Capítulo 17
—Así que fue exactamente aquí donde lo encontró... —dijo Max.
Pauline asintió. Estaban en el abovedado vestíbulo de entrada, en el punto donde la amplia escalinata de caoba ascendía hacia el segundo piso.
—Estaba tendido ahí... tan quieto. Oh. —Cerró los ojos un momento—. Fue espantoso. Al principio no sabía qué había pasado, estaba tan horrorizada. Corrí hacia él y estaba inconsciente.
—Así que supuso que se había caído por las escaleras.
Ella le miró como si estuviera tarado.
—Pues claro. Yo no soy detective, señor Max, pero no soy tonta. Estaba justo aquí al pie de las escaleras. ¿De qué otra forma pudo haberse hecho una herida así en la cabeza?
—No lo sé —dijo Max, y lo dijo en serio.
Ella se quedó mirando las escaleras con mala cara.
—Espantoso —dijo de nuevo—. No sé en que estaría pensando, intentando hacer algo así con las rodillas mal.
—Así que, entonces, después de que vinieran los de urgencias, se fue al hospital con él.
—¡Por supuesto que sí! No iba a dejar que se llevaran al pobre Henry sin mí. Esos conductores de ambulancia, Dios mío. Se oyen unas historias tan terribles acerca de ellos...
Max jamás había oído una historia terrible acerca de ningún conductor de ambulancia, pero no preguntó.
—¿Qué ocurrió cuando llegaron al hospital?
Ella se estremeció.
—Había mucho ruido y se lo llevaron corriendo y no sabía lo que estaba pasando. ¡Estaba tan disgustada! Les dije que llamaran al doctor Goldblum, su médico habitual, pero no creo que lo hicieran de inmediato.
—¿Habló usted con la policía?
—Oh, sí. Hablé con un agente. Me preguntó qué había pasado y le expliqué lo de las rodillas de Henry y sus mareos, aunque le dije que no había tenido uno desde hacía tiempo, no desde que su doctor le recetó esas pastillas. Eran para la tensión, sabe, y yo le hacía la comida sin mucha sal, tal como me dijo el doctor Goldblum que hiciera; pero a Henry no le hizo mucha gracia.
Se detuvo para coger aire y Max aprovechó la ocasión.
—¿Le especificó usted al policía que Henry se había caído por las escaleras?
Pauline frunció la boca.
—Sí, lo hice, y, para serle sincera, señor Max, creo que podía haber sido un poco más educado conmigo. Supongo que soy sólo una vieja y las cosas que tenga que decir no deben de interesarle mucho a nadie, pero, si iba a hacerme preguntas, creo que debería haber escuchado las respuestas. No estaba interesado lo más mínimo en mi descripción del accidente...
—Pero usted no vio el accidente —dijo Max—. ¿No?
Pauline le miró con desaprobación.
—Eso es exactamente lo que dijo el policía, y también me interrumpió, justo como acaba de hacer usted, aunque él fue muy maleducado. Me dijo que no le contara cosas que, en realidad, no había visto, lo cual, desde mi punto de vista, fue simplemente ridículo porque yo tenía muy claro lo que había pasado y pensé que alguien debía explicárselo para que pudiera ponerlo en su informe.
Max sólo era capaz de imaginar cómo habría reaccionado el típico policía hecho polvo a las explicaciones de Pauline, pero no le sorprendió oír que el hombre no había sido un público demasiado entregado.
—¿Qué clase de preguntas le hizo?
—Quería saber si se habían llevado algo de la casa, si había visto algo sospechoso, que me figuro que son las típicas preguntas que se hacen, pero lo único que demostró es que no estaba prestando nada de atención a lo que le estaba diciendo. Así que le dije que por supuesto que no había nada de eso y que cómo iba a haber entrado un ladrón con todos esos perros por ahí. Y que la señorita Martin sabe cerrar la puerta de entrada cuando se va.
—Así que le contó usted al policía todo esto.
