Capítulo 32
Cuando Max oyó que llamaban a la puerta de su suite del hotel, supuso que era el servicio de habitaciones. Les había llamado hacía una hora y de nuevo hacía quince minutos para preguntarles por qué estaban tardando tanto en hacer una ensalada y un sándwich de ternera. En realidad, el sándwich le daba igual. No estaba especialmente hambriento y había pedido la cena más por costumbre que por ganas de comer.
Llevaba todo el día intentando seguir adelante con sus negocios como de costumbre, pero le había transmitido rápida y totalmente su mal humor a todo el mundo con quien se había encontrado. Para media tarde estaba harto de la forma en que la gente pasaba a hurtadillas junto a él, lanzándole miradas esquivas por el rabillo del ojo como si creyeran que iba a explotar en cualquier momento. Esa deferencia nerviosa no hacía más que empeorar las cosas y Max empezó a creer que, si seguía así, iba a acabar confirmando los temores de los demás. Canceló la última reunión del día y se marchó del despacho con la idea de irse a algún sitio donde no pudiera hacerle daño a nadie salvo a sí mismo.
Por supuesto, había acabado en la playa. Aunque ni siquiera la carrera le sentó bien. Consiguió recorrer los ocho kilómetros, pero de una forma tan lenta, pesada y dolorosa que parecía tener bolsas de arena atadas a los tobillos, y fue incapaz de alcanzar el estado de liberación mental que ansiaba.
Volvió a oír la llamada y se levantó despacio. Estaba tumbado en la cama, leyendo el periódico, todavía con la ropa de correr puesta, y sabía que tenía un aspecto tan ordinario como se sentía por dentro. «Ya era hora», pensó malhumorado mientras se acercaba a la puerta. En realidad, la idea de comer le provocaba náuseas, pero la cena era un ritual diario habitual y bajo ningún concepto iba a dejar que su estado de ánimo le arrastrara tanto como para ni siquiera poder comer. Eso sería un fracaso personal.
Abrió la puerta y se detuvo en seco.
Carly llevaba puesto un abrigo marrón viejo abrochado hasta la barbilla y tenía las manos metidas en los bolsillos. Tenía los ojos y la nariz enrojecidos y parecía tan desamparada como un niño perdido, pero también había algo férreo en su porte. Hubo un momento de silencio violento mientras se miraban el uno al otro y enseguida ella le saludó con la cabeza.
—Pensé que estarías aquí —dijo—. Tengo que hablar contigo.
Max no se apartó, ni tampoco la invitó a pasar. Ya se había hecho a la idea de que iba a tener que enfrentarse a ella tarde o temprano y sabía que sería difícil, pero no había esperado que lo asaltara una mezcla de emociones tan intensa que le dejara sin fuerzas y sin palabras. ¿Cómo era posible que la deseara tanto, incluso en ese momento? Sabiendo lo que había hecho, ¿cómo era posible que no sintiera nada salvo frialdad al mirarla a la cara? Y, sin embargo, le hizo falta toda su fuerza de voluntad para no tocarla.
Porque si lo hacía, pensó, estaría perdido. Ni siquiera sabía qué haría si de repente se encontraba con ella en los brazos. Quería cogerla, besarla, herirla, oírla rogarle que creyera que, a pesar de todo, en realidad le había querido todo el tiempo. Quería coger su bonita cara entre las manos hasta ver la verdad en sus ojos.
Negó con la cabeza y apretó los dedos sobre el pomo de la puerta.
—No es un buen momento.
Ella pareció no oírle.
—¿Por qué no me has devuelto las llamadas?
—Ya sabes por qué.
Ella retrocedió como si la hubiera abofeteado.
—No, no lo sé. Me gustaría que me lo dijeras tú.
—Por Dios, Carly —empezó Max, y después bajó la voz—. No voy a jugar más a este juego. Se acabó. No tenemos nada de qué hablar.
—Te equivocas. Me debes una explicación. —Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero le miraba desafiante—. Max, ¿realmente crees que intenté matar a tu abuelo?
Él la repasó con la mirada. Conocía cada detalle de su cara, desde la forma en que se le arrugaban los ojos al reírse, hasta la forma en que se le abría la boca cuando esperaba a que él la besara. Había creído que también conocía su alma y desechaba con arrogancia la posibilidad de que pudiera engañarle una falsa fachada. Pero se había dejado engañar, no la conocía en absoluto. Incluso ahora, incluso con las malditas pruebas delante, era simplemente incapaz de creer que ella hubiera hecho daño a su abuelo. Contradecía todos sus instintos. Y eso le indicaba lo mucho que aquella mujer le había afectado y lo peligrosa que eso la hacía.
—Sí —dijo.
Una lágrima rodó por la mejilla de Carly y Max apartó la vista.
—¿De verdad crees que yo haría algo así? —susurró.
A él le resultó difícil hablar.
—Sí.
—Pero ¿por qué?
Aquello era más de lo que era capaz de soportar. Max sabía que tenía que poner fin rápidamente a la conversación.
—Mira —dijo—, sé lo de los préstamos.
Ella lo miró atónita.
—¿Los préstamos?
—Déjalo ya. Ordené que te investigaran. Sé lo del estado financiero de la clínica, las hipotecas, las deudas.
De repente, ella se quedó paralizada.
—¿Las deudas?
