VII
Buenas noches, Mic-Napoca, aquí Georghe Antonescu de Radio Mic-N II retrasmitiendo en directo desde el pajar de Georghe. Ante la imposibilidad de conectar desde el campo de heno de Cesare, un servidor ha venido corriendo hasta la estación para narrarles en primera persona lo que parece ser el desembarco de un ejército estadounidense de intenciones desconocidas. Las fuerzas vivas de Mic-Napoca hacen frente a esta situación de crisis con entereza mientras que…
El hombre oscuro y alto se aproxima sin prisas. Se detiene un par de veces para gritar algunas órdenes a los soldados que se le acercan en busca de instrucciones, y luego sigue caminando por entre el hervidero de actividad febril en el que se ha convertido el campo de Cesare. Apenas está a un metro de mí y me mira a los ojos, imperturbable. Enfunda su arma y calla. Si ahora mismo me sonríe y me dice «buenas noches» sufriré un ataque de histeria y me pondré a llorar.
—¿Qué es todo esto?
La tímida voz del primar Vernia se oye a mis espaldas, rompiendo el hechizo de los ojos oscuros que me inmovilizan. Creo que me he olvidado de respirar.
El recién llegado me libera de su escrutinio y busca a la persona que ha pronunciado la pregunta. Localiza al primar a mis espaldas y reconoce con un movimiento de cabeza a los hombres en bicicleta que lo rodean. Solo dos de nuestros polizei llevan el uniforme puesto y Gregor, el más joven, parece muerto de miedo, con los ojos demasiado abiertos como aparentar nada más que pánico.
—¿Es usted el gobernador?
Me giro para ver la cara de Dimitri Vernia. Está pálido y mueve las manos muy deprisa mientras habla.
—Soy el primar de Mic-Napoca.
Pero el primar de Mic-Napoca no habla inglés.
El soldado vuelve a preguntar, esta vez en ruso, pero Dimitri Vernia tampoco habla ruso.
—Está bien —dice tembloroso al reconocer el idioma—. Gracia, ¿por qué no está aquí tu abuelo? ¿Serías tan amable de ir a buscarlo?
Mi abuelo cree que Ulises merece más interés que una panda de norteamericanos jugando a la guerra en nuestros campos de heno. Pero no voy a decírselo. Al menos, no en estos momentos. Aprieto con fuerza el maletín y me pongo al lado del primar.
—Señor, nadie aquí habla el suficiente inglés como para mantener una conversación. Y muy pocos van a entenderle en ruso.
Quizás nuestro pueblo no aparece en los mapas americanos, pero me niego a creer que en el siglo XXI sus sistemas de vuelo sean tan imprecisos como para hacerles creer que están en territorio ruso. Saben dónde están y, aún así, han querido aterrizar aquí. Debe ser una equivocación de algún tipo. O una broma muy cara.
Sus ojos azules como el más profundo de los océanos no reflejan absolutamente nada, pero me mira con tanta intensidad que siento flojas las rodillas. Finalmente me extiende la mano.
—Capitán Denninson, tercera división de Marines, ¿está usted herida? —dice señalando con la otra mano mi ropa manchada.
Dimitri Vernia me da un codazo con disimulo y finalmente acierto a estrecharle la mano tendida. Es grande y cálida, podría quedarme así toda la noche.
—Eh, no. He atendido a… A una persona y a su mula. Soy la doctora Bratianu.
—Habla muy bien mi idioma, ¿va a hacernos de traductora, doctora?
Su voz es profunda, seria, como si estuviese hablando del fin del mundo. Tengo la sensación de estar en un sueño muy extraño. Pero el Armagedón bien puede empezar en un campo de heno a las afueras de un pueblecito transilvano, ¿verdad?
—Gracia, ¿por qué no vas a buscar a Traian? —me insiste el primar en voz baja. No confía demasiado en mis dotes diplomáticas. Hace bien.
—Sí. No. Verá, iré a buscar a mi abuelo. Él habla muy bien en ruso, y también pasó algún tiempo en el ejército. Se entenderán.
Consigo soltarme de su mano y echo a andar en busca de nuestro coche ¿Dónde está mi padre? Antes de salir del círculo luminoso de los proyectores, la voz del capitán suena muy cerca, a mis espaldas.