—Sí. Pero su radio no dejaba de hacer ruidos y noté que estaba impaciente y, además, en ese mismo instante también me di cuenta, señor Max, de que ¡ni siquiera sabía quién era su abuelo! ¿Se lo puede creer? ¿No saber quién es Henry Tremayne? Perdí la paciencia y le dije que Henry Tremayne era un hombre muy importante, que era amigo personal del alcalde, bueno, no de este alcalde, del anterior, y que más valía que se asegurara de que estaba todo en orden. Habló con el doctor unos minutos y se marchó poco después de eso, y le diré, señor Max, que jamás encontrará a alguien que sienta más respeto hacia nuestros agentes que yo, pero, desde luego, no me causaron muy buena impresión los modales de aquél.
Max exhaló despacio, pensando, intentando imaginarse la escena de aquella noche en el hospital. «Llevo aquí tiempo suficiente —había dicho Joanna Melhorn— como para saber que las cosas no siempre funcionan tan bien como debieran.» Una unidad de traumatología abarrotada de gente, un médico en admisiones inexperto y agobiado, un policía agotado viéndoselas con un ama de llaves histérica y un anciano en principio sin mayor importancia, con una lesión que podía explicarse de forma convincente como el resultado de una caída accidental... Max cada vez estaba más y más seguro de que alguien había fallado aquella noche.
—Y después me mandaron a casa —dijo Pauline sombríamente—. Dijeron que no había motivos para que me quedara y que no podía hacer nada más por él. Así que yo les dije que desde luego que sí, que podía sentarme en la sala y rezar por él. Pero me fui, porque sabía que tenía que darle de comer al gatito. Era muy pequeñito todavía y había que darle de comer cada cuatro horas. Yo no suelo darle de comer a los animales, pero no había nadie más aquella noche que fuera a hacerlo. Sin embargo, me sentí mal por dejar al pobre Henry solo en aquel sitio. ¡Con todos esos extraños! Siempre ha sido un hombre tan reservado.
Pauline respiró de forma un tanto entrecortada y apretó los labios.
—Lo hizo todo bien —dijo Max—. Le salvó la vida. Si no hubiera estado usted allí, no habría tenido la más mínima posibilidad.
Al ama de llaves le empezó a temblar la barbilla. Se sorbió la nariz con fuerza y sacó su eterno paquete de pañuelos de papel del bolsillo del delantal.
—Oh, señor Max, es muy amable por decir eso, pero si hubiera vuelto a casa antes, todo habría sido diferente. Me paré en el supermercado a mirar las revistas. Casi nunca hago algo así, sabe, ya que creo de verdad que es un pecado malgastar el tiempo. Debería haber venido directamente a casa. Si lo hubiera hecho, habría podido cogerle lo que fuera que quisiese y no se habría puesto a subir esas escaleras, y nada de esto habría ocurrido.
Para horror de Max, rompió a llorar a lágrima viva y, en ese mismo momento, se oyó abrirse la cerradura de la puerta de entrada y entró Carly, con una gran bolsa de alpiste para pájaros en los brazos. Sorprendida, se hizo cargo de la escena de un solo vistazo y dejó caer rápidamente la bolsa en la misma entrada, aún abierta, y se apresuró a abrazar el convulso cuerpo de Pauline.
—¡Dios mío! —exclamó, y le lanzó una mirada a Max bastante acusadora—. ¿Qué le has hecho?
—Nada —dijo Max—. Sólo estábamos hablando.
—No puede ser nada, mírala. ¿Pauline? Pauline, cálmese. Soy yo, Carly. Por favor, no llore. Está pasando por un trago muy duro, lo sé. Ha sido muy valiente y muy fuerte. Todo va a ir bien, ya verá como sí.
Por encima de la cabeza del ama de llaves, se giró hacia Max.
—¿De qué diablos estabais hablando que le ha afectado tanto?
—Quería saber algunas cosas más sobre el accidente de Henry —contestó Max, sintiéndose a la defensiva—. No pensaba que fuera a reaccionar así.
—Debe de ser un trastorno por el estrés postraumático —dijo Carly—. No deberías hacerle revivir aquella noche; es cruel. Estoy segura de que, de alguna manera, se siente responsable. Es su maldición: siempre encuentra una forma de sentirse responsable de todo. Pauline, vamos a sentarnos allí. ¿Puedo traerle algo? ¿Puedo hacer algo para que se sienta mejor?
