VIII

Radio Mic-N II retrasmitiendo en directo desde el pajar de Georghe. Georghe Antonescu les desea muy buenos días. Parece ser que las mulas de Cesare tendrán compañía en los próximos días, pues nuestros visitantes americanos se quedan. No sabemos cuánto, no sabemos por qué, pero han llegado en son de paz y como tal debemos tratarles. Atentos todos a las próximas instrucciones de nuestro primar, si es que se decide a darnos instrucciones. Por el momento, convecinos, deberíamos olvidar la reunión clandestina de ayer por la noche, donde salió a relucir, quizás con demasiada precipitación, lo reconozco, términos como «resistencia» y «guerrilla».

Estoy en el quirófano. El paciente está dormido y todo preparado para empezar. Es una intervención sencilla, un bypass en un corazón cansado. Todo va bien. Hasta que la enfermera de mi izquierda empieza a mover la cabeza ligeramente, al compas de una canción sobre una vaca amarilla.

Abro los ojos y me encuentro la cara de Nicolai, cantando a escasos centímetros de la cama, inclinado sobre mí. Me regala una sonrisa preciosa, con hoyuelos, y deja de cantar, complacido a saber con qué. Su aliento huele a natillas.

—Han llegado tus trastos —me dice.

En esa sonrisa bailan los ángeles.

Me levanto intrigada, me pongo la bata y bajo al comedor de la mano del duendecillo rubio.

—¿Hola?

Amontonadas junto a la puerta de la calle hay un montón de cajas precintadas de color naranja. Son «mis trastos», los restos de mi naufragio londinense.

—Han llegado hace un rato —dice Lena asomándose desde la cocina—. Son todas tus cosas —me reta acusadora.

—No sé dónde vamos a meter todo eso, Gracia —se queja la abuela desde la cocina—. En serio.

—De momento, lo llevaré todo al garaje —la tranquilizo—. Luego, me buscaré una casa donde vivir —reflexiono en voz baja.

—¿En serio? —Se interesa Lena—. Entonces vas a quedarte de verdad.

—Toma —elijo una de las cajas que menos pesan y se la paso a mi hermana para que me ayude a trasladarlo todo.

—Podríamos vivir juntas. Las tres. Una versión europea de las chicas Gilmore.

—¿Las tres?

—O los tres.

—Yo también quiero ayudar —se ofrece Nicolai.

—¿Se sabe algo más de la llegada de los americanos?

Lena se encoge de hombros.

—Yo no los he visto, pero Natasha dice que han montado una especie de campamento de color caqui en los campos de Cesare. Seguro que el abuelo sabe más cosas porque se ha ido esta mañana temprano. Ha venido a buscarle el primar con unos hombres de Bucarest.

Llenamos el garaje de cajas naranjas esquivando el silencio acusador de mi abuela. Terminado el traslado, Lena decide dar un paseo hasta la colina de Danae y visitar la ermita. Después ha quedado con mi padre para hacerse una ecografía y otras pruebas en Cluj. Creo que papá intenta convencerla de que dé a luz en un hospital. Hace muchos años que ninguno de los dos asistimos un parto y, en mi caso, siempre ha sido por motivos quirúrgicos de emergencia. Pero Lena es cabezota y dice que somos los mejores médicos que conoce. Los mejores del mundo. Aquí, justo aquí, en Mic-Napoca, a su disposición. Totalmente rendidos a su sonrisa de madre primeriza.

Afuera luce un sol sin nubes y la mañana parece engañosamente cálida con tanta luminosidad.

Me ducho, me visto y paso por la cocina en busca de café y galletas. La abuela no está especialmente generosa esta mañana, parece enfurruñada, y Nicolai y yo tenemos que compartir el botín.

—¿Por qué está aquí Nicolai? —le pregunto.

—Su abuela le ha pedido a Lena si podía cuidarlo un rato, mientras hace unas compras. Hoy hay mercado.

Lena no parece haberse tomado en serio sus labores de canguro.

—¿Y tú no has ido?

—Esta mañana temprano. Son más de las doce —me dice haciendo especial hincapié en «las doce».

