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Feliz Navidad, conciudadanos. Georghe Antonescu desde Radio Mic-N II retrasmitiendo en directo desde el pajar de Georghe. Apenas un saludo para compartir con todos vosotros este día. Anoche pudo verse a un tipo gordo, vestido de rojo y con barba blanca, surcar los cielos de Mic-Napoca a bordo de un trineo tirado por ciervos voladores. Espero que todos tuvierais las chimeneas apagadas.
¿Qué se habrán encontrado hoy los soldados norteamericanos en los calcetines?
Existe una ley no escrita que no prescribe nunca en ningún lugar: no hay nada más hermoso que una mañana de Navidad. No importa si afuera llueve o está oscuro o caen cenizas o un tifón está a punto de arrasarlo todo. No importa que este año no haya nevado todavía, ni que nos falten algunas personas a las que amamos.
He convencido a Natasha de que venga a casa con Nicolai para abrir los regalos. Están todos bajo nuestro ancestral árbol de adornos viejísimos y parpadeantes, y me puede la impaciencia. La abuela ha subido a despertar a Lena, papá y el abuelo comparten secciones distintas del mismo periódico de ayer, y Nicolai y yo damos saltitos sobre las puntas de nuestros pies. Nuestros vasos de leche con galletas mordisqueadas se han quedado olvidados en la cocina, pero estamos vestidos, peinados, guapísimos. Nicolai huele a champú infantil y a contagiosa alegría. Sus padres llegarán esta noche, pero hace tiempo que encargaron a Santa Claus los regalos de su único hijo. Me pregunto si serán conscientes de que se están perdiendo lo mejor de este niño rubio como las espigas en verano, que es capaz de anclarte a la tierra con una sola mano de deditos tenaces y llenarte los sueños de vacas amarillas.
Por fin aparece Lena, enorme, somnolienta, envuelta en una bata azul, y baja las escaleras lentísima. Nicolai y yo nos cogemos de la mano mientras la miramos. Creo que tenemos ganas de correr a tirar de ella para hacerla avanzar más rápido, pero somos disciplinados.
—Traian, Petre —llama la abuela—. Vamos a empezar.
Los hombres se acercan aparentando una indiferencia que sé que no sienten.
—¡Primero el señor Bratianu! —Estalla Cesare, que se ha colado desde muy temprano en nuestra casa vestido con su mejor traje, el de los entierros, y con el pelo repeinado en una raya en medio.
—Primero Nicolai —sonríe mi abuelo. Me guiña un ojo y sé que todavía recuerda las primeras Navidades de sus nietas, cuando el comedor estaba siempre repleto de risas y gritos. Ahora apenas queda el eco de añoranza de esas mismas paredes.
—Ven, Gracia, ven conmigo —me dice bajito el niño rubio que tira con sorprendente fuerza de mi mano.
Me arrodillo junto a él y le ayudo con los regalos. Pero apenas veo a través de las lágrimas.
La abuela orquesta el coro de ahs y ohs de admiración y sorpresa, y empieza a repartir el resto de paquetes entre los demás. Nicolai grita extasiado con sus camiones, sus coches, sus libros de cuentos y sus lápices de colores. Todo está lleno de color, de ruido de papel rasgado, de caras sonrientes y de emoción. Lena abre un montón de paquetes llenos de cosas diminutas y suaves para el bebé. Hace pucheros, se ríe, se abraza a la abuela y nos besa tantas veces que nos duelen las mejillas. Cuando veo su cara, roja, redonda, sus ojos húmedos tan llenos de luz, sé que no quiero estar en ningún otro sitio.
El abuelo estrena su nueva pipa con un tabaco especiado y aromático que perfuma el salón en un instante. Papá tiene un montón de jerséis nuevos colgados de un brazo mientras ojea interesado la colección de clásicos que le hemos regalado al abuelo. Nicolai juega en un mundo distinto, donde las carreteras cruzan los suelos de madera y las barreras están hechas de mazapán. Cesare se ha probado su abrigo nuevo, orgullosísimo por el regalo, algo intimidado por los piropos de la abuela.
