Capítulo 25

Carly era como un libro abierto. Max oyó a Nina reírse por lo bajo y decirle que se hacía una idea de lo que pasaba. A Nina le encantaban los numeritos teatrales y, evidentemente, previo que se avecinaba uno, pero Max no tenía la menor intención de dejar que ni Carly ni él sirvieran de diversión a nadie aquella noche.

Carly dio un paso al frente.

—Hola, Max —dijo, con sencilla dignidad. Él notaba un ligero temblor en su voz. Se giró hacia Nina y la tendió la mano—. Hola, soy Carly Martin.

Nina sonrió y le ofreció a Carly los dedos, elegantemente lacios, como si estuviera más acostumbrada a que le besaran la mano que a que se la dieran.

—Nina Blackwell.

Carly asintió.

—Sí, lo sé. Bienvenida a San Francisco.

—Vaya, gracias —dijo Nina—. Max es un maravilloso anfitrión, supongo que deberíamos haber salido a cenar fuera, pero era más sencillo quedarse en el hotel. —Miró a Carly de arriba abajo y arqueó ligeramente las cejas—. ¿Y de qué has dicho que conoces a Max?

—Soy la veterinaria de su abuelo —contestó Carly.

—¿Perdona? —Nina parecía perpleja. Max jamás le había dicho una palabra, ni a ella ni a nadie más de Nueva York, acerca de Henry Tremayne.

—Una veterinaria es una médica de animales —dijo Carly con serenidad.

—Sí —dijo Nina, irritada—. Lo sé. Max, ¿ha dicho algo acerca de un abuelo tuyo? Creía que no tenías familia.

—Ahora sí —contestó Max.

—Vaya, qué buenas noticias —exclamó Nina—. ¿Y vive aquí, en San Francisco? ¿Y os habéis hecho amigos? —Miró a Carly—. Debe de ser muy anciano. Vaya un consuelo para él tener aquí a Max.

—Eso espero —dijo Carly—. Está en el hospital.

—Oh, cuánto lo siento. —Nina volvió a ponerle la mano a Max sobre el brazo—. Querido, qué tensión debes de estar pasando. Deberíamos haber elegido otra noche mejor para hablar de matrimonio y de hijos. —Le soltó una sonrisita a Carly—. Sería una equivocación apresurarse a tomar una decisión sobre algo tan importante, ¿no te parece?

—Espera un momento —dijo Max bruscamente—. No hemos...

Pero Carly le interrumpió.

—Estoy totalmente de acuerdo —dijo con una extraña voz tensa—. Las decisiones sobre el matrimonio y los hijos son las más importantes que tomaréis en la vida, así que os dejo para que podáis seguir hablando de ello. Buena suerte.

Se giró y salió disparada antes de que Max pudiera reaccionar. Alcanzó a verla antes de que desapareciera por la puerta principal el hotel, entre una muchedumbre de turistas que acababan de bajar de una furgoneta del aeropuerto.

—Maldita sea —dijo él, lleno de rabia, y fue tras ella. Los turistas, con sus equipajes, obstruían la entrada. Empujó para abrirse paso a través de las puertas, ignorando las exclamaciones de protesta. Se detuvo fuera en la acera, mirando a derecha e izquierda. El semicírculo de acceso para coches del hotel estaba lleno de vehículos, de aparcacoches, de botones y de carritos de maletas, pero no había ni rastro de Carly ni indicio alguno de hacia adonde había ido.

El portero se fijó en él.

—¿Puedo ayudarle en algo, señor Giordano?

—Había una mujer aquí hace un minuto. Con el pelo de color cobrizo, con algo... oscuro de ropa. —Max no sabía qué llevaba puesto. Sólo recordaba su rostro. El portero negó con la cabeza y se disculpó. Había demasiada gente. Estaba ocupándose del equipaje y no había visto a nadie que se ajustara a la descripción de Carly.

—Pida que me traigan el coche —dijo Max.

—Ahora mismo, señor. En dos minutos lo tiene aquí.

Nina le estaba esperando cuando volvió a entrar en el vestíbulo.

