Capítulo 4
UNOS nubarrones amenazadores cubrían el cielo de marzo, pero las ráfagas repentinas de viento que hacían ondear la góndola portaban ya el aroma de la primavera, como un presagio. El agua de la laguna estaba encrespada y a Nani le costaba mantener el rumbo hacia Murano siguiendo las vías de agua que marcaban las brìcole.
Como de costumbre, el joven gruñía para sus adentros. No se fiaba del mar y, además, aquel era el último domingo de carnaval. Pero su amo no daba su brazo a torcer cuando se le metía una idea en la cabeza. Quería ir al monasterio de Santa Maria degli Angeli y allí se estaban dirigiendo, precisamente. Por suerte, era bastante pronto. Nani confiaba en que las monjas no lo retuvieran mucho tiempo, porque esa tarde tenía una cita.
También Marco, que iba sentado en la cabina, parecía ensimismado. Era la primera vez que disponía de tan poca información sobre un caso. Ni siquiera sabía el nombre de la víctima: aunque, al menos eso, no tardaría en descubrirlo. En el monasterio aún no sabían lo que le había sucedido a la pobre, de hecho, hasta ese momento habían guardado el más absoluto silencio. No obstante, las monjas debían de haberse dado ya cuenta de que una monja había desaparecido y debían de estar muy inquietas.
Seguro que en el convento alguien estaba al tanto de las escapadas nocturnas de la religiosa, con toda probabilidad alguien que la cubría e incluso sabía con quién se veía. Se preguntaba si las monjas les dirían la verdad o si se inventarían una argucia para ocultar el escándalo.
En Venecia debían responder ante numerosas instancias: además del prelado y del patriarca, el jefe de la diócesis, se interesarían por el caso apenas terminara el carnaval, también el Consejo de los Diez, el máximo órgano judicial, que, junto a la Quarantìa Criminale, se ocupaba de los procesos más importantes y, claro está, la Avogarìa, que debía instruirlos.
Marco sabía que no iba a ser fácil interrogar a las monjas. Para que no se pusieran muy nerviosas, había optado por afrontarlas solas la primera vez, debía crear un clima de confianza, asegurarles que no pretendía que el convento fuera objeto de la curiosidad de la gente.
Pisani había contado a Nani el caso y le había pedido que fuera discreto. Era parte importante de la expedición. La gente sencilla se abría más con el joven y atractivo gondolero, de cara expresiva y honesta, que con el avogadore. Un alto funcionario como Pisani no podía entrar en los gallineros ni en los huertos del convento para conversar con los criados laicos. Nani, en cambio, sabía pegar la hebra como nadie, charlar de forma intranscendente y dejar caer las preguntas relevantes en el momento adecuado.
—Amarra en las fondamenta Venier —dijo Marco al gondolero. En el horizonte se veía ya el muro que rodeaba la iglesia y el complejo conventual—. Yo iré al monasterio, tú rodea la iglesia, cruza el cementerio y ve a las casas de los criados. Si es necesario, ve también a las de los campesinos, a los campos. Ten los ojos bien abiertos, debes comprender quién trata de esconderse, quién vive mejor que los demás, en pocas palabras, debes descubrir a quién pagaba la víctima para cubrir sus fugas.
Mientras Nani se alejaba para cumplir con su misión, Marco cruzó el arco de la entrada, que era de arenisca gris, y en cuyo tímpano había esculpida una bonita Anunciación, y entró en el jardín que había delante de la iglesia.
Santa Maria degli Angeli era un sólido edificio de ladrillo del siglo XVI, con los arcos de la puerta y de las ventanas de piedra clara. Un elegante campanario de base cuadrada se erigía cerca de la esquina septentrional.
Pisani sabía que la iglesia contenía obras de arte notables. De hecho, el monasterio era uno de los más ricos de Venecia, propietario de casi mil hectáreas de fincas en el interior. En el presbiterio, las monjas guardaban también con celo los restos de Sebastiano Venier, el vencedor de la batalla de Lepanto, natural de Murano, aunque vivían siempre con el temor de que los dominicos de San Giovanni e Paolo los reivindicaran un día.
El complejo se extendía al norte de la iglesia. Delante de una pequeña puerta abierta, de la que salía una música profana, Marco divisó varios nobles enmascarados y unas damas charlando alegremente. Era la entrada al locutorio.
