VI
Hoy tenemos una noticia triste, conciudadanos. Ion Perç, el abuelo de Marta y Antonia Perç, ha muerto esta mañana a la edad de 97 años, que el Señor lo tenga en su Gloria. La familia atenderá visitas de pésame a partir de las doce de mañana, después del entierro en Cluj. Os habla Georghe Antonescu, en Radio Mic-N II retrasmitiendo en directo desde el pajar de Georghe. Un saludo muy cariñoso a la familia Perç.
Un aviso importante de última hora: Si os cruzáis andando por la calle a Cecile Raluca a altas horas de la madrugada no le despertéis. Su mujer nos informa de que es sonámbulo y resultaría peligroso despertarle. Por otro lado, si estáis a esas horas caminando por las calles de Mic-Napoca quizás os convenga pasar por la consulta del doctor Bratianu y que os trate ese insomnio.
Falta una semana para Navidad. Lena y yo hemos traído un montón de regalos para todos desde Londres y Bucarest, respectivamente, y estamos sonrientes y enigmáticas como el gato de Cheshire cuando la abuela saca el tema de las fiestas.
—Pues Petre, el abuelo y yo tenemos que ir de compras a Cluj, así que os toca a vosotras haceros con la lista de los comestibles.
Se acabaron las sonrisas.
—Pero bunaaaaaaaaa… —Nos quejamos al unísono.
La lista de la compra es larguísima, papá y los abuelos se llevarán el coche a Cluj, y solo hay un sitio en Mic-Napoca donde podamos encontrar absolutamente todo lo que viene escrito en ella: el colmado del señor Visi. Está en la otra punta del pueblo y a estas alturas estará lleno hasta los topes de mic-napoquenses haciendo sus compras navideñas. Significa horas de colas y charloteo, intercambio de recetas y variaciones de mămăligă y pască, interrogatorios de las señoras y escrutinio malvado del señor Visi.
—Podéis coger una de las rancheras de la fábrica —nos anima el abuelo—. Después de todo, es Navidad, ¿no?
La perspectiva de conducir una especie de camión descubierto, destartalado y humeante, por las adoquinadas calles del pueblo no nos anima demasiado. Lena quiere escabullirse alegando que está muy embarazada.
—A tu bebé le encantará ir en ranchera. Le gusta el movimiento traqueteante.
—¿Y tú qué sabes? Esa palabra ni siquiera existe.
—Por eso soy médico, no filóloga. Por cierto, ¿es sobrino o sobrina?
—No lo sé. No quise saberlo.
—¿Y de qué color le has comprado la ropa?
Lena sonríe enigmática, me coge de la mano y me hace subir las escaleras hasta su habitación. Abre el armario grande y me muestra el contenido de los cajones. Hay camisetas diminutas, bodis tamaño hada, calcetinitos de gnomo, gorritos, manoplitas, jerseys de pitufo y pantaloncitos con patucos incluidos, todo pequeñísimo y multicolor. Nunca había visto tal cantidad de ropa de bebé junta. Se me hace un nudo en la garganta.
—Ah, vale.
No le he comprado ningún regalo navideño al bebé. Tendré que pensar en algo. Que no sea ropa.
—¿Y la cuna? —Me sorprendo al ver el viejísimo mueble de madera blanca preparado con sábanas infantiles y suaves edredones.
—Es la nuestra, de cuando éramos pequeñas. La abuela la rescató del desván y el abuelo la montó y la limpió en una mañana. Hasta la ropa de cama es la nuestra. La abuela guardaba incluso algunos vestidos de lazos y puntillas.
—Entonces esperemos que el bebé no sea niña.
—Qué tonta, son vestidos preciosos.
—En Londres los llamamos vintage.
—Muy graciosa.
Las compras en el colmado del señor Visi son tan malas como Lena y yo habíamos temido. El señor Visi se ha dejado un bigotito al estilo hilera-de-hormigas-negras-bajo-la-nariz, y cree que le da un aire de galán italiano. En realidad, solo da risa y un poco de repugnancia. Está tan delgado y macilento como lo recordaba y sus manitas de rata manosean la comida de una manera que te quita las ganas de comértela. Nos saluda empalagoso y con ceremonia, como si se alegrase de vernos y nos rindiese pleitesía. Su mirada malvada de ojillos negros no deja de repasarnos tras sus gafas bifocales.
