II
Mic-Napoca, Transilvania
Tres días antes
Buenos días, paisanos, os saluda Georghe Antonescu. Aquí Radio Mic-N II retrasmitiendo en directo desde el pajar de Georghe. La temperatura para hoy es de 6 grados centígrados de media y los cielos estarán nublados la mayor parte del día. Os recuerdo que el señor Visi sigue teniendo las zanahorias de oferta y que el miércoles el mercado empezará una hora antes. El primar recuerda a todos los ciudadanos la necesidad de mantener limpias las calles de excrementos de perro y/u otros animales.
Mic-Napoca es un pueblo diminuto que no sale en todos los mapas pero que ha existido desde siempre. Situado en el noroeste de la región de Cluj-Napoca, en Transilvania, su nombre ancestral significa pequeña Napoca, en honor a la capital, supongo. No sé quién le puso ese nombre ni por qué lo hizo, seguramente fue alguien con un gran sentido del humor, porque Mic-Napoca es apenas una aldea de piedra medieval y trescientos veintitrés habitantes, contándome a mí. Piedra en el suelo, piedra en las casas, piedra en las murallas, piedra hasta en el cielo gris. A lo largo de la Historia se convirtió en la pequeña joya de nuestro temido príncipe Vladimir Drakul, el Empalador, que prometió defenderla mientras alentase del ataque de los turcos. La leyenda cuenta que el famoso monarca transilvano se enamoró del pueblo y de una de sus hermosas habitantes y lo amuralló de principio a fin para protegerlo. Lo cierto es que los habitantes de Mic-Napoca nunca sufrieron una invasión, pero se debió más a la poca importancia estratégica que representaban y a que no salían en los mapas de los turcos de la época.
Su plaza principal, la plaza de la Biserică, inusualmente amplia y porticada, no alberga ninguna estatua conmemorativa de ningún héroe. No estoy segura de que tengamos alguno y supongo que resultaría algo chocante poner al Empalador. Pero es una plaza hermosa, flanqueada por el Ayuntamiento, o Casa del Primar, el café Sinaloa, la biblioteca, la farmacia y la iglesia que le da nombre. Los miércoles sigue habiendo mercado, si no recuerdo mal, y es una suerte que esté parada justo aquí porque conociendo las ansias de cotilleo de Emil Cordenu, el farmacéutico, mañana a estas horas todos sabrán que he vuelto.
Hace cinco años que no piso las calles de Mic-Napoca. Pero volver ha sido fácil, incluso aunque este pueblo de piedra siga sin aparecer en todos los mapas del nuevo siglo. Me fui a Londres cuando cumplí los dieciocho, para estudiar medicina. Podría haberme quedado en Cluj, donde tenemos las mejores universidades del país, pero mi padre y mi abuelo tenían cierta inquietud por haberse perdido la oportunidad de viajar y me gustaba pensar que yéndome realizarían en parte su sueño. Mentiría si dijese que no me fui feliz, con ansias de aventura y un salacot imaginario en la cabeza. Y todo fue tan bien, tan sencillo, que Londres me adoptó sin aspavientos y yo me dejé querer por aquella enorme ciudad de otoños neblinosos, inviernos de paraguas negros y primaveras fugaces.
Acabé los estudios, todos los estudios del mundo, estudié tanto que se me secó la imaginación y me salieron durezas en los codos. Pero disfruté y aprendí y conocí a un montón de personas estupendas y a estupendos profesionales. Me convertí en la reina de los quirófanos, sultana de cardiología, princesa de la cirugía, ángel de los moribundos, esperanza de los enfermos. Hasta que me venció el mortal enemigo de cualquier héroe de bata blanca: mi propia fragilidad.
Hoy que he vuelto a Mic-Napoca, dejo atrás una brillante carrera como cirujana del Royal Marsden Hospital y quince años como anónima londinense. A mi impecable inglés ni siquiera le queda acento.
Y aquí estoy, parada en un extremo de la plaza más hermosa del mundo, recién llegada del aeropuerto de Cluj, con dos maletas y cinco toneladas de cansancio, esperando a que Emil el farmacéutico deje de bizquear detrás de su escaparate y me reconozca. Pago al taxista, le deseo buen viaje de vuelta, y me pongo en marcha.