Pisani entró en la enorme sala de paredes desnudas, adornadas por un viacrucis de terracota y se detuvo a observar la escena. Al igual que en el resto de los conventos femeninos venecianos, allí también celebraban el carnaval.
Varias señoras ancianas, sentadas en un banco, elegían pastelitos de la bandeja que les tendía una hermana lega; dos niñas jugaban a la pelota; un joven acicalado, con los ojos velados por una máscara, conversaba íntimamente con una monja, que estaba tras la rejilla que dividía en dos la sala; otras dos monjas escuchaban deleitadas a una pequeña orquesta de Arlequines y Pantaleones, que interpretaba una canción de moda.
Marco se dirigió a ellas rompiendo así el hechizo.
—Me gustaría ver a la abadesa en privado.
La sonrisa se congeló en los labios de las dos hermanas, que se miraron inquietas.
—Pero usted no puede entrar aquí —respondió una. Tenía la voz chillona y los dientes estropeados—. Debe llamar a la portería, es la puerta de al lado.
El avogadore las dejó con su concierto y salió. La puerta tenía una mirilla cerrada por un postigo. Apenas la golpeó con el badajo, la puerta se abrió chirriando y apareció una cara redonda, de cierta edad, ansiosa.
—¿La abadesa? —balbuceó la hermana portera—. No creo que reciba hoy.
—Dígale que el avogadore Marco Pisani debe hablar con ella.
—Disculpe, excelencia. —La mirilla se cerró con delicadeza y al poco tiempo una llave chirrió en la cerradura. La puerta se abrió y una monja anciana y bajita, aunque entrada en carnes, recibió a Pisani con una sonrisa forzada—. Por aquí, excelencia. —Lo hizo entrar en una habitación en la que solo había un crucifijo—. Voy a avisar a la abadesa. —Marco tuvo la impresión de que lo estaban esperando.
Al cabo de un buen rato, la hermana portera volvió a entrar con pasitos apresurados y una expresión de fervor en su rostro ajado.
—La reverenda madre le está esperando en la biblioteca. Sígame, excelencia.
La monja abrió una puerta que daba a un amplio claustro rodeado por unos armoniosos pórticos renacentistas. El convento era de clausura, de forma que los extraños no podían entrar en él, sobre todo si eran hombres, o, al menos, eso era lo que establecía la regla. Pero su guía debía de haber tocado la campana que avisaba a las monjas en las contadas ocasiones en que alguien las visitaba, de forma que todas, salvo las que estaban en el locutorio, detrás de la reja, debían de haberse refugiado en sus celdas, porque no se veía a nadie.
El trayecto fue breve. Al fondo del pórtico adyacente a la portería se abría una escalera. Guiado por la monja, que tenía unas buenas posaderas y caminaba como un pato, Marco subió al primer piso. Franqueó una elegante puerta de nogal y entró en una sala espaciosa, con las paredes revestidas por estanterías llenas de libros, que llegaban hasta el techo. Algunos eran muy antiguos, casi todos estaban encuadernados en piel y tenían letras doradas en los lomos. Además, emanaban un agradable aroma a cuero viejo. Debajo de un ventanal que daba al jardín y desde el que se podía ver el mar a lo lejos, había una gran mesa resplandeciente y un par de sillones del siglo XV.
Pisani no tuvo tiempo de mirar alrededor, porque una figura frágil se materializó enseguida en el umbral. El velo que le cubría la cabeza y el hábito negro resaltaban el griñón blanco, que rodeaba el contorno perfecto de su rostro y caía sobre el pecho formando unos suaves pliegues. La cara era pálida e intemporal, de facciones muy finas, los ojos, penetrantes, lo escrutaban.
—Reverenda madre… —dijo Marco haciendo una reverencia.
—Imagino por qué se ha molestado en venir, avogadore Pisani —contestó la abadesa saliendo enseguida en su ayuda—. Su presencia significa que ha sucedido una terrible desgracia.
La monja hablaba en voz baja y de forma agradable y a Marco le gustó su franqueza.
—Es una circunstancia tristísima, madre —explicó—. Y también muy embarazosa. Ayer por la mañana encontraron muerta a una monja de su convento, por ahora no sabemos siquiera cómo se llamaba.
La abadesa miró un instante al suelo y luego alzó de nuevo los ojos, que brillaban conmocionados. Lo guio hasta el sillón y lo invitó a sentarse.
