I
Mic-Napoca, Transilvania
Diciembre de 2004
Esta noche las estrellas se han borrado del cielo y el silencio es más denso que de costumbre. Hemos terminado de cenar y mientras mi padre cabecea frente al televisor el reloj de la repisa de la chimenea me mira burlón. El árbol de Navidad sigue con sus luces de colores encendidas y en la chimenea algunos troncos gruesos arden despacio. Mi abuelo lee a Homero con sus gafillas de concha, moviendo laboriosamente los labios silenciosos y secos. Lena aprieta entre sus manos blanquísimas un libro sobre embarazadas. La ilustración de la portada muestra a unas mujeres que parecen muy furiosas. Mi abuela me llama a la cocina.
—El aire es espeso esta noche —dice sin mirarme.
Y es cierto. La quietud se ha instalado en los umbrales de piedra de Mic-Napoca. Al otro lado de la ventana, un susurro inquieta a los gatos de Natasha. Me pregunto si Nicolai ya se habrá ido a dormir, si tendrá un peluche preferido al que abrazarse por las noches.
—Tú también vas a preguntarme por qué he vuelto, ¿verdad, bună?
Mi abuela no contesta pero la veo sonreír levemente en el reflejo de la ventana.
—A veces pienso que he vuelto solo para fastidiarlos, para no tener que darles la razón a todos los que murmuraron «no volverá» cuando me fui.
—Pero esa no es la razón de tu regreso.
—Sería idiota si esa fuera la razón y todos sabemos que Traian Bratianu no tiene idiotas en su familia. Los hubiese mandado fusilar.
Mi abuela se ríe despacito. Está muy guapa con su pelo blanco destacando a contraluz, como si fuese el aura de un hada muy vieja.
—Habrás dejado en Londres amigos y compañeros de trabajo —adivina.
—Les llamaré después de Navidades, para despedirme de ellos como se merecen. De momento, tengo apagado el móvil y solo mis jefes del hospital saben que no voy a volver.
—¿Te dejaron marchar?
—Claro que no —sonrío orgullosa y avergonzada al mismo tiempo—. Se lo han querido tomar como un año sabático. Ya veremos.
—¿Salías con alguien? ¿Cómo se llamaba aquel chico?
—Don. Me gustaba mucho, muchísimo, lo suficiente para pensar que… Estuve a punto de invitarle a pasar unas vacaciones aquí el último verano que vine.
—¿Y qué pasó?
—No lo sé, bună ¿Cuánto es suficiente? ¿Cuánto no lo es?
Me gusta el sonido de los platos entrechocando bajo el agua caliente, el movimiento circular de las manos hábiles de mi abuela. Carraspea un poquito, duda, y finalmente me mira con sus ojos acuosos de hada sabia.
—¿Sabes lo que es una noctalia?
Niego despacito, interesada en la historia, en cualquier historia que me ligue para siempre a la piedra bucurestina de esta casa, a las raíces sólidas y legendarias de los Bratianu, las que se hunden en los tiempos inmemorables cuando los turcos amenazaban nuestras murallas y Vlad el Empalador suspiraba por una princesa de mirada oscura y alma rebelde.
—Las noctalia son los cuentos que se explican desde siempre alrededor de un buen fuego. Para que sea una verdadera noctalia, deben darse tres condiciones indispensables: que sea de noche, que haga frío y que todos los que estén sentados escuchando estén cansados. Solo así la noctalia da consuelo, porque siempre encierra un mensaje de esperanza. Como un faro, una luz cálida, para los que están perdidos y exhaustos, en busca del camino.
La abuela aparta su mirada de mis ojos malditos y mira por la ventana, aunque no pueda ver nada más allá de las luces del patio, del merodeo de los gatos. La oscuridad se espesa todavía más y me sorprende caer en la cuenta de que hoy no se oye el aullido de los lobos. ¿Por qué estarán tan callados esta noche?
Mi abuela me lee el pensamiento, mi padre se duerme delante del televisor y mi abuelo sigue moviendo sus labios resecos deletreando a Homero. Lena pasa las páginas de su libro de embarazadas furiosas. Y entonces los vasos empiezan a tintinear en las estanterías de la cocina, tan ligeramente que al principio creo que me lo estoy imaginando. El temblor crece precediendo un ruido lejano, casi como de tormenta. Pero ninguna tormenta hace vibrar los cristales de la ventana de esa manera.
