Capítulo 33
La clínica estaba a oscuras y en silencio, salvo por una luz encendida al final del pasillo en la sala de personal. Tenían a varios animales que pasaban la noche en la clínica, algo nuevo, ya que los pacientes que necesitaban cuidados prolongados normalmente eran trasladados a un hospital cercano que abría las veinticuatro horas. Pero éste llevaba con problemas de cortes de luz desde el fin de semana y Brian se había ofrecido a hacer de «enfermero de noche» y quedarse a dormir en un catre que había en la sala de personal e ir a comprobar las jaulas de forma periódica.
Carly fue a saludarle brevemente y a decirle que se había pasado a coger unos expedientes. Él estaba tan ensimismado en su novela de ciencia ficción que apenas levantó la vista del libro, lo que no supuso problema alguno para Carly. No sabía si parecía tan enloquecida como se sentía y no quería averiguarlo. No importaba especialmente que Brian estuviera allí. No le preguntaría nada ni aunque la encontrara a cuatro patas haciendo trizas expedientes detrás del mostrador.
Encontró la llave en el cajón de Michelle y entró en el despacho de Richard. Estaba más revuelto de lo que jamás lo había visto. Richard nunca había sido ordenado con su espacio personal, pero siempre había mantenido un orden general. Ahora no se apreciaba orden alguno. Varios meses antes, Richard se había quejado del servicio de limpieza semanal que tenían y les había prohibido que entraran en su despacho cuando no estuviera él para supervisar, lo que significaba prácticamente nunca. Se notaba, pensó Carly. Había tazas de café sucias por todo el cuarto y la papelera estaba desbordada. La superficie de la mesa estaba oculta bajo pilas de libros y papeles y las estanterías estaban repletas de expedientes, más libros, montones de artículos fotocopiados y una acumulación de revistas veterinarias como de varios años.
Los archivadores estaban detrás de la mesa. Carly abrió los cajones uno a uno y repasó las carpetas sin encontrar nada de especial interés en ellas. No esperaba hacerlo. A juzgar por el estado en que estaba el despacho, el mundo de Richard se estaba viniendo abajo rápidamente y Carly pensó que no era muy probable que encontrara una carpeta ordenada en la que pusiera «Hipotecas, deudas y demás engaños a sangre fría». ¿Dónde podía mirar entonces? Si Richard era listo, pensó, no guardaría los documentos en el despacho. Pero no lo era y no tenía razones —todavía— para creer que ella pudiera sospechar. Abrió el cajón superior del escritorio y lo encontró lleno de material de oficina variado, la mayoría con la marca de empresas farmacéuticas o de comida para animales. El siguiente cajón contenía blocs de notas, papel de cartas profesional y una bolsa de galletitas saladas a medio terminar. El último cajón estaba cerrado con llave.
—Maldita sea —farfulló Carly, intentando abrirlo.
Era un viejo escritorio metálico y notaba cómo la barra de cierre tropezaba contra el interior del cajón cuando tiraba de él. No era una cerradura resistente, pero suficientemente eficaz como para que no pudiera abrirlo. ¿O sí? Entrecerró los ojos, estudiándola. Tal vez, pensó. Tenía un destornillador en su despacho, que se había quedado allí después de montar unas estanterías. Si lo metía por la ranura del cajón y tiraba...
Momentos después, estaba de vuelta con el destornillador en la mano. Si lo lograba, Richard se daría cuenta de que alguien había estado cotilleando su mesa, pero ¿qué importaba eso en realidad? Como si, llegados a ese punto, le hiciera falta mantener buenas relaciones laborales con él...
Metió la punta del destornillador por la estrecha ranura que había entre el armazón de la mesa y el borde del cajón e hizo palanca, tirando todo lo fuerte que pudo. Por un instante no ocurrió nada; después, el metal crujió y la cerradura se rompió con un repentino y sonoro chasquido. El cajón cedió y Carly se cayó de culo contra el suelo.
Dejó el destornillador.
—No está mal —dijo, sorprendida.
El cajón estaba lleno de papeles sin orden ni concierto y, al principio, Carly sólo vio facturas.
Había avisos de cobros caducados de todo, desde el mobiliario hasta el teléfono, y los pagos de su equipo médico nuevo. Muchos de los sobres ni siquiera estaban abiertos. Daba la impresión de que Richard sencillamente había estado echando cada nuevo aviso al cajón y después lo había cerrado con llave.
