XI
Radio Mic-N II retrasmitiendo en directo desde el pajar de Georghe. Esta tarde se mantienen las temperaturas y no se esperan precipitaciones en los próximos días. El primar Vernia ruega a los ganaderos que se pasen cuánto antes por la Casa del Primar para completar el censo de terneros y lechones. La señora Prudence Oviescu dice que toda ofrenda de flores a la imagen de la virgen de la montaña que ha puesto en su balcón debe ser previamente consultada con su propietaria, es decir ella misma, la señora Oviescu. Por supuesto, un cariñoso saludo a la familia Bratianu: le deseamos lo mejor a su nuevo miembro, que lleva el insigne nombre de su gran bisabuelo, Traian Bratianu. Ah, y si alguien encuentra un botón verde oscuro, le ruego que pase por emisora a traérmelo. Mi madre me echará de casa si vuelvo con la chaqueta…
Traian Petre Bratianu pesa tres kilos cuatrocientos gramos y ha nacido a las diez y siete minutos del 26 de diciembre de 2004. Es, sencillamente y a falta de un término médico o anatómico que lo describa con precisión, perfecto. Larguirucho, arrugadito y casi calvo. Nos mira con los ojos abiertos de par en par, como si pudiera vernos y le sorprendiese encontrarnos aquí.
El parto de Lena finalmente derivó en una cesárea. El bebé estaba atascado, no avanzaba por el canal y ni mi padre ni yo, a falta de equipo para monitorizarle, quisimos esperar más. Ha sido la primera vez que he compartido quirófano con mi padre y ha estado bien. Carola vino a echarnos una mano en cuanto amaneció y los abuelos, sorprendentemente obedientes, se quedaron esperando en los sillones desparejados de la consulta. Mi padre se convirtió en anestesista y me cedió el bisturí con un gesto seguro y confiado, aunque sé que tenía el móvil en el bolsillo y que había puesto en marcación rápida el número de un obstetra de Cluj y el de las ambulancias de urgencias. No importa cuánto confíe en mí como profesional, al fin y al cabo no es más que un padre velando por su hija más pequeña. Fue un pacto silencioso en el que nos repartimos a madre e hijo: el bebé para papá, la mamá para mí. Lena no dejó de sonreírnos durante todo el tiempo, pese al dolor y al cansancio de las últimas horas.
Hemos trasladado a Lena y al pequeño a casa en cuanto lo hemos creído conveniente y pasamos todo el día en un duermevela excitado y novedoso en el que nos olvidamos de comer al mediodía. Apenas he descansado, me encuentro extraña, entro un millón de veces en la habitación de Lena para ver a mi sobrino y termino enredada en mi chal favorito, el granate de grandes flores entrelazadas, dormitando a ratos en el sofá, con la televisión encendida y papá roncando a mi lado.
Un día después del nacimiento, los abuelos, que se han convertido en bisabuelos, todavía parecen a punto de estallar de orgullo y felicidad. No dejan de revolotear alrededor de Lena y del pequeño. El abuelo ha ido a la fábrica a repartir puros y botellas de vino entre sus empleados y amigos. Cuando le preguntan por el nombre del bebé intenta contestar como si le fuera indiferente, pero sé que Lena le ha emocionado hasta las lágrimas cuando ayer cogió por vez primera a su hijo en brazos y dijo.
—Te llamarás Traian. Traian Petre Bratianu.
No voy a preguntarle por el apellido de Iván, supongo que no querrá ponérselo, ni por si va a llamarle para decirle que ha nacido su hijo. Ahora que les veo juntos, algo más descansados, creo que viven en una dimensión paralela en donde nada puede tocarles. Madre e hijo, no cabe nada más.
Lena es buena paciente y se recupera con facilidad. Esta mañana ha soportado mi chequeo sin quejarse y en un par de días le quitaré las grapas de la cesárea. Papá ha hecho los deberes con el pequeño Traian. Ha conseguido arrancarle la promesa a Lena de ir hasta Cluj la semana que viene a hacer los trámites precisos del nacimiento y buscar pediatra.