La abuela me mira asustada y se apresura a hacer la señal de la cruz mientras murmura algo sobre unos santos. Afuera el susurro crece como la marea en el Mar Negro, inunda con firmeza la oscuridad espesa y por fin entra en la casa. Cuando llego hasta el comedor mi padre está en pie, algo desconcertado, y toda la casa vibra con el fragor de lo desconocido. Lena ha cerrado el libro y se lleva una mano protectora a su abultado vientre.
El abuelo no aparta los ojos de Homero pese a que debe llegarle el ruido desaforado de nuestro ritmo cardiaco. Al fin se apiada de nuestra ignorancia y gruñe en voz alta.
—Son helicópteros. Pero no son rumanos ni rusos —se rasca una oreja y pasa una página del libro viejísimo—. Suenan como si estuviesen aterrizando en el campo de heno de detrás de la fábrica.
Y eso es todo. El abuelo hace muchos años que ha perdido su capacidad para sorprenderse. Murmura alguna cosa sobre que ninguna guerra merece más atención que las proezas de Ulises o la espera de Penélope y hace un gesto a su mujer de que le molesta con sus aspavientos de católica. Así que papá y yo salimos solos a la noche ensordecedora. La tierra tiembla y el pulso se nos acelera en las sienes. Mic-Napoca se despierta asustada, se encienden luces por toda la plaza de la Biserică y algunos vecinos salen desconcertados por el ruido. Todos hipnotizados por el rugido de la oscuridad, por la reverberación del aire y de la tierra. Los primeros gritos nos sacan de nuestro estupor, papá y yo corremos a casa en busca de un maletín de primeros auxilios y sacamos el coche de la plaza en dirección al campo de heno en la parte más suroriental del pueblo. Podríamos ir a pie, pero así tardaremos menos y podremos tener transporte en caso de que haya heridos.
El lugar es una locura de reflectores y helicópteros, de soldados armados y cercas de madera, de gritos y ruidos, todo envuelto en una tormenta de heno volador por culpa de los rotores gigantescos. De la panza de los monstruos aspados saltan a tierra algunos hombres pintados de verde y negro.
Emil Cordenu tironea de la manga de mi chaqueta. Lleva un buen rato llamándome pero es imposible oírle con tanto estruendo. Me señala dos cuerpos tirados en el suelo rodeados de algunos soldados. Mi padre ha desaparecido. De repente el mundo se ha vuelto del revés, la locura ha encontrado a Mic-Napoca pese a que no sale en todos los mapas y los oídos me empiezan a doler tanto como el estómago.
Las dos figuras tiradas en el suelo son Cesare con su brazo en cabestrillo y su nueva mula. Cesare no está más herido de lo que se encontraba esta misma mañana cuando le cambié los vendajes, excepto por una pequeña brecha sangrante por encima de su ceja izquierda, pero su mula se queja espantosamente. Los soldados gritan a Cesare y a la mula pero ninguno de los dos parece entenderlos. Gritan en inglés. Son americanos.
—Necesitan ayuda —les digo en voz tan alta como me permiten los helicópteros—. Están heridos. Soy médico —les enseño el absurdo maletín—. No les entienden, no hablan su idioma.
—Señora… —Uno de ellos se me acerca y me grita en el oído, pero yo ya estoy arrodillada junto a Cesare—. Señora, tiene que salir de aquí, manténgase fuera de la zona acordonada.
Pero Cesare no quiere saber nada de marcharse sin su mula herida, pese a la coz del miércoles, pese a su brecha sangrante. Supongo que los une la corriente de simpatía que un tozudo puede tener por otro. Conozco a Cesare desde que era pequeña y sé que no me queda más remedio que examinar la pata herida de su mula mientras un Apocalipsis americano ruge por encima de nuestras cabezas.
—Señora, por favor —el soldado me coge del brazo con la intención de arrancarme de allí.
—Déjeme atender al animal. Si conseguimos que se ponga en pie saldremos enseguida de su zona acordonada —se lo prometo en el mejor inglés londinense, sin el más leve rastro de acento de Mic-Napoca.
Uno de los reflectores pasa sobre nosotros. Los cabellos rojos de Cesare me recuerdan a Ulises, pero es demasiado tarde para envidiar la calma proverbial de mi abuelo así que me apresuro a tirar de la pata dislocada de la mula hasta ponerla de nuevo en su sitio. Y de pronto, la constancia de que puedo oír mis pensamientos me trae un terror mucho más definido. Los helicópteros se van de vacío, tras haber sembrado el campo de heno de soldados y artefactos militares. El ruido ensordecedor de sus motores se aleja por el oeste y por un momento parece que de nuevo vaya a ser posible el silencio.