Poco a poco, el rastro de papeles empezó a cobrar sentido. Era algo escalofriante y casi tal como le había descrito Max. Seis meses después de que ella hubiera entrado en la clínica, Richard había hecho que tasaran el edificio y había pedido una segunda hipoteca por la increíble cantidad de cuatrocientos mil dólares. Otro documento más reciente del banco daba fe de otro préstamo, esta vez contra el valor total de su equipo médico.
«¡Cuánto dinero!», pensó Carly, sintiéndose débil de repente. Era más de lo que podía imaginar llegar a tener y, sobre todo, gastar. ¿Era de verdad posible que hubiera desaparecido? ¿Cómo podía esfumarse tanto dinero? A juzgar por las cartas del banco —que cada vez empleaban un tono más seco—, Richard no había pagado ninguna letra en meses. La carta más reciente, que había metido en medio del montón, comunicaba la intención del banco de iniciar la ejecución de la hipoteca contra el edificio de la clínica.
Carly notó que la histeria le bullía dentro. Así que era cierto... Todo había desaparecido. La clínica, sus ahorros, su calificación crediticia, su reputación. Era demasiado, pensó. Todo aquello, los préstamos, la deuda, el consumo de droga..., llevaba ocurriendo un montón de tiempo y ella no se había dado cuenta de nada. De nada. ¿Qué le pasaba? ¿Cómo podía haber sido tan idiota? Cerró los ojos un momento, intentando calmarse, y se recordó a sí misma que, aunque podía levantarse y gritar hasta desgañitarse, no cambiaría nada. Lo único que podía hacer de momento era fotocopiar todo y llevarle los documentos a alguien que pudiera ayudarla.
Metió la mano en el cajón para coger lo que quedaba y entonces se fijó en algo que no había visto antes. Una hoja suelta de papel de carta doblada; gruesa y de un elegante tono crudo, destacaba entre la masa de papel comercial barato como un libro encuadernado en piel en un quiosco.
Carly enseguida lo reconoció, porque ella tenía su propia colección de notas escritas en ese mismo papel. Con el ceño fruncido, lo cogió, lo desdobló y vio la familiar caligrafía de trazos delgados e inseguros de Henry Tremayne. Pero ¿por qué le habría escrito Henry una carta a Richard? Apenas se conocían. Confusa, se sentó en el suelo y empezó a leer.
«Tenías toda la razón sobre Richard.»
Las palabras de Carly, y la expresión de su cara, se le habían quedado grabadas a Max en el cerebro. Se puso a recordar ese momento una y otra vez mientras permanecía sentado en la suite del hotel, mirando la cena que no había probado.
No hacía más que pensar que parecía como si hubiera visto un fantasma. Se le había puesto una expresión de entendimiento absolutamente horrorizado, como si algo inexistente hubiera aparecido ante ella de repente y la hubiese obligado a creer en ello.
Cogió el mando de la televisión, puso la CNN e intentó concentrarse en las noticias. No podía. Lo único que veía era el rostro de Carly. ¿Cómo —se preguntaba a sí mismo— era posible que alguien, por muy buena actriz que fuera, fingiera una expresión así? Había esperado que reaccionara de varias formas posibles cuando se enfrentara a ella, y nada de lo que ella había dicho o hecho se ajustaba a lo que se había imaginado. No había dado muestras de culpabilidad, ni de temor, ni de desafío. No había confesado ni le había rogado que escuchara su versión de la historia, ni había intentado seducirle. Era como si lo que le había dicho la hubiera afectado de tal manera que hubiera dejado de pensar en él —y en Henry— por completo. ¿Qué había dicho al final? «Tengo que irme.»
¿Qué estaba pasando? Para Max aquello no tenía sentido. La reacción de Carly había sido la de una mujer totalmente atónita al escuchar que estaba a un mes de la bancarrota. Realmente parecía ignorar el lío en el que estaba metida.
Pero eso era una locura. ¿Cómo podía alguien ignorar algo tan básico? Aunque... Frunció el ceño, pensando. Wexler poseía la mayor parte del negocio: eso era un hecho que le había confirmado Tom Meyer. Y eso significaba que no hacía falta la firma de Carly para los préstamos. Si Wexler los había pedido por su cuenta y le había ocultado la verdad a Carly, en tal caso era posible que ella no hubiera estado al corriente de la situación.