La casa de mis abuelos, mi casa, está a las afueras del pueblo. Es una enorme y extrañamente luminosa construcción de tres plantas en donde vive toda mi familia. Mi abuelo, Traian Bratianu, es descendiente de grandes terratenientes transilvanos y dueño fundador de la única fábrica de cerveza negra de toda la región. Mi abuela, Constanza, es su hada madrina y consejera, y mi padre, Petre, es médico. Su consulta está justo al lado de la casa familiar y la fábrica de cerveza del abuelo apenas a quinientos metros, junto al río que más añoran mis oídos de ninfa.
Mi madre murió cuando yo tenía catorce años y Lena siete. Todavía la echo de menos. A veces, cuando el recuerdo de su sonrisa, de sus hermosos ojos tan llenos de cariño, de sus abrazos, besos y caricias, se me hace insoportable envidio a mi única hermana porque ella apenas tiene memoria de un tiempo en el que fuimos una familia completa. Como si eso le pudiese resultar menos doloroso.
Mamá había nacido en Bucarest, en una familia desestructurada y hostil de la que nunca hablaba. Cuando llegó a la universidad se había convertido en un animalillo fiero y arisco, apasionada por el activismo político en la época más peligrosa del régimen de Ceacescu. Mi abuelo, de viaje de negocios en la capital y héroe anónimo de una resistencia cada vez más numerosa incluso entre las clases burguesas del país, la rescató de las garras de la policía inclemente del régimen una noche de revueltas estudiantiles. La llevó a su propia casa, en Mic-Napoca, porque no sabía qué hacer con ella. Y pese a los reproches de la abuela sobre la peligrosa costumbre de amparar a fugitivos políticos, la convenció para que se quedara un tiempo, al menos hasta que su foto dejara de aparecer en las comisarias del país, sin sospechar siquiera que esa chica no tenía ningún otro sitio a dónde ir.
Y así se enamoró de mi padre, que volvía desde Cluj, donde estudiaba medicina, cada fin de semana. De sopetón, sin frenos ni prudencia, con sencillez y sin aspavientos, como lo hacía todo por entonces. Aprendió que la familia a veces se encontraba a la vuelta de un camino inesperado y que el hogar estaba allí dónde uno deseaba volver al final del día.
Y también así fue como todos se enamoraron de ella, hasta el punto de que cuando murió, mis abuelos sintieron con sinceridad que habían perdido una hija. Y nosotros nos quedamos solos para siempre, traicionados, sin esperanzas de redención ni de consuelo.
La abuela dice que cuando mamá entraba en una habitación la llenaba de luz, que las flores se abrían a su paso y que tenía el don de hacer olvidar el malhumor. Cuando el abuelo quería hacerla rabiar la llamaba Catalina la grande, zarina de todas las Rusias. Papá la llamaba cariño, amor mío y tesoro. Para Lena y para mí era mamá cada mañana, mami cuando algo nos dolía, ma para protestar, mamaíta en cada deseo, madre porque crecíamos.
Para papá, para Lena y para mí fue —sigue siendo— nuestro primer amor, completamente insuperable, pacientes eternos de una enfermedad incurable, con el síndrome agravado de su terrible ausencia. Por eso hoy que vuelvo a casa, lo hago como náufraga, huérfana y enferma crónica de soledad.
Pero he vuelto, pese al lastre.
Y aquí está la casa, justo como siempre ha estado. Una enorme construcción de piedra gris y tejado de pizarra, reparado cada año por Cesare de las inclemencias del invierno. Mi hogar, después de tantos años.
Antes de llamar a la puerta me detengo un momento. Si cierro los ojos puedo escuchar la tala en el bosque cercano, los gritos de los hombres en el campo y el salto de agua que discurre tan cerca por el canal de riego, vestigio olvidado de cuando el emperador Trajano pasó por este pedacito de la Dacia.
Falta una semana para Navidad. El invierno se vuelve frío en Mic-Napoca y aunque no han llegado las primeras nieves, más allá de los campos de cebada del abuelo, los Cárpatos están coronados de blanco y las aguas del Danubio transcurren tranquilas.