Espero a que todos estén distraídos y subo las escaleras hacia mi habitación cargada con los tesoros que me han regalado esta mañana. Un vestido de lana gris, leotardos, zapatos y sombrero de parte de los abuelos, para que te vayas aclimatando a este invierno, querida, que esto no es Londres. Un colgante delicadísimo, casi tejido en oro, con un único diamante pequeñito y una sonrisa tímida, para mi hija mayor. Un conjunto hermosísimo de tetera, tazas y surtido de té, para que no eches de menos a los ingleses. La huella pringosa de una manita infantil en mis palmas, el calor de la chimenea, el olor a tabaco de pipa, la risa brusca de Cesare, voces queridas pronunciando mi nombre.
—Gracia —la abuela golpea suavemente la puerta—. Tendrías que ir a buscar a Teresa y al capitán.
—Claro, enseguida bajo.
Se sienta en la cama, a mi lado y me pasa un brazo por la espalda. Entierro la cara en la cálida línea de su cuello.
—¿Tan malo ha sido? —me pregunta mientras me acaricia el pelo.
—Pues no. Creía que tenía una buena vida, me gustaba mi trabajo, salía con los amigos, iba al cine y al teatro, planificaba fines de semana en Escocia. Ha sido ahora, bună, al volver aquí, al estar de nuevo con vosotros. Al caminar con Nicolai por las calles del pueblo, al saludar al primar Vernia y comprar en la tienda del señor Visi y escuchar el cacareo de todas las señoras ¿Cómo he podido pensar que estaba viva lejos de Mic-Napoca, lejos de vosotros?
—Sé que estas cosas sueles hablarlas con tu abuelo…
—No pasa nada, bună, me gusta hablar contigo.
—Aunque pienses que yo no te entiendo como él, Petre y yo también te hemos echado mucho de menos. Y cuando te he visto abajo, con Nicolai, con Lena, creo que empiezo a comprender alguna de las razones por las que quieres quedarte aquí.
Pero sé que no acaba de entenderlo, que le resulta difícil convencerse de que no estoy equivocada al renunciar a mi vida de Londres, a mi trabajo, a mi vocación.
—Gracias, bună —le digo de todas formas. Porque de verdad aprecio su sincero esfuerzo.
—Pues ahora abrígate bien y no vuelvas sin nuestros invitados. Georghe ha dicho por la emisora que hoy es el día más frío del año.
Solo conozco un refrán oriundo de Mic-Napoca: Si lo dice Georghe, entonces es cierto. Así que me sacudo la tristeza, sigo los consejos de mi abuela y me envuelvo en capas de ropa hasta que solo pueden vérseme los ojos, evito tropezar con nadie en el salón —tarea sencilla porque todos siguen concentradísimos en sus respectivos botines navideños— y salgo a la calle. Me dirijo primero al Sinaloa pero Teresa sale a mi encuentro antes de llegar a la plaza de la Biserică.
—¡Feliz Navidad, cariño! —Me saluda feliz.
Lleva dos botellas de lo que espero que sea vino o champagne, una en cada mano, e intenta infructuosamente encontrar algún pedacito de piel descubierta en mi cara para darme un par de besos. Finalmente desiste y se conforma con hacerle carantoñas a mi bufanda.
—¿Llego tarde? —Se preocupa—. Siento que hayas tenido que salir a buscarme con este frío.
—No, no pasa nada, no llegas tarde. Es que mi abuela no quiere tenernos merodeando por la cocina y nos encomienda misiones. Ve, serás más que bienvenida. Yo tengo que acercarme al campamento de los americanos a buscar al capitán Denninson.
Teresa sonríe divertida ante lo que espero que sea mi mejor mirada de fastidio. Es difícil que los demás se percaten de que pones cara de mártir cuando estás tapada por bufanda, orejeras y gorro.
—Creo que es un buen hombre —me confiesa a media voz, como si Emil Cordenu pudiese estar escuchándonos escondido tras los setos de la calle principal—. Se comió el cruasán y disfrutó con la nata del café. Dale un respiro.
Quiero hacerme la interesante y preguntarle de quién está hablando pero Teresa pronuncia su última misteriosa petición y sale corriendo camino de la casa de mis abuelos.
—¡Te veo ahora! —grita agitando las botellas y sin mirar atrás.