—¿Y el abuelo?

—En la fábrica.

Me parece una buena idea ir a hacerle compañía. Todavía no he visitado la industria de Mic-Napoca.

—Pues voy a acercarme y le recojo para comer.

—Yo voy contigo —se apunta Nicolai.

—¿Puedo llevarlo?

—Sí, pero volved no más tarde de las dos o Natasha se enfadará.

Nicolai sabe ponerse solo el anorak pero, pese a sus protestas, le ayudo con el gorro y los guantes. Me gustan sus manoplas. Son azules y tienen soles sonrientes bordados de color ámbar.

La fábrica de cerveza negra de Mic-Napoca es una enorme construcción alargada a las afueras del pueblo. Por supuesto, es de piedra bucurestina. La mayor parte de los procesos de fabricación de la cerveza —tostado, malteado, fermentación, envasado— se llevan a cabo en las naves subterráneas que mandó construir el abuelo a principios de los años ochenta, pero en las gigantescas salas de la superficie, convenientemente estabilizadas y sin humedad, es donde se encuentran las enormes tinajas de grano. Por eso al entrar, siempre huele a cebada fresca, independientemente de la época del año en la que estemos.

En primavera, el patio y la antesala bulle de actividad. Camiones y camiones de cebada descargan el cereal día y noche, sin interrupción, y sus propietarios pululan felices como abejitas industriosas. Encantados de volver a encontrarse allí con las manos llenas de facturas e índices de todo tipo, saludándose entre ellos como si hiciese un año que no se veían, felicitando a mi abuelo y a sus operarios por la calidad de su cerveza, por la diligencia del proceso, por los precios siempre justos de sus cosechas.

El abuelo también revive, como su fábrica. Sale del letargo invernal, deja sus libros antiguos, y se convierte en un torbellino de actividad presente a cada paso del proceso. Le gusta hablar con los granjeros, probar los granos de cebada, tomar muestras y esperar los resultados de los análisis con el personal de planta, comer con los operarios y reírse con los chistes de sus trabajadores. Resucita del armario sus camisas más viejas, sus pantalones más gastados, y cumple turnos de hasta once horas hasta que la cosecha de primavera de media Transilvania ha pasado por las puertas de arco de sus patios y va camino de convertirse en la cerveza negra más rica y cremosa del país. Cansado y feliz, recuerda el tiempo en el que empezó su periplo con el experimento temeroso de la cebada de Cesare y un puñado de amigos y vecinos que pusieron su fe y sus ahorros en la visión espumosa y oscura de mi abuelo.

A las puertas del invierno, la fábrica parece aletargada. Funciona, pese a todo, al ritmo del zumbido incesante de los climatizadores, tras el susurro subterráneo de la maquinaria escondida. Me encantan los techos abovedados y el interior de piedra roja de las paredes. A Nicolai le fascina que sus botitas repiquen en los suelos de madera de la recepción. Después de saludar y preguntar a la simpática recepcionista, encuentro a mi abuelo en su despacho. Pero no está solo.

—Perdona, abuelo, no nos han dicho que estabas reunido.

—No pasa nada —dice poniéndose en pie e invitando a sus interlocutores con un gesto a hacer lo mismo—. Ya habíamos terminado.

Así se rematan las reuniones. El impecable estilo de Traian Bratianu, sin lugar a réplica.

—Pero, Gracia —me advierte mi implacable abuelo—, si pudieras acompañar al capitán Denninson a dar una vuelta por el pueblo te lo agradecería mucho. El primar Vernia necesita hablar unos minutos más con estos señores del gobierno y me parece muy feo dejar al capitán sin buena compañía.

Después de todo, quizás la visita a la fábrica no haya sido tan buena idea como me ha parecido esta mañana.

El capitán Denninson estrecha la mano de los presentes mientras intenta ganar tiempo para no parecer demasiado sorprendido por el elegante despido de mi abuelo. Le acaban de echar de la reunión y, como es el único militar en activo presente en la habitación, ni siquiera puede discutir las órdenes o apelar a su rango castrense.

