XII

Buenos días, de parte de Georghe Antonescu. Radio Mic-N II retrasmitiendo en directo desde el pajar de Georghe. Los americanos han vuelto de su misión secreta (¿e imposible?), en Bucarest y seguimos sin tener una explicación oficial de por qué están aquí. De todas formas, si queréis pasar a saludarles o llevarles comida y dulces como gesto de buena voluntad (sí, señora Volteanu, su guiso de carne con verduras también se considera «buena voluntad»), no hay ningún impedimento. El capitán Denninson ha dicho que las cercas metálicas estarán abiertas para todo el que quiera visitarles. Recordamos que hoy es día de mercado y que los tractores y los animales de granja deben mantenerse lejos de la plaza de la Biserică. Y sí, el campeonato de petanca seguirá celebrándose esta tarde a las cinco pese a la lesión de pulgar del señor Visi.

—¿Qué buscas? —Me gruñe el abuelo desde su butacón.

Lleva un buen rato leyendo otro de sus tomos antiguos, creo que es Vida de los doce césares de Suetonio, y le estoy molestando con tanto mirar por los ventanales del jardín.

—Nada.

—Si esperas a Nicolai, hoy no saldrá a jugar. Sus padres llegaron anoche de vacaciones y se lo han llevado a no sé dónde a pasar el día.

Menudo fastidio. Odio a los padres de Nicolai.

—Abuelo, he pensado que quizás podría pasarme a ver la casa de la tía Ileana.

—¿Para qué? Debe estar hecha una pena. Hace más de quince años que nadie vive ahí.

—Ya, pero puedo echarle un vistazo con Cesare. Quizás se pueda reparar y recuerdo que era bastante bonita.

El abuelo deja el libro y se quita sus gafas para mirarme. Una sonrisa le baila en los ojos.

—¿Vas a vivir allí?

—Si a la abuela y a ti os parece bien.

—¿Qué tiene de malo esta casa?

—Nada, pero ya soy demasiado mayor para seguir viviendo con mis abuelos y mi padre. Además Lena y el pequeño Traian también se quedan, empezamos a ser demasiados.

Sostiene mi mirada y parece gustarle lo que ve porque asiente y se reclina en su butacón viejísimo.

—Si eres paciente, Cesare puede dejarla como nueva. Esa casa tiene buenas paredes y está bien protegida del viento.

Me acerco al abuelo y le doy un beso en la frente.

—Yo no tengo las llaves —me advierte—. Creo que Petre las guarda en la consulta junto con las copias de las llaves de la fábrica y del trastero y demás.

—Pues voy a pasarme un momento.

Voy camino de mi habitación para abrigarme cuando su voz me da alcance.

—Se irán antes de año nuevo —me dice.

—¿Quiénes? —Aunque ya sé de qué está hablando, por supuesto.

—Los americanos.

Bajo las cuatro escaleras que había subido y me acerco a él. Pero el abuelo no me mira. Se ha vuelto a poner sus gafas y simula seguir leyendo.

—Sé por qué están aquí. La administración estadounidense sabía que iniciar negociaciones en frío sería mucho más largo y costoso que enviar a los marines y decir que todo había sido un error de aterrizaje. Se trataba de distender las relaciones y acceder a una inspección previa a la entrada en la OTAN. Ya es pura formalidad, estamos dentro.

—Tenías razón, después de todo. Ya lo dijiste la noche en la que llegaron.

—Podrían haber aterrizado aquí como en cualquier otro pueblecito. Pero ha sido aquí —levanta los ojos y me mira, pensativo—. Ha sido aquí.

—Me voy, abuelo —le digo suavemente.

Antes de año nuevo.

Salgo a la calle temerosa del frío inclemente de diciembre pero me sorprende una mañana apacible y gris, sin apenas viento y con una temperatura soportable. La niebla rodea Mic-Napoca, los Cárpatos apenas se adivinan tras su amortiguadora cortina. Hoy es día de mercado y desde aquí se oyen los gritos alegres de los vendedores, el vaivén de gentes de las calles transitadas por los compradores.

En la consulta de papá hay un par de señoras esperando visita, y Carola, que se levanta para saludarme.

—¿Vienes a echarle una mano al doctor Bratianu?

—No, no. Pasaba a buscar las llaves de la casa de la tía abuela Ileana. Mi abuelo me ha dicho que seguramente estaban por aquí.

Carola asiente y me hace un gesto para que la siga por el pasillo del fondo. Me guía hasta un pequeño armario lleno de llaves pulcramente colgadas en sus ganchos.

—Todas llevan escrito el nombre de lo que abren, será fácil encontrarla.

