IX
Buenas tardes, os saluda Georghe Antonescu, en Radio Mic-N II retrasmitiendo en directo desde el pajar de Georghe. Hoy se cumplen cuatro días de ocupación americana y para hablar del asunto nos visita…
—No digas eso, hijo, esto no es ninguna ocupación.
—Hoy nos visita el primar Vernia para explicarnos la situación.
—Y para avisar a los ciudadanos de este honrado pueblo que los precios de las frutas y verduras de venta en el mercado de la Biserică deben ser los mismos para autóctonos y visitantes americanos. La Casa del Primar ha detectado que algunos puestos de comestibles venden a precios abusivos a los soldados norteamericanos y desde hoy eso va a considerarse delito contra el comercio libre, con su correspondiente sanción.
—Se rumorea en la capital que estamos a punto de ingresar en la OTAN, ¿le preocupa que cuando esto suceda los americanos nos hagan pagar caro el timo de las frutas y las verduras?
La noche antes de Navidad, después de una cena temprana, todos nos ponemos guapísimos y acompañamos a la abuela a Cluj para la misa del gallo. La abuela es la única católica apostólica romana en un pueblo católico apostólico ortodoxo. El abuelo, al que a veces todavía sorprendemos blasfemando contra los dioses griegos del mismísimo Homero, se siente orgulloso de la tozudez religiosa de su mujer. Pero creo que es más una cuestión de amor que no de fe: Constanza le prometió a su madre que no abandonaría la iglesia de sus antepasados.
Tampoco es ningún secreto que mi padre y el abuelo se llevan a matar con el único sacerdote del pueblo. Supongo que en el caso de mi padre se debe a su belicoso agnosticismo pero no tengo ni idea sobre las razones de la malquerencia y ojeriza del abuelo. Quizás, el ancianísimo sacerdote de Mic-Napoca, más digno de compasión que de rencorosas discusiones, sea el único capaz de resistirse todavía a los designios todopoderosos del abuelo, no lo sé.
Pese a la noche inhóspita y fría, las calles de Cluj se resisten a quedarse vacías. Paseamos un poco cerca de la iglesia preferida de la abuela pero finalmente sucumbimos al dolor de pies de los zapatos elegantes y nos recogemos en un café cercano para tomar algo caliente.
Papá está guapísimo con su abrigo largo, su americana negra y una camisa azul nueva. Incluso lleva corbata y sonríe sin sombra de tristeza. El abuelo parece menos gruñón que de costumbre. Aunque le hayamos obligado a dejar a Homero en casa creo que se siente satisfecho desde que tiene reuniones diarias con los americanos y la delegación de Bucarest. Se ha otorgado el título de intermediario en prevención de conflictos internacionales y nos da largas charlas políticas sobre el futuro de las relaciones entre las naciones del planeta. El capitán Denninson ha venido a sacarlo de su aburrimiento y sé que el abuelo va a echarle muchísimo de menos cuando se vaya.
Estoy preocupada por Lena. Papá dice que todo va correctamente pero si no da a luz en los próximos cinco días, soy partidaria de no alargarlo más. Esta noche parece una reina de las nieves, envuelta en su abrigo blanco y peinada con un moño alto. La abuela le ha prestado un pasador de plata y nos ha dejado ponerle algo de colorete para que en la iglesia no la tomen por un ánima en pena.
—Me he forjado esta cadena en vida. Eslabón por eslabón —cita lúgubremente el abuelo a Dickens cuando nos escucha decirle a Lena que está pálida como un fantasma.
—¡Abuelo!
—¿Qué? Es la noche antes de Navidad. No puede venir más a cuento.
—Paparruchas —le secunda mi padre.
La abuela intenta poner su mejor cara de severidad pero no puede. Esta noche está feliz de tenernos a todos con ella, de saber que mañana volverá a tenernos con ella, sentados a su mesa, disfrutando de su comida. Su sonrisa de hada que vela por nosotros le asoma por la comisura de los labios. Somos su mejor regalo de Navidad y eso hace que me sienta muy bien. No conozco sus oraciones ni sé qué rezará cuando estemos en la iglesia, pero sí sé que dará las gracias por este momento perfecto. Por la sonrisa de mi padre, por las mejillas sonrosadas del abuelo, por el bebé de Lena. Y por su nuera ausente.