Nadie me espera y sin embargo la chimenea está encendida y habrá comida de sobra.
Me quito el guante de piel oscura de la mano antes de agarrar con fuerza la fría aldaba de motivos florales. La suelto con fuerza y aporreo la madera una y otra vez, eco de una impaciencia que no siento.
He vuelto.
La abuela abre la puerta y me abraza fuerte. Su reacción es tan rápida que por un momento temo que me haya confundido con cualquier otra y me entra risa. Huele a humo de leña y a guiso, y sigue siendo tan alta como la recordaba.
—¡Oh, cariño! Cuánto tiempo —me dice bajito en el oído—. Sabía que este año sí vendrías por Navidad.
Me mira inquisitiva, sonriente, y no dice nada más. Me coge fuerte de la mano y me arrastra dentro de la casa. Las maletas se quedan atrás.
—Traian —llama la abuela.
El comedor está casi en penumbra porque, pese a ser mediodía, la luz de diciembre es plomiza en Mic-Napoca. Junto al ventanal más grande e historiado del mundo, sin rastro de cortinas o persianas, mi abuelo está sentado en su sillón gigante de cuero marrón. Tiene la cabeza gris inclinada sobre un voluminoso libro y le cuesta dejar de leer. Sin ganas, levanta la vista, endereza la espalda, se quita las gafas y me mira con el ceño fruncido.
—Gracia Maria Elizabetta Bratianu —me dice solemne, como si tantos años de destierro me hubiesen podido hacer olvidar hasta mi propio nombre.
Y entonces sonríe y los ojos se le humedecen y el libraco se cae de su regazo, olvidado.
—Qué alegría que hayas venido.
Hasta entonces no me doy cuenta de lo mucho que le he echado de menos. Voy a ponerme a llorar como la niña que vuelvo a ser en este comedor, así que prefiero acortar las distancias. Me acerco rápida, me arrodillo a su lado y entierro mi cara cerca de su esternón, justo en la línea de su cuello, en la sombra de su mandíbula, lo más cerca posible de ese olor a camisa limpia recién planchada, a rastros de humo de pipa, a un millón de recuerdos. Respiro hondo.
Mi abuelo me acaricia el pelo, hunde sus dedos sin miedo y llega hasta mi nuca.
—Te lo has dejado crecer. Estás muy guapa.
—Voy a buscar a Petre —dice la abuela desde la puerta—. Creo que ya ha acabado de pasar consulta.
—Abuelo —me apresuro a decirle en cuanto nos quedamos solos—. No he vuelto por las fiestas. Voy a quedarme.
Él me mira, atento. Sus ojos color avellana tienen una luz que nunca he visto en ninguna otra mirada. Al fin asiente. Parece contento.
—Bien.
—Quiero decir…
—Lo sé —me interrumpe—. Está bien.
—¡Gracia! —dice mi padre al entrar—. ¡Qué sorpresa! ¿Por qué no nos has avisado? Habría ido a recogerte al aeropuerto.
—Tătic.
Nos abrazamos y besamos brevemente. Aunque ha tenido años para practicar, sigue pareciendo asustado cada vez que me ve de nuevo. Cuando me mira a los ojos siempre sé lo que voy a encontrar, esa tristeza acusadora que no soporto. Apenas dura un instante, pero ahí está, como siempre, infalible. Aunque esta vez hay algo diferente que me consuela. Se recupera enseguida, se ríe. Y la risa le sube despacio hasta las cejas.
Me coge de las manos y sigue sonriendo. Parece de verdad contento de tenerme ahí delante.
—No te lo vas a creer —me dice entusiasmado—. Tu hermana llegará también en un par de días. Este año estaremos todos.
La abuela, que ha desaparecido discretamente, asoma la cabeza por el vano de la puerta con un cucharón en la mano y más colorada que de costumbre.
—¡La comida está lista! ¡Todos a la mesa! —nos grita mientras vuelve a desaparecer.
Mi abuelo recoge el libro del suelo y vuelve a ponerse las gafas. Por fin puedo ver el título. Es La Odisea.
—Eso también va por ti, Traian —vuelve a gritar la abuela.
Hace tanto tiempo que no oigo maldecir en mi lengua materna que me entran ganas de corear a mi abuelo.