—Aquí —le digo contenta—. Es esta que pone «casa Ileana». Me la llevo un momento.

—No hay problema.

—Gracias, Carola. Luego me paso a devolverla.

La casa de la hermana de mi abuela es una modesta pero sólida construcción de dos plantas al final de una de las calles menos céntricas de Mic-Napoca. Está camino de la ermita y siempre me ha gustado porque tiene cierto aire a las casitas bretonas de Francia, con sus piedras encaladas y las vigas de madera oscura. Me imagino viviendo allí y se me pinta una sonrisa tontorrona en la cara. Quizás hasta podría adoptar un gato o un perro. O un capitán de los marines. Me riño a mí misma en cuanto me asalta una visión de Cole descalzo, en calcetines, junto a la chimenea. Con disciplina, intento visualizar de qué color sería mi gato.

Aunque no me coge de paso, decido atravesar la plaza de la Biserică y disfrutar del ajetreo de un día de mercado. Pero apenas me paro en el primer puesto de verduras cuando María Cordenu, sofocada y sudorosa pese al frío, se cuelga de mi brazo y empieza a tirar de mí.

—Ah, suerte que has venido, Gracia María. Ven a salvarnos de los colonizadores.

Pero el dramatismo cinematográfico de su frase se viene abajo cuando suelta otra vez esa risita nerviosa que tanto le cuesta dominar. El humor de Maria Cordenu me sigue pareciendo un misterio.

Me arrastra unos metros hasta la vuelta de otra de las paradas y me encuentro con un grupo de soldados americanos discutiendo acaloradamente con tenderos y compradores. Parecen más frustrados que enfadados, pero todos gritan muchísimo. Me fijo en que no van armados. Bien.

—¿Qué ocurre? —pregunto en inglés.

Todos se giran y el vocerío pierde intensidad. Cuando me reconocen parecen visiblemente aliviados.

—Doctora —me dice un chico rubio jovencísimo—. Menos mal que ha venido. No tenemos manera de hacerles entender que no estamos robando nada.

—Hemos cogido unas chocolatinas, íbamos a pagarlas. Pero solo tenemos dólares y no sabemos exactamente a cuánto está el cambio ni si aceptan nuestra moneda.

—Estos imperialistas del demonio —me grita el tendero del puesto de caramelos. Es un comerciante de Cluj que suele acercarse los días de mercado—. Quieren llevárselo todo sin pagar.

—Señor…

—Dibriv, Ion Dibriv.

—Mire, señor Dibriv, debe haber algún malentendido. Los chicos me dicen que no quieren llevarse nada, que van a pagarlo. Pero solo tienen dólares.

—¿Entonces por qué se están comiendo mis chocolatinas? Aún no las han pagado. Y no sé qué demonios me dicen.

Después de algunas traducciones precisas, descubro que los soldados preguntan por una caja entera de chocolatinas para llevarse al campamento. Es cierto que algunos están masticando el chocolate antes de haberlo pagado, pero no es más que la estupidez de un puñado de personas que no comparten el mismo idioma y que tienen ganas de gritarse para liberar tensiones. Observo que se ha formado un buen grupo de mirones con muchas ganas de dar su opinión alrededor de los norteamericanos.

—Quieren robarnos todo, no hay derecho.

—¡Americanos!, se creen los dueños del mundo.

—Empiezan por los caramelos y quién sabe qué será lo próximo.

—¿Qué ha pasado? ¿No les gustan nuestras chocolatinas? Pues que se vayan a su país.

—¿Qué hacen todavía aquí? ¿Es que el gobierno no va a enviar tropas, no van a protegernos?

—Hasta que no pase alguna desgracia…

Los marines están acostumbrados a lidiar con turbas furibundas civiles, me imagino. Se les nota porque han formado un grupo compacto detrás de mí y simulan ignorar a los vociferantes energúmenos que nos han rodeado. Se concentran en su problema con el tendero, que sigue detrás de su puesto con el ceño fruncido, aunque cada vez más esperanzando en hacer una buena venta cuando le explico que necesitan una caja entera de chocolatinas. Empieza a entender que todo va a tener un final feliz. O casi, porque por el extremo del pasillo se oyen gritos de sorpresa y alarma.

—¡Grace!

El capitán Denninson, a la cabeza de un grupo de marines —esta vez sí que van armados—, se abre paso hasta nosotros. Aunque controla cada músculo de la cara en una expresión pétrea, envidia de los mejores jugadores de póquer, ha empalidecido al verme y unas gotas de sudor le perlan la frente. Su entrada en escena no puede ser más espectacular. Solo le ha faltado aparecer entre la niebla espesa que ya se ha instalado en el bosque cercano.