—Doctora, ¿su abuelo es el gobernador? —pregunta esperanzado.
—Bueno, algo así.
Solo que aquí no tenemos gobernadores, capitán. Esto no es California.
El coche no está. Cesare, que ya ha metido su mula en el granero y está a punto de marcharse me dice que se lo ha llevado mi padre.
—Los soldados nos están echando a todos, nos piden que volvamos a dormir. Y tu padre se ha llevado a Teresa a su casa —me informa el señor Visi con sus manitas de rata adecuadamente enfundadas en unos guantes de lana marrón.
Nuestra casa está cerca, así que no me lleva más que unos diez minutos volver. Cuando llego, la abuela y Lena me acribillan a preguntas.
—Luego os cuento. Vengo a por el gobernador.
—¿Quién? —Se extraña Lena.
Mi abuelo, que sabe más que nadie pero le gusta hacerse de rogar y las entradas teatrales de héroes salvadores, cierra con fastidio su libro y se quita las gafas de concha simulando un cansancio que sé que no siente.
—Abuelo…
—¿Tengo que ir?
—Deberías ir. Hay un montón de marines en el campo de heno de Cesare. Ni el primar Vernia ni la polizei entienden una palabra de lo que les dicen y hay un tal capitán Denninson que necesita hablar con el gobernador. Tú verás.
El abuelo sonríe divertido y se pasa la mano por su abundante pelo blanco.
—Parece interesante —se burla—. Una invasión americana, ¿quién lo iba a decir? A estas alturas de nuestra democracia ¿Crees que puedo decirles que soy el sheriff? Eso de gobernador me suena un poco burócrata.
—Abuelo…
—Sí —me tranquiliza—. Ya voy.
Mi abuela le trae el abrigo, zapatos, guantes y bufanda. Él se viste con calma mientras murmura alguna blasfemia contra los militares del mundo.
—Abuelo, de verdad, el primar Vernia da mucha lástima —le confieso—. Y Gregor, el policía nuevo, va en bicicleta y lleva un chisme de esos en la mano.
—¿Una pistola? —Se sorprende.
—No, un palo de goma.
Le oímos reír mientras sale de la casa y se adentra en la noche accidentada de Mic-Napoca.
Todos se han quedado dormidos, incluso mi padre ha sucumbido al sueño pese a su propósito de acompañarme en la vigilia. Pero la casa no está totalmente quieta: cruje, se despereza, susurra, recoge el eco del reloj de la repisa de la chimenea.
Han pasado más de cuatro horas desde que el campo de heno de Cesare se llenase de soldados, de reflectores y caos. No puedo dejar de ver la escena de la llegada del hombre oscuro en mi cabeza, una y otra vez, como un viejo fotograma encasquillado en su proyector. El capitán Denninson, recién desembarcado en la playa de mis pesadillas.
Me he dado un baño caliente para quitarme el frío, las manchas de yodo y el susto, y me he puesto el pijama. Estoy sentada junto a la chimenea, en la enorme butaca del abuelo, intentado leer algo sobre Penélope y su telar que he encontrado en la Odisea abandonada. Los lobos, tan cerca, en el bosque a pie de las montañas, siguen silenciosos.
La puerta se abre con un pequeño crujido seco y el abuelo entra despacito, cuidadoso en no despertarnos.
—Sheriff —le digo.
Sonríe, se quita el abrigo y todas las defensas contra este frío de diciembre, y se acerca a la chimenea. Parece contento. Le brillan los ojos y tiene las mejillas rojas. Una sombra de barba blanquecina le salpica la mitad de la cara.
—Siéntate. —Le ofrezco su sillón preferido y me hago un ovillo sobre la alfombra, justo a sus pies.
—No me dejarás irme a dormir hasta que no te cuente qué está pasando —afirma.
—Penélope espera —le digo interpretando lo que espero que suene a algo muy épico.
—Pero yo no soy tu Ulises.
El abuelo se sienta y me mira complacido.
—Son unos veinte hombres, además del capitán. Marines de los Estados Unidos. Dicen que están en misión de reconocimiento, que tienen permiso de maniobras en la zona y que pensaban inspeccionar las minas cerradas de Timisoara. Cinco de los soldados son ingenieros. Ah, y también tienen médico y enfermero militares.
