Capítulo 22

Carly estaba acurrucada en el sofá de su apartamento, con su albornoz favorito de color melocotón, leyendo una novela de misterio, cuando sonó el timbre. Eran las ocho de la tarde y hacía apenas media hora que había llegado de casa de Henry de cumplir sus tareas con los animales. Se había dado una ducha rápida y, acto seguido, se había acomodado dispuesta a relajarse un poco. Estaba calentita, limpia, cómoda y absorta en el libro, y moverse era la última cosa que le apetecía hacer.

Volvió a sonar el timbre, esta vez acompañado por un golpeteo de carácter autoritario. Carly refunfuñó y se levantó despacio, ajustándose el cinturón del albornoz de forma más recatada. Abrió la puerta y se quedó parada en seco cuando vio quién estaba fuera.

—Max —dijo, sorprendida—. ¿Qué haces aquí?

—Andaba por el barrio —contestó. Echó una mirada cautelosa dentro del apartamento—. ¿Dónde está Nerón?

—Ya no está.

—¿Has vuelto a llevarle al parque? Bien.

—No —dijo Carly—. Le encontré un hogar.

—No es posible. ¿De verdad?

—Es cierto. Hay una ancianita encantadora tres portales más abajo y lo vio ayer cuando lo saqué a dar un paseo. Fue un flechazo mutuo, ¿te lo puedes creer? Él le deja que le rasque la barriga. Es una prueba de lo que siempre he creído: que ahí fuera siempre hay alguien para todo el mundo. —La expresión de Max la hizo reír—. Todos deberíamos tener la misma suerte —añadió.

—Tal vez —dijo Max—. Pero si mi alguien resultara ser un perrito gordo psicótico, querría tener unas cuantas palabras con el señor de arriba.

La rozó al pasar junto a ella en el umbral. Tenía el pelo mojado y revuelto por el viento y vestía ropa para correr de nailon negro y zapatillas de deporte. Llevaba la chaqueta abierta, con una camiseta blanca debajo, y se podía oler la sal del mar en él.

—¿Dónde has estado? —le preguntó. Fuera estaba oscuro y la niebla sorteaba las farolas empujada por el viento, formando remolinos de briznas blancas. Su coche estaba aparcado en la calle y vio un cuerpo peludo en el asiento trasero—. Pauline me dijo que te llevaste a Lola y que desapareciste con el coche hacia la puesta de sol.

—Hemos ido a correr a la playa. —Max se quitó la cazadora y la echó sobre una silla.

—¿Todo este tiempo? ¡Hace ya una hora que ha oscurecido!

—Después hemos ido a tomar unas hamburguesas con queso.

—A ver si lo entiendo —dijo Carly—. ¿Has dejado que un perro mojado y lleno de arena se metiera en el asiento trasero de tu Jaguar? ¿Y después lo has llevado a un restaurante y le has dado de comer una hamburguesa con queso?

—Tres hamburguesas con queso —dijo Max—. Tenía hambre. ¿Y qué se supone que debía hacer, obligarla a volver andando a casa?

Carly no se molestó en discutir. Si alguien hubiera apostado con ella, tres semanas antes, a que Max Giordano —el de los trajes impecables y la actitud fría— iba a llevar dentro de poco en su lujoso sedán a una gran danés, habría perdido una fortuna.

—Más vale que la hagas pasar —dijo—. Te está empañando los cristales.

Lola entró y, agotada por las emociones del día, se dejó caer bajo la mesa de la cocina de Carly y empezó a roncar. Max no mostraba señales de cansancio. Se paseaba por el apartamento tocando las cosas. Cogió una foto familiar y volvió a dejarla, algo torcida. Le echó una hojeada al libro que ella estaba leyendo. Pasó los dedos por la colcha que había sobre el respaldo del sofá.

Carly permaneció en pie, viéndole pasearse, preguntándose qué le había hecho ir allí. Tenía la sensación, como cada vez que él estaba en su apartamento, de que estaba atrapada con un animal demasiado grande en una jaula demasiado pequeña. Él no dio indicios de lo que quería, así que, al final, ella se sentó y esperó.

