XIII
Pocas son las cosas que pasan en Mic-Napoca sin que el abuelo tenga conocimiento de ellas. De todas formas, me resisto a creer que se haya convertido en productor de marihuana. Por un momento, me asalta la alocada idea de una nueva cerveza negra con extracto de cannabis. Podríamos contratar un buen abogado e intentar comercializarla, sería todo un éxito. Pero no conozco a ningún abogado, ni bueno ni malo, y no creo que el abuelo esté dispuesto a diversificar el negocio a estas alturas de su acomodada y feliz vida entre las páginas de Homero y sus aromáticas cazoletas de pipa.
Sé quién puede hacer un buen uso de la plantación que he encontrado. No hace falta ser Sherlock Holmes para asociar ideas cuando las llaves de la casa de la tía abuela estaban en la consulta de mi padre.
Cuando llego a la consulta, Carola está recogiendo sus cosas y poniéndose el abrigo.
—Hola, ¿cómo está la casa?
—Psicoactiva.
Carola me mira con extrañeza y esboza una sonrisa de compromiso. Debe pensar que Londres me ha vuelto una excéntrica. O que tengo problemas de vocabulario, quién sabe.
—¿Está mi padre con alguna visita? —le pregunto señalando la puerta cerrada del despacho.
—No, ya ha terminado.
Me despido de ella y doy unos golpecitos en la puerta de mi padre.
—Adelante.
Papá está peleándose con su portátil. Mira la pantalla como si estuviese desafiando a su peor enemigo y golpea las teclas con concentrada precisión furiosa. Me doy cuenta de que estoy extrañamente conmovida de haber sorprendido la vulnerabilidad tecnológica de mi padre.
—Tătic —le digo con suavidad—. Vengo de ver la casa de la tía abuela Ileana.
Veo cómo se encoge detrás de la pantalla del portátil. Se toma un par de segundos antes de ponerse bien las gafas y mirarme algo compungido.
—Es para uso medicinal —me dice.
—Ya, papá, ya lo supongo. Pero aún así, ¿cómo se te ha ocurrido? ¿De dónde lo has sacado? Cole se ha quedado alucinado cuando lo ha visto, podrías haber avisado.
—Oh, no. ¿El capitán Denninson estaba contigo cuando lo has descubierto? Qué desastre. Los americanos son muy poco tolerantes con este tipo de cosas.
—Tătic, la ley de cualquier país civilizado, incluido este, es muy poco tolerante. Eres médico, arriesgas muchas cosas, más que cualquiera que no lo sea.
—Siéntate, por favor.
Papá se tira hacia atrás en su silla de respaldo alto. Se quita las gafas, las limpia, y vuelve a colocarlas sobre su nariz. Necesita tiempo para saber por dónde empezar a explicarme sus nuevas aficiones de jardinería.
—Hace dos años, a Teresa le diagnostiqué una leucemia.
—No lo sabía. Lo siento —me apena que la vital Teresa esté enferma. Aunque ahora entiendo su corte de pelo.
—No tenías por qué. Lo ha llevado con mucha discreción y fortaleza. La mandé a Cluj, conozco a un buen especialista. Respondió bien al tratamiento y remitió, pero hicieron falta varias sesiones de quimioterapia. Las náuseas, el malestar, la debilidad… Era demasiado para ella. Una de las enfermeras de Cluj le pasó una pequeña plantita con discreción. Ella vino a verme, me pidió consejo.
—Y os montasteis un jardín botánico. No hacía falta, la verdad. Teresa podría haberse apañado bien con esa única plantita.
—Yo llevaba tiempo preocupado por la psicosis agresiva de Anton Illeascu, no sabía qué hacer y había empezado a atacar a algunas personas sin motivo aparente. Sabes que no quiere ir a ver a un especialista y casi se muere del susto un día que le acompañé hasta una clínica. Ni siquiera fui capaz de hacerle entrar, se puso a llorar desconsoladamente y no tuve corazón para internarle, ni siquiera sé si tengo potestad legal para hacerlo. Estaba empeorando. Encontré varios estudios sobre el alivio del cannabis en los procesos inmunodepresivos y psicodepresivos. Consulté con algunos colegas de psiquiatría y trauma de Bucarest.
—Ay, no, ¿usaste a Anton como conejillo de indias? —Me viene a la mente las últimas veces que me he cruzado con el anciano soldado. Parecía tranquilo, sumido en sus pensamientos, satisfecho y relajado.
—Le proporcioné saquitos para hacer infusiones. Se la preparan sus vecinas después de comer. Creo que ha mejorado.
En eso tengo que darle la razón, Anton Illeascu parece sensiblemente más feliz con sus infusiones.
—También he conseguido que vaya una vez al mes a hablar con un psiquiatra geriátrico amigo mío.
