V

¿Cómo se presenta la tarde, compañeros? Pues pasada por agua. La borrasca que amenazaba ayer el sur de Transilvania está ahora mismo sobre nosotros y tenemos lluvia para horas. Os saluda Georghe Antonescu, en Radio Mic-N II retrasmitiendo en directo desde el pajar de Georghe. Recordad que para todos aquellos vecinos que sufran goteras, este año se pondrá a disposición el fondo común de reparaciones de invierno. Pasad por la Casa del Primar y se os informará. No se admitirán a trámite otras obras de fontanería no relacionadas directamente, como la instalación de un jacuzzi en casa del señor Cosmin.

—Todas las semanas hablando por teléfono, ¿y te olvidas de decirme que estás embarazada?

Lena se ríe y ataca con fruición el puré de patatas que acompaña el espeso y caliente tocătură, el estofado de cerdo de la abuela.

Bună, esto está buenísimo —me ignora mi hermana.

—Gracias, cariño.

—En serio, Lena, no lo entiendo.

—Va, no te enfades, hermana mayor. Quería darte una sorpresa.

—Pero si no sabías que iba a venir. No se lo había dicho a nadie.

El abuelo me coge de la mano para apaciguarme, sin dejar de masticar el pedazo de pan que acaba de mojar en su plato de estofado. Supongo que me pide una tregua pero aún no sé si sigo demasiado enfadada como para concedérsela.

—Tú también querías darnos una sorpresa, ya ves.

—¿De cuánto estás?

—Adivínalo.

Mi hermana Lena, el desafío del mundo médico.

Podría ser cruel, podría preguntarle por Ivan. Pero decido que no es para tanto, ya hablaremos después, cuando estemos a solas.

—Ya has salido de cuentas —dejo caer con un hilo de voz.

Lena se sobresalta y los demás ponen cara de espanto.

—¿Cómo lo has sabido?

Me encojo de hombros y concentro mi atención en el estofado. Realmente está muy bueno.

Papá estalla en un arrebato de indignación ¿Cómo se le ocurre viajar cuando podría dar a luz en cualquier momento? ¿En qué está pensando? ¿Tiene idea de cuánto tiempo hace que él no asiste un parto? Es el turno de la abuela de poner paz. Pero ya no estoy escuchando. En el fondo, me alegra que estemos todos allí, alrededor de esta mesa, comiendo como si llevásemos una semana en ayunas, discutiendo por nuestros particulares y concisos casos de locura.

Afuera ha empezado a llover. Alguien ha encendido la lámpara que hay junto a la mesa porque pese a ser mediodía la luz del exterior no es suficiente. Truena.

Me siento culpable por haber puesto a Lena en un aprieto, así que le ofrezco salir un rato bajo el alero del patio, contemplar la lluvia como dos viejas melancólicas, y tomarnos la leche con cacao en el sofá de mimbre que la abuela se ha dejado allí pese a que hace tiempo que el verano se ha despedido de Mic-Napoca.

—El plan de viejas melancólicas me parece bien. Voy a por unas mantas —me dice.

Salgo al patio y dejo atrás los gruñidos de mi abuelo. Se queja de que le enfriamos la casa con tanto abrir las ventanas.

—Está lloviendo, por si no os habíais dado cuenta —gruñe con fingido mal humor mientras retoma la lectura de Homero.

En el patio de enfrente, Nicolai mira desconsolado la cortina de lluvia que nos separa.

—Hola —le grito para que pueda oírme entre truenos y aguas torrenciales.

—Hola, me llamo Nicolai —se presenta él también a gritos.

—Lo sé. Yo soy Gracia. Traian y Constanza son mis abuelos y Petre es mi padre.

—Mi abuela se llama Natasha.

Nicolai parece indeciso. Pero cuando ve aparecer a Lena con un termo de algo calentito y una caja de bollos de canela y magdalenas de arándanos, se pone en acción. Al poco, aparece corriendo por el patio con un paraguas enorme de color ciruela y salta sin dificultad la verja que separa nuestros patios. Se planta delante de nosotras, pliega el paraguas con dificultad y se encoje de hombros.

—Lena, este es Nicolai, nuestro vecino.

—Hola, Nicolai.

Mi hermana no le presta demasiada atención, está haciendo equilibrios con su taza humeante y una magdalena mientras intenta sentarse de manera cómoda. Tarea nada fácil para una embarazada de nueve meses.

—Tienes un bebé ahí dentro —señala Nicolai.

—Qué niño más listo —gruñe Lena.

Le lanzo una mirada de advertencia para que sea amable. Quiero llevarme bien con mi recién descubierto vecino. La última vez que estuve en casa de los abuelos, ni siquiera había nacido. Vamos a ser buenos amigos.

—Ven, quítate las botas y siéntate aquí conmigo, bajo la manta. Seguro que Lena te da un bollo.

Nicolai parece feliz, instalado confortablemente a mi lado, bien arropado por una de las mantas polares de la abuela, mordisquea como un ratoncito una magdalena de arándanos y vainilla, receta de Teresa, sin duda.

Lena sigue tozudamente en silencio, celosa de no tener toda mi atención. Pero la lluvia, el calor de las mantas y nuestra proximidad sé que la reconfortan. Todos estos años separadas nos pesan. Pese a mi escalofriante factura de teléfono, testigo de nuestras conversaciones semanales, para mí Lena sigue siendo aquella niña voluntariosa y risueña que nunca se preocupaba por guardar un caramelo para el día siguiente. Una hermana pequeña que se quedó en Mic-Napoca cuando me fui, desconsolada durante meses, abandonada por todos. Recuerdo que me echaba en cara el haberla dejado sola allí. Y decía sola como si la casa se hubiese quedado vacía, como si papá y los abuelos también hubiesen desaparecido. Cuando el único vacío real era el de nuestra madre. Pero ese «sola, es que me has dejado sola, Gracia», tenía todo el peso de una chica de catorce años que ha perdido a la única persona que seguía abrazándola después de la pérdida de su madre.