Desde la noche en la que los helicópteros aterrizaron en las tierras sembradas de Cesare y vomitaron a un montón de marines armados y peligrosos no he vuelto a acercarme por la zona. Por eso me sorprende encontrarme ante lo que debe ser un campamento militar americano del siglo XXI. Las tiendas son enormes y de un material extraño, tan consistente y firme que ni siquiera se mueve al ritmo del viento frío que ha empezado a soplar esta mañana. Una alambrada rodea todo el perímetro y cuatro torres bastante altas marcan los puntos cardinales de su reserva. Pienso en los campamentos romanos de los cómics de Asterix e intento imaginarme a Cesare con un menhir a cuestas y una mula pequeñita siguiéndole a todas partes.
—¡Capitán! Tiene visita —grita uno de los soldados desde el otro lado de la alambrada.
Los centinelas de las torres están armados pero parecen indiferentes a mi presencia. Me entristece no suponer ninguna amenaza.
Cole Denninson aparece desde detrás de una de las tiendas y me saluda levantando una mano enguantada. No va vestido con uniforme y, sin embargo, me parece todavía más amenazador que la noche en la que se me acercó con una pistola en la mano y la oscuridad de su lado. Cuando se acerca, con media sonrisa en los labios y la mirada azul sujetándome a la tierra —como si pudiera irme a ningún sitio—, se me aflojan las rodillas. Ángel vengador, hueste de la destrucción, terriblemente hermoso, cincelado en el mármol más duro y áspero de la tierra.
—He venido a buscarte.
No sé por qué digo eso. Suena transcendente, cargado de significado.
—Espera un minuto, por favor. Enseguida salgo.
Como si pudiera moverme, como si pudiera irme a ningún sitio.
En el campamento se respira un aire alegre, festivo. Algunos soldados salen y entran de las tiendas. Ríen y conversan, se paran a saludarme, me desean feliz Navidad y me miran curiosos. De la cantina salen voces y canciones, y olores que me recuerdan que empiezo a tener hambre. Echo de menos las galletas olvidadas en la cocina de la abuela. Y el vaso de leche. Y también las galletas de Nicolai. No quiero estar allí de pie, delante del campamento romano. Quiero volver a casa, donde el único destacamento militar en este rinconcito de lo que una vez fue la Dacia son los ejércitos del emperador Trajano en los libros polvorientos de mi abuelo.
El capitán Denninson aparece a mi izquierda con una botella de whisky y separa una sección de alambrada que vuelve a colocar después de traspasarla. Se acerca y me ofrece el brazo. Paso mi mano obediente por el brazo ofrecido y echamos a andar. Sí, todavía puedo andar. Qué alivio.
—Desde Bucarest nos han enviado un montón de comida para el banquete navideño.
—Ha sido un bonito detalle.
—No creas, los chicos hubiesen preferido un buen cocinero.
—Debe ser duro pasar las Navidades tan lejos de casa y de la familia.
—Estamos acostumbrados, y no siempre nos toca a nosotros. La administración suele ser bastante justa en este sentido y tienen muy en cuenta las solicitudes de traslado y permisos. Nadie quiere tener un montón de votantes enfadados porque su marido/hijo/padre/sobrino o lo que sea, pasa todas las Navidades en la otra punta del mundo o bajo fuego enemigo.
—¿Y a ti? —Me sorprendo a mí misma preguntando—. ¿Quién va a echarte de menos en Geinte Heighs?
—Mis padres. El día de Navidad siempre lo pasamos en casa de mis padres. Tengo dos hermanas y un hermano, todos casados y con hijos pequeños. Entre tanta algarabía de nietos correteando y peleándose por la casa, tendrán menos tiempo para pensar en mí. Por suerte.
Cruzamos la plaza de la Biserică y Emil Cordenu, que ya está cerrando la farmacia, se apresura a sonreírnos exageradamente y a felicitarnos las fiestas. Se le nota que tiene ganas de preguntar a dónde vamos y, solo porque es Navidad y me siento generosa, decido regalarle el sabroso cotilleo de que el capitán está invitado a comer en casa de mis abuelos. Le hago inmensamente feliz.
—He hablado esta mañana con mis padres —me dice mientras seguimos andando y dejamos atrás al alegre farmacéutico—. Parecían sinceramente agradecidos con tu familia, por invitarme a su casa el día de Navidad.
—¿Les has dicho dónde estás?