—Claro —susurro bajito.

El imponente capitán sale del despacho cerrando la puerta a sus espaldas y nos mira algo ausente, todavía haciéndose a la idea de que acaban de sacarle de la reunión de una metafórica patada en el trasero. Desde la poca distancia que nos separa, me sorprendo respirando hondo en busca de algún olor que me rescate.

—Después de todo —me dice guiñándome un ojo—, su abuelo sí que es el gobernador.

Mi estómago hace una pirueta poco adecuada para mi edad y siento las piernas flojas. Me desprendo de la mirada azul oscuro de este hombre terrible y echo a andar apretando la mano de Nicolai. El duendecillo rubio juega a saltar las baldosas mientras tararea su canción sobre una vaca amarilla. Si no me sujetase fuerte a su alegría infantil podría elevarme del suelo.

El capitán Denninson se pone su enorme parca militar, se ajusta el cuello del abrigo y mete las manos en los bolsillos. Salimos al sol engañoso de diciembre, todo luz y nada de calor.

—Esta es una de las calles más largas de Mic-Napoca —le digo en mi papel de guía turística—. Por aquí llegaremos a la plaza de la Biserică, donde se celebra el mercado y están los edificios y comercios más importantes del pueblo. Y esta es la casa de mi abuelo.

En honor del capitán debo decir que se para a contemplar la hermosa construcción de dos plantas y parece sinceramente complacido con lo que ve.

—¿Usted también vive aquí? —me pregunta mientras seguimos caminando.

—Sí. Acabo de llegar.

—De Londres —me interrumpe.

—Sí.

—Me lo ha explicado su abuelo. Se siente muy orgulloso de usted.

Pero no me hace la pregunta que todos tienen en mente. Este hombre, que bien podría estar hecho con la misma piedra bucurestina del suelo que pisamos y las murallas que nos protegen, no va a resultar previsible. Hubiese sido demasiado sencillo.

—Anoche, ese hombre pelirrojo con el brazo en cabestrillo vino a ofrecernos su pajar para dormir.

—Ese es Cesare, el propietario de las tierras en donde ahora está su campamento.

—En el cambio de guardia de las seis de la mañana mis hombres han sorprendido a un hombrecillo calvo y delgadísimo curioseando por detrás de las alambradas.

—Es Emil Cordenu, el farmacéutico. Suele ser… algo cotilla. Pero inofensivo.

—Entendí que me ofrecía medicamentos, pero no estaba seguro, podía ser el camello local.

Su sentido del humor me sorprende. Me resisto a sonreír, no se lo merece.

—De camino hacia la fábrica de su abuelo, una señora de dimensiones respetables empezó a gritarme muy enfadada. Un señor con un bigotito ridículo intentaba tirar de ella y apartarla de mi camino. Con poco éxito.

—Esos son los señores Visi, los dueños del único colmado del pueblo. Pero no sé porque se ha ganado usted su enemistad.

—Me salvó su polizei —me dice muy serio—, en bicicleta.

Se me escapa un bufido de risa que intento disimular ajustándome la bufanda sobre la boca.

—Debemos parecerle muy pintorescos —le acuso sin darle tregua.

—No crea. Nací en un pueblecito de Washington, en Geinte Heighs, donde ser peculiar era un deporte nacional obligatorio.

—¿Cuándo tiene previsto marcharse? —Le lanzo una mirada fugaz y le sorprendo mirándome con una intensidad que fundiría las primeras nieves de los Cárpatos.

—Se trataba de una operación corta, apenas un par de días. Pero las órdenes han cambiado. Esta mañana hemos recibido a una delegación de Bucarest y nuestros gobiernos han acordado una colaboración algo más… interesante.

—Ya.

—¿Cinismo, doctora Bratianu? No le pega —me riñe, severo.

Enrojezco hasta las orejas. Y Nicolai no viene en mi rescate. Acaba de encontrarse un tesoro en el suelo y se detiene para observarlo de cerca, por si mereciese la pena recogerlo.

—Mira —me dice feliz.