Max negó con la cabeza. Le resultaba casi inconcebible que alguien pudiera tener un negocio —aunque sólo fuera en parte— sin analizar con pelos y señales cada detalle de lo que estaba pasando. Él había hecho la contabilidad de su propia empresa durante años, hasta que el trabajo se hizo tan ingente que se vio obligado a delegarlo. Pero incluso entonces había controlado a sus contables y ejecutivos de forma obsesiva. Siempre había creído que si no se prestaba atención a ese tipo de cosas, a uno lo acababan fastidiando.
Se le ocurrió una idea. Se levantó, fue hasta la mesa y, un momento después, tenía a Tom Meyer al teléfono.
—Max —le dijo el abogado—, son sólo las diez, estás decayendo.
Max no perdió el tiempo.
—¿Me dijiste hace dos semanas que el crédito personal de Carly Martin estaba bien?
—Sí. Tiene una tarjeta de débito y algunos préstamos de estudiante, con todos los pagos al día. Tiene su propio coche, así que por ese lado no tiene letras que pagar. Si no te fijas en el desastre de su empresa, tiene la calificación crediticia de un profesor medio.
—¿Investigaste a Wexler, su socio?
Tom resopló.
—Tiene cinco tarjetas, todas apuradas al máximo. Todas pendientes de cobro. Las letras del coche..., bueno, digamos simplemente que si yo fuera él, no aparcaría el Porsche en el mismo sitio dos noches seguidas. Conozco a gente sin techo con más solvencia que ese tío.
—Maldita sea —dijo Max despacio.
No eran pruebas suficientes de que Wexler fuera el único responsable de los problemas de la clínica; pero, si los patrones de comportamiento contaban algo, aquél sin duda respaldaba esa posibilidad.
Le dio las gracias a su abogado y colgó, sopesando todo a gran velocidad. Aunque Carly ignorara el estado en que se encontraba su negocio, pensó, eso no justificaba ninguno de los otros indicios de que había estado implicada en el incidente de Henry. Y, sin embargo...
Y, sin embargo, antes de que le dieran esa última y maldita prueba, había estado dispuesto a desechar todo lo demás —excepto la extraña cuestión de la furgoneta— como una coincidencia. La esperanza y la cautela se entremezclaban con inquietud dentro de él y pensó en cómo Carly le había mirado cuando le dijo que no quería volver a verlo jamás.
«Ten cuidado —pensó—. Mucho cuidado.» No le haría ningún bien volver a meterse en aquello precipitadamente.
Estimado señor Wexler:
Hace poco me he enterado del desafortunado hecho de que su empresa sufre graves problemas financieros debido a que no ha pagado usted varios préstamos de cantidades elevadas. Si bien no considero que sus finanzas sean asunto mío, me gustaría recalcar que, no obstante, sí tengo el mayor interés en el bienestar de su socia, Carly Martin...
Carly leyó despacio y su asombro fue aumentando poco a poco a medida que iba descifrando la caligrafía de elegantes curvas de Henry. Tenía su estilo, pensó, pero la voz de la carta era mucho más severa e imponente que la del amable anciano que ella conocía.
... dado que no creo que, de entrada, un hombre honrado se hubiera comportado como lo hizo usted, considero mi deber darle una última oportunidad de ser honesto antes de tomar cartas en el asunto...
Carly comprendió que estaba amenazando a Richard. No de forma abierta, por supuesto, pero el mensaje estaba claro. Siguió leyendo. Richard debía contarle la verdad a Carly inmediatamente, después debía liquidar todos sus activos, tanto los del negocio como los personales, para saldar los préstamos y devolverle a Carly su inversión. Si no lo hacía, escribía Henry, se vería obligado a ir a la policía con un informe acerca de su «pleno conocimiento» de las «distintas actividades ilegales» de Richard. No especificó cuales eran esas actividades, pero a Carly no le quedaba duda de que Richard sabía exactamente a qué se refería el anciano. ¿Su consumo de drogas? Tal vez. O cualquier otra cosa que Henry hubiera descubierto. Estaba claro que había hecho que alguien investigara a Richard, aunque Carly no era capaz de imaginar por qué habría hecho una cosa así. Tal vez había empezado por ella, pensó, cuando estaba disponiendo el fideicomiso. Y entonces había descubierto las turbias finanzas justo de la misma manera que Max. «¿Es que soy la única —se preguntó— que no ha contratado a un detective privado a jornada completa?» Era una pena que no lo hubiera hecho. Le habría ahorrado muchos disgustos.