—Gracia, ¿en qué piensas? —Me sorprende la abuela.
—En nada, en que estamos todos juntos. En que falta mamá.
Me arrepiento de haber dicho eso en voz alta y miro con miedo a mi padre. Pero él me sonríe de nuevo y alarga la mano para coger la mía por encima de la mesa. Lena se pone a llorar y la abuela la abraza como puede.
—No falta, cariño —nos dice—. Mientras sigamos recordándola estará aquí siempre con nosotros.
El abuelo carraspea nervioso, desacostumbrado a encontrarse frases solemnes lejos de la Odisea o la Ilíada.
—Lena, hija, ¿cuándo vamos a ser uno más? ¿De verdad vas a hacernos esperar tanto? En la fábrica presumía de que este año tendría el mejor regalo navideño de todos: un Jesusito.
—¡Abuelo!
—Traian.
—Mamá, estaba pensando que quizás mañana no te importaría si invitase a Teresa a comer en casa —dice mi padre.
—Claro, Petre, no hay problema. También le he dicho a Cesare que venga, no me gusta nada que pase las fiestas tan solo.
—Pero que no se traiga a esa mula nueva que tiene, por favor —se queja Lena.
—Yo he invitado al capitán Denninson.
—¡Abuelo! —Me sobresalto—. ¿Por qué?
—Porque también está solo y es Navidad.
—Oh, venga ya. No está solo. Tiene un montón de amiguitos soldados y seguro que prefiere celebrar el día de acción de gracias o algo así.
—No podemos invitar a todos los soldados —se queja otra vez Lena—. Estaremos muy apretados y yo necesito espacio. Mucho espacio.
—¿Crees que necesitaremos un espacio extra? ¿Para Jesusito?
—Bună, dile que no puede traerse al capitán Denninson —insisto.
—A mí me parece bien. No sé por qué te pones así, Emil me dijo que os vio pasear por la plaza de la Biserică muy amistosamente.
—Ese chismoso.
—El capitán Denninson es amigo mío —interviene el abuelo contento con la polémica—. Y vendrá a comer mañana a casa y a celebrar el día de acción de gracias con nosotros.
—Navidad, abuelo.
—Paparruchas.
—¿Por qué lloras, Lena?
—Es que no quiero que llaméis al bebé Jesusito.
La abuela nos deja discutir un rato más, encantada por el bullicio de nuestras voces al otro lado del cristal de una cafetería de Cluj. Se levanta, paga la cuenta y nos mete prisa con los abrigos —alguien tiene que ayudar a Lena a ponerse el suyo— y las bufandas, porque ya va siendo hora de entrar en la iglesia. No entiendo cómo he podido vivir todos estos años tan sola, tan ciega, tan muda, en Londres.
La iglesia romana de Cluj es una hermosa construcción del siglo XVII, ajena a ningún orden arquitectónico conocido pero siempre fiel al encanto bucurestino de los tejados de pizarra y a las elegantes torres que desafiaron al imperio otomano de todos los tiempos. Hace años que no vengo, pero sé qué busca la memoria impresionable de mi retina. En la fachada, un enorme ángel terrible, de mármol blanco veteado, con la espada desenvainada, mata al dragón. Es el arcángel Miguel. Y esta noche se parece extrañamente al capitán Cole Denninson de la tercera división de los marines de los Estados Unidos.
Los abuelos entran cogidos del brazo, erguidos, casi sonrientes, con el recuerdo compartido de la primera vez que recorrieron ese mismo pasillo como marido y mujer. La abuela tiene porte de emperatriz y el abuelo parece haber rejuvenecido desde que los helicópteros americanos aplastaron parte de la cosecha de heno de Cesare una noche sin luna.
Me siento entre Lena y papá, lejos de los abuelos, en los últimos bancos de la iglesia casi llena. Parecemos refugiados a medio camino de una huida que nos ha desubicado. Como si fuéramos a salir corriendo por la puerta más cercana en cuanto el órgano empiece su lastimero himno de apertura. Lena me coge de la mano.