—Qué cortés eres —dijo alegremente—. ¿La has encontrado?

—No.

—Qué pena. Esa chica, pobrecilla, está totalmente enamorada de ti, ¿te figuras? Supongo que ya te habías dado cuenta. Y ahora probablemente la habré hecho llorar. Ya sé que no debería haberle tomado el pelo así, pero...

—Basta ya —dijo Max con brusquedad.

—¿Perdona? —Ella se quedó mirándolo, con una expresión en el rostro que denotaba que había comprendido—. Vaya —dijo lentamente—. Esto es muy interesante. Sí que se me pasó por la cabeza que pudieras..., pero luego pensé que no. ¿Max y una veterinaria?

Él apretó ambas manos en un puño.

—Coge tu coche, Nina. Vete a casa.

Ella empezó a reírse.

—¡No me lo puedo creer! Es demasiado gracioso. ¿Es esto por lo que no quieres volver a Nueva York? ¿Es esto por lo que lo has dejado conmigo? ¿Por ella? Pero si lleva el pelo cogido en una trenza, por Dios santo. ¿Quién se cree que es, Pipi Calzaslargas?

Max no dijo nada, pero la expresión de su rostro debió de advertirla que estaba yendo demasiado lejos. Abrió su monedero y sacó su ficha del aparcacoches.

—Muy bien —dijo—. Me voy. Si alguna vez recuperas el sentido común, ya sabes dónde encontrarme, pero creo que eres una causa perdida. Mirabas a esa chica como un alcohólico mira una botella de ginebra.

—¿Qué? —Se quedó mirándola.

—Me has oído perfectamente. Es patético, Max. Jamás pensé que precisamente tú fueras a quedarte pillado de esa forma. ¿La necesitas?

—No —respondió Max, pero sintió un escalofrío repentino, en lo hondo de las entrañas.

El portero entró en el vestíbulo.

—Tiene su coche en la entrada, señor Giordano.

—Oh, esto es para morirse de risa —exclamó Nina—. Vas a ir corriendo a buscarla. Desprecias a aquellos que consideras débiles; pero no puede decirse que tú seas muy fuerte, ¿verdad? Fuiste tú el que me dijo que el amor es simplemente otra clase de adicción y, ahora, mírate, estás enganchado.

Max se dio la vuelta para marcharse, pero ella le cogió del brazo.

—Por eso tú y yo hacemos tan buena pareja —insistió—. Porque tú no me necesitas y yo no te necesito. Sé realista, Max. Yo puedo darte todo lo que siempre has deseado.

Él se zafó de las garras de sus dedos.

—No todo —replicó, y la dejó allí plantada en el concurrido vestíbulo.

—¡Carly! ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?

Carly no se había mirado a un espejo desde que había salido de su apartamento para ir a buscar a Max al Ritz, hacía casi ya dos horas. Por la expresión de horror del rostro de su hermana, supuso que no tenía muy buen aspecto. Después de huir del hotel, se había encerrado en el coche, aparcado justo a la vuelta de la esquina, y se había pasado media hora llorando, con un berrinche propio de un niño pequeño. Cuando por fin estaba demasiado agotada para seguir llorando, había conducido hasta casa de Jeannie, en Berkeley. Eran casi las diez y su hermana estaba en albornoz, con el pelo sujeto con una pinza y la cara pringosa de crema hidratante.

Jeannie buscó a tientas el pestillo de la puerta mosquitera y envolvió a Carly en un abrazo al aroma de crema de noche. Después, se echó hacia atrás, cogiéndola de las manos y la repasó de arriba abajo.

—Estás hecha un desastre —dijo—. Has estado llorando. Tienes todo el rímel corrido por las mejillas y tienes la cara hinchada como una magdalena. ¿Te ha hecho algo Richard? Voy a llamar a papá y a Josh. Y a mamá también, que Dios le ayude...

Carly rompió de nuevo a llorar.

—No ha sido Richard.

—¿No ha sido Richard? Entonces, ¿quién...? —Jeannie se calló, consternada—. ¡Carly! ¿No estarás llorando por... Max, verdad?