Carly se quedó mirando la carta. A Richard le habría entrado el pánico al leerla, pensó. Un escalofrío empezó a calarle el cuerpo y, por primera vez, se fijó en la fecha que había en la parte superior de la carta. Domingo, 20 de abril. Henry había escrito la carta tres días antes del accidente. Teniendo en cuenta el tiempo que habría tardado el correo, probablemente habría llegado a la mesa de Richard el miércoles por la mañana, el día que alguien se había enfrentado con Henry Tremayne ante la puerta de su casa.
Carly reparó entonces en algo tan importante que no podía creer que se le hubiera pasado por alto. Se puso de pie de un salto, cogió el teléfono y empezó a marcar. Ya se sabía el teléfono del hotel de Max de memoria. «Por favor, que esté —susurró mientras oía el tono de llamada—. Por favor.»
Cuando oyó el mensaje enfermizamente familiar del buzón de voz, casi empezó a llorar. Tragó saliva y esperó a que sonara el pitido.
—Max —dijo con urgencia—, por favor, escucha. Yo no conduje la furgoneta blanca el día que tu abuelo se cayó. Estaba en la tienda. Yo tenía mi coche. Nadie me había preguntado por la furgoneta hasta hoy, o me habría acordado. Pero cuando la policía me estaba acribillando a preguntas, me puse tan nerviosa que no pensé con claridad... —Respiró rápidamente—. Fue Richard quien cogió la furgoneta aquella tarde. Puedes comprobar el registro del concesionario..., seguro que firmó algo. Pero hay otra cosa más. Acabo de encontrar una carta de Henry en la mesa de Richard. Yo no sabía nada de los préstamos, pero Henry sí y estaba amenazando a Rich con...
Se calló con un grito ahogado. Había una figura de pie en la puerta del despacho y tardó casi un segundo en darse cuenta de que no era Richard. Era baja y llevaba un abrigo con estampado de leopardo. Edie. Carly respiró. Notaba como si el corazón estuviera a punto de salírsele del pecho.
—Max —dijo al teléfono—, me llevo la carta de Henry a casa. Por favor, pásate por allí en cuanto oigas este mensaje. Quiero hablar contigo antes de ir a la policía.
Colgó e intentó recobrar la compostura.
—¿Qué pasa? —preguntó Edie con recelo.
—Nada —dijo Carly—. Me has sorprendido, eso es todo. ¿Qué haces aquí?
—Brian me dijo que podía venir a ayudarle. ¿Por qué estás tú aquí? Es tarde.
—No tan tarde. Y estoy a punto de marcharme. Sólo he venido a por unos papeles.
Desde luego, eso era cierto, pensó, mientras se agachaba para recoger los documentos de los préstamos y los avisos de cobro que estaban desperdigados.
Decidió que no iba a molestarse en fotocopiarlos y se metió todo el montón en el bolso. «Al demonio con Richard —pensó—. Si quiere que le devuelva sus papeles, que hable con mi abogado.» Se metió la carta de Henry en el bolsillo interior del abrigo.
—¿No te importa que esté aquí esta noche, verdad? —preguntó Edie.
Carly no tenía ni fuerzas ni paciencia suficientes para andar midiendo las palabras.
—Me alegro de que estés aquí —dijo, mientras cogía el bolso—. Me encantaría que vinieras a trabajar todos los días.
—¿Con tu amigo el cocainómano? Genial.
—No es mi amigo. Y me temo que esta clínica no va a durar mucho. Pero te prometo algo, Edie. Si realmente te gusta este trabajo y estás deseando venir y hacerlo bien, me aseguraré de que, de una forma u otra, siempre tengas trabajo. ¿Vale? —Edie se encogió de hombros y no dijo nada—. Piénsatelo —añadió Carly en tono cansado.
Se colgó el bolso en el hombro y pasó junto a la chica, a la vez que apagaba las luces del despacho de Richard y cerraba la puerta tras de sí.
Estaba ya en la puerta principal cuando Edie habló al fin.
—Carly...
Carly se paró. Era la primera vez que la chica pronunciaba su nombre. Se giró.
—¿Qué?
Edie estaba allí de pie, con una postura desgarbada, y su silueta se recortaba contra la luz que salía a mitad del pasillo del cuarto de empleados. Mientras los ojos de Carly se acostumbraban a la oscuridad, el tenue resplandor de las luces de la calle que entraba por las ventanas delanteras fue suficiente para iluminar el rostro de la chica.
Edie le sonrió. Era una sonrisa diminuta, vacilante y esperanzada.
—De acuerdo —dijo.