Su tesoro es una piedra redonda y negra. La coge, me la enseña y se apresura a guardarla en uno de sus bolsillos. Después lo piensa mejor y se atreve a mostrársela al capitán.

Denninson y Nicolai superan la barrera del idioma con el código universal del brillo inocente de unos ojillos infantiles y la sonrisa de un extranjero en tierra extraña. La súbita ternura del capitán me pilla desprevenida. Tropiezo con mis propios pies. Y este hombre, que parece estar en todas partes con su mirada oscura y su sonrisa inesperada, me coge del brazo apenas sin mirarme. Por suerte, hemos llegado a la plaza de la Biserică y el café Sinaloa me parece, más que nunca, una verdadera tabla de salvación.

—¿Le apetece tomar algo caliente, capitán?

Asiente con un gesto seco y cruzamos la plaza camino de la promesa de un refugio para mi desconcierto. Nicolai me ha traicionado y cuelga feliz de uno de los brazos del capitán. El hombre parece encantado de llevar una mochila rubia como los campos de trigo en verano, y balancea su preciosa carga con despreocupado ritmo. La risa del duendecillo podría curar cualquier enfermedad de este mundo.

El capitán Denninson tarda en entrar en el Sinaloa. Está admirando mi hermosa plaza como se merece. Si sigue así, tendré que solicitar al primar que considere hacerle una estatua de héroe.

Nicolai se mete detrás de la barra, en busca del gato de Teresa, y nosotros nos sentamos lejos de la puerta, dispuestos a desenvolvernos de tanta ropa de abrigo, tentados por los riquísimos aromas de la pastelería de la anfitriona.

Teresa está en la cocina pero nos mira atentamente y asiente.

—Bien, doctora, explíqueme su teoría.

—¿Sobre qué?

—Sobre qué hemos venido a hacer aquí un comando de ingenieros de la marina sin traductor.

—No es mi teoría, es la de mi abuelo. Y, si tiene el placer de conocerle un poco durante estos días, sabrá que él raramente teoriza. Suele estar en lo cierto.

Me pregunto hasta qué punto conoce el pasado activista de mi abuelo, si han hablado sobre política o estrategias militares o relaciones internacionales. Me pregunto si estará cansado de ser siempre el malo de la película, el que toma la decisión de disparar primero, al que todos señalan como el invasor. Si tendrá las manos tan manchadas de sangre que ya le resulte indiferente o si será creyente, como la abuela, y tema ir al infierno de los que han arrebatado vidas. Me pregunto si preferiría volver a aquel ejército norteamericano de la II Guerra Mundial que era recibido con respeto y admiración, que todavía mantenía con éxito la ficción de defensores de la libertad; si está cansado del desprestigio actual, de encogerse de hombros y aguantar el chaparrón, porque no son más que hombres al servicio de los intereses de un país, de una economía.

El capitán de mirada oscura, sentado frente a mí, me hace un gesto para que continúe hablando. Nuestras manos están tan cerca que casi siento su roce.

—En unos pocos meses habrá elecciones y un cambio de gobierno en Bucarest. Los nuevos aires traen, entre otras cosas, una posible entrada en la OTAN. En las minas de Timisoara no hay nada.

—Su abuelo dijo, literalmente, que esa zona era una reserva natural para coyotes por… ¿cómo era? Ah, sí, «por obra y gracia de un ministro hipertenso y con pretensiones ecologistas».

—Aunque quizás sí que sea un accidente que hayan aterrizado en Mic-Napoca, desde luego lo de las minas era una excusa. Si a estas horas no ha llegado ni un solo soldado de la base militar de Cluj y en cambio he contado hasta cinco burócratas bucurestinos en el despacho de mi abuelo, es que ustedes han conseguido lo que querían al llegar aquí sin avisar. Aunque no soy capaz de relacionar el tema de la OTAN con su presencia, anoche mi abuelo adivinó sus intenciones.

—Impresionante. —Pero no sonríe. Ni siquiera ahora.