—Max Giordano es una persona horrible —gimoteó Carly—. Le odio.

—Oh, eso no está bien —exclamó Jeannie—. Qué mal. ¿Estás segura?

Carly dejó de llorar y miró a Jeannie con recelo.

—¿Qué si estoy segura de qué?

Jeannie agitó las manos con inquietud.

—No sé. ¿Estás segura de que te ha hecho lo que sea que crees que te ha hecho? Tal vez haya habido un malentendido.

—¡Jeannie, ni siquiera sabes lo que ha ocurrido!

—Más vale que me lo cuentes ya. Tiene que haber algún tipo de error. Tal vez podamos solucionarlo juntas antes de que la cosa vaya a peor.

—No me lo puedo creer —dijo Carly—. Soy tu hermana, aparezco en tu puerta llorando ¿y tú defiendes a Max?

—A todos nos gustó Max. Esperábamos que volviera.

Carly la miró con mala cara.

—Solía haber lealtad en nuestra familia.

Jeannie suspiró.

—Cariño, pasa dentro y cuéntamelo todo. ¿Quieres un poco de chocolate caliente?

—Sí —contestó Carly, y siguió a su hermana hacia el interior de la casa. No le llevó mucho tiempo contar toda la historia, aunque se sintió ligeramente ofendida por la reacción de Jeannie. En lugar de responder con la medida oportuna de comprensión y rabia, su hermana escuchó atentamente en silencio, frunciendo el ceño con gesto de concentración como si fuera un juez del Tribunal Supremo.

—¿Cómo sabes que estaban hablando de casarse y tener niños? —preguntó Jeannie—. Tú no estabas allí durante la cena. ¿Quién te lo ha dicho?

—Ella. Fue muy petulante.

—Tal vez estaba intentando intimidarte. ¿Qué dijo Max?

—No recuerdo los detalles. Estaba disgustada y ahora me resulta todo confuso. Pero creo que no dijo nada.

—Mmm —masculló Jeannie—. Todo esto es muy extraño.

—Ella dijo que era una decisión muy seria, lo de casarse y tener hijos. Él parecía enfadado con ella. Creo que debió de pedirle que se casara con él durante la cena y ella le dio calabazas. Recuerdo que me dijo que ella no quería vivir aquí en California.

—Vaya por Dios. —Jeannie empezaba a parecer menos segura, lo que hizo estallar de nuevo a Carly.

—No debí haber ido a verle allí en absoluto —sollozó—. No, lo retiro. Me alegro de haberlo hecho. De otro modo, no me habría enterado. Se acuesta conmigo y después, a la noche siguiente, ¡va y le pide a ella que se case con él! ¿Tan mala soy en la cama?

—Espero que no —dijo Jeannie, y le entregó un pañuelo de papel a Carly.

—Muy graciosa —dijo Carly, y se sonó la nariz—. Bueno, estupendo. Por mí puede seguir adelante y querer a esa horrible mujer... Se la merece. Espero que se casen de verdad y que tengan muchos niños horrorosos. —Escondió la cara entre los brazos.

—Vaya por Dios —repitió Jeannie, ansiosa. Se levantó y dio la vuelta a la mesa para frotarle la espalda la Carly.

—¿Por qué soy tan tonta con los hombres? —preguntó Carly, con la voz apagada—. No entiendo por qué me sigue ocurriendo esto a mí. Creo que me hace falta un psiquiatra.

—No, no te hace falta —dijo Jeannie intentando tranquilizarla—. Estás bien. Bueno, algunas de tus elecciones no han sido de lo mejor, pero..., venga, Carly, no te preocupes. Olvida lo que he dicho. Esta vez, ¿quién iba a saberlo? Todos creímos que Max era... De hecho sigo sin poderme creer... Al menos deberías hablar con él.

—No quiero.

—Tienes que hacerlo. Al menos dale la oportunidad de contarte lo que ha ocurrido esta noche. Tienes derecho a ello y él también.

—Yo no pienso ir a buscarle —dijo Carly en plan testarudo—. Jamás en la vida.