Por la tarde, la casa se ha llenado de mic-napoquenses que quieren ver al recién nacido y felicitar a la familia. Lena se ha instalado en el butacón del abuelo, con reposapiés incluido. La abuela sirve café, té, chocolates, pastas, bocadillos, sonrisas y palabras amables para todos. El retoño de los Bratianu duerme ajeno a las exclamaciones de las señoras. Y yo me siento fuera de lugar, como en una escena de adoración de los pastores.
—¡Pero qué preciosidad!
—Se parece al bisabuelo, es que son idénticos.
—¿Pero qué dices mujer? Se parece a su madre.
—No lo cojas demasiado en brazos, que después se acostumbra.
—Y no le pongas chupete, que se le deformará el paladar.
—Le das el pecho, por supuesto.
—Pues yo le veo más parecido a su abuelo.
—Uy, qué delgaducho, el pobre.
—Ponle chupete, mujer, que está llorando.
—A ver si coge peso rápido. Lo mejor son los biberones.
—Verás que poco vas a dormir a partir de ahora.
—¿Cómo puedes aguantar todo esto? —le pregunto a mi hermana.
—Shhhhh —me riñe—. Que te oyen.
—No pueden oírme, están demasiado ocupadas escuchando sus propios consejos. Pero mira a esa señora, juraría que no ha tenido hijos en su vida ¿por qué sabe tanto sobre bebés? ¿Y mira a la señora Anna, no tiene cien años? ¿Cómo puede acordarse siquiera de su último parto? Si ha pasado más de medio siglo…
—Abuela —se queja Lena.
La abuela se acerca en rescate de mi hermana. Me coge del brazo y me lleva hasta el otro extremo del comedor.
—¿No tienes que pasar consulta a las cinco?
—No.
Estoy malhumorada y somnolienta. Me escuecen los ojos, tengo el estómago resentido por los cafés a deshora y el insomnio. Quizás ni siquiera Teresa pueda remediarlo. Intranquila, desubicada, el pensamiento me traiciona con el deseo de volver a ver a Cole. Pero Cole no está, todavía no ha vuelto. Recuerdo sus palabras solemnes y extrañamente certeras junto a la chimenea, la noche de Navidad. Reconozco el tacto de sus manos en la memoria de mi piel porque me falla la disciplina para reprimir tanto desorden. Que el fantasma de Cole me persiga despierta contribuye a mi malhumor. Me siento débil y mezquina, espantosamente vulnerable.
Veo a Nicolai al otro lado del ventanal. Se acerca y aplasta la nariz y las manitas contra el cristal. Es el truco más viejo del mundo pero consigue hacerme sonreír. La abuela se gira para ver qué estoy mirando y le hace gestos a Nicolai para que entre en casa.
—Me dan dolor de cabeza —me quejo.
—¿Por qué no te acercas a la farmacia a comprar algunas cosas para el pequeño Traian?
—Emil me hará un montón de preguntas.
—Pues se las respondes —se impacienta—. Toma, aquí tienes la lista y si se te ocurre algo más en lo que no hayamos pensado, tú misma. Dile a Nicolai que te acompañe.
Cruzo la habitación y le abro el ventanal al duendecillo rubio. Hace frío, pero todos están demasiado ocupados comiendo y con la charla de eminentes pediatras como para darse cuenta de que estoy saboteando la calefacción del interior.
—¿Ha nacido el bebé? —me pregunta Nicolai.
—Sí, ¿quieres pasar a verlo?
Mi vecino mira con preocupación a las señoras cacareantes y da un paso atrás.
—No —me dice. Niño sabio.
—Otro día te lo presento.
—¿Cómo es?
—Arrugado y calvo. Es guapo. No tanto como tú, claro. Oye, ¿me acompañas a la farmacia?
Nicolai mira sus coches abandonados en la terraza de su abuela y duda.
—Luego podemos acercarnos a ver a Teresa, seguro que nos da de merendar.
—Vale.
—Me pongo el abrigo y te acompaño a casa para avisar a tu abuela.
Natasha está encantada de que me lleve a su nieto un rato.
—Así podré pasarme un momento a ver al pequeño —me dice—. Seguro que ahora no hay mucha gente.
Ayudo a Nicolai con su abrigo, sus guantes de soles color ámbar y su bufanda, y prefiero no desengañar a la buena de Natasha. Nicolai me consuela con su olor a champú infantil y silencios compartidos.