La tienda está atestada de compradores navideños y todos nos hacen un montón de preguntas bienintencionadas sobre nuestra visita a Mic-Napoca, el bebé de Lena, nuestra vida, nuestro trabajo, nuestra familia, nuestros sueños e ilusiones, nuestra talla de sujetador…
—Habéis venido por las fiestas, qué bonito detalle. Los abuelos y papá os echaban de menos.
—¿Dónde está tu marido, Lena?
—A ver si me paso por la consulta, Gracia María. Tengo dolor aquí, en el costado, desde…
—Pues a mí el doctor Petre me curó la ansiedad con unas hierbas buenísimas.
—Seguro que Constanza cocina un pavo para Nochebuena, ¿verdad? Qué pena que tenga que acercarse hasta Timisoara para la misa del gallo.
—Creo que tengo el dolor desde el miércoles. No, espera, no había mercado cuando le dije a Dimitri que me dolía. Sería el jueves.
—¿Qué nombre le pondrás al bebé?
—Claro, que el sacerdote ya podría hacer una excepción, pero con la mayoría ortodoxa, ya se sabe.
—¿Cuándo vuelves a Londres? ¿Te gusta aquello? ¿Cómo se llamaba ese hospital tan famoso en el que trabajas?
—¿Cuándo viene tu marido, Lena? ¿Y tu hermana? A ver cuándo se decide y nos da una sorpresa, seguro que tiene un montón de pretendientes, la doctora.
—Es que es un dolor que no se me va, justo aquí, en el costado.
—Pídele que te recete esas hierbas tan buenas, lo curan todo.
—¿Qué va a cocinar la abuela por Navidades?
La mujer de Dimitri Vernia, el primar, quiere invitarnos a cenar una noche; la señora Prudence, amiga de nuestra abuela, nos regala una botella de vino; Natasha, la abuela de Nicolai, no deja de tirarnos de la manga del abrigo para que atendamos a sus elucubraciones religiosas; hasta Cesare pasa por la tienda un momento y se ofrece a ayudarnos a meter las cosas en la ranchera… Con su brazo escayolado.
María Cordenu, la esposa del farmacéutico, es la primera en salir de la tienda después de someternos a un intenso interrogatorio sobre los planes culinarios de la abuela para las Navidades. Remata cada frase con una risita medio histérica que me desconcierta. Convencida de nuestra inocente ignorancia, a medias derrotada por su salvaje interrogatorio, se le nota presurosa por compartir las noticias con su marido.
Hacemos tres viajes a la furgoneta hasta que conseguimos meterlo todo en la parte de atrás. Y cuando a Lena se le ocurre verificar la dichosa lista, descubrimos que nos hemos olvidado del comino y tenemos que volver. El asado de la abuela no nos lo perdonaría jamás.
Cuando salimos, creemos que de manera definitiva por hoy, la tarde se ha convertido en noche y unos leves jirones de niebla se desplazan tranquilos por la parte baja de las montañas. Lena se estremece con el aullido de los lobos y Gregor, el joven polizei, nos saluda desde su bicicleta al pasar. Me pregunto dónde están los otros tres. Supongo que la veteranía te excluye de patrullar en bicicleta en pleno diciembre.
Huele a invierno, siento el aliento helado del Danubio y el tacto suave de los dedos fríos de la bruma que avanza desde el bosque.
—Vayamos por el puente de piedra —le digo a mi hermana mientras me acomodo en el asiento del conductor—. Vamos a ver cuánto ha crecido el río.
Lena gruñe dándome su consentimiento. Está cansada y se le han hinchado los tobillos de estar tanto tiempo de pie. Veo que ha conseguido una zanahoria de entre el botín que llevamos en la parte de atrás.
—Lena, ¿no te parece que papá está como un poco misterioso?
—¿Papá misterioso? —Se ríe mi hermana.
—Sí, no sé cómo explicarlo. A veces parece distraído, como si estuviera pensando en algo estupendo que solo conoce él. Como si guardase un secreto que le hace feliz.
—Parece más contento. Me alegro por él.
—¿Y qué era eso que decía una de las cotorras sobre que papá le había recetado unas hierbas? ¿Qué hierbas, Lena? ¿Desde cuándo se ha convertido a la naturopatía?
Lena no va a seguirme el juego, parece taciturna, se encoge de hombros y hace cómo que no sabe de qué le estoy hablando.
—¿Y tú cómo estás?
—Bien —me confiesa—. Tengo miedo de dar a luz.