—Bueno, tampoco puedes evitarle. A no ser que tengas pensado abandonar a los animales de Henry y esconderte en tu apartamento. No hagas ninguna locura. Puede que tus sentimientos por Max te estén cegando y no estés viendo la situación con claridad.

—Pero ¿y si sí que la estoy viendo con claridad?

Jeannie suspiró.

—Bueno, entonces no seas demasiado dura contigo misma. Recuerda el lema de papá.

—¿Cuál de ellos? —preguntó Carly. Su padre tenía varios lemas en latín para la mayoría de las ocasiones—. ¿In vino veritas?

—No, no. Ya sabes a cuál me refiero; el que siempre cita cuando pasan cosas así. ¿Recuerdas? «Incluso a un Dios le resulta difícil amar y ser sabio a la vez.»

Cuando Max llegó a la casa Tremayne el sábado por la mañana, se encontró con la escena de una manada de perros dormidos, desperdigados por el suelo de la terraza y de la cocina como sacos de colada. Eran sólo las ocho de la mañana, demasiado temprano como para que hubieran tomado ya su desayuno, pero su relajado desinterés por él era un indicio inequívoco de que ya les habían dado de comer. Pauline se lo confirmó: Carly había ido ya y se había marchado.

—Se supone que viene a las ocho —dijo Max, molesto—. Siempre está aquí a las ocho.

—Bueno, señor Max, yo me quedé tan sorprendida como usted. Cuando me desperté, pensaba que tendría ocasión de beberme el té en paz antes de que la cocina se llenara de perros, pero cuando bajé las escaleras ella estaba justo terminando y apenas se molestó en saludar antes de irse corriendo de nuevo.

—Ya veo —dijo Max.

—Se comportaba de una forma muy extraña, en mi opinión —continuó Pauline—. Parecía nerviosa. Casi se muere del susto cuando entré en la cocina y la encontré allí. Y luego dijo algo que no tenía sentido alguno.

—¿El qué?

—Dijo: «Ah, Pauline, es usted». —El ama de llaves se encogió de hombros—. Como si se sintiera aliviada. Le pregunté quién más podía ser si no, pero no contestó. No tengo ni idea de qué se traía entre manos.

—Yo sí —dijo Max. Había ido al apartamento de ella la noche pasada, a buscarla, y se lo encontró vacío. No cogió el teléfono y no le había contestado al mensaje que la había dejado en el contestador.

—Maldita sea —masculló. Lola, que se había acoplado amigablemente a su cadera cuando había llegado, aulló ansiosa—. No me refiero a ti —le dijo, y le rascó las orejas.

—¿Sigue sin poder localizar a la señorita Martin? —le preguntó Pauline. La había despertado la noche anterior cuando había ido a la casa. Le había abierto la puerta con un albornoz rosa guateado con un turbante a juego, blandiendo un gran bote de spray para defensa personal.

—Sí —dijo Max con rotundidad. Se sentía como un tonto, persiguiendo a una mujer que no quería ser encontrada, y eso le sentó mal. Se preguntaba dónde habría estado la noche pasada. Sin duda habría ido corriendo a llorar en los brazos de su familia, a contarles todo lo que creía que sabía. Davis estaba demasiado lejos, pero había Martins y afiliados a los Martin por toda la zona de la Bahía. Su hermana, recordó, vivía en alguna parte de Berkeley. A estas alturas, ya habrían oído todos lo mal tipo que era: el último perdedor de la vida de Carly.

—Bueno, si quiere saber mi opinión —dijo Pauline—, la señorita Martin está tramando algo. Se está comportando, desde mi punto de vista, como se comportaría alguien con cargo de conciencia.

Max exhaló bruscamente. No estaba de humor para indirectas.

—No le gusta mucho Carly, ¿verdad?

Pauline dio un grito ahogado.

—¡Señor Max! —exclamó—. Eso no es en absoluto cierto. Agradezco mucho la ayuda que la señorita Martin me ha prestado desde el accidente del pobre Henry y así lo he dicho. Ha sido muy amable; por eso nunca le he contado a usted lo de que vi la furgoneta. Sabía que no estaría bien decir nada, ya que no estaba realmente segura de ello...