—¿Has tratado a alguien más con marihuana?
—Por favor, Gracia, no lo digas así. Me haces parecer el doctor Mengele.
Estoy a punto de sonreír, pero entonces recuerdo las risitas tontas de la esposa del farmacéutico.
—¿Le has hecho tomar esas infusiones a María Cordenu?
Papá se sobresalta y me mira con aire de culpabilidad.
—¿Cómo te has dado cuenta? A mí María Cordenu siempre me ha parecido un poco chiflada.
—¡Por dios, tătic! Se ríe sin motivo, parece feliz.
—Quizás es que es feliz.
—Se casó con Emil, no puede ser feliz.
Mi padre se rinde a la evidencia.
—No fueron infusiones, a ella le proporcioné grajeas. Le dije que era un medicamento provisional, en fase de pruebas, y que por eso no podía cobrárselo ni encontrarlo en el mercado. Teresa me ayudó a hacer las pastillas con gelatina y harina de sémola. No es complicado.
—¿Y de qué se suponía que la estabas tratando?
—Insomnio, ansiedad, nerviosismo injustificado, histerismo, llanto repentino.
—Menopausia.
—Hace años que dejó atrás la menopausia. Se trataba más bien de un cuadro nervioso depresivo. Ahora está mucho mejor, y solo una de cada cinco pastillas que toma lleva cannabis. Le he ido bajando la dosis con placebos.
Me dejo caer en una silla sin saber qué decir.
—No hay nadie más —me dice mi padre—. Solo fueron estos casos, cosas puntuales y medidas desesperadas.
—Les has engañado.
—No, he mejorado sus vidas. Escucha, hija, hablemos sin hipocresías. Las farmacéuticas envasan y venden auténticos venenos que se venden legalmente y que recetamos a nuestro pesar. Venenos que curan, pero a veces, por desgracia, venenos que tienen efectos secundarios preocupantes. Utilizar una hierba…
—Una sustancia peligrosa.
—No más peligrosa que el prozac o el litio, maldita sea.
—Está bien, no quiero entrar en esa discusión contigo. Quiero restaurar la casa de la tía abuela Ileana para vivir allí. Necesito que vuestro jardín de las maravillas desaparezca.
—Me ocuparé de ello, no te preocupes.
—Gracias.
Me voy. Salgo de la consulta a toda prisa con la furia devorándome el estómago. Salgo a las calles frías y en calma de Mic-Napoca y ando con rapidez hacia ningún sitio. Ahora nieva con intensidad. Me subo la capucha del abrigo, hundo las manos en los bolsillos y sigo caminando. Creo que ha sucedido, por primera vez he invertido los papeles con mi padre. A cada paso que doy, en dirección al bosque, la rabia se va convirtiendo en tristeza. Qué nos queda cuando descubrimos los pies de barro de nuestros maestros y consejeros. Un barro del que ellos siempre han admitido estar hechos pero que nosotros nos hemos empeñado en ignorar porque solo su infalibilidad nos iluminaba.
Sigo el camino del sur y dejo atrás las últimas casas del pueblo. Me adentro en el bosque de coníferas centenarias y helechos gigantes que esconde el murmullo del río, el aullido de los lobos al amparo de las sombras. Seguramente el mismo bosque que he pisado tantas veces antes en busca de setas, de espárragos para la tortilla de la cena, de castañas para la merienda, de hojas multicolores para el colegio, de frutos silvestres para la mermelada de la abuela. Las copas más altas ya acumulan porciones de nieve blanquísima y el musgo de los troncos pierde su intenso verde casi fosforescente en favor de los níveos copos que empiezan a cuajar. Mis pasos se dibujan cada vez con mayor claridad sobre el camino de grava. Veo las nubecillas de mi aliento, siento los pies helados, y sé que pronto me calará el abrigo y me mojaré.
Solo árboles, musgo, plantas y helechos a mi alrededor. Verde intenso, frondoso, naranjas, rojos y marrones otoñales, vida exuberante que se deja acariciar por pinceladas blancas. Ya no veo las casas. He llegado hasta el río, ese pequeño afluente del Danubio que Trajano llegó a cruzar tantas veces camino de la Dacia. Tropiezo con las raíces enormes de un cedro gigante. Me parecen brazos abiertos, esperándome. Si me detengo un segundo a pensar, sé que no lo haré, por eso me apresuro a acostarme bocarriba sobre las nudosas raíces. Una gruesa para la cabeza, dos para las lumbares, otra más elevada para que los pies no toquen el musgo empapado. Me dejo mecer por un movimiento de cuna imaginario.