—No pasa nada —le tranquilizo—. Ha sido un malentendido. Por el idioma.

—Ya está, señor —le confirma el soldado rubio—. No ha pasado nada. Solo estábamos comprando y la doctora nos ha ayudado con el señor Dibbi.

—Dibriv —corrige sonriente el tendero.

—A ver, ¿qué ocurre aquí? Dispersaos, por favor, dispersaos. Dejad los pasillos despejados entre los puestos —es Gregor, el joven policía. No lleva la bicicleta pero parece muy eficiente poniendo orden entre los autóctonos, que se van alejando entre murmullos de protesta, decepcionados porque hoy no correrá la sangre por la plaza de la Biserică.

—¿Todo bien? —le pregunta a Cole en un inglés bastante aceptable.

Pero el capitán Denninson todavía no puede hablar. Sigue pálido, con los ojos clavados en los míos, agarrotado como la estatua de piedra en la que quizás se convierta para suplir la ausencia de héroes en nuestra plaza.

—Todo está muy bien, señor polizei —interviene el feliz Ion Dibriv—. Estaba cerrando una venta con aquí mis amigos americanos y hemos tenido algunos problemillas con mi inglés de Oxford.

Gregor me saluda, respetuoso, con una inclinación de cabeza y luego se lleva la mano a la gorra mirando a Cole. El capitán por fin reacciona y se obliga a saludarle. Cuando el polizei se va, despide a los marines armados que siguen a sus espaldas e intercambia algunas frases furiosas pero en voz baja con el soldado rubio, que parece muy arrepentido de su afición al chocolate. Los soldados recogen la caja de chocolatinas del señor Dibriv, le pagan con dólares americanos, y se marchan rápidamente sin esperar el cambio.

Cole me coge por el brazo con fuerza. La presión de su mano es tan fuerte que incluso a través del abrigo y del jersey tengo la sensación de que sus dedos fríos se clavan en mi piel. Me guía fuera del mercado, lejos de la plaza de la Biserică. Tengo que correr para mantener su paso. Si sigue apretándome tanto mañana tendré un buen cardenal.

—Espera —le digo—. Para, no puedo ir tan deprisa.

Se para en medio de una pequeña calle. Unos niños juegan a pelota un poco más adelante. Atrás, en un extremo de la plaza, Anton Illeascu, el único combatiente de la II Guerra Mundial, contempla pensativo y relajado la retirada de los marines a su campamento. Quién sabe qué debe pasar por su cabeza, aunque parece en paz y una sonrisa beatífica apunta maneras en su cara de mil surcos.

—Lo siento —dice. Pero sigue sin mirarme.

—Eh, oye —le pongo una mano sobre el brazo, súbitamente conmovida—. No ha pasado nada. Era una tontería, ya sabes cómo le gusta a la gente pelearse por nada.

—No quiero conflictos de ninguna clase con los civiles —me dice—. Esto es una misión diplomática, nada de conflictos. Y menos con el pueblo —repite.

—Cole, esto es Mic-Napoca. Lo más peligroso que puede sucederte es encontrarte cerca de la nueva mula de Cesare, en serio. O probar el guiso de la señora Volteanu.

Se gira hacia mí. Parece que ha salido de su parálisis de guerra. Me da miedo pensar qué otros recuerdos le han asaltado en el mercado, qué otras tensiones tan distintas. Se acerca despacio, cómo dándome la oportunidad de dar un paso atrás, de apartarme. Pero no lo hago. Quizás siga teniendo miedo, quizás siga pareciéndome imponente, pero tampoco soy capaz de alejarme. Se inclina sobre mí y me acaricia la mejilla con el dorso de la mano.

—Me has llamado Cole —sonríe.

—Me habré equivocado, capitán Denninson —susurro contra sus labios.

Debe ser hermoso y terrible vernos desde fuera: el ángel de las tinieblas se cierne sobre su presa. Pero no quiero estar en otro sitio que no sea dentro de mi piel, a una centésima de segundo de besar a este marine a punto de partir de regreso a casa.

De pronto soy consciente de algo más. No hay viento. El aire se ha parado, quieto, congelado. El tiempo se ha quedado en suspenso y no se oye absolutamente nada. Un par de latidos, un instante, todo se ha quedado inmóvil. El aire es espeso, mullido como una nube de azúcar, la niebla casi ha desaparecido.

—Espera —le digo.

Me deshago de su abrazo, camino unos pasos. Sé lo que viene.

—Grace… —protesta él.

—Shhhhh. Espera.

