IV
Buenos días, paisanos, os saluda Georghe Antonescu. Aquí Radio Mic-N II desde el pajar de Georghe. La temperatura para hoy es de 4 grados centígrados de media y bajando, pero la nieve se resiste a visitarnos este diciembre. Sed buenos y no aparquéis los tractores cerca de la plaza de la Biserică, que mañana hay mercado. Ah, y un saludo muy cariñoso a la hija pródiga de Petre Bratianu, la doctora Gracia Maria Elizabetta, nieta del señor Traian, que ha vuelto a pasar las Navidades entre las gentes que la vimos nacer, crecer, jugar y moquear, que también la vimos.
Lena ha llamado hace media hora para decirnos que llegará en el autobús de las once. En realidad no es el autobús de las once, sino el único autobús diario que llega de la ciudad, aunque a los habitantes de Mic-Napoca les guste simular que viven en un centro de comunicación neurálgico de la región ¿Quién no quiere estar en línea con los mejores fabricantes de cerveza negra del país? No nos ha dejado ir a buscarla a la estación de tren de Cluj, seguramente porque sabe lo poco que le gusta a mi padre conducir o quizás porque… Quién sabe, nunca he entendido del todo las excéntricas razones de mi única hermana.
Estamos esperando en la plaza, bajo un cielo claro y despejado. Pero el viento de diciembre es frío y trae el olor húmedo del bosque cercano. Todavía quedan unos minutos para que llegue el autobús y ya tengo los pies medio congelados. Debería haberme abrigado más, me da rabia haber olvidado la crudeza de este invierno. Mi padre propone tomar algo caliente y esperar en el Sinaloa. Me parece la mejor idea del mundo desde que Santa Claus inventó las chimeneas.
Es cosa sabida en Mic-Napoca que la mejor cerveza negra es la de mi abuelo, nadie se atrevería a contradecirle. Pero si andas en busca del mejor café, oscuro, aromático y cremoso, entonces tienes que entrar en el Sinaloa.
El Sinaloa es propiedad de Teresa, una mexicana simpática y cariñosa, de edad indeterminada, que lleva en el pueblo desde tiempos inmemoriales. Nadie conoce su historia, pero muchos son los que le han inventado un pasado. Teresa ni niega ni confirma, simplemente te mira con una sonrisa y toma nota de tu pedido. Siempre sales más feliz de lo que entraste cuando cruzas las puertas del Sinaloa.
—Has vuelto —me dice Teresa con su sonrisa de siempre en cuanto nos ve entrar en su calentita cafetería. Y lo dice segura, rotunda. Un «has vuelto» tan definitivo que me hace sospechar de sus poderes de adivina.
Me sorprende con un abrazo fuerte y demasiado largo. Llevo toda una vida en Londres, los ingleses apenas se tocan, y todavía no estoy acostumbrada. Papá nos mira contento, orgulloso. Ahora que me doy cuenta, parece haber engordado un poco.
—Hola, Teresa. Te veo tan guapa como siempre. —Los ingleses tampoco echan piropos y temo sonar un poco forzada. Aunque es cierto, Teresa es guapísima y su edad sigue siendo un misterio tras esa perfecta piel color caramelo y ese pelo oscuro que antes llevaba largo y en trenzas.
—Te has cortado el pelo, te queda muy bien.
Ella hace un gesto con la mano para quitar importancia a mis torpes muestras de cariño.
—Un cortado para Petre y un earl grey con leche y azúcar para ti.
No estoy segura de que los trescientos veintitrés habitantes del pueblo pasen por aquí a tomar algo pero si así fuera no me sorprendería que Teresa conociese todos y cada uno de sus deseos.
—Sí —le contesto como una boba.
Ella nos guiña el ojo y se va a prepararlo todo.
El Sinaloa ha cambiado poco en todo este tiempo. El suelo y las paredes de madera, los sillones y las mesas bajas, la barra larguísima y oscura, las fotografías de las paredes de lugares y personas de Mic-Napoca. El tiempo se ha detenido en este café y eso me reconforta.
Teresa vino huyendo del horror y la tristeza, estoy segura. Nadie llega tan lejos y se esconde tanto si no le persigue algún monstruo. Pero ha sabido guardar la pena y el miedo tan profundamente en las bodegas de telarañas del Sinaloa, que no le ha quedado más remedio que llenar el café de cariño y sonrisas. Su alegría es contagiosa porque es sincera. Creo que de verdad se alegra de vernos. Y por eso su café es tan insuperablemente bueno. El problema es que yo siempre tomo té y el de Londres sigue resultándome motivo de nostalgia.
Papá espera a que Teresa nos sirva las bebidas mientras ojea la prensa del día. Cuando tenemos nuestras tazas delante, se inclina sobre la mesa y me coge la mano.
—¿Por qué quieres pasar consulta conmigo?
Ha llegado el momento de la verdad.
—Porque he venido para quedarme.
—¿De vacaciones?
—No, tătic, no son vacaciones. Me despedí del Royal Marsden Hospital, no voy a volver. Quiero vivir aquí, en Mic-Napoca. Con los abuelos y contigo. Bueno, pensaba buscarme mi propia casa, pero será en el pueblo.
Mi padre me suelta la mano y apoya de nuevo la espalda en la silla. Está sorprendido de verdad, no ha entendido nada. Empalidece, se toca su cabello canoso y se recoloca las gafas de montura dorada. No sabe qué decir.