—No, ¿qué importa eso? Saben que no estoy en zona de conflicto activo y que una familia católica me ha invitado a comer con ellos el día de Navidad. Debe ser lo más parecido a lugar civilizado que puedan imaginar fuera de Geinte Heighs.
Hemos llegado. Mic-Napoca resulta desesperantemente pequeño cuando se pasea del brazo de un hombre terrible y oscuro con una botella de whisky y ganas de abrirte su corazón. El mismo hombre terrible y oscuro que ahora se inclina imperceptiblemente hacia mí para escudriñar mis ojos esquivos. Levanta una mano enguantada y atrapa un mechón fugado de mi gorro de lana londinense. Sonríe. Se me olvida el frío. Y está a punto de decirme algo cuando la puerta ante la que nos hemos parado se abre de improviso y me sobresalta. Mi pelo huidizo, mi gorro y yo nos apartamos con rapidez del capitán Denninson.
—Ya era hora —nos gruñe Lena desde el umbral—. ¿Dónde has ido a buscarle, a Afganistán? Tengo hambre.
Me gustaría disculparme por el humor hormonal de mi hermana pero Cole parece distraído mientras me empuja levemente para que entre antes que él en la casa.
La comida navideña de mi abuela es espectacular, digna de entrar en el libro de las delicias culinarias de todos los tiempos de la familia Bratianu, los estómagos más exigentes de toda la región transilvana. Asado, cremoso puré de patata, ensalada con salsa vinagreta, albóndigas picantes, pan de ajo y cebolla, mămăligă —una especie de pan de polenta muy típico de la gastronomía de la región—, alitas de pollo, verduras rebozadas… Las fuentes llenas de comida pasan de unas manos a otras y el ruido de entrechocar platos y cubiertos suena de fondo de las conversaciones más animadas. La mayoría de la cocina tradicional de mi abuela es fácilmente reconocible por el capitán Denninson, que ha aprendido a dar las gracias y a decir delicioso en nuestro idioma para hacer feliz a mi abuela. El abuelo se dirige a él en ruso y el resto del tiempo procuro traducirle el sentido de la charla de los demás para que no se sienta excluido. Cole me lo agradece con un guiño cómplice y media sonrisa, parece muy a gusto pese a las enormes cantidades que empiezan a acumularse en su plato por culpa del entusiasmo de la cocinera.
Cesare come con moderación y brinda a menudo por todos y por cualquier cosa. Su nariz empieza a estar colorada y papá le pone agua en la copa de vino cuando no mira. Teresa se ha sentado frente a él y les sorprendo hablando en clave y dándose pataditas de escolar bajo la mesa de vez en cuando. Lena parece concentrada en remover sin ganas el plato de verduras y asado de cordero que le ha servido la abuela. Me pregunto dónde se habrá metido el hambre canina que la embargaba hace unos momentos.
El abuelo está contento. Se le nota porque no deja de cortar rebanadas de pan y de asado, y de servir a todo el mundo con muecas espantosas y comentarios sobre el colesterol y los médicos. Papá y yo no le hacemos ni caso, hasta que llegan los postres, el café y el momento de las hazañas históricas de nuestro Ulises.
—Abuelo, cuéntanos que hacías en la resistencia —le anima una Lena resucitada por el bizcocho de chocolate de Teresa.
Cole me mira, interesado, parece haber reconocido la palabra.
—Mi abuelo ayudó a salir del país a algunos desafectos políticos del régimen de Ceacescu —le explico.
Mientras el abuelo explica una de sus aventuras y todos los demás le escuchan con atención, aprovecho para explicarle al capitán Denninson su pasado de activista político.
—Al principio de su mandato, el abuelo, como muchos de los empresarios y burgueses de la época, no lo vio con malos ojos. Incluso prestó su apoyo en algunas situaciones y se benefició de sus ventajas. Pero cuando algunos conocidos de la capital que eran contrarios al régimen empezaron a desaparecer o a perder sus posesiones o a ir a la cárcel por motivos dudosos, mi abuelo se fue a Bucarest a investigar. Cuando volvió lo hizo con varias personas a las que ayudó a salir del país. Disidentes ideológicos.
—Pero él se quedó.