—Se trata de sor Maria Angelica Muffoni, originaria de Feltre —reveló—. Ayer no vino a maitines al coro, la buscamos en vano por todo el convento. Nadie la había vuelto a ver desde el viernes por la noche. ¿Qué ha ocurrido?
¿Cómo podía explicar a esa criatura espiritual las circunstancias de la desgracia? Marco estaba en ascuas.
—La encontraron… en el apartamento que había alquilado al dueño de una fonda. Con varias puñaladas en el cuerpo —soltó de un tirón—. Por suerte, el dueño no habló con nadie y vino directamente a verme, así que en Venecia nadie sabe nada —concluyó tratando de tranquilizarla.
Una sonrisa triste iluminó la cara de la monja.
—¿Cree, avogadore Pisani, que nos preocupa la reputación del convento? No, esas son cosas mundanas que no me interesan. Sé de sobra qué iba a hacer sor Maria Angelica de vez en cuando en Venecia. Lo que me preocupa es si antes de morir tuvo tiempo de pedir la gracia de Dios. Ayer por la mañana imaginé enseguida que le había ocurrido algo grave y he pasado la noche rezando por su alma.
—¿Usted lo sabía, madre? —preguntó Marco asombrado.
—La gente piensa que las monjas vivimos fuera del mundo y, en cierto sentido, es verdad. Pero ya ha visto el locutorio hace un rato. El mundo viene a nosotras. A mis monjas y a las hermanas legas les encanta el chismorreo. Veo que eso le sorprende —continuó—. Quizá se pregunta por qué no intervengo. Pero ya sabrá que las autoridades eclesiásticas toleran las fiestas, las recepciones, los espectáculos en los locutorios, por más que no lo reconozcan públicamente. ¿Se pregunta de nuevo por qué? —Sonrió—. La mitad de las monjas vénetas, puede que en el extranjero suceda lo mismo, entran en el convento a la fuerza, obligadas por sus familias, y cuando aún son muy jóvenes. No tienen vocación, serían unas esposas magníficas, pero en sus casas no tienen dinero para la dote. A mí misma me destinaron al claustro cuando nací. Mi nombre secular es Cipriana Zeni, mi familia es de Verona. Mis padres no son pobres, pero no podían pagar los veinte mil ducados que valía una dote para una boda a la altura de mi nombre. Así que… —Hizo una larga pausa—. Estoy divagando. —Se repuso—. Si las autoridades no concedieran a estas jóvenes alguna distracción mundana en el locutorio, se repetirían los escándalos del siglo pasado.
—¿Qué me dice de sor Maria Angelica?
La monja sacudió la cabeza.
—No, a ella no la obligaron. Entró en el convento a los veintidós años, por propia voluntad, mejor dicho, en contra de los deseos de su familia. Por lo visto, deseaba retirarse del mundo. Pero la vida espiritual tiene sus caminos, a menudo imprevisibles. Yo, por ejemplo, en el convento recibí de Nuestro Señor el regalo de la fe y me sentí feliz cuando me consagré a Él. —La cara de la monja se iluminó por un instante, luego se ensombreció—. A sor Maria Angelica, en cambio, debió de pesarle nuestra regla en cierto momento, algo la empujó a escapar.
Marco la escuchaba con atención, pero deseaba conocer un detalle y no se atrevía a interrumpirla.
—¿No pudieron hacer nada para que volviera al buen camino? —aventuró, por fin.
—Se preguntará por qué no intervine —lo interrumpió la abadesa esbozando una triste sonrisa—. Como ya le he dicho, soy de Verona y me hice monja allí. Hace tres años me asignaron la dirección de este convento. Enseguida me di cuenta de que algo iba mal con sor Maria Angelica. No… —Sacudió la cabeza—. No piense que alguien me habló de ella, no aliento las delaciones, pese a que no puedo impedir que, de vez en cuando, alguien me mande mensajes anónimos. Pero la veía inquieta, algunas mañanas llegaba jadeando a maitines, como si acabara de regresar al convento. Se le leía en la cara, tenía esa expresión inconfundible de culpa y placer. En ocasiones notaba cierta complicidad con su lega, la hermana Andreina Barbo. No nací ayer. Pero sabía que un castigo no salvaría su alma. Al contrario, procuraba ser más indulgente con ella que con las otras hermanas. Además, era muy cauta y no daba motivos de escándalo. Estoy segura de que, exceptuando la lega, ninguna hermana notó sus escapadas. Yo sabía que debía recorrer sola el camino de la salvación y en los últimos tiempos veía en ella señales de disgusto, de arrepentimiento. La encontraba a menudo rezando de rodillas en el oratorio, veía que socorría a los pobres que llamaban a nuestra puerta con más celo del habitual, pero alguien ha interrumpido su camino de gracia. Espero que en el momento de morir tuviera tiempo de arrepentirse. Lo que cuenta es la salvación de su alma.