Completamente estirada sobre las faldas del cedro, miro a través de sus ramas en busca de un pedacito de cielo. No se ve más que una suave lluvia de copos blancos por entre las hojas de distintas tonalidades de verde, naranjas y las ramas grisáceas. Aquí estoy, tumbada a los pies de un árbol acogedor en medio de la primera nevada del invierno. Quizás solo para demostrarme que sigo siendo menos madura que mi propio padre. O quizás porque la espesa niebla de algunas tardes de Londres se me ha instalado en la cabeza y me ha llenado de bruma el pensamiento.
No me apetece volver al pueblo. Doy un pequeño rodeo y me acerco hasta el campamento de los norteamericanos. Lo he hecho sin pensar, en busca de consuelo, esquivando mis pensamientos desconcertados. Por entre las tiendas, asoman pequeñas columnas de humo y un prometedor aroma a estofado le recuerda a mi estómago que es la hora de comer. La nieve ha cubierto parte de la alambrada y las torres de los vigías. Sin apenas mirarme, el marine de guardia grita al verme.
—Capitán Denninson. Tiene visita, señor.
Cole sale de una de las tiendas más cercanas y me ve.
—Un minuto —me dice—. ¿Puedes acercarte a la puerta?
Camino hasta la breve entrada en donde se interrumpe la alambrada y espero. Estoy empapada y me duele la espalda por culpa de mi pequeño romance con las coníferas. Pero Cole ya viene en mi ayuda, haciéndome olvidar mi lamentable estado. Se acerca, abre la alambrada y se planta muy cerca del alcance de las nubecillas blancas de mi aliento entrecortado. Si algún vestigio de sol se colase entre el cielo encapotado, podría sentir el escalofrío de su sombra cayendo sobre mí.
Extiendo mis manos agarrotadas por el frío, consigo bajar la cremallera de su pesada parca militar, paso mis brazos por detrás de su espalda y escondo la cara en el hueco perfecto de su esternón. Es aquí donde quería estar. Nada de cedros centenarios.
Cole me devuelve el abrazo en cuanto supera el efecto sorpresa. Siento cómo se estremece al contacto con mi cuerpo helado. Me quedaría así durante años, incluso a riesgo de convertirme en un cómico muñeco de nieve al que Nicolai sin duda le pondría un sombrero de paja como el que Cesare lleva para la siega.
—¿Has hablado con tu padre?
—Sí.
—Ahora tengo que irme —casi puedo imaginarme su esquiva sonrisa cuando me escucha gemir bajito—. No puedo verte hasta mañana.
—¿Quedamos para desayunar en el Sinaloa?
—Claro —y suena a promesa—. A las diez.
Toma mi cabeza entre sus manos y me obliga a salir de mi escondite. Me mira a los ojos con atención, como si pudiera leerme el pensamiento a través de ellos. Nos besamos. Y se va.
Una vocecita en mi interior me avisa de que piso terreno peligroso.
—Mira bien su espalda, es lo último que verás en cuánto se vuelva a Estados Unidos —dice la vocecilla insidiosa.
—Es una espalda magnífica, no me importa mirarla.
—¿Tampoco te importa que esté a punto de salir corriendo para no volver?
—Oh, cállate, vocecilla insidiosa.
Llego a casa empapada y tiritando, pero no hay nadie. Creo que los abuelos y Lena están en Cluj, de compras. Espero que no tarden en regresar porque la nevada promete volver impracticables las carreteras. Me deshago de mis ropas mojadas, me doy una ducha caliente para entrar en calor y me visto con la ropa más abrigada que encuentro en el armario. Me envuelvo en mi hermoso chal granate y me siento junto a la chimenea encendida.
La ha encendido mi padre.
—¿Sigues enfadada? —me pregunta cauteloso desde el sofá.
Me giro, le sonrío y niego con la cabeza.
—Claro que no, tătic. Comprendo por qué lo has hecho. No sé si yo habría hecho lo mismo, pero lo entiendo.
Yo he estado estirada sobre las raíces de un árbol que me parecían acogedoras y después he ido a besar a un marine que está a punto de marcharse al otro lado del océano. Eso te da una perspectiva algo distinta de lo que resulta o no comprensible en la familia Bratianu.
—Eso es lo que pasa en estas pequeñas comunidades. De repente los pacientes dejan de ser pacientes, se han convertido en tus amigos, en tu familia. Harías cualquier cosa por no verles sufrir, por no perderles.
Papa se levanta, pone a su colega Frank Sinatra en el reproductor de cedés y viene a sentarse en el suelo, justo frente a mí, al otro lado de la chimenea. Fly me to the moon nos invita de manera prometedora La Voz.
—¿Vas a echarme una mano?
—Pensaba que no me lo pedirías nunca —le sonrío.
—¿Te apetece que asaltemos la despensa de la abuela para firmar la paz?
—¡Sí! Me muero de hambre. El primero en encontrar el jamón se come las natillas que sobraron anoche.