—Cerrar la puerta —dijo Pauline entre sollozos, mientras Carly la ayudaba a llegar hasta el sofá—. Van a entrar los bichos.
Una hora más tarde, Carly estaba en la terraza, ocupándose de la rebelde mata de pelo de uno de los gatos, cuando entró Max en la habitación. Le sorprendió que no se hubiera marchado todavía. Parecía impaciente y se dio cuenta de que había estado esperando a que ella terminara con los animales. Sintió una ligera esperanza, pero después percibió por su expresión que no estaba a punto de sugerir una cena de última hora.
—¿Ocurre algo? —preguntó, dejando al gato.
—Quiero hablar contigo —dijo, haciéndole una seña.
Desconcertada, le siguió hasta la biblioteca. Él echó una mirada recelosa en torno a la habitación, como para comprobar que Pauline no estuviera merodeando por uno de los rincones y después cerró las puertas de doble hoja.
—Siéntate. —Señaló hacia el sofá.
Carly se sentó, pero Max siguió de pie, con los brazos cruzados. Tenía algo raro en la expresión.
—Max —dijo—, ¿estás bien?
—Perfectamente.
—¿No vas a sentarte? Ven aquí. Relájate. —Dio unas palmaditas en el asiento del sofá junto al suyo y le sonrió—. Si es así como te sienta un día de trabajo normal, probablemente deberías tomarte más vacaciones.
Él se sentó en la butaca que había frente a ella.
—Carly —dijo—, ¿por qué no me contaste que estabas aquí con mi abuelo justo antes de que ocurriera el accidente?
Ella parpadeó.
—¿Estaba?
—Pauline me dijo que aquel día él te esperaba a las cinco y media.
—Sí, lo sé. Hago las visitas a domicilio los miércoles y, dado que Henry siempre me necesita para algo, hago una parada habitual aquí cada semana. Es mi última visita del día, así que suelo llegar entre las cinco y las cinco y media.
—Así que es cierto. Estabas aquí.
Su tono le resultó inquietante.
—Acabo de decirlo.
—Pero parecías sorprendida cuando te lo he preguntado.
—Bueno..., la pregunta ha sido un poco inesperada, Max. Pero no ha sido el detalle de que yo estuviera aquí lo que me ha sorprendido, sino lo que has dicho acerca de que estuviera aquí justo antes del accidente. ¿Quieres decir que se cayó justo después de que me fuera?
—Sí. Pauline le encontró a las siete y cuarto.
—Ah —dijo Carly entristecida—. No lo sabía. —La revelación la disgustó por algún motivo, como si la proximidad temporal al accidente de alguna forma la hiciera responsable de él.
—¿Cuándo creías que había ocurrido?
—No sé. Más tarde, supongo. No me había parado a pensar en ello. —En su imaginación, veía a Henry en su sillón en el jardín de invierno, con el pequeño gatito en su regazo.
—¿A qué hora te marchaste?
—Sobre las seis. No, fue un poco después, porque ya habían empezado las noticias.
—¿Sueles irte a las seis cuando vienes a visitarle?
—No, solemos tomar el té cuando termino de examinar a los animales, pero aquel día parecía cansado, como distraído, así que pensé que tal vez quería relajarse y ver la televisión. Es tan educado que me pediría que me quedara incluso aunque no le apeteciera, así que intento percatarme de su estado de ánimo. Max, ¿por qué me estás haciendo todas estas preguntas?
—Estoy intentando entender mejor lo que ocurrió. Así que estás segura de que te fuiste a las... qué, ¿a las seis y cuarto?
Su explicación no la había convencido.
—Más o menos —contestó—. No quería estropearle el programa que estaba viendo. Supongo que cuando estaba en el coche de camino a casa eran ya probablemente las seis y cuarto.
—¿Había alguien más aquí? ¿Ya fuera mientras estabas en la casa o al irte?
—¿Te refieres a alguno de los chavales?
—A cualquiera.
Se quedó pensando un momento y después negó con la cabeza.
—Los chicos vienen justo después del colegio, así que, como muy tarde, ya se han ido todos para las cinco. Y Pauline estaba en el supermercado. Va al supermercado los miércoles por la tarde porque es cuando dan cupones de dos por uno.
