III
Aquí Georghe Antonescu de nuevo, desde Radio Mic-N II, retrasmitiendo en directo desde el pajar de Georghe. Las carreteras N-23 y C-18 en dirección a Cluj vuelven a estar abiertas tras el incidente de ayer con un camión de gasoil. Pero si tenéis que ir mañana a la capital recordad llevaros el paraguas. La señora Maria Ionescu ha puesto en venta su máquina de coser vieja y Emil Cordenu no abrirá esta tarde la farmacia porque tiene dolor de cabeza. Para urgencias, podéis acercaros a su casa.
Aunque el tiempo se ha detenido en las calles de Mic-Napoca, no sucede lo mismo con mi reloj. Después de comer, hacemos una larga sobremesa para digerir pacientes el pantagruélico haiduc —un guiso de col y nabos rellenos de carne, arroz y pimienta— de la abuela. Mi estómago protesta, lleno pero complacido, con ganas de olvidar largos años de comida inglesa. La cocina tradicional de la abuela es estupenda, aunque se ha ido suavizando en especias y sal con el tiempo. Tener un médico en casa hace muy difícil poder saltarse sus recomendaciones nutricionales.
El abuelo destapa su botella de visinată, un licor de cerezas amargas espantoso, y nos explica cómo va la fábrica de cerveza. Todavía es pronto para saber si la cosecha de cebada será buena este año, pero no puede ser peor que la anterior, ¿verdad? El ruido del corcho al salir de la botella de grueso cristal verde me gusta.
Habla del progreso de los comerciantes de la zona, del mercado, de la economía y de la política del país. Próximas las elecciones, mi abuelo vaticina el fin del presidente Iliescu y augura aires derechistas para el país, con tristeza pero sin el resentimiento belicoso de sus tiempos en la oposición del tirano.
Aunque en Mic-Napoca hace tiempo que tienen al primar Vernia, todos saben que quién realmente toma las decisiones importantes es Traian Bratianu. No creo que lo haga a propósito, pero cuando habla nadie puede dejar de escuchar. Quizás sea por su porte imponente de antiguo soldado o por su voz profunda e intimidatoria o porque desciende de una larga familia de terratenientes progresistas e intrépidos o porque todavía lee a Homero y comprende la esencia de las cosas. Quién sabe. Pero si el abuelo sospecha que habrá un cambio de gobierno, así será.
Todos me preguntan a la vez por la vida de Londres, por los amigos, por mi trabajo en los quirófanos.
—Por la mejor cirujana cardiovascular del mundo —brinda el abuelo. Y todos me miran orgullosos, coloradotes y felices.
—Por el regreso a casa —les respondo.
Papá remueve el café y a veces le sorprendo un aire pícaro, de guardián de los secretos, como el gato que acaba de comerse al canario cuando nadie se percata. Me convenzo a mí misma de que es solo la alegría de saber que pronto estaremos todos juntos, en esa misma mesa. Lena ha dicho que vendría esta misma semana.
La abuela no nos deja ayudarle con los platos así que recojo lo que puedo y me ofrezco a acompañar a mi padre a su consulta.
—Es jueves, no creo que tenga demasiadas visitas —me dice.
Aunque la consulta del médico de Mic-Napoca está en la casa contigua a la de mis abuelos, no tienen comunicación interior, ni siquiera por el patio. Salimos a la calle y nos recibe un viento frío pero suave que parece haber secuestrado a los habitantes del pueblo en sus casas. El cielo continua gris marengo, pero no parece que vaya a llover. Nos cruzamos con un hombre joven, guapo, en bicicleta. Lleva el uniforme de la polizei y no le recuerdo. Sé que en Mic-Napoca hay una breve representación del orden: cuatro policías y una administrativa. Y creía conocerlos a todos de las partidas de dominó de mi abuelo.
—Buenas tardes doctor… Y compañía —añade un poco inseguro mientras ralentiza el pedaleo.
—Buenas tardes, Gregor. Esta es mi hija, Gracia.
—Ah, la doctora de Londres —Gregor enrojece súbitamente y se detiene. Cree que nos merecemos una explicación—. Es que estuve en la farmacia comprando tiritas.
El cotilla de Emil sigue en plena forma.
—Hasta luego, Gregor. Vamos a pasar visita.
El guapo polizei saluda de nuevo, me dedica una breve inclinación de cabeza y vuelve a pedalear calle abajo.
—Es nuevo —comento mientras mi padre abre la consulta.
—Creo que lo trasladaron desde Timisoara.
—Debe haberse portado muy mal si lo han exiliado aquí.
La consulta ha sido reformada recientemente. La sala de espera es amplia y está amueblada con un montón de sillones, butacones y sofás, de diferentes colores. En un extremo está la mesa y el ordenador de Carola, la secretaria de mi padre, y al otro extremo las dos puertas del doctor: quirófano y despacho.
Inspiro reconfortada el olor a desinfectante. Cruzo la sala y abro el ventanal enorme que da al patio trasero.
—Podrías haberlo convertido en un jardín, o en un huerto para los abuelos. Y ponerle de esos gnomos de jardín que dan tanto miedo. Esos que esperan a que les des la espalda para mirarte fijamente.
Pero mi padre no me escucha, ha desaparecido en su despacho.
