Capítulo 24
Entre los mensajes que había en el buzón de voz de Max aquella noche había uno de Tom Meyer, en el que le decía que los primeros datos que había averiguado acerca de Carly Martin y Pauline Braun no tenían nada de particular en ninguno de los dos casos. No tenían problemas de saldo, ni antecedentes criminales. Al parecer, la peor infracción de Carly era que tenía la mala costumbre de coleccionar multas por exceso de velocidad. Max no tenía muy claro cómo se las arreglaba para que fuera así, teniendo en cuenta el estado de su coche. Tom le recordó que tardaría más tiempo en obtener información más detallada acerca de la situación financiera de Carly, pero que esperaba tenerla para finales de la semana siguiente.
Nina estaba esperando a Max cuando éste entró en el bar del hotel, lo que era toda una novedad desde que la conocía. A ella le gustaba hacerse esperar y era una gran aficionada a las apariciones histriónicas, deshaciéndose en disculpas sin aliento, así que él había contado con que tendría al menos un cuarto de hora para sentarse y relajarse antes de que ella llegara.
—Eres puntual —dijo, y la besó en la mejilla—. Debe de ser algo importante.
Ella llevaba un vestido negro de fiesta parecido a aquel con el que Carly le había dejado anonadado. Sin embargo, era mucho más delgada que Carly, con ángulos marcados allí donde ésta tenía carne, y el efecto general era estiloso, aunque no erótico.
—Espero que no te importe comer aquí en el hotel —le dijo—. Es más íntimo. No me apetece ir a uno de esos sitios bulliciosos de moda y sé que a ti no te gustan realmente. Aquí estaremos más cómodos.
¿Intimidad? ¿Comodidad? Aquella era una nueva faceta de Nina. Max arqueó las cejas pero no discutió.
Sin embargo, fuera lo que fuese lo que tenía pensado, no lo reveló de inmediato. Pidieron la cena y mantuvieron una charla ligera durante los tres platos. Max desconectó cuando ella empezó a ponerle al corriente de las últimas novedades de sus amigos de la City.
—No me estás escuchando —dijo Nina en tono de reproche.
—Sí que te estaba escuchando. —Cogió un terrón de azúcar y lo disolvió en su café.
Ella arqueó las cejas, mirándole.
—Bueno, pues, en tal caso, ¿qué te parecen las vacaciones de Sergio?
—Suenan bien.
Ella exhaló con impaciencia.
—Acabo de decirte que lo raptaron unos extraterrestres.
—¿De veras? —le dijo con cinismo—. ¿Y qué le hicieron? De eso sí que me gustaría enterarme.
Nina pareció desconcertada y él se dio cuenta de que no estaba acostumbrada a oírle bromear. ¿Acaso no tenía sentido del humor en Nueva York? Sin duda, pero no recordaba haberse reído mucho. Siempre había estado trabajando y, cuando no, había estado ocupado con los obligados compromisos sociales. Nada de ello había sido especialmente alegre.
«Alegre.» Frunció el ceño. ¿Por qué demonios había elegido esa palabra? La alegría no era algo que jamás hubiera asociado con su vida, ni siquiera algo que hubiera buscado. La alegría era una palabra para los hippies, una palabra de amor y paz, un concepto que tenía poca cabida en un estilo de vida de modelo ascendente.
—Ha sido duro no tenerte cerca, Max —dijo Nina de repente. Alargó la mano sobre la mesa y le cogió la suya—. Pero me ha dado la ocasión de pensar en algunas cosas importantes.
El cuento de que había estado esperándole sentada y suspirando por él, reconsiderando su vida en su ausencia era demasiado irreal para que Max se lo tragara. La conocía demasiado bien. El concepto de introspección de Nina consistía en averiguar qué zapatos encajaban con su estado de ánimo cada día.
—Ya veo —dijo.
—Lo que intento decirte es que estaba equivocada —continuó—. ¿Recuerdas cuando querías que yo dejara de ver a otras personas? Debería haberlo hecho. Ojalá lo hubiera hecho. Era sólo que entonces no estaba aún preparada para sentar la cabeza. Sé que te hizo daño y lo siento.
Max la miró perplejo.
—Eso fue hace mucho tiempo, Nina.
—Lo sé. Y piensa dónde podríamos estar ahora si hubiera hecho lo que me pedías.
Max prefirió no hacerlo. En su opinión, más que pedir disculpas, debería colgarse el mérito de haber evitado un desastre. Dudaba que su falta de ganas por comprometerse con él entonces tuviera nada que ver con el entendimiento de su incompatibilidad de base... Más bien, no le había gustado la idea de ver sus opciones limitadas. El cínico que llevaba dentro le recordó que en aquella época, además, él tenía mucho menos dinero.
—No importa —dijo, de corazón.
—¡Claro que sí! —exclamó ella, apretándole la mano y mirándole afectuosamente a los ojos—. Ahora ya estoy preparada para otra clase de relación. Cuando vuelvas a Nueva York, buscaremos una casa para los dos. Estaba pensando en algo por el Upper West Side..., tal vez un ático.