—Pero están lejos de Timisoara.
—Sí, lo saben. Tuvieron problemas con algunos helicópteros por las bajas temperaturas y algo de un fuerte viento del norte. No querían abortar una misión tan sencilla, así que improvisaron un aterrizaje en unos campos que creían abandonados y efectuarán las maniobras desde aquí. Con el amable permiso del primar Vernia, por supuesto.
—Por supuesto.
—Les hemos ofrecido alojarse esta noche en la Casa del Primar. Las salas son amplias y tienen chimenea. Mañana podemos solicitar voluntarios para alojar a algunos soldados en casas particulares y en la pensión. Pero el capitán Denninson lo ha rechazado amablemente. Dice que a estas horas sus hombres ya habrán montado las tiendas en el campo de heno. Parece que nuestro buen Cesare les ha dado su beneplácito, siempre que no molesten a sus animales.
—Con este frío.
—Ah, la dura vida de los marines —mi abuelo me acaricia el pelo, distraído—. Voy a por un vaso de leche caliente, no creo que vaya a dormir mucho a estas alturas. Está a punto de amanecer y me duelen todos los huesos.
—Ya voy yo, abuelo —le digo levantándome.
Preparo un par de tazas de espeso chocolate caliente y rescato un paquete de bizcochos de las provisiones dulces de la abuela, muy mermadas desde que está Lena en casa.
—Gracias, cariño. Esto es mucho mejor que un vaso de leche, ¿eh? —me dice el abuelo cuando le llevo nuestro pequeño banquete de madrugada.
—¿Habéis comprobado que es cierto? ¿Qué tienen los permisos para aterrizar aquí? Pensaba que esas cosas eran más complicadas. Los incidentes diplomáticos y todo eso.
—Esto no es Londres, ni siquiera es Bucarest, y se avecinan aires de cambio. No creo que me equivoque demasiado si pronostico que el nuevo gobierno que entre tras las elecciones no tarde en aceptar el ingreso en la OTAN. Quizás estas maniobras no sean más que un pequeño adelanto de nuestro país. Estados Unidos tiene un conflicto grave en Iraq y precisará de nuevos socios en su cruzada. No hemos llamado a Bucarest para preguntar nada, quizás lo hagamos mañana. Tengo un amigo en Cluj.
—Querrás decir que tú moverás los hilos para informarte —le apunto.
—Bueno, ¿qué importancia tiene? Quizás en Mic-Napoca todavía no tengamos fibra óptica, ni siquiera buena cobertura para los móviles, pero hasta el capitán Denninson sabe que tenemos teléfonos. Su coartada tiene que ser sólida, no son tan estúpidos.
—¿Su coartada?
—¿Qué quieren inspeccionar en las minas de Timisoara? Ahí no hay nada.
Mi abuelo toma un sorbo de su chocolate humeante y mira pensativo el menguante fuego de la chimenea. Me pregunto si estará pensando en el horror de Timisoara, cuando por orden de Ceacescu el ejército abrió fuego sobre los civiles que se manifestaban en contra del giro brutal del régimen en sus últimos años de mandato. Mi abuelo, que había ayudado activamente a muchos disidentes a escapar del país en esos últimos años —aparte de por su firme y más que demostrado convencimiento político sobre la libertad y la democracia heredados de sus autores griegos, nunca supe si para combatir el aburrimiento o por un extraordinario sentido de la aventura—, y que seguía profundamente implicado en el movimiento de protesta, acabó por sucumbir a las súplicas desesperadas de mi abuela y consintió en quedarse en casa mientras Timisoara, y luego Bucarest, encendían la mecha de indignación que terminaría con el culto personal del dictador.
—No, ahí no hay nada —concluye—. Y tampoco hay ningún viento del norte esta noche. Están en Mic-Napoca porque querían aterrizar en Mic-Napoca.
—¿Pero por qué? ¿Y por qué no dicen la verdad?
—O quizás sí que la dicen. Quién sabe. Ve a dormir.
—Ya estoy durmiendo —susurro mientras subo las escaleras camino de mi habitación.