Mientras hablaba, la abadesa se había ido animando, su cara se movía reflejando el paso de las emociones. Se recompuso en un instante, como si hubiera regresado a la tierra.
—¿Quién la mató? —preguntó al final.
—He venido para tratar de averiguarlo, reverenda madre —respondió Pisani—. Así que usted no sabe con quién se veía sor Maria Angelica ni lo que hacía cuando escapaba del convento.
—No lo sé, pero puedo imaginármelo. Me gustaría decirle que no quiero saber cómo mataron a la pobre Angelica. Nuestro Señor lo sabe y Él puede juzgar el pecado y el arrepentimiento. Pero usted, avogadore, debe cumplir con su deber. Pediré que lo acompañen a la sala de recepción. Verá a sor Andreina, la hermana lega. Puede interrogarla como le parezca, seguro que ella sabe muchas cosas, la invitaré a confesar la verdad.
—Otra cosa, madre —la interrumpió Pisani—. Me gustaría que, si es posible, cierren con llave la celda de sor Maria Angelica hasta que pueda visitarla de nuevo con mi secretario, que redactará el correspondiente informe.
La abadesa asintió con la cabeza.
—Como desee, avogadore Pisani. Que Dios lo bendiga.
—Ha sido un privilegio conocerla, reverenda madre —dijo Marco despidiéndose de ella.
Nani caminaba por el lado oriental de la iglesia, renegando sobre las dificultades que implicaba su empresa. No iba a ser fácil descubrir quién acompañaba a la monja en sus fugas nocturnas. Su patrón tenía razón, debía de haber alguien en el convento que pudiera moverse libremente y que, por tanto, se ocupara de mantener los contactos con el exterior y, probablemente, de transportar a la monja en barca.
Nani suponía que la barca la conducía un hombre, pero el dueño de la fonda les había contado que una mujer le llevaba los mensajes para que preparara la cena en el apartamento. Así pues, debía buscar a dos personas. Dos personas que, por descontado, no confesarían sus culpas a un extraño como él.
Sabía lo difícil que era descubrir la verdad en los ambientes eclesiásticos, porque se había criado con los padres escolapios hasta los dieciséis años. Buena gente, no lo negaba, solo que, al final, se habían empeñado en que debía estudiar para cura. Por suerte, un día había conseguido huir y había entrado por casualidad en el palacio de Marco Pisani, que lo había puesto bajo su protección y había convencido a los padres de que renunciaran a su alma.
En cualquier caso, nadie manipulaba mejor la verdad que los sacerdotes y las monjas. Parecía que tenían siempre hilo directo con el cielo y que sabían en todo momento cuáles eran los deseos de Dios, como si Nuestro Señor les consultara antes de tomar cualquier decisión.
Mientras cruzaba el pequeño cementerio lleno de cruces que había detrás del ábside, Nani se preguntó si él no sería el fruto del pecado de una monja. Quizá su madre había muerto al dar a luz y sus compañeras lo habían confiado a los buenos padres escolapios. Se encogió de hombros para reponerse del instante de conmoción. Menudas cosas se le ocurrían.
Detrás de la iglesia se erigían los muros del complejo conventual, al lado de unos huertos bien cuidados donde las plantas empezaban a brotar, dada la proximidad de la primavera. A la izquierda, más allá del convento, se abría un patio que daba a la cavana, el cobertizo donde atracaban las barcas cargadas con las provisiones procedentes del canal que flanqueaba el lado noroeste del edificio.
Nani entró en el patio. A la izquierda vio la zona de servicio del monasterio, donde se encontraba la cocina, de cuya ventana enrejada le llegaba olor a comida, y otros dos locales, con toda probabilidad la enfermería y la hospedería, con una puerta que daba a las fondamenta de la cavana, de forma que, en caso de necesidad, estaban directamente comunicadas con el exterior. A la derecha se erigían varias casas pequeñas y modestas. Debían de pertenecer a los criados.