—Mi abuelo nunca ha puesto un pie fuera de las fronteras de este país. Ni siquiera vino a verme a Londres, pese a que se lo pedí muchísimas veces. Me hubiese encantado enseñarle la ciudad. Hubiese disfrutado siguiéndole la pista a Winston Churchill, uno de sus personajes históricos preferidos.
—Me sorprende, un hombre tan culto, tan… de mundo. La mañana siguiente a mi llegada nos dio a todos una lección de diplomacia y logística que nos dejó de piedra. Y cuando digo a todos, incluyo a la delegación del gobierno y de las fuerzas armadas que vino desde Bucarest.
—Bueno, es que lee mucho —le sonrío.
—Es todo un personaje, un hombre sabio.
—En realidad es, o era, un hombre de acción. Estuvo en el ejército durante algunos años, pero no suele hablar sobre ello. Y, aunque ya era mayor por aquel entonces, no dudó en llegar hasta Timisoara para echar una mano en las revueltas de 1989.
—¿De dónde es usted, capitán Denninson? —Se interesa la abuela.
—Nací en un pequeño pueblo de Whashington, en Geinte Heighs —Cole habla despacio, con pausas entre frase y frase para que pueda ir traduciendo lo que dice—. Tenemos un alcalde tejano que habla con tanto acento que los plenos municipales son un galimatías; hay una población de perros, gatos y mascotas casi más numerosa que la humana; en verano tenemos piscina, en invierno trineos de nieve, y durante todo el año una escuela y un instituto en donde cuando éramos pequeños nos conocíamos todos. Mis padres tenían una tienda de frutas y verduras, pero ahora están jubilados y se dedican al golf y a la jardinería.
—Es estupendo crecer en un sitio así, ¿verdad? —Le sonríe Teresa.
—Sí, es cierto. Creo que pasé más tiempo de mi infancia en el pequeño parque que había frente a la tienda de mis padres, jugando con mis amigos, que no en casa o en la escuela. Era un pueblo modesto, pobre en cierto sentido, pero perfecto para los niños. Recuerdo que a la hora de la merienda extendíamos una hoja de papel de periódico, o un pañuelo, o lo que tuviéramos más a mano, y poníamos allí todo nuestro botín: bocadillos, barras de chocolate, caramelos, galletas, lo que fuese. Todo se partía en dos trozos y cada uno de nosotros elegía por riguroso turno qué pedazo se iba a comer. El resto, se sorteaba. A veces, mi padre contribuía con una manzana o una naranja, era todo un festín. Corría la década de los años setenta y la recesión económica hizo hincapié en algunas zonas rurales, creo que alguno de esos niños nunca llevaba nada para merendar porque en casa apenas tenían para una comida diaria. Me gustaba pensar que con ese método de repartición del tesoro todos podíamos disfrutar de alguna golosina de vez en cuando.
—En las comunidades pequeñas es más fácil echar una mano a quién lo necesita —reflexiona el abuelo en voz alta.
—Gracia y yo también solíamos jugar mucho en la calle cuando éramos pequeñas. Nos gustaba salir de excursión al bosque en busca de castañas o de setas o de lo que tocase según la época del año —apunta Lena—. Los niños ya no pueden jugar en las calles de las grandes ciudades, no es seguro.
—Ni siquiera es bueno para sus pulmones —interviene papá.
—Eso no ocurrirá aquí.
—¿Por qué? ¿Porque pronto no habrá niños o porque nos alcanzará la globalización planetaria?
—Ya estamos globalizados, ¿qué otro lugar del mundo tiene su propio destacamento de marines a su disposición a las afueras del pueblo?
Se ha hecho tarde. Cesare dormita en el sofá, mientras mi padre, Teresa y el abuelo siguen hablando, cada vez con menos entusiasmo, ante diminutas copichuelas de visinată. La abuela y Lena hace tiempo que se han ido a la cocina a limpiar y recoger los restos de la batalla campal navideña. La orquesta de Glenn Miller suena bajito en el reproductor de música de la abuela. Es Serenata a la luz de la luna.
El capitán Denninson parece cansado. Le he arrastrado junto a la chimenea y estamos sentados en el suelo, entre cojines, con un vaso de whisky en las manos y la intimidad que proporciona el tener un idioma propio solo para los dos. Le he hablado de mi infancia en el pueblo, de la vida en Londres. Tenemos la sensación de conocernos desde hace mucho, como si esta noche nos hubiésemos empeñado en explicarnos tanto. Glenn Miller crea la ilusión de una despedida o de un reencuentro; un valiente soldado americano destinado a Europa en los años cuarenta y la chica de la película.