—¿No había nadie trabajando en el jardín? ¿No había jardineros ni técnicos, nadie así?
—Normalmente esos tipos ya han terminado para esa hora del día. Yo no vi a nadie. Pensé que estábamos sólo Henry y yo. ¿Por qué lo preguntas? ¿Sabes algo del accidente? —Se le vino a la mente una idea espeluznante—. Max —dijo en voz baja—, ¿no creerás que alguien más tuvo que ver con el accidente, verdad? ¿No creerás que alguien empujó a Henry por las escaleras, no? —No lograba imaginarse de dónde habría sacado semejante idea—. ¿Quién haría una cosa así?
—No, no creo que nadie empujara a Henry por las escaleras —dijo Max, pero para gran frustración de Carly, no explicó nada más.
—Pero no me estarías interrogando si no tuvieras una buena razón para ello —insistió—. ¿Qué es? ¿Qué ha ocurrido hoy?
—No te estoy interrogando. Sólo te estoy haciendo algunas preguntas.
—¿Por qué?
—Porque tengo curiosidad por saber qué pasó aquella noche.
—Pero ¿por qué ahora? ¿Qué ha cambiado? ¿Qué sabes tú que yo no sepa?
—Nada.
—¡No esperarás que crea que me estás haciendo estas preguntas de repente por nada! ¿Era esto lo que pasaba con Pauline cuando he entrado antes? La has hecho llorar. Eso no es muy amable por tu parte.
—No recuerdo haber prometido jamás ser amable —dijo Max. Se frotó la frente como si le doliera el cráneo.
Carly le miró con el ceño fruncido. No era justo, pensó. Él no era el único que estaba cansado. Ella trabajaba tan duro como él y también estaba preocupada por Henry. Aquello podía haber sido una oportunidad para cuidar el uno del otro, pero estaba claro que no iba a ser así. De repente se sintió muy cansada de estar tendiéndole la mano y encontrarse siempre con resistencia. Si Max no quería hablar con ella y ni siquiera tenía ganas de sentarse junto a ella, estaba claro que no le quedaba otra opción que marcharse.
—Se está haciendo tarde —dijo—. ¿Tienes alguna otra pregunta que hacerme o puedo marcharme ya?
Él arqueó las cejas ante su tono malicioso y Carly se sintió al instante tonta.
—No hay más preguntas —dijo él.
—Bien. —Se levantó, evitando su mirada, y se giró hacia la puerta. Él no dijo nada mientras ella se marchaba, pero, cuando sus dedos tocaron el picaporte, le oyó levantarse de la butaca.
—Espera —dijo él.
Ella volvió atrás, rápidamente, esperanzada.
—¿Qué?
—Tienes que ver a Lola.
—¿Qué?
—Tiene un oído irritado.
Carly movió la cabeza despacio. No era exactamente lo que había esperado oír y, a juzgar por la postura tensa de Max y su ceño algo fruncido, tampoco era exactamente lo que él había querido decir. Parecía casi tan inquieto como ella.
—¿Has estado acariciando a Lola? —preguntó ella.
—¿Cómo si no sabría lo de su oído? ¿Crees que me escribió una nota?
—Pensaba que no te gustaban los perros.
—Y no me gustan —dijo Max sombríamente.
En opinión de Carly, la conversación había adquirido un tono surrealista.
—Vale —respondió—. La veré antes de irme. Buenas noches. —Abrió la puerta.
—Espera —dijo Max de nuevo.
Carly suspiró.
—¿Sabes? —dijo, mirando al vano de la puerta que tenía ante ella—, de veras que ahora no tengo fuerzas para esto. —Se giró para mirar a Max. Tenía los hombros caídos y la piel cetrina de agotamiento—. Tienes un aspecto horrible —dijo por instinto, con un tono suavizado por la preocupación que transmitía—. ¿Qué demonios te ha pasado hoy? ¿No puedes contármelo? Tal vez pueda ayudarte.
Él la miró con ojos opacos.
—Estoy bien —dijo.
Carly sabía que no tenía sentido discutirlo.
—Claro —dijo con tono resignado—. Siempre estás bien. Vale, Max. Como quieras. Hasta luego.