Camino de la plaza de la Biserică, un niño rubio como un campo de espigas en verano y una ninfa desorientada comparten una canción sobre una vaca amarilla. Estoy segura de que cielo protector y gris de Mic-Napoca se alegra de vernos juntos.
Emil Cordenu está atendiendo a la señora Ionela pero nos ofrece una sonrisa espantosa cuando nos ve entrar. Ionela Volteanu nos felicita por el nacimiento del pequeño Traian y nos asegura que va camino de casa de mis abuelos para conocerle aunque primero tenía que pasar por la farmacia, su reúma, y su estómago, ya se sabe. Calza zapatillas de piel cordero, una bata zarrapastrosa le cuelga por debajo del abrigo y su enorme moño parece un pajar caótico en el que una docena de ratones hayan anidado durante el otoño. Pero aún así, pasará por la casa de mis abuelos, es inevitable. Cordenu le pone sus medicamentos en una bolsa de papel reciclado —en Mic-Napoca también se preocupan por la sostenibilidad del planeta, aunque este ignore sus desvelos desterrándonos de los mapas— y la despacha diligente. En el fondo sé que debo agradecerle que me evite escuchar el completo cuadro patológico de la señora, pero me lo va a hacer pagar con creces. Tiene un montón de preguntas incómodas para mí.
Nicolai sale de la farmacia con una flamante piruleta sin azúcar y una honda concentración que le permite sostenerla en su pequeña mano enguantada con manopla sin que se caiga. Yo no salgo tan bien parada. Llevo un montón de cachivaches para mi sobrino y me arden las mejillas de hacer frente a las insidiosas pesquisas e insinuaciones del boticario. Y para mí no ha habido piruleta.
A través de los ventanales del Sinaloa veo a mi abuelo con sus habituales compinches de dominó: el primar Vernia, el jefe de polizei Razvan y el gerente de la fábrica de cerveza Cosmin. Parecen enfrascados en el juego, pero todos levantan la vista de sus fichas y saludan muy serios cuando Nicolai y yo entramos en la cafetería. Me acerco a darle un beso al abuelo y todos se apresuran a felicitarme por mi vuelta y por el nacimiento del hijo de Lena. Son educados, discretos, entrañables. Pienso que me gustaría recordarles siempre así, sentados a la mesa de madera destartalada del Sinaloa, con un palillo entre los dientes, un licor siempre a mano y montones de partidas de dominó acumulándose en su memoria. Mi abuelo me lee el pensamiento y me guiña un ojo. A través del cristal, a sus espaldas, la plaza de la Biserică pasa impertérrita a través de los tiempos.
En la mesa del fondo hay un anciano pensativo removiendo pausadamente un tazón de leche. Es Anton Illeascu, el único habitante del pueblo que luchó en la Segunda Guerra Mundial y que habla de ello como si fuese el hecho más relevante de su vida. Sé por papá que Anton no ha superado su psicosis de guerra pero que se niega a recibir tratamiento en Cluj. Sus vecinas se turnan para llevarle un plato caliente al día y airearle la casa de vez en cuando. Hoy parece extrañamente en calma, relajado, casi somnoliento.
Nicolai ha conseguido deshacerse de su bufanda y sus guantes, pero mantiene una encarnizada lucha con la cremallera de su anorak. Acudo en su ayuda y nos sentamos a la barra, sobre los altísimos taburetes de Teresa, ajenos a la sombría presencia de Anton. Ella no tarda en aparecer y nos pone delante un par de tazas de chocolate espeso y humeante, acompañadas de una tentadora bandeja de bizcochos de limón. La sonrisa de Nicolai y el primer sorbo de chocolate me reconcilian con el mundo.
—¿Cómo está la madre primeriza? —me pregunta Teresa.
—Feliz. Y sorprendentemente rebosante de santa paciencia.
—Creo que eso forma parte de los misterios de la maternidad. Toma, llévale esta tartera de arroz con leche que preparé anoche.
—Muchas gracias, es el postre preferido de Lena.
—Lo sé.
—Creo que si hubiera sido niña le habría puesto tu nombre.
