría ser una mujer, pero no está seguro.

—Así es. Como ya te he dicho, no sabemos si los dos delitos están relacionados. Si no lo estuvieran, además de la banda, deberíamos buscar a una joven que sabe preparar venenos o que conoce a alguien experto en esas cuestiones. No sabemos cómo es, porque estoy seguro de que la melena pelirroja que vieron los testigos era una peluca. ¿Sabes quiénes saben preparar venenos, además de los farmacéuticos?

Vannucci se echó a reír.

—Excelencia, me acaba de preguntar algo que no saben siquiera los que están mejor informados. Los que preparan venenos sin autorización no van contándolo por ahí. En la ciudad quedan varios alquimistas, algunas mujeres del pueblo guardan las recetas de sus madres y abuelas, también podría ser un químico. Suelen tener los laboratorios en cuartos escondidos y, por lo general, hacen venenos baratos para ratones, mejunjes para abortar o pomadas para aumentar el pecho. El que preparó el veneno del que me ha hablado es un profesional o alguien lo trajo del extranjero.

Pisani suspiró abatido. Esperaba obtener resultados más concretos de esa conversación y empezaba a preocuparle seriamente su incapacidad para resolver los casos.

—No obstante… —Vannucci interrumpió los pensamientos del avogadore—. Ahora que recuerdo, una banda de albaneses ha alquilado una habitación en la isla del Lido, en una casa medio en ruinas que está en la zona de los Alberoni, donde los terrenos cenagosos confinan con los bosques de hayas. Nadie va nunca allí.

Marco sintió renacer la esperanza.

—¿Quiénes son? —preguntó alzando la mirada.

—A decir verdad, nadie los conoce. Es gente salvaje, que no se relaciona con los vecinos. Llegaron hace unos meses de los montes de Albania, son unos diez vagabundos, que crían gallinas y cultivan algunos huertos, pero se dice que, en realidad, son ladrones que se instalan por cierto tiempo en los sitios, hasta que la policía empieza a sospechar de ellos. No parece que hayan matado a nadie. En cuanto a los venenos, no sé qué decirle. En el grupo hay mujeres, eso sí. —Vannucci bebió otro sorbo de vino—. Es todo lo que se me ocurre, espero que le sirva, por lo demás, no sé si en este momento hay otras bandas en Venecia.

—Sea como sea, creo que vale la pena hacerles una visita —concluyó Marco entregando a Vannucci una bolsa de monedas. Luego le pidió que le explicara cómo podía encontrarlos.

Esta vez iba a ser necesario enviar un grupo de esbirros.