—¿Qué vas a pedir por Navidad? —me susurra sin dejar de admirar las columnas de piedra y los hermosos arcos ojivales de las naves laterales y el altar. La luz artificial que entra por las ojivas la hacen parecer menos pálida.
—Paz en el mundo.
A Lena se le escapa la risa y papá nos fulmina con la mirada.
—¿Te acuerdas de cuándo éramos pequeñas y yo siempre decía eso? Me parecía el colmo de la sofisticación porque lo había visto en una peli de Disney.
—El abuelo siempre decía que eso era como desear que el ser humano no fuese humano sino extraterrestre.
—Y entonces sacaba un libraco rojo de su biblioteca
—La guerra del Peloponeso, de Tucídides. Todavía tiene todos los tomos, los he visto.
—Y nos leía un fragmento.
—Yo pensaba que lo hacía para que nos entrara sueño y nos fuéramos de una vez a dormir.
Lena vuelve a reírse y apoya su cabeza sobre mi hombro. Huele a vainilla y caramelo, a la esencia de jazmín del perfume que mi abuela nos ha prestado esta noche.
—Chicas, por favor —nos riñe mi padre.
—Tătic —contraataco—. ¿Estás saliendo con Teresa?
Le he pillado a traición, lo sé. La iglesia me parece territorio neutral pero el abuelo me ha enseñado bien a jugar la carta de la sorpresa.
Lena levanta la cabeza de mi hombro y espera atenta la respuesta. Nuestro padre enrojece y se toca el cuello del abrigo, como si de pronto hubiese subido diez grados la temperatura. Una nubecilla blanquecina se forma delante de su boca cuando suelta el aire que estaba reteniendo en los pulmones.
—¡No! —Consigue decirnos en voz demasiado alta. Dos señoras con las cabezas cubiertas con pañuelos negros se giran indignadas desde el banco de delante—. ¿Por qué dices eso?
—¡Shhhhhhhh! —Nos riñen las señoras.
Lena se levanta torpemente, me pisa, me aplasta, y consigue sentarse al otro lado para abrazar a papá.
—No pasa nada, tătic —le dice sonriente—. Está bien, nos alegramos mucho por ti.
—Y por Teresa —añado divertida.
—Gracias… Creo —añade algo confuso—. Pero no salgo con Teresa. En serio. No sé de dónde habéis sacado esa idea. Si he hecho algo que pudiera…
—Pues, ¿cuál es el secreto? —le susurro.
—¿Qué secreto?
—Gracia cree que pareces misterioso. Como si te hubieses comido al canario o algo así.
Las señoras enfurruñadas vuelven a girarse para fulminarnos con sus miradas sancionadoras. Lena les saca la lengua en cuanto sus cabezas de medusa empañueladas nos muestran su lado más amable.
—Ya hablaremos —sentencia papá.
La liturgia acaba de empezar y todos los feligreses se ponen en pie a nuestro alrededor. Algunos nos miran molestos por nuestros indiscretos murmullos. Me quedo un rato más, cogida firmemente de la mano de papá, pensando en que los querubines de la bóveda sobre nuestras cabezas se parecen un poco a Nicolai. Cuando me vence la inquietud, salgo sin hacer ruido de la iglesia.
El frío de la noche por fin ha recluido a todos los paseantes nocturnos en sus casas. Las calles de Cluj están vacías, salpicadas por las luces de la decoración navideña. Pero el aire no huele a humo de leña, ni a heno recién cortado. No hay policías en bicicleta, ni la mirada escrutadora a la vuelta de la esquina de un farmacéutico cotilla. Desde aquí no puedo oír el aullido de los lobos, ni el borboteo de un canal de la antigua Dacia transportando las aguas de un afluente del Danubio.
Siento la mirada del arcángel Miguel sobre mi cabeza. Protectora, la oscuridad terrible de la sombra del capitán de los ejércitos celestiales me pide una rendición incondicional que todavía no estoy dispuesta a concederle.