—¿Qué furgoneta? —preguntó Max—. ¿De qué está usted hablando?

Ella apretó los labios.

—No sé si debería decirlo.

—Ya lo ha hecho —gruñó Max—. ¿Qué pasa con una furgoneta?

—Bueno... —dijo Pauline, con la expresión más incómoda con la que la había visto hasta entonces—... la tarde que se cayó el pobre Henry...

—¿Qué pasa con ella?

—La señorita Martin dice que se marchó de aquí a las seis y cuarto.

—Así es. ¿Y?

—Que estoy segura de que es la verdad y me figuro que ahora creerá usted que me estoy inventando sólo por malicia lo que voy a decirle...

—Pauline —dijo Max, de una forma que no presagiaba nada bueno—. Dígame de una vez qué vio.

El ama de llaves puso los ojos en blanco al oír su tono.

—La furgoneta. La furgoneta blanca de la señorita Martin. No puedo estar totalmente segura, mi vista ya no es lo que era, sabe, pero cuando volví a casa, creo que la vi yéndose por la calle. Eso significaría que se fue de aquí a las siete, señor Max. Pero, si fue así, ¿por qué habría de mentirle a usted?

—Campo libre, señor —dijo el botones en voz baja en plan teatral. Sostuvo abierta la puerta al pasillo de servicio y Max apremió a Lola para que pasara al oscuro y silencioso pasillo del Ritz-Carlton. Con la ayuda de unos sobornos certeros había creado una ruta para pasar la perra a escondidas al hotel que consistía en entrar por la puerta de la zona de carga y subir en el montacargas. Tenía la llave preparada y enseguida llegaron a la suite.

—Entra —ordenó Max—. Date prisa. Nada de olfatear.

Lola corrió dentro, y Max colgó fuera el cartel de «NO MOLESTEN» y cerró la puerta con llave. Estaba oscuro. Había una sola lámpara encendida junto a la cama, que arrojaba un tenue charco de luz amarilla a través de las puertas de doble hoja abiertas al salón. Hacía ya tiempo que habían pasado las mujeres de la limpieza del turno de tarde y la cama estaba hecha con sábanas blancas recién planchadas, con el embozo retirado de forma sugerente, lo que pareció agradar a Lola. Antes de que Max pudiera decir palabra, galopó hacia delante y de un salto aterrizó en medio del edredón. Le sonrió y empezó a investigar la chocolatina envuelta que había sobre la almohada.

—Ah, no —dijo Max—. Definitivamente no. Correré contigo y te daré de comer. Incluso aceptare que seas mi perra. Pero no dormiré en la misma maldita cama contigo. Bájate ahora mismo.

Hizo falta una considerable persuasión —y un paquete de cacahuetes del minibar— para convencer a Lola de que se acomodara sobre la alfombrilla, pero al final lo hizo a regañadientes. Max se sentó ante la mesa y, con poco entusiasmo, intentó ponerse al día con su correo electrónico, pero su mente no hacía más que volver a la conversación que había mantenido con Pauline. Al principio, el ama de llaves había insistido en que no le había dicho a nadie lo de que había visto la furgoneta blanca. Pero después, cuando Max le había seguido preguntando, había «recordado» que se lo había mencionado también al detective Gracie cuando éste la había interrogado.

Max tuvo que hacer un esfuerzo por controlarse.

—¿Y por qué se lo contaste a Gracie hace dos días y a mí no me has dicho nada hasta ahora?

—¡Bueno, señor Max! Es que él es un agente de policía.

—Me hago cargo de tu sentido del deber ciudadano —dijo Max—, pero eso no responde a mi pregunta.

Pauline apretó los labios.

—Desde luego, yo no quiero que se me acuse de haber intentado crear problemas entre usted y la señorita Martin.

Max ni siquiera intentó responderle.