La risa de Teresa es ronca, nos sirve de arrullo. Se va a atender las mesas y Nicolai y yo nos quedamos solos y en silencio. Saborear este chocolate con bizcochos requiere de toda nuestra concentración. Me gusta el bigote de cacao de mi duendecillo rubio.
—Teresa, ¿cuántos años hace que llegaste a Mic-Napoca? —le pregunto a nuestra anfitriona cuando vuelve a ponerse detrás de la barra.
—Pues muchísimos. Creo que más de treinta. Dejé de contarlos en cuanto decidí no envejecer más.
Ciertamente, resulta muy difícil determinar la edad de Teresa. Le supongo en la misma generación que mi padre, pero no sabría afinar más la puntería.
—¿Por qué viniste?
No sé si va a contestarme. O si lo hará con una evasiva. La llegada de Teresa y el nacimiento del Sinaloa siempre han sido un misterio, interesante tema de especulación durante las tardes lluviosas de los habitantes del pueblo. Creo que intento establecer lazos afines con otra náufraga, comprender cuál es la fuerza gravitatoria de este rinconcito del mundo, convencerme de que no ha sido una huida cobarde en lugar de una legítima búsqueda de oxigeno.
—Quizás, cuando las dos seamos viejecitas y nos sentemos al sol como Natasha, o llevemos pajares enteros en la cabeza como Ileana, te contaré la historia. Ahora solo te diré que vine huyendo del horror y el espanto, y que solo aquí me sentí a salvo. Mic-Napoca no fue el primer lugar en donde intenté quedarme a vivir, pero sí el único en el que me aceptaron sin hacer demasiadas preguntas y en donde al fin me convencí de que lo que me perseguía no podría alcanzarme.
Teresa me mira, atenta. Reconoce mi desaliento.
—No te sirve —me dice—. Tú naciste aquí. Tu infancia todavía corre por estas calles. Cada una de estas piedras lleva grabados tus recuerdos y tu risa. Creo que podrías ser feliz en cualquier otro sitio. Pero solo aquí es imposible que seas desgraciada.
Los acertijos de Teresa me tranquilizan. Yo no tengo el alma de poeta, pero todavía sé envolverme en el chal granate de mi abuela y encontrar caminos en las canciones infantiles de Nicolai. Aún estoy a tiempo de ser rescatada, aunque sea por la mano inclemente de un capitán norteamericano que silenció el aullido de los lobos al aterrizar en el campo de heno de Cesare.
Volvemos a casa colgados cada uno de un brazo del abuelo. Me siento cansada por la falta de sueño y la inquietud de la ausencia, pero caminar por las calles del pueblo con mi abuelo es uno de los pequeños placeres de la vida que no quiero perderme por nada.
—¿Has probado la conexión a internet de la consulta de Petre? ¿Tienes noticias de Londres?
—Todavía no he abierto el correo, no me apetece.
—Tendrás que despedirte de los amigos. Mantener la amistad. Puedes invitarlos a venir aquí de vacaciones.
—No sé.
No me imagino al equipo de cardiología del Royal Marsden Hospital de turismo por Mic-Napoca, con el irritable decano Harrison y el soporífero doctor Marjala, jefe de cirugía, a la cabeza de la expedición. Me asalta la imagen de todos ellos, camilleros incluidos, cargados con sus esquíes en busca del funicular que los lleve hasta la cima más cercana de los Cárpatos, desorientados en medio de la Biserică, tentados por los olores del Sinaloa. Me pregunto qué les serviría Teresa.
—Ya veremos —dice misterioso—. A ver Nicolai, ¿cuándo vuelves a la escuela? Tantas vacaciones van a reblandecerte la cabeza.
Nicolai se toca su gorro, preocupado. Voy a echarle mucho de menos cuando vuelva al colegio.
—No sé —dice prudente—. Tengo que jugar con los juguetes nuevos.
El abuelo levanta el brazo y Nicolai se columpia, encantado.
Nos asomamos cautelosos por la puerta de casa. El comedor parece felizmente en calma, hemos logrado evitar la horda de señoras cacareantes. Nicolai se despide con un beso pegajoso y el abuelo le abre la puerta del patio para que cruce hasta la casa de Natasha.