Desde aquí se ve el patio de los vecinos. Un niño pequeño, de unos cuatro años, juega con un montón de coches de colores y canta algo sobre una vaca amarilla. Su pelo rubio como un campo de espigas se mueve al compás de su cabecita mientras mueve los coches por una carretera imaginaria. Es Nicolai. Vive con su abuela desde que sus padres se marcharon a Bucarest en busca de trabajo. Después de todo, el enorme paraguas financiero de la fábrica de cerveza no puede cobijarlos a todos, por mucho que le pese a mi abuelo.
Nicolai se sabe observado, es perspicaz como solo puede serlo un niño de cuatro años. Levanta la cabeza y me ve al otro lado de la verja, pero su expresión no cambia, ni siquiera deja de cantar. Sonrío y levanto una mano para saludarle. Seguro que le encantaría unos cuantos gnomos de jardín mirándole desde el otro lado del patio.
—Nicolai —le llama su abuela—. Entra a merendar.
Me saluda precipitadamente con su manita y vuelve corriendo al interior de la casa dejando un rastro de coches de colores en su jardín.
—Gracia, ven. Tenemos un paciente.
Cesare tiene setenta años, es uno de los agricultores que le vende la cebada a mi abuelo y siempre ha vivido en el pueblo. Tiene un caserón enorme con establos, pajar y cuadras a las afueras de Mic-Napoca. Lleva el brazo en cabestrillo porque la semana pasada una de sus mulas le propinó una buena coz y viene para que mi padre le cambie los vendajes y le eche un ojo al hematoma. No parece sorprendido de verme, como si nos hubiésemos encontrado esa misma mañana en la Biserică.
—Hola, doctora. Doctor…
Mi padre se pone manos a la obra y Cesare gruñe, refunfuña, se retuerce.
—Si se estuviese quieto —se queja el médico.
—Ah, es que me duele.
—Pues la próxima vez no deje que esa mula le patee el brazo.
—Ea, ¿qué le vamos a hacer? Sin es más tozuda que…
—Una mula —apunto muy seria.
—Pues sí, eso.
Papá me despide con un gesto de impaciencia y decido asomarme un ratito por la plaza. Me abrigo bien y disfruto del sonido de mis botas sobre los adoquines de piedra mientras camino. El pueblo entero se envuelve del olor de la madera quemándose en las chimeneas, del heno recién cortado, de las hogazas de pan de la boulangerie. Y a lo lejos, el aullido de los lobos inicia su canto nocturno con las primeras sombras del día que declina.
Dimitri Vernia, el primar, se apresura camino de su casa. Saluda al boticario y deja atrás la plaza, seguramente acuciado por la promesa de una cena temprana junto a su familia o una charla trascendental con mi abuelo, quién sabe. A sus espaldas, la oscuridad dibuja sombras en la fachada de las casas.
Sigo caminando hasta la fábrica de cerveza, solo insomne en la cosecha de primavera, pero iluminada incluso ahora, en este invierno recién estrenado. El río sale a mi encuentro, los primeros prados de Cesare y el umbral del bosque. El horizonte dibujado por los eternos Cárpatos transilvanos.
Cuando vuelvo a casa, tropiezo con mis abuelos en la puerta. Vienen risueños y acalorados, compartiendo alguna confidencia que les hace reír como chiquillos. Traen las mejillas coloradas y el pelo alborotado, un cesto lleno de manzanas y nueces, y la promesa de una taza de té caliente junto a la chimenea.
Mi habitación sigue detenida en el tiempo. Madera oscura en el suelo, alguna tabla que cruje, madera clara en los muebles, paredes amarillas, madera veteada en el escritorio y las sillas, ventanas veladas por finos tules salpicados de brillantes estrellas, madera cálida en la enorme cama. Esta noche dormiré mejor que nunca, bajo las gruesas vigas de roble carpetano de un techo que me añora desde hace demasiados años. A los pies, sigue el arcón grande de la abuela, lleno de tesoros que no pude llevarme conmigo por miedo a que se convirtiesen en un lastre insoportable. Dentro, mis chales de lana, tejidos por tantas manos queridas. Un chal azul oscuro con margaritas, de mi bisabuela; otro blanco, de mamá; dos de color rosa, con capullos verdes, algo despuntados, de las manos siempre inquietas de mi hermana; uno verde y otro amarillo de mis tiempos de estudiante. Y mi preferido, el chal granate de flores grandes que tejió para mí la abuela un invierno de mucha nieve. El ganchillo hábil de sus manos derrochadoras de cariño protegido en una capa de papel de seda. Le quito el delicado envoltorio con un gesto preñado de dulzura y me envuelvo en el hermoso dibujo de lana granate. El diseño de las flores es precioso pero el calado es demasiado espaciado como para resultar de abrigo. No importa, es mi chal, mi regreso, después de tantos años de destierro.
El espejo me devuelve una mirada de color avellana tocada por las alas repentinas de una leve tristeza. El tiempo se me ha escurrido entre los dedos, como los granos de arena del reloj. Pesarosa, me escondo un poquito más en el chal y acompaso la respiración al silencio acogedor de la casa. Un reflejo de miel se ríe del castaño veteado de mi pelo desatado. Aquí no hacen falta recogidos, ni gorros de papel verde, ni excusas de practicidad. Aquí todo retoma su ritmo propio, se acomoda en un espacio generoso, acaricia la lana granate de un legado tan cálido.
Un lobo solitario aúlla no demasiado lejos. Quizás él también haya vuelto a casa para pasar el invierno.