—Por supuesto, es una cosa tan extraña…
—No te rías de mí, me asusta.
Paro la ranchera en medio del puente, sin temor a perturbar el inexistente tráfico de Mic-Napoca en esta noche fría. Hace poco que Cesare ha pasado por el mismo lugar con su carro y su mula, dejando tras de sí una leve estela de briznas de paja, doradas como el pelo de Nicolai, amarillas como la vaca de su canción infantil.
Todo está en silencio. Sobre nuestras cabezas un cielo oscuro, casi sin estrellas, a la media luna, recoge impasible la llamada de los lobos carpetianos.
—Vas a ser la mamá más guapa del mundo —le digo a mi hermana.
Ella me mira con atención. Mi bufanda roja subida hasta casi la nariz, mi pelo larguísimo de tiempo de destierro recogido en una coleta. Los pendientes de oro y perlas blancas de la abuela robándole algún brillo a la luz mortecina de esta noche. Los ojos verdes de mamá devolviéndole la mirada.
—No digas tonterías, Gracia. La guapa de la familia siempre has sido tú.
Llegamos a casa antes que los demás pero Lena está demasiado cansada para colocar la comida, así que se estira en el sofá con un cojín bajo los pies y me cede el honor de pelearme con la nevera, el arcón y la alacena. Guardo lo imprescindible, y preparo un té calentito para cada una. Antes de sentarme junto a Lena, me detengo un momento junto al equipo de música y pongo uno de los cedés de Cole Porter de la abuela. Night and day llena la habitación y me pone de buen humor. Es imposible no sentirse enamorada con esa música.
Nuestro árbol navideño artificial se ha quedado encendido. Me gusta que siga teniendo los mismos adornos de cuando éramos pequeñas, aunque muchos estén desportillados o medio fundidos. En lo más alto de sus ramas verdes, un delicado ángel de porcelana y alas de fina tela semitransparente parece mirarnos con sorna.
—Me encanta ese ángel —dice Lena adivinando mis pensamientos.
—Lo compró mamá las últimas Navidades antes de morir. Creo que ya estaba muy enferma, aunque tú y yo no nos diéramos cuenta.
—La recuerdo divertida y guapísima. Esas Navidades tuvimos mucha nieve y se tiraba con nosotras en trineo. Le tomaba el pelo al abuelo diciéndole que se le congelaría la cerveza en fermentación.
—Sí, es verdad. Yo tenía unos doce años y tú cinco o seis. Me alegro de que te acuerdes —le sonrío.
—Me gusta hablar de ella contigo. Ni papá ni los abuelos hablan nunca de ella.
—Son generaciones distintas, supongo. Su dolor es algo privado, lo llevan en silencio. No creo que hablen de mamá nunca, ni siquiera entre ellos.
—Al principio pensaba que se habían olvidado.
—Un día, antes de marcharme a la universidad, sorprendí al abuelo llorando. Estaba justo ahí, delante del ventanal del patio, mirando las montañas. Creía que estaba solo en casa y lloraba sin ruido. Creo que es lo más triste que he visto nunca.
—Debe ser espantoso perder a un hijo, no quiero imaginarlo. Los abuelos querían a mamá como si fuera su hija, la querían de verdad. No sé cómo la abuela pudo seguir adelante. Ni papá.
—Bueno —la consuelo— nos tenían a nosotras. Alguien tenía que cuidarnos. En todo este tiempo que he estado fuera, que hemos estado fuera, creo que ha sido la abuela quien más nos ha echado de menos. Cuidar de dos niñas, y luego de dos adolescentes, debe mantenerte terriblemente ocupada. Fue madre por segunda vez.
—No sé. No debe ser fácil cuidar del abuelo.
La puerta se abre y tres figuras, enormes por la cantidad de abrigos, sombreros, estolas, bolsas, paquetes y bufandas, entran resoplando.
—¿Por qué no habéis encendido las luces? —Gruñe el abuelo.
—Y la chimenea está a punto de apagarse —se queja nuestro padre.
En cambio la abuela deja sus compras junto a la puerta, se acerca a nosotras y se quita el abrigo deprisa. Se sienta entre nosotras y nos sonríe cómplice mientras se reclina en el sofá.
—Aquí sí que se está bien —dice bajito—. El mejor lugar del mundo y Cole Porter.
Y justo ahí, en el mejor lugar del mundo, después de cenar, el cielo empezó a rugir sobre nuestras cabezas y todo se volvió del revés.