Lena había ido a Londres a visitarme casi todas las vacaciones escolares, hasta que se casó con Iván y fueron a vivir a Bucarest. Ella trabajaba en una agencia de viajes y él en la construcción. Yo había coincidido pocas veces con Iván, para mí seguía siendo aquel joven asustado de la Biserică, un hombre taciturno y sencillo, que nos trataba a todos con deferencia y respeto, y que tenía un miedo desproporcionado al abuelo.

Dejo pasar unos minutos, unos sorbos de leche con cacao. Nicolai se las arregla para lucir un bigotito de azúcar glas. Mira distraído el jardín de la abuela mientras balancea una de sus piernecitas que asoma por debajo de la manta. Siento el calor de su menudo cuerpo junto al mío y pienso que no querría estar en ningún otro lugar del planeta.

Lena parece adivinar mis pensamientos porque deja de mirar los dibujos de las gotas de lluvia sobre los charcos y me sonríe. Tiene un bollo de canela mordisqueado en la mano y sus ojos se han vuelto grises como el cielo de Mic-Napoca.

—Vas a tener el bebé aquí, ¿verdad?

—Sí.

Le tiembla un poco la voz pero parece en paz consigo misma.

Tătic conoce a uno de los gerentes del hospital donde me visitaba. Le pedirá a mi ginecólogo que nos envíe una copia del historial y todas las pruebas.

—Pues que sea pronto.

Lena se gira y me mira preocupada. Es seis años menor que yo pero ahora mismo parece muy joven, jovencísima.

—Ha sido un embarazo tranquilo y fácil. Seguro que el parto será igual, ¿verdad? —me pregunta esperanzada.

—Claro, todo irá bien.

Nicolai se mueve inquieto a mi lado. Ha terminado con su magdalena y parece que tiene nuevos planes. Se deshace de la manta a tirones, le ayudo a ponerse las botas, se pone en pie y ataca con ganas el cierre automático del paraguas ciruela.

—Tengo que ir a ver los dibujos —me dice muy solemne—. ¿Estás aquí mañana?

—Sí, nos vemos aquí. Cuando quieras.

Consigue abrir el paraguas y echa a correr hacia su patio. Antes de llegar a la verja, se da la vuelta y duda un instante. Regresa y me regala un beso húmedo y pegajoso en la mejilla.

—Vaya, la magdalena era mía y te pide una cita a ti para mañana. Lo tienes en el bote —se queja Lena cuando Nicolai desaparece dentro de su casa.

—¿Qué ha pasado con Iván?

—No va a venir —me dice sin mirarme—. Hace tiempo que no estamos juntos.

—¿Qué ha pasado?

—Se fue con otra.

—Oh, Lena…

Abrazo a mi hermana pequeña y lloramos las dos juntas, en silencio. Comprendo su dolor. La traición duele igual sea quién sea el ser amado que nos deja. No importa cómo se vaya, la pérdida es terrible en cualquier caso.

—No importa —dice al cabo de un rato. Se separa de mí y se limpia las lágrimas. Lena siempre ha sido la más valiente de las dos—. Hacía tiempo que nos iba mal, muy mal.

—¿Por qué no me contaste nada de todo esto? Del embarazo, de Iván.

—No lo sé. —Respira hondo y me mira con sinceridad—. Creo que no quería oír lo que tuvieras que decirme.

—Yo no te juzgaría y lo sabes. No lo he hecho nunca.

—No se trata de eso —sonríe—. Mi matrimonio iba muy mal y aún así quise tener un hijo, deseaba tener un hijo. Tenía miedo que me hicieras ver lo poco inteligente y práctico y negativamente emocional que era todo eso. Me moría de ganas de decírtelo, me sentía fatal al no contarte nada de todo esto, como si te estuviera mintiendo.

Me siento culpable. Estaba enfadada con Lena por no haberme hablado de sus sentimientos, de los cambios importantes en su vida, y yo he hecho lo mismo. La he juzgado. Le he ocultado información. Ni siquiera sabe por qué me he ido de Londres y, sin embargo, aquí está, a mi lado, pidiéndome disculpas. Le ofrezco el último bollo de canela de la caja.

—Toma, te lo mereces. Al fin y al cabo, yo me he quedado con el chico.

La sonrisa de Lena es preciosa. Una de las cosas más bonitas que he visto nunca.

La abuela abre el ventanal a nuestra espalda y nos sorprende.

—¿Por qué no entráis ya? Hace mucha humedad aquí fuera y necesito que me ayudéis a encontrar la decoración navideña.

—Ahora vamos, bună.

Recojo las mantas y sacudo las migas mientras Lena se encarga de las tazas, el termo y la caja vacía.

—Hemos vuelto a ser pequeñas —me dice con cierto consuelo—. Otra vez a decorar el árbol con esas luces de papá que dan calambre.

—Me alegro de que estés aquí.

—Aquí estamos. Supervivientes de dos naufragios distintos.

La miro sorprendida.

—El abuelo habla como si fueses a quedarte por tiempo indefinido y papá parece preocupado. No importa —añade al ver que no le respondo—, ya me lo contarás cuando te apetezca.

Antes de entrar en la casa, tentadoramente iluminada y caliente, mi hermana me detiene cogiéndome del brazo.

—Oye, Gracia.

—Qué.

—Quiero que tú me asistas en el parto.