—¿Y si no vuelvo a Nueva York? —preguntó Max.
—¿Qué? —Ella se quedó mirándolo como si acabara de decirle que pensaba vivir en el Tíbet—. ¿Piensas quedarte aquí? No lo dices en serio.
Para sorpresa del propio Max, sí que lo decía en serio. Se dio cuenta de que no quería volver. No era algo que pudiese explicar de una forma racional, pero le parecía que la parte de su vida en Nueva York —la función había empezado en Brooklyn hacía treinta y ocho años— de alguna forma había terminado al vender su empresa. Fuera lo que fuese lo que le esperaba por delante, ocurriría allí, en California.
—¿Y para qué quieres vivir aquí? —preguntó Nina—. Quiero decir, esto es bonito, pero...
—Me gusta la playa —dijo Max.
—Cogeremos una casa en los Hamptons.
—No esa clase de playa —dijo Max. No era una casa de madera en un pueblecito rico y exclusivo lo que quería, sino la niebla misteriosa y el olor del frío aire marino y los imponentes acantilados de arena. La interminable extensión de costa y la interminable sensación de libertad.
Nina frunció el ceño.
—Bueno, está el Caribe. St Bart's... Mustique...
—Tampoco esa clase de playa.
Ella soltó un pequeño suspiro de frustración. Max se dio cuenta de que estaba pensando, concentrada. Esperó. Al final, ella se enderezó y le miró directamente.
—Quiero tener un hijo —dijo.
Era la última cosa del mundo que Max hubiera esperado oír de ella, pero, de alguna manera, tenía sentido.
—Entiendo.
—¿Ah, sí? —preguntó lastimeramente—. Creo que deberíamos casarnos, Max. Estoy cansada de mi vida... Es demasiado alocada. Quiero algo nuevo.
Max no contestó. No sabía exactamente la edad de Nina —jamás se la había dicho—, pero adivinaba que debía de tener unos treinta y cinco. Tal vez todo el mundo llegaba a un punto en el que las cosas que siempre habían dado por hechas empezaban a tambalearse como barcas en una marea creciente.
—Estoy segura de que nunca se te habría pasado por la cabeza que me oirías decir algo así —dijo ella—. No podía hacerlo antes, estaba consolidando mi carrera. Pero ahora... Max, podríamos contratar a un montón de servicio que nos ayudara y no sería tan malo. Y hay unas cosas para bebé que son una ricura, no te lo imaginas. Hay unos botines pequeñitos de Gucci... monísimos.
Max le dio un sorbo al café. Ella no le había soltado la otra mano y notaba el filo de sus uñas clavándosele en la piel. Se preguntó cómo pensaba cambiarle los pañales a un bebé sin pincharle con esas preciosas uñas perfectas.
—Sé lo mucho que a ti te importa el tema de la familia —continuó Nina—. Por eso sí que volverías a Nueva York, ¿verdad? ¿Por una familia? ¿Nuestra familia?
Él negó con la cabeza.
—No.
Ella abrió la boca de asombro.
—¿Qué?
—No voy a volver. Lo siento.
—Pero... yo no quiero vivir aquí —exclamó ella, y después se calló—. Oh —dijo despacio—. No vas a pedírmelo, ¿verdad? —Ella le soltó la mano de repente—. Bueno, no puede decirse que esto sea lo que había pensado. Por Dios, Max, no me lances esa mirada glacial. No voy a montarte un número en mitad de un restaurante. Por favor. C'est la vie. En tal caso, ¿debo suponer que hemos terminado?
Max dejó la taza de café.
—Pediré la cuenta.
—Gracias, pero no me refería a nuestra cena, querido. Me parece que has entendido mi pregunta de sobra.
El vestíbulo estaba concurrido, aunque no tan atestado como debería haber estado un viernes por la noche. El salón estaba medio lleno y el sonido de la música en vivo de un piano se mezclaba con el tintineo de vasos y el murmullo de voces de fondo. Nina enganchó su brazo al de Max mientras caminaban, charlando animadamente. Cualquier observador ocasional habría pensado que mantenían la mejor de las relaciones y, por parte de Max, así era. Nina tenía un barniz de elegancia tan bien templado que hacía falta algo más que el golpe que le había dado para romperlo.
Ella le estaba contando una anécdota acerca de un conocido fotógrafo y él la escuchaba educadamente, recorriendo la multitud con la mirada a medida que avanzaban hacia la entrada. No supo que ocurrió primero, si el que Nina aflojara el paso o el susto repentino que se llevó él al verla. Se paró en seco, con Nina todavía colgada del brazo.
—¿Quién es ésa? —preguntó Nina, pero Max apenas la oyó. La riada de rostros anónimos seguía desfilando, pero él no veía más que a Carly. Estaba de pie justo en la entrada, mirándole a él y a Nina alternativamente, y su expresivo rostro estaba marcado por la sorpresa y el dolor.