Apenas a unos metros veo a nuestro primar junto a toda la representación de nuestra polizei, cuatro hombres en total en medio de la debacle de luces y gritos. Son cuatro hombres desarmados y en bicicleta, pálidos, delante de un despliegue que jamás habrían imaginado tener que presenciar. El jefe de nuestra brillante polizei sostiene con desgana su porra en la mano derecha. Me reiría si no estuviese tan asustada.
La mula de Cesare sobrevivirá. Los soldados ayudan a retirarla de allí y nosotros les seguimos fuera del hormiguero en el que se ha convertido el campo. No sé cuánto tiempo he estado arrodillada junto a los heridos pero, cuando me levanto y doy por concluida la cura de primeros auxilios, estoy un poco mareada y tengo manchas de sangre y yodo en las manos, en la cara y en el vestido. Y estoy a punto de decirle alguna cosa amable al sargento cuando una mano invisible borra todas las estrellas del cielo y espanta el aire de la noche. Un estruendo recorre el espinazo de la tierra y la hace temblar. El aire vuelve convertido en el rugido de una bestia de otro mundo.
El cielo se ha partido en dos. Es lo único que puedo entender.
El rugido inhumano nos llega mucho antes de que podamos siquiera vislumbrar su silueta. Me reverbera en el pecho y me desordena los latidos. Cuando era pequeña mi abuela solía leernos a Lena y a mí fragmentos de la Biblia por si todavía podía salvarnos del agnosticismo científico de nuestro padre, por eso siempre asocio la idea del terror a las trompetas que anunciarían el fin del mundo. Pero esta noche comprendo que un avión de combate rompiendo la barrera del sonido en la oscuridad espesa sobre el campo de heno de Cesare, en Mic-Napoca, es mucho más terrorífico.
El ruido nos ensordece a todos mientras el impresionante avión de guerra nos sobrevuela a baja altura. Los soldados que me rodean por todas partes lo siguen con la vista. Se han olvidado de mi presencia. En realidad se deben haber olvidado de todo, incluso del sentido común, porque no entiendo qué intereses pueden haberles llevado a invadir un campo de heno de un pueblecito transilvano que no siempre ha salido en los mapas.
El caza vuelve a sobrevolarnos. Me tiemblan las rodillas y no logro encajar del todo mi mandíbula en donde debería estar. El único pensamiento coherente que me acompaña entre tanto ruido es el de que esta vez ni siquiera toda la piedra de Vladimir Drakul, el Empalador, será suficiente para protegernos. El cielo se ha roto y desborda nuestras murallas.
Debo llevar más tiempo del que creo que ha transcurrido en medio de una tormenta de heno, olvidada de todos, paralizada en medio de una noche sin lobos. Porque los cazas por fin se han marchado y, desde el único helicóptero que ha quedado en tierra, una figura se acerca. Quiero pensar que si mi sangre tuviera unos niveles más bajos de adrenalina y mi corazón latiese más despacio, no me impresionaría tanto la escena de una sombra desconocida perfilándose desde la lejanía. Quiero pensar que todo es culpa de mi estado de shock y de mi confusión. Pero esta noche sin luna no me hace concesiones.
Alto, enorme, cargado de cachivaches de guerra, empuña una pistola. Los reflectores agigantan su sombra en medio de la nada, la multiplican. Conforme se acerca puedo distinguir los rasgos de su cara, su pelo corto y oscuro, la línea acerada de una mandíbula apretada con fuerza, su espalda ancha, el balanceo militar de sus brazos. Me tiembla el mundo bajo los pies como debió temblar el telar de Penélope al regreso de Ulises. El helicóptero se eleva, se aleja.
Surge de la oscuridad, como el mismísimo señor de las tinieblas de las leyendas católicas de mi abuela. Surge de la oscuridad para robar el alma de los pobres e incautos mortales, y sigue acercándose. ¿Por qué los lobos están tan silenciosos esta noche? El tiempo se ha detenido y la noche se ha quedado fija en Mic-Napoca. Su mandíbula está apretada con rabia y sus ojos son de color azul oscuro. Oscuro.
Cuentan que Lucifer era el ángel más hermoso de Dios.