—¿Un día largo en el trabajo? —preguntó él.

No parecía percatarse de que ella estaba en albornoz.

Carly se encogió de hombros.

—Richard tuvo una de sus pataletas e intentó mandar a nuestro nuevo técnico a casa. Tuve que amañar la agenda para poder mantener al pobre chico fuera de la vista de Richard, así que se quedó en la parte de atrás limpiando jaulas durante parte de la tarde. No es exactamente el trabajo para el que se le contrató, creo. —Suspiró—. No sé qué le pasa a Rich. Juraría que ha cambiado este último año.

—No me digas que solía ser dulce y encantador.

—Cuando éramos pareja, tenía sentido del humor. Bueno, más o menos. Jamás ha sido capaz de reírse de sí mismo, pero hacíamos chistes juntos. Ahora, apenas puedo imaginármelo riendo de corazón.

—Qué triste —dijo Max con frialdad.

—Sí que es triste. Ojalá pudiera hacer algo para ayudarle...

—¿Ayudarle? Sí, eso tiene mucho sentido. —Estaba de pie detrás del sofá y tenía las manos clavadas en la colcha de ganchillo con la que ella lo había cubierto para tapar la desgastada tapicería.

—¿Qué te pasa? —preguntó Carly, exasperada—. Para ya, Max. Mi madre hizo esa colcha y vas a estropearla. —Se levantó, se estiró hacia delante, sobre el sofá, y le cogió las manos intentando soltárselas físicamente de la colcha. Él la soltó de forma brusca y le cogió las muñecas con los dedos colocados como si fueran esposas—. Ay —dijo, y se cayó hacia delante sobre los cojines. Él la soltó y ella recuperó el equilibrio, mirándole con los ojos bien abiertos y expresión sorprendida.

—¿Se te ha ocurrido alguna vez ser un poco más exigente respecto a quién le dedicas tu bondad? —preguntó él—. ¿Y no tener tanta prisa por defender a cada idiota que empieza a gimotear por haber tenido una vida dura?

—Yo no hago eso —dijo Carly.

Él la miró con serenidad.

—¿Ah, no? Me han contado una interesante historia acerca de un estudiante cubano de intercambio. ¿Cómo se llamaba?

—Luis. ¿Cómo sabes tú de él? No, déjame adivinarlo. Te lo contó mi familia. ¿Qué te dijeron, exactamente?

—Que casi te convenció para que te casaras con él cuando te dijo que le hacía falta la nacionalidad estadounidense para que no le mandaran de vuelta a casa, donde Castro quería ejecutarlo por sus creencias a favor de la democracia.

—¡Tenía diecinueve años! Me dio pena.

—Evidentemente. Cuando resultó ser un farsante filipino, aun así le ayudaste con los papeleos de inmigración.

—No era un mal tipo, sólo estaba desesperado por conseguir el visado. No hay mucho trabajo en Manila.

—No es así como lo cuenta tu familia.

—Mi familia —dijo Carly acalorada— habla más de la cuenta. ¿Qué más te dijeron?

—Lo suficiente como para formarme la impresión de que tienes por costumbre llevar a su casa a auténticos casos de caridad. Me resultó muy esclarecedor, teniendo en cuenta el lugar en el que me encontraba en aquel momento. Así que dime, Carly, ¿por qué me llevaste a Davis?

Carly le miró, consternada. «Genial —pensó—. Gracias a todos.» Como le había dicho a su familia que Max era sólo un amigo, probablemente habían pensado que le divertirían las historias de sus desventuras pasadas. En lugar de ello, él había sacado la evidente conclusión.

—Te llevé a Davis porque pensé que le gustarías a mi familia —dijo con cuidado—. Y pensé que ellos te gustarían a ti. Eso es todo. Ya te lo dije, siempre tenemos invitados en las cenas de los domingos.