Lena, el pequeño Traian y los abuelos llegan poco después. Frank sigue cantando y el abuelo, una vez liberado de su bufanda y abrigo, no puede resistirse a enseñarnos un par de pasos de baile que no se ven en la región por lo menos desde los años cuarenta del siglo pasado. No han tenido problemas con el tráfico y están habladores, felices. Mi hermana parece algo cansada pero los abuelos han rejuvenecido diez años de golpe. Comprendo cuánta vida les hemos aportado Lena y yo desde nuestra llegada, el cambio que ha supuesto considerar nuestra visita como algo permanente.
Cuando anochece y terminamos de cenar, el abuelo se apoltrona en su confortable butacón armado con sus gafillas de concha y La guerra del Peloponeso.
—¿Por qué no lees a Tolkien? —le pregunto.
—¿El de los elfos? —Me gruñe.
—El profesor J. R. R. Tolkien estuvo en la Primera Guerra Mundial, fue voluntario civil en los bombardeos de Londres de la Segunda, frecuentó los círculos literarios e intelectuales de la época, ¿pero qué digo? Él fue la élite intelectual y lingüística de la época, captó como nadie la tristeza del cambio de paradigma en la destrucción humana. Tenía una imaginación prodigiosa, respetaba a los clásicos tanto como tú, y ejerció un montón de años de profesor de literatura de una de las universidades más prestigiosas de Europa. Era peculiar, maniático y excéntrico como tú, y tenía pavor de que alguna editorial americana le ilustrase el Hobbit con dibujos Disney. Llamarle «el de los elfos» me parece quedarse un poco corto. Y creo que te habría caído bien.
El abuelo me mira impresionado por encima de sus gafillas de concha.
—Levántate y coge el tercer volumen de la segunda fila de la estantería empezando por la derecha.
—Cartas de Tolkien —leo sorprendida.
El abuelo se ríe y le entra tos. Es demasiado guapo para ser Gandalf y algo mayor para resultar un Aragorn convincente.
—Y además también fumaba en pipa. También tenemos eso en común.
—Quizás tenga alguna nieta sabelotodo.
—Ven aquí —me dice sonriente.
Me acerco, me dejo estirar del brazo hacia abajo, a regañadientes, y el abuelo me estampa un sonoro beso en la frente.
—Déjame leer.
Subo a la planta de los dormitorios en busca de Lena. La encuentro cambiando a Traian para ponerlo a dormir. Me sorprenden sus movimientos sosegados y expertos, como si hubiese repetido esos gestos toda su vida. Besamos al pequeño unas trescientas veces cada una, y su madre lo deja en nuestra cuna familiar.
—Lena —le digo mientras seguimos arrobadas mirando al bebé—, he descubierto el secreto de papá y de Teresa.
—¿Tienen una aventura?
—No, estaban drogando a la población.
—¿A todos? ¿A los 300 habitantes de Mic-Napoca?
—Bueno, solo a dos… Que hayan confesado. Uno era Maria Cordenu.
—Entonces no cuenta. Alguien tenía que aliviar los sufrimientos de esa pobre mujer.
—Lena, estoy hablando en serio. Papá y Teresa tienen una plantación de cannabis.
—Gracia, tú tienes un capitán de la marina acampado en los campos de Cesare. Quién esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Me empuja fuera de la habitación y se ríe. Nos sentamos en las escaleras y hacemos piececitos con nuestros gruesos calcetines de lana. Sigo envuelta en mi chal granate.
—Cuando vives con otras personas, tienes que aprender a ser tolerante y no meterte demasiado en los asuntos del otro. Ni siquiera en sus asuntos profesionales. La convivencia es respeto —me alecciona mi hermana menor.
—Voy a irme a vivir a casa de la tía abuela.
—¿Has ido a verla? ¿Cómo está?
—Hecha una ruina. Pero mañana mismo llevaré a Cesare para que me dé su experta opinión. En serio que me gustaría muchísimo repararla, sigue siendo estupenda pese a los escombros y la mugre.
Lena apoya su cabeza en mi hombro. Me gusta el olor a talco y a champú de su pelo.
—Lena.
—Sí.
—He besado al capitán Denninson.
—Bien.
—Varias veces.
—Ajá.
—No quiero que se vaya.
Mi hermana pequeña me pasa un brazo por la espalda y me acaricia. No estoy segura de si me está compadeciendo o es que intenta consolarme de mi propia estupidez.
—¿Por qué no te sorprende nada de lo que te estoy contando?
—La noche de Navidad, el abuelo entró en la cocina y le dijo a la abuela que había visto al capitán Denninson sonriéndote. La abuela le contestó que nunca había visto sonreír al capitán.
—¿Crees que Cole querrá vivir en una casa sin tejado y con tierra quemada en el jardín?
—Depende.
—¿De qué?
—De si tú también estás en esa casa.