Pauline no era la única que estaba siendo reticente con la información. Max acababa de hablar con Gracie aquella mañana y el detective no había dicho ni una palabra de que se hubiera visto una furgoneta. Claro, probablemente se debía a que no había nada que decir. Sólo el hecho no confirmado de que Pauline pudiera haberla visto no era razón suficiente para dudar de la historia de Carly.

Max se preguntaba si Pauline creía de verdad que Carly estaba involucrada en el accidente de Henry. Se lo había preguntado directamente; primero había tenido la cara de mostrarse sorprendida por la pregunta y después le había dado la clase de respuesta evasiva que esperaba. No le habría extrañado mucho a Max enterarse de que cuando la mujer estaba a solas con Carly, soltaba indirectas sobre lo villano que era él. A saber, el fideicomiso de Henry le daba a él tantos motivos para el asesinato como a Carly.

¿O no? Él y Carly tenían más o menos partes iguales en el fideicomiso de Henry, una fortuna en ambos casos. Pero ¿acaso no significaba el dinero más para Carly que no tenía nada? El dinero de Henry no cambiaría la vida de Max de forma significativa, pero en caso de Carly era otra historia totalmente distinta. Con la muerte de Henry Tremayne ella se convertiría de repente en una mujer rica y poderosa.

Pero, por más que lo intentaba, Max era incapaz, de creer que Carly pudiera cometer un asesinato premeditado. De ser así, entonces es que era una actriz de tal calibre que dejaría en evidencia a cualquier ganador de un Oscar. Y sin embargo, ¿qué pasaba entonces con lo de la furgoneta?

Había varias posibilidades, pensó. Una era que Pauline se lo hubiera inventado todo. Otra, que hubiera visto una furgoneta que no era la de Carly. Y una tercera, que Carly efectivamente se hubiera marchado de la casa a las siete y hubiera mentido al respecto. Parecía probable y, sin embargo...

¿Y si la caída de Henry hubiera sido un accidente de verdad y Carly lo hubiera presenciado? Max consideró la escena. Mientras se despedía de ella en la puerta, Henry —de alguna manera— había resbalado, se había caído hacia atrás, y se había golpeado la cabeza con la estatua. Era una idea poco probable, pero, por el momento, intentó imaginar que había ocurrido un accidente inesperado. Carly era lo bastante fuerte físicamente para mover el cuerpo de Henry desde la puerta de entrada hasta las escaleras, pero ¿por qué habría de hacerlo? Ella era una profesional de la medicina y sabía que no se debe mover a una persona con una lesión en la cabeza. La única cosa que habría que haber hecho en ese momento era llamar a la policía.

Pero no se había llamado a ambulancia alguna. Quienquiera que arrastrara a Henry dentro de la casa no tenía en mente que se recuperara. O bien creyó que estaba muerto o al borde de la muerte. El único motivo posible para dejarle al pie de las escaleras era hacer que la causa de su lesión —y de su muerte— pareciera evidente, para evitar cualquier investigación. Casi había funcionado.

Max se armó de valor, intentando ser objetivo. Incluso aunque Carly no tuviera la capacidad para cometer un asesinato premeditado, ¿era posible que, al presenciar el accidente, hubiera decidido aprovechar la ocasión? La primera vez que él le había comunicado los términos del fideicomiso Tremayne se había mostrado sorprendida, pero también había admitido que Henry y ella habían hablado del tema. Bien pudiera haber sabido lo que la muerte de Henry significaría para ella. Tenía sentido. ¿O no?

«No», dijo Max en alto. Si Carly hubiera estado involucrada en el accidente, algo en su forma de actuar ya la habría delatado. Nadie era capaz de soportar cuatro semanas de estresante incertidumbre sin empezar a resquebrajarse. Cuando miraba a Carly a los ojos no veía nada más que una honestidad inquebrantable. Si los ojos eran realmente el espejo del alma, pensó, entonces el alma de Carly Martin era tan límpida y luminosa como un cielo de verano.

¿Y si los ojos eran a veces sólo otra parte de una bonita y engañosa fachada? Max miró el ordenador con el ceño fruncido. Nadie era capaz de mentir tan bien, se dijo. Sencillamente no era posible, ¿o sí?