Teresa aparece de la nada, nos saluda contenta y pone sobre la mesa lo que ha decidido que necesitamos. Para Denninson un café con mucha leche, coronado con espuma cremosa, y un cruasán. Para mí un té de bergamota y un bollo de canela. Nicolai me mira desde debajo de la mesa contigua con su milagrosa sonrisa manchada de chocolate y el gato de Teresa entre sus bracitos infantiles. Es imposible acordarse de que afuera hace tanto frío.

—Yo no he pedido…

—En el Sinaloa nadie pide, Teresa adivina —le susurro con rapidez antes de que meta la pata—. Podría cambiar el pedido pero sería una afrenta espantosa, algo nunca visto en este café desde hace cinco siglos.

El capitán me mira impasible y duda antes de llevarse su tazón de café con leche a los labios.

—Sabe que los americanos tenemos miedo de ese café europeo espeso y negro como el alquitrán, ¿verdad?

—Pruebe lo que le ha traído Teresa, capitán.

Denninson obedece y da un largo sorbo a su taza. Visiblemente complacido, me mira feliz y se atreve a morder con ganas su cruasán.

—Cole —me dice con la boca llena.

—¿Cómo?

—Me llamo Cole, doctora, es el nombre que me puso mi madre. Tengo cuarenta y cinco años, me retiraré el próximo año del servicio activo de la marina, pero si me llamara Cole sería capaz hasta de olvidarme de que los hombres que me esperan en los campos de trigo de Cesare no habían ni nacido cuando yo hacía la instrucción.

Vuelve a atacar su cruasán y su taza de café. Cuando Nicolai se acerca en busca de provisiones, acierto a darle la mitad de mi bollo y un beso distraído en su cabeza dorada.

—Es el mejor café que he tomado nunca. Y el mejor cruasán, también.

Teresa aparece para recoger sus alabanzas. Otra de sus misteriosas habilidades es que sabe hablar inglés. Con acento mexicano, por supuesto.

—Gracias, chicos.

—Teresa, ¿estás bien?

—Claro —se sorprende ella.

—Es que anoche, en medio de la locura del desembarco de los marines, el señor Visi me dijo que mi padre te había acompañado a casa en coche.

Apenas por un instante, tan breve que casi me parece haberlo imaginado, Teresa esconde un gesto de niña sorprendida en medio de una mentira. Pero una sonrisa enorme borra toda sospecha de sus rasgos suaves, de su piel color caramelo.

—Claro, no pasa nada. Me sentí un poco indispuesta, seguramente por el susto y tu padre fue tan amable de acompañarme. Tú parecías tener la situación bajo control.

Cole me mira confundido.

—Se refiere a Cesare y a su mula.

—Ah, esa situación.

Salimos del Sinaloa de buen humor, casi como viejos amigos, reconciliados con el frío de Mic-Napoca, camino de la casa de mis abuelos. Casi es la hora de comer y Natasha se enfadará conmigo por haber dejado que Nicolai tome dulces antes del almuerzo.

El capitán Denninson, Cole, nacido en un pueblecito de Washington llamado Geinte Heighs, a punto de jubilarse del servicio activo de los marines de los Estados Unidos, me acompaña hasta mi puerta. Parece cómodo, pese al silencio que compartimos los tres.

Se despide de Nicolai con un saludo militar, que el pequeño le devuelve alborozado y me mira con esa visión de rayos X que tan útil debe resultarle cuando pasa revista a sus tropas. De repente, estamos tan cerca el uno del otro que podríamos ponernos a bailar.

El hombre oscuro que ayer aterrizó en los campos de trigo de Cesare prende su mirada azul oscuro en mis ojos de ninfa desterrada y sonríe como si recordase el sabor a mantequilla caliente del cruasán de Teresa. Despacito, para no asustarme, acerca su mano a mi mejilla y me coloca un mechón de pelo rebelde detrás de la oreja. Su gesto me deja sin aliento.

—Te veo más tarde, Grace.

Sus pasos se llevan el eco de cualquier otra Troya, cualquier otra, pero no la guerra escrita en el libro antiguo que mi abuelo sostiene por las noches.