—La abuela está en la cocina —nos dice Lena desde la penumbra de su cómodo trono. No se ha movido del butacón del abuelo y parece a punto de caer dormida bajo una cálida manta infantil que alguien ha rescatado del altillo.
El abuelo se acerca a besar a su biznieto y se va a la cocina a echar una mano.
Lena parece en paz con el mundo. Mira por la ventana del jardín, aunque poco puede verse, hace tiempo que el crespúsculo ha dejado paso a la oscuridad sin luna de este diciembre agonizante. Mi sobrino duerme con el sueño despreocupado y satisfecho de los bebés recién alimentados.
—¿En qué piensas?
Mi hermana me mira y se encoge de hombros. Me siento a sus pies.
—¿Piensas en Iván? ¿En qué algún día querrá conocer a su hijo?
—A veces. Casi nunca. Es curioso, en Bucarest me sorprendía echándole de menos, pese a todo, pese a que sabía que nos iría mejor por separado. Pero desde que estoy aquí…
—Lo sé. Aquí se curan todos mis males.
—Yo también voy a quedarme, ya lo he decidido. Quiero estar con vosotros, quiero que Traian crezca aquí. Como Nicolai.
—Ah, Nicolai, ese ladronzuelo de corazones. ¿Me dejas coger un poquito a mi sobrino?
—Claro, ven.
Vuelvo a sentarme en el cálido suelo de madera de mis abuelos con Traian en mis brazos, apenas un paquetito de tres kilos y medio envuelto en mantones de lana suave. Le beso su cabecita casi calva. Huele a todo lo bueno que hay en el mundo.
—¿Y has pensado qué vas a hacer? —le pregunto a Lena.
—¿Y tú? Supongo que con la pasta que siempre has ganado en Londres podrías vivir aquí el resto de tu vida sin hacer absolutamente nada.
—Umm, puede ser, no lo había pensado. Los precios del señor Visi son muy asequibles al cambio de libras esterlinas.
—Siempre que soportes sus miraditas de sapo y esos aires de galán rancio.
—Y ese bigotito espantoso.
—Lo digo en serio.
—Ya. No lo sé. Quiero ver la casa de la tía abuela Ileana. Si Cesare me dice que puede restaurarse, le haré una oferta a la abuela y me iré a vivir allí. De momento, ayudaré a papá a pasar consulta, si le parece bien. Luego ya veremos.
—Quizás tenga un empleo. El día de Navidad, Teresa me dijo que necesitaba más tiempo para ella y que no le vendría nada mal tener ayuda en el Sinaloa.
—Ah, Teresa, la misteriosa cómplice de papá.
—¿Aún sigues con eso?
—Se traen algo entre manos. Anoche no paraban de intercambiar miraditas raras entre ellos. A lo mejor papá nos mintió y están enamorados.
—Bueno eso explicaría las miraditas raras que dices.
—Sí.
—Y las del capitán Denninson.
—El capitán Denninson no hace miraditas raras. Es militar.
—Es verdad, no son raras. Creo que quiere comerte —se ríe Lena.
—No es cierto, es que él mira así a todo el mundo.
—¿Así, cómo? ¿Cómo si estuviese a punto de besarte? No me parece que mire así a todo el mundo. Al menos a mí no. Y al abuelo tampoco.
—Ni al señor Visi, espero.
Lena se ríe. Me parece que su risa ha cambiado, tiene una alegría nueva.
—Oh, cállate. No tienes ni idea —le riño.
—Claro, la experta en miraditas eres tú.
Lena sigue sonriendo cuando se vuelve de nuevo hacia la ventana. Yo intento disimular mi nerviosismo acunando al pequeño Traian. Le tarareo la canción de Nicolai sobre la vaca amarilla pero no me sé todas las notas.
—¿Cuándo se irá? —Rompe Lena el cómodo silencio.
—No lo sé. Pronto —le contesto en voz baja.
—¿Te acuerdas de aquella historia sobre demonios que nos contaba la abuela? «Vendrá de la oscuridad para llevarte con él», o algo así.
Me sorprende que Lena también piense en el capitán Cole Denninson como un personaje oscuro, amenazador.
—No voy a irme con él. No voy a irme de Mic-Napoca.
—Entonces —dice mirándome con ojos de sibila—. Volverá a buscarte.