Apartados de la mesa, de la luz, en esta penumbra el resplandor del fuego dibuja sombras inquietantes en la cara del hombre temible que aterrizó una noche en los campos de heno de Cesare para volverme las tripas del revés cada vez que tropiezo con sus manos o se nos enredan las miradas.
—Hace poco, mi abuela me contó que cuando los hombres cansados se reunían alrededor del fuego se contaban un cuento, una noctalia, para darse consuelo y esperanza.
—Noctalia —dice mientras mueve despacio el líquido ambarino de su vaso.
—Hacen falta tres condiciones indispensables para que el cuento se convierta en noctalia: que sea de noche, que haga frío y que todos alrededor del fuego estén cansados.
—Entonces no puedo librarme —me sonríe—. Hubo una vez dos exiliados que se encontraron en Mic-Napoca. Venían de lugares distintos pero habían regresado por los mismos motivos.
Le miro sorprendida. Me quita el vaso de las manos, deja el suyo justo al lado, y se acerca peligrosamente a mí. Siento su aliento cálido en la mejilla cuando inclina la cabeza hasta casi rozarme. Ninguna parte de mí se atreve a tocarle pero tampoco podría separarme ni un solo milímetro de este cuerpo enorme y sombrío.
—La primera vez que te vi, en medio del caos de los reflectores y del viento de los helicópteros, pensé que eras lo más hermoso que había visto nunca.
Siento su respiración serena, su calor, su mejilla casi rozando la mía. No puedo moverme, no ahora.
—Sé por qué has vuelto —susurra. Su voz arrastra cierta ronquera, un tono profundo e inquietante.
—¿Por qué?
—Por el cansancio y la soberbia. Lo sé porque yo también lo siento.
Me separo de él unos centímetros para poder mirarle a los ojos. El azul es tan oscuro que casi parece negro.
—¿Te sorprende que seamos tan parecidos?
—No somos parecidos —me indigno—. Somos opuestos. Yo juré preservar la vida y tú destruirla. Quiero decir que…
—¿Qué?
—Qué seguro que has matado.
—Entonces es eso. Eso es lo que te da miedo de mí.
Parece aliviado, incluso podría escapársele media sonrisa sino fuese porque el capitán Denninson nunca sonríe. Ni siquiera estando fuera de servicio.
—Sí, soy el monstruo que crees que soy —me dice tranquilo—. Responsable de la muerte de algunas personas, aunque mi país lo llama «daños colaterales» o «evitar un mal mayor». No he empuñado personalmente el arma que ha puesto fin a la vida de alguien, pero sí he sido responsable de que ocurriera.
Termina de un largo trago su whisky y vuelve a dejarlo en el suelo, junto al fuego.
—Sí, Grace —mi nombre en sus labios, en su voz, me tranquiliza—, tengo las manos manchadas de sangre. Como tú en el quirófano, aunque sea por distinto motivo. Pero no somos tan diferentes, porque los dos, en un momento preciso, hemos tenido el poder de decisión sobre la vida o la muerte, hemos tenido ese poder. El poder de dar, de cambiar, de mejorar la vida de muchas personas. Y eso te hace soberbio. Y también responsable, de una manera tan intensa que nos desgasta en poco tiempo.
—La soberbia y el cansancio.
—Sí —toma una de mis manos y desliza su pulgar por la cara anterior de la muñeca dibujando lentamente círculos pequeños. Las pulsaciones por minuto se me disparan y tengo que hacer un esfuerzo enorme por no levantarme y salir de allí corriendo—. Por eso estamos aquí. Por eso me licencio en unos meses, por eso has vuelto a Mic-Napoca. Porque en la consulta de tu padre ninguna decisión volverá a ser de ese calibre.