—Debo admitir que me engañaste. Y todo ese discurso sobre no poder dejar la clínica porque estabas protegiendo tu inversión... No era cierto, ¿verdad? Tú y Wexler habéis estado retrasando el inevitable desastre todo lo que habéis podido. Y ahora que el banco está a punto de ejecutar la hipoteca, debes de haber estado desesperada por encontrar una forma de evitar perderlo todo. —Carly no dijo nada. Max sabía que estaba hablando demasiado, pero no podía parar—. Por si te sirve de algo —añadió con frialdad—, no creo que lo hubieras hecho de no haber estado desesperada.
Ella respiró bruscamente, como con una especie de grito ahogado, y se puso tan blanca que Max creyó que se iba a desmayar. De forma instintiva, se adelantó para sujetarla, pero ella se echó hacia atrás, levantando las manos. Se quedó mirándola. Jamás había visto una expresión como la que ella tenía en el rostro. Tenía la mirada desorbitada, y herida, y atónita.
—Carly —dijo—. ¿Qué...?
Ella mantuvo las manos en alto como una barrera, para que no se acercara.
—Tengo que irme —replicó con voz temblorosa—. Y no quiero volver a verte jamás. Jamás. No eres la persona que creía que eras. —Respiró—. Te concederé una cosa, no obstante —dijo con amargura—. Tenías toda la razón acerca de Richard.
Se dio la vuelta y le dejó allí plantado en la puerta, contemplándola mientras se alejaba. Tenía un paso decidido, como si fuera de camino a hacer algo muy importante. Max siguió observándola hasta que ella dio la vuelta a la esquina y desapareció. No miró atrás.
Eran más de las seis cuando el taxi dejó a Carly frente a la clínica. Era un trayecto corto desde el hotel, pero habían tardado diez minutos más por el tráfico. Se había pasado el viaje como atontada en el asiento de atrás, mirando por la ventanilla, sin ver apenas la ciudad a su alrededor, sin oír apenas la emisora de rock que sonaba en la radio.
«¿Qué tal va su empresa?», le había preguntado Gracie. Ahora entendía por qué. Gracie lo sabía, Max lo sabía. Richard, desde luego, lo sabía, el muy cerdo. Ella era la única que iba a ciegas. Préstamos, hipotecas, deudas... Max los había mencionado en plural. ¿Hasta qué punto era mala la situación? ¿Y cómo podía ser que ella no se hubiera enterado? Richard se las había apañado para ocultar la verdad, pero tal vez no le había costado demasiado. Ella habría sido la primera en admitir que últimamente no había prestado tanta atención a sus finanzas como debería. Pero tampoco las había ignorado. Era evidente que él había estado llevando un juego de libros falsos, porque, si las cosas realmente estaban tan mal como Max había dado a entender, entonces aquella farsa llevaba ya tiempo en marcha.
Recordaba la voz desdeñosa de Edie. «Esnifa esa porquería como si su billetera no tuviera fondo.» Al contrario, a Carly le parecía que al final sí que había tocado fondo, y ella estaba allí con él. ¿Hasta qué punto era mala la situación? ¿Cómo de mala? La pregunta se repetía en su mente como un estribillo musical discordante. La clínica tenía casi un millón de dólares en activos, incluidos el edificio y todo el equipo de que disponían. Si Richard había obtenido créditos en secreto, utilizando el activo como garantía, habría conseguido una asombrosa suma de dinero que despilfarrar. ¿Era realmente posible gastarse tanto dinero en drogas? No podía creérselo. Si de verdad estaban en peligro de perderlo todo, entonces Richard debía de haber estado derivando su dinero —el dinero de ella— para toda clase de gastos personales.
La furia le devolvió las fuerzas. ¿Cómo se atrevía Richard a hacerle aquello? Tenía todo el derecho a arruinar su vida, pero ¿a destruir, de paso y sin preocuparse, también la de ella? Ya era suficiente. Había sido autocompasiva y estúpida en su insistencia por ver el lado bueno de las personas. No había sido noble, había sido ingenua, y no había más que ver adonde la había llevado eso. Bueno, ese desafortunado aspecto de su personalidad quedaba ya oficialmente muerto, enterrado junto a cualquier retazo de comprensión residual que pudiera quedarle hacia Richard Wexler. Ya era hora de que empezara a protegerse a sí misma, porque, de repente, vio muy claro que no iba a hacerlo nadie más. Ni siquiera Max.
Max menos aún. A Carly le fallaron las fuerzas por un momento, todo brillaba a su alrededor como en un espejismo. Él se había ido. No debía pensar en ello. Si lo hacía, el dolor la consumiría, y no había tiempo para ello.
Sacó las llaves del bolso y abrió la puerta de la clínica. Incluso aunque Richard hubiera estado mostrándole una contabilidad falsa, no podía haber creado semejante lío financiero sin haber dejado rastro de los papeles auténticos. Si todo aquello era cierto, en alguna parte de su despacho tenían que estar los documentos crediticios y los extractos bancarios, y, con la ayuda de la llave de Michelle, Carly pensaba encontrarlos. Y cuando los encontrara, pensó con gravedad, los fotocopiaría. Y luego, lo primero que haría por la mañana sería buscar al abogado más despiadado y duro que pudiera permitirse. El mundo estaba a punto de ver a una Carly Martin muy distinta.