¿A quién podía dirigirse si en los alrededores solo se veían unas cuantas gallinas? De repente, se le ocurrió una idea: agarró a la más próxima, que tenía las plumas rojas y estaba bien rolliza y que hizo amago de escapar al sujetarla con fuerza por las patas. Como había previsto, la gallina empezó a cacarear y aletear como si la estuvieran estrangulando. Una puerta se abrió de golpe y una joven desgreñada, vestida con un delantal azul turquesa, salió corriendo.
—¡Al ladrón! —gritó—. ¿Qué haces con mi gallina?
Nani dejó en el suelo el ave, que se alejó muy tiesa sacudiendo las plumas, y se aproximó a la joven esbozando una de sus sonrisas arrebatadoras.
—Buenos días, señora —dijo—. Me ha parecido que estaba mal y quería ayudarla…
—No esperarás que me lo crea —replicó la joven.
—¿Por qué no? ¿Acaso tengo cara de ladrón de pollos?
Lo miró con atención. No, ese joven tan bien vestido no podía ser un ladrón de pollos.
—¿Qué quieres? —inquirió.
—Me llamo Nani y soy gondolero. He acompañado a mi patrón a visitar a las monjas y, mientras daba vueltas por aquí, me ha entrado sed. ¿Me puedes dar un vaso de agua?
¿Cómo podía negarse?
—Siéntate —lo invitó la joven cuando entraron en la habitación que hacía las veces de cocina.
El ambiente era muy pobre, las paredes estaban desconchadas y los muebles destrozados. En la chimenea hervía una sopa de verdura.
—Me llamo Pina —se presentó la joven mientras se quitaba el delantal y le servía un vaso de vino espumoso—. Esto es mejor que el agua —añadió.
—¿Dónde están tus padres? —preguntó Nani mirando alrededor. Era evidente que en esa casa miserable no entraban los ducados de la monja.
—Trabajando en los campos. Siempre hay mucho trabajo, pero pocos campesinos. La monja tesorera no quiere rascarse el bolsillo —dijo con amargura—. Dice que debe hacer obras de caridad.
Nani bebió un sorbo de vino. Era de segundo prensado.
—¿Cuántos trabajáis aquí? —preguntó.
—Somos tres familias, imagínate, y debemos dar de comer a cincuenta monjas y a treinta legas. Los campos, el huerto, los animales, hemos de ocuparnos de todo. Y de todas estas maravillas a nosotros apenas nos toca nada.
—¿Los demás también están trabajando fuera? —inquirió Nani señalando las otras dos casas enrejadas.
—¡Qué curioso eres! No. Los Pedron están en los campos con mis padres y mi hermano. Los Gavisi se han marchado esta mañana en barca, no sé dónde han ido. Pero él es el barquero del convento, se llama Giusto, y conduce la caorlina para el transporte. Como ves, ahora no está en la cavana. Su mujer, Giuseppa, que es de ciudad, va a menudo a Venecia a hacer recados para las monjas.
Nani aguzó las orejas.
—Es una vergüenza que os paguen tan poco —objetó para ganarse la confianza de la joven—. Los trabajadores no deberían apretarse el cinturón con los dientes. Antes de nada, las monjas deberían hacer caridad con los que trabajan duro para ellas.
—Bueno, a algunos los tratan mucho mejor —exclamó Pina.
—¿A quiénes? —Nani estaba a punto de sonsacarle lo que quería.
—A los holgazanes de Giusto y su mujer, la familia del barquero. Ellos no dicen una palabra y se quejan igual que nosotros, pero a mí no se me escapa que Giuseppa se ha comprado ropa nueva y que suelen comer estofado de carne. Además, sus hijos van al colegio, igual que los hijos de los señores.
—¡Caramba! —dijo Nani asombrado—. ¿Tanto ganan haciendo recados?
—Por lo visto sí —contestó Pina exhalando un suspiro—. Si conociera mejor la ciudad, me ofrecería yo también.
Nani sonrió pensando que, con el aire de ingenua que tenía, a la joven no le habría sido nada fácil convertirse en mensajera de amor de una monja.
—Un día te llevaré a dar un paseo por Venecia —le prometió. Quería ganarse su simpatía, quizá no era la última vez que debería tirarle de la lengua—. Conozco la ciudad como la palma de la mano. —Con todo, esperaba que no fuera necesario, porque esa joven desgreñada y mal vestida no era, desde luego, su tipo.