—Puede ser —me tiembla la voz—. Pero también he vuelto porque estaba harta de sentirme siempre tan sola. Pese a los amigos, pese a la ciudad, pese a los pacientes. Me gusta sentirme en casa, estar con los abuelos, con papá, con Lena. Me gusta pasear por estas calles que tan bien conozco y tropezarme con Gregor en bicicleta o con las preguntas insidiosas de Emil Cordenu. Me gusta conocer el nombre de todos los que me encuentro en el mercado, conocer su historia. Hasta el día en el que volví no me di cuenta de lo mucho que echaba de menos la piedra de estas calles y casas, el olor de leña de las chimeneas, el aullido de los lobos las noches de invierno, la canción de Nicolai. ¿De qué sirve ser la mejor cirujana de Londres si te has vuelto invisible?
—Lo comprendo.
Apenas dos palabras. Pero encierran todo un mundo. Dos palabras que dicen tanto.
—Lo comprendo —dice—. Te comprendo.
Así de sencillo. Así es la magia a orillas del Danubio. Ese es el sentido de cualquier noctalia. Me pondría a llorar de puro alivio, pero apenas puedo respirar mientras Cole siga acariciando la piel, súbitamente hipersensible, de la palma de mi mano, de mi muñeca. Como si pudiese leer los pensamientos —quizás sea otra más de sus habilidades— suelta mi mano y se endereza, apartándose de mí. Me recorre un escalofrío.
—Voy a acompañar a Teresa a casa —nos dice mi padre mientras se pone el abrigo.
Me levanto para despedirme de los invitados y de Lena, que se quiere ir a dormir. Y acompaño a papá y a Teresa hasta la puerta. Siento como si el tiempo, que se había parado junto a la chimenea, se haya puesto otra vez en marcha.
Y cuando me vuelvo, aturdida, ya no queda nadie en la sala, excepto Cesare, a quien alguien ha tapado misericordiosamente con una manta y ronca feliz en el sofá. Podría enfadarme porque todos se han ido sigilosamente, sin despedirse, dejándome sola a propósito con quien bien podría haber sido, con quién seguramente es, un ángel de la destrucción. Como si todos, incluido el silencio culpable de Glenn Miller, fueran cómplices de una trama para entregarme a los oscuros designios del capitán Denninson y su espada vengadora.
—Nos hemos ido a dormir, cariño —me susurra la abuela desde el descansillo de las escaleras—. Feliz Navidad.
—Feliz Navidad, abuela.
—Feliz Navidad, señora Bratianu. Gracias por la cena —acierta a decir el capitán Denninson en nuestro idioma mientras se levanta con desgana—. Ya me voy.
—Me alegro de que haya disfrutado, capitán —mi abuelo aparece por la puerta de la cocina y le tiende la mano a Cole—. Espero verle mañana, antes de que salgan hacia Bucarest.
—No creo que sea posible, señor. Salimos al amanecer.
—¿Te vas? —pregunto como la niña desamparada que ahora mismo debo parecer.
—El capitán Denninson y sus hombres tienen que hacer una primera inspección sobre el terreno de los arsenales y tropas de reserva de la capital. No les llevará más que un par de días —explica mi abuelo.
—Se suponía que eso era información reservada —se queja Cole.
—Es información reservada —el abuelo nos guiña un ojo y empieza a subir las escaleras hacia su habitación—. Feliz Navidad. Nos vemos en un par de días, capitán.
—Abuelo —protesto débilmente. Pero ya me ha dado la espalda y está subiendo las escaleras camino de su dormitorio mientras agita una mano a sus espaldas a saber con qué mensaje.
—Bien —dice Cole mientras recoge su pesada parca del perchero de la entrada y se prepara para salir a la noche invernal—. Entonces, hasta dentro de un par de días. Si lo dice el gobernador, habrá que atenerse a sus planes.
Abre la puerta y se detiene. El aullido de un lobo solitario nos llega nítido a través de la noche. Al poco, su manada le contesta algo más lejos. El capitán Denninson escucha con atención, se vuelve y retrocede hasta donde estoy. Con rapidez, como si temiese que alguien fuese a impedírselo, llega hasta mí y hunde las manos en mi pelo. Me mira una vez más, sin soltarme, y me besa.
—Feliz Navidad, Grace —dice antes de volver a besarme.
Cuando abro los ojos, me he quedado sola frente a una puerta cerrada y tengo tanto frío que tardo en darme cuenta de que sigo dentro de la casa.
—Gracia, cariño —me sobresalta la abuela desde lo alto de la escalera—. Creo que deberíamos esperar a tu padre en la consulta. Lena se ha puesto de parto.