Y ocurre. Al fin. Justo en el momento más hermoso del día. Se rompe la quietud y el tiempo retoma el tic-tac predecible de los relojes. El mundo vuelve a ponerse en marcha.

Está nevando. Los primeros copos de nieve de este invierno a orillas del Danubio.

Radiante, feliz, miro a Cole con una sonrisa enorme y extiendo las palmas de las manos hacia el cielo para sentir el leve beso frío de los copos.

Él mira hacia las montañas azules, hacia el bosque oscuro y más allá, a través de jirones de niebla y una fina cortina de motitas blancas que se irá intensificando durante el día.

—Ven, acompáñame. Tengo que ir a un sitio.

Me coge de la mano y se deja guiar. La nieve no desanima a los habitantes del pueblo, que siguen moviéndose contentos por el mercado, entrando y saliendo de sus casas sin apartar la mirada del cielo plomizo. Los primeros copos del año siempre tienen ese toque de ilusión, de alegre bienvenida del invierno. Por la tarde, los más pequeños, como siempre impacientes, sacarán los trineos.

Nos detenemos delante de una de las últimas casas de Mic-Napoca, en la calle que lleva hasta la ermita de cruces ortodoxas que tanto intriga a Lena. Por fuera tiene buen aspecto: no faltan piedras en la fachada, las vigas de madera parecen saludables y vigorosas, y la pequeña puerta, que el abuelo pintó de color azul cobalto una tarde de rebeldía artística, mantiene su solidez. Me gusta.

Saco las llaves del bolsillo y la puerta se abre sin dificultades. La cerradura funciona con suavidad, no hay rastros de óxido.

—Pasa —le digo a Cole—. Es la casa de mi tía abuela Ileana, la hermana de mi abuela Constanza.

El tiempo y las estaciones transilvanas no han sido tan clementes con el interior. Para mi desolación, los azulejos del suelo están casi todos rotos, hay rastros de muebles y de ratones repartidos por todo el salón principal y algunas de las habitaciones tienen un papel estucado espantoso, medio derretido sobre las hermosas paredes de piedra, maltratado por la humedad y el olvido. En algunas esquinas ha empezado a crecer la hierba y la barandilla de la escalera que lleva a los dormitorios ha desaparecido en algunos tramos.

Pero lo peor de todo es que el salón tiene su propia luz natural, una claraboya involuntaria: parte del tejado de pizarra brilla por su ausencia.

—Bonito sitio para vivir —dice Cole después de diez minutos explorando la casa.

Mi cara debe reflejar todo el desánimo y la tristeza que se ha ido apoderando de mí, porque el capitán Denninson se planta a mi lado con un par de zancadas y me obliga mirarle a los ojos. Me cuesta despegar la vista de tanta ruina.

—Eh —me dice—. Lo digo en serio. Es una casa estupenda.

—No te rías. Está peor de lo que pensaba.

Y como para darme la razón, una ligera bocanada de viento helado nos acaricia por detrás. Cuando me giro, me doy cuenta de que algunos de los postigos están colgando y de que los cristales de dos de las ventanas están rotos. Al menos los gatos habrán podido entrar y salir a su antojo, de ahí que solo queden los excrementos de ratón, sin el ratón.

—No está tan mal. Necesitas un buen carpintero.

—Y poner suelos de madera en toda la casa.

—Que te reparen el tejado. Creo que en su totalidad.

—Y hacer desaparecer todo el estucado y el papel. Que se vea la preciosa piedra original de las paredes.

—Cristales nuevos.

—Cocina nueva. De hecho debería prenderle fuego a todo lo que hay ahí dentro y en su día fue una cocina.

Mientras pensamos en voz alta, Cole se acerca a la puerta que da al patio interior y la abre. Sale al exterior y le pierdo de vista. Creo que hay un montón de arañas viviendo en los armarios de la cocina.

—¿Grace? —Me llama desde el jardín interior—. Creo que deberías venir a ver esto.

Parece un poco asustado.

—No sé si me atrevo a salir ahí fuera —le digo mientras voy en su busca—. Debe haberse convertido en una selva en miniatura poblada de criaturas terroríficas.

—No exactamente.

Me quedo en el umbral de la puerta del patio, totalmente paralizada.

—¿Pero qué…?

Cole está en medio de una inesperada vegetación que ocupa todo el espacio del patio interior. Las plantas, lustrosas y bien cuidadas, le llegan hasta la cintura. Es la primera vez que me encuentro con semejantes especímenes, pero no hay lugar a dudas. La tía abuela Ileana tiene una hermosa plantación de cannabis a título póstumo. Me pregunto si en el testamento se la legó a la abuela junto con el resto de la casa.