—¿Qué ha pasado? —pregunta con un hilo de voz.
Cualquier otro padre habría montado en cólera, habría vomitado un discurso sobre el prestigio del Royal Marsden Hospital, la brillante carrera en Londres y los perdedores que vuelven a casa de sus abuelos con 32 años. Pero Petre Bratianu no es así. Nunca he conocido a nadie que muestre tanto respeto por los demás.
—Es complicado.
Se siente traicionado. Sabe que con estas dos palabras le margino. Porque me ha visto hablar con el abuelo, porque, aunque disimula, conoce muy bien las miradas cómplices que intercambiamos en casa y sospecha que en realidad lo que le estoy diciendo es algo así como «tú no lo entiendes, pero el abuelo sí».
No puedo soportar su tristeza cuando me mira.
—¿Tanto me parezco a ella, tătic? —le digo con un nudo en la garganta y los ojos súbitamente llenos de lágrimas, sorprendiéndonos a los dos.
—¿Qué?
—A mamá, ¿tanto me parezco? Durante todos estos años, te pones triste cuando me miras. Pienso que la recuerdas, que la ves en mí y que no te dejo olvidarla.
—Nunca voy a olvidarla.
—Lo sé, no quería decir eso. —Qué torpe soy. Los londinenses estarían orgullosos de mí.
—Pero he aprendido a vivir con su ausencia. No me duele mirarte, al menos ya no tanto como antes. Sí que te pareces mucho, es cierto. Pero me mataría saber que te fuiste lejos de casa solo para evitar que me sintiera triste.
Ahora sí que he metido la pata. Estoy llorando. Las lágrimas me caen a borbotones, sin pausa. Goterones enormes que caen sobre la mesa, dentro de la taza de té intacto. Estoy llorando en el Sinaloa, seguro que hay una ley municipal que prohíbe eso.
Papá se apiada de mí. Extiende su mano y toca con timidez mi mejilla húmeda. No está acostumbrado a hablar de sentimientos y menos de los suyos. Pero pese a todo, me alegra verle tan entero, menos gris, como si todavía tuviese esperanza.
—Me alegro de que estés aquí, Gracia. Mi parte egoísta de padre se alegra muchísimo. Pero mi sentido común me dice otra cosa. ¿Qué ha pasado en Londres? ¿Qué puede ofrecerte Mic-Napoca?
—De momento, a los abuelos y a ti.
—De momento. Pero a la larga quizás eso no sea suficiente.
—Puedo pasar consulta contigo. Eres el único médico de Mic-Napoca, ya va siendo hora de que tengas algo de competencia —intento sonreír, pero creo que solo he logrado una mueca.
Mi padre guarda silencio, desubicado. Sigue preguntándose qué me ha pasado, de qué tengo miedo, por qué me escondo en Mic-Napoca. No estoy preparada para darle una respuesta coherente. Y él lo sabe.
—Creo que acabarás por volver a Londres. Aquí nunca tendrás un caso más complicado que el resfriado de Natasha o las coces de Cesare —concluye con una tímida sonrisa.
Pero Londres no huele a heno recién cortado. Londres sale en todos los mapas y no tiene las murallas de piedra transilvana de Drakul. Londres no tiene un Cesare más cabezota que su mula nueva, ni unas mujeres vestidas de negro que todavía a veces lavan las colchas de ganchillo a orillas de un afluente tranquilo del Danubio, ni un boticario cotilla ni un primar títere de mi abuelo. Londres no tiene a Nicolai, rubio como el trigo, cantando algo sobre una vaca amarilla, con el telón de fondo de los Cárpatos cercanos.
—¡Por Dios! —Teresa se ha plantado delante nuestro por sorpresa—. ¿Tan malo estaba mi té?
Me da una servilleta para que me limpie la cara y me planta delante un plato de galletas.
—Son de avena y chocolate. Las he hecho yo. Come.
Le sonrío poco convencida.
—Come —insiste—. Te sentirás mejor.
La puerta del Sinaloa se abre y una ráfaga de frío me alivia. Seguro que tengo las mejillas rojísimas, como dos manzanas de Blancanieves. Papá se levanta.
—¡Lena!
Mi hermana deja las maletas en la puerta y se acerca para abrazar a papá. Es más alta de lo que la recordaba y de repente ocupa mucho espacio con su enorme abrigo negro, su gorro de lana y una bufanda violeta. ¿Por qué no se me habrá ocurrido ponerme una bufanda? Bueno, yo soy la científica de la familia, Lena siempre fue la de las buenas ideas.
—Gracia.
Mi hermana me abraza —demasiados abrazos en tan poco tiempo para mi maltratada sensibilidad británica— y se ríe cuando ve mi cara de espanto.
—¡Estás embarazada! —le digo. Como si ella no se hubiese dado cuenta—. ¡Muy embarazada!
Lena se ríe. Está guapísima y enorme.
—Tendrías que haber llamado para que fuésemos a recogerte. O podría haberte traído Ivan, ¿dónde está Ivan?
Ivan es el ausente marido de mi hermana y, por la cara que está poniendo papá, habría hecho mucho mejor en no preguntar por él. Pero es demasiado tarde.
—No puede venir —sale del paso Lena—. Oye, vamos a casa. Me muero de ganas de ver a los abuelos.
Teresa se acerca sonriente, le da un beso a Lena y le pone en el bolsillo un paquetito de galletas de avena.
—Esto es lo mejor de volver a casa —le dice mi hermana.