Max arqueó las cejas, pero no dijo nada.

Carly suspiró.

—Max, ¿cómo podría pensar nadie que tú eres un caso digno de caridad? Eres atractivo, inteligente, triunfador y rico.

—Totalmente cierto —dijo.

—Pero —continuó Carly— tal como te he dicho antes, no creo que sea bueno estar solo en el mundo. Cuando te ofrecí mi familia, no era porque me dieras pena...

—¿Ah, no? ¿Entonces por qué fue?

—Porque pensé que tal vez tú..., que nosotros podíamos..., eh... —titubeaba, intentando encontrar una forma de explicar la diferencia entre la lástima y la compasión.

Max asintió tristemente.

—Ya me lo figuraba —dijo, moviéndose hacia ella—. Déjame ser muy claro sobre esto, Carly. Puede que mi abuelo recoja a animales abandonados, los cuide y los alimente y haga que sus pequeñas vidas sean felices. Pero yo no soy un maldito gato callejero.

—Ya lo sé —dijo Carly—. Pero...

—Así que no insultes mi inteligencia intentando decirme que si empiezo a ir a cenar con tu gran familia feliz me convertiré de repente en uno de vosotros. Porque no lo haré. Las cosas no funcionan así.

—Max, comprendo que no quieras...

—Lo que yo quiera no tiene nada que ver con ello —dijo con virulencia—. ¿No lo entiendes, verdad? No es una cuestión de elección. Tú no has elegido tu vida más de lo que yo he elegido la mía. Sencillamente es la forma en que cayeron las cartas y no tengo problema alguno al respecto. Puede que tú hayas nacido con suerte, pero yo he tenido que forjarme la mía y ya no soy el maldito caso de caridad de nadie.

Se calló, a la espera, como si estuviera desafilándola a que le rebatiera, y le pareció oír el eco de sus propias palabras en el silencio. Apretó la boca.

—Increíble —masculló más para sí que para ella.

—¿Qué? —preguntó Carly.

—Nunca me pasa esto —dijo Max sombríamente—. Jamás. Salvo contigo. No sé que hay en ti, Carly, que me hace perder los estribos.

Posó su mirada en ella y algo en su expresión la hizo quedarse sin aliento. Parecía un extraño, pensó, lo cual no debería haberla sorprendido, ya que, de muy diversas maneras, seguía siéndolo. No es que ella no hubiera sabido valorarlo —sería imposible no valorar a un hombre como Max—, pero había empezado a dar por hecho que lo conocía. O, al menos, que lo comprendía. Quién era, qué necesitaba, cómo podría ayudarlo... lo tenía claro. Pero, al mirarle en aquel justo momento, Carly se preguntó si no se habría confiado demasiado. Él tenía razón, pensó con recelo. No era un gato callejero. De repente, parecía más un leopardo al acecho.

—Max... —comenzó, y se calló cuando él alargó el brazo y le puso un dedo firmemente sobre la boca. Era un gesto sin importancia, pero no se lo esperaba y le provocó una sacudida por dentro. Se quedó mirándolo, y entreabrió los labios bajo su tacto. Los ojos de él quedaban eclipsados bajo unas oscuras pestañas y no era capaz de leer nada en ellos.

—¿Y qué quieres tú? —le preguntó Max. Deslizó la mano hasta su nuca y a ella se le aceleró el corazón.

—¿A qué te refieres? —dijo Carly en un susurro.

Él sonrió, pero no era humor lo que ella vio en su rostro.

—Tú y tu afortunada vida —dijo él—. Debe de haber algo que deseas y no puedes tener. ¿Qué es?

«Tú», pensó ella. La piel se le erizaba al contacto con él como la superficie de un charco bajo la lluvia. Se mordió el labio.

—No lo sé —contestó, a la vez que se encontraban sus miradas—. Max, por favor...

Él apretó el brazo aún más, atrayéndola hacia sí.

—Hay una línea muy delgada entre querer algo y necesitarlo —dijo, con la boca apenas a unos centímetros de la de ella—. Y la marco yo. Esta vez voy a ser yo quien te haga perder los estribos, Carly. A ver qué te parece.

Ella no tuvo tiempo de rechistar antes de que la besara. Fue un beso lento y caliente, incitante pero perfectamente controlado, y siguió y siguió, hasta que notó que se ponía tensa y que se le entrecortaba la respiración. Deslizó las manos por debajo de la camiseta de él y recorrió su pecho, sintiendo bajo la piel las curvas de los firmes músculos. Estaba caliente y mojado de sudor y a Carly le pareció increíble al tacto, duro y suave a la vez. Rozó los guijarros de sus pezones con las palmas de las manos, y después las bajó, recorriendo las ondulaciones de su estómago hasta alcanzar la cinturilla de sus pantalones.

Max inspiró bruscamente y le cogió las muñecas, deteniéndola.

—Mis condiciones —dijo toscamente, pegado a su boca—, no las tuyas.

Cogió el cinturón de Carly y lo desató con un solo movimiento abrupto. Los bordes del albornoz se desplegaron en torno a ella, dejando entrar una ráfaga de aire frío que impactó sobre su sonrojada piel. Debajo sólo llevaba unas braguitas de algodón blanco y notó un escalofrío de emoción totalmente primaria mientras Max la sujetaba por los hombros, recorriendo su cuerpo con los ojos.

Con impaciencia, ella tiró de la parte delantera de su camiseta.

—Quítatela.

—Tengo una idea mejor —respondió él, y le quitó el albornoz echándoselo hacia atrás. Cayó a sus pies como un mullido montón y, antes de que pudiera darse cuenta de sus intenciones, Max la cogió en brazos con tanta facilidad como si fuera una niña. Ella dio un grito ahogado y se aferró a él, tensa, y le oyó reírse para sus adentros.

—¿Qué haces? —le preguntó, sin aliento.

—Lo que debería haber hecho la semana pasada —contestó, y la llevó hasta el dormitorio.

Carly recordó, fugazmente, que no había hecho la cama aquella mañana. En ese instante, Max la dejó en medio de las sábanas revueltas y empezó a besarla de una forma tal que le hizo perder el sentido.

Se tomó su tiempo con ella, moviéndose despacio, explorándola con las manos y con la boca, hasta que ella sintió el deseo a flor de piel y empezó a agitarse nerviosa debajo de él. Le cogió de los hombros, sintiendo cómo se le movían los músculos, mientras él trazaba con la boca una línea descendente de calor, que pasaba por sus pechos y su estómago, hasta detenerse en la delicada piel que nacía justo por debajo de su ombligo.

Carly gimió y él ciñó el brazo que tenía debajo de ella, alzándola levemente, mientras deslizaba la punta de los dedos por debajo de sus bragas. Agachó la cabeza y ella sintió su aliento, caliente, a través del fino algodón. Comenzó a besarla despacio, frotando su boca contra ella, hacia delante y hacia atrás. Carly arqueó el cuello. La intensidad de la sensación quedaba apenas amortiguada por la capa de tela que había entre los labios de él y su carne, y sentía cómo su barba incipiente le pinchaba la parte interior de los muslos. Notó una cálida riada ascendiendo dentro de ella y los nervios tan tensos que la hacían vibrar como una cuerda de guitarra. Creía que se moriría si no le tenía pronto dentro de ella. Era la sensación carnal más extraordinaria que había experimentado jamás.

—Max —dijo sin aliento, clavándole los dedos en los hombros con ansiedad—, por favor, por favor... No esperes. No aguanto...

No esperó. Ella se dio cuenta enseguida, por la fuerza con que sus manos le arrancaron el retazo de algodón del cuerpo, de que el ritmo controlado tampoco había sido fácil para él. Le observó mientras se ponía en pie y se quitaba el resto de la ropa. La habitación estaba en penumbra, iluminada sólo por el resplandor de las lámparas del salón, y la silueta de Max quedó perfilada, oscura y anónima como una sombra, contra el luminoso vano de la puerta al girarse hacia ella.

Entonces la rodeó con los brazos y ella se aferró a él, tratando de atraerle más hacia sí, sintiendo todo su peso hundiéndola en el colchón. Sus bocas se encontraron de nuevo, en un beso profundo y caliente, y ella le oyó gemir. El levantó la cabeza y la miró a los ojos.

—Carly —le dijo, con la voz baja y quebrada por la pasión—, ¿estás segura de que quieres hacerlo?

Tenía algo en la mano y ella se dio cuenta de que era un condón. Debía de haberlo sacado de la cartera al desvestirse, pensó, sorprendida de que a ella ni siquiera se le hubiera ocurrido usar protección. Definitivamente era Max el que aquella vez tenía el control.

—Sí —contestó sin aliento—. Sí, estoy segura. Póntelo. Corre.

Unos instantes después, separó con sus musculosas piernas las suyas, y, de una embestida, se hundió en ella. Carly soltó un grito cuando la penetró y los ojos se le llenaron de lágrimas. Le envolvió con las piernas, intentando empujarle más adentro, deseando sentirle en lo más profundo de sus entrañas.

Él tenía la piel de la espalda escurridiza por el sudor y las manos de Carly resbalaron al aferrarse a él, mientras se movía a su ritmo y escuchaba su respiración entrecortada. El cuerpo de Max empujaba con ímpetu el suyo y notó cómo la riada comenzaba a subir de nuevo, apoderándose de ella, cada vez con mayor intensidad. Le llenaba la piel, pensó, aturdida por el placer, desbordándose con una presión que, de repente, pareció nublarle la mente. Por un momento, no vio ni oyó. Y, en ese justo instante, todo explotó en un estallido de sensaciones sin fin. Su cuerpo se estremeció con los espasmos que la recorrieron y le dieron ganas de gritar.

Oyó la voz de Max y sintió la mano de él hundirse en su cabello. La miró a los ojos.

—¿Qué me has hecho? —preguntó él con voz ronca, y tomó la boca de ella en la suya. Le atravesó el cuerpo con el suyo y ella sintió cómo se tensaba—. ¡Ah, Dios! —gimió, echando la cabeza hacia atrás. Y después se desplomó sobre ella, rodando ligeramente hacia un lado para no aplastarla. Permanecieron en silencio, todavía entrelazados, y no se movieron durante un buen rato.

Carly fue la primera en retirarse. Notaba las piernas de Max pesadas y cálidas sobre las suyas; se soltó con cuidado, y se echó hacia atrás en la cama para poder incorporarse y mirarle. Tenía los ojos cerrados y la respiración lenta y uniforme. No se movía, así que pensó que debía de estar dormido. Lo examinó con curiosidad. Su cuerpo desnudo era largo y esbelto, pero estaba claro que sus bien definidos músculos se los había trabajado. El tono de su piel era más pálido que el de los italianos del sur, pero más oscuro que el de los anglosajones Tremayne. Con los ojos cerrados, parecía un tipo de Brooklyn. Con ellos abiertos parecía... Max. La combinación de su piel aceitunada y su cabello oscuro con los pálidos ojos de los Tremayne era, pensó Carly con un repentino orgullo afectuoso, totalmente única.

Estiró la mano y, con delicadeza, trazó las curvas de su brazo con la punta del dedo.

Él abrió los ojos y ella se detuvo, sobresaltada.

—Oh —dijo—. No quería despertarte.

—No estaba dormido. —La miró con expresión pensativa; después se dio la vuelta para tumbarse de espaldas y puso las manos detrás de la cabeza, mirando al techo.

—¿Ya te estás arrepintiendo? —preguntó ella con tono despreocupado, intentando sonar como si su respuesta no le importara.

Max giró la cabeza hacia ella y sus miradas se encontraron.

—No —contestó, como si el comentario le hubiera sorprendido—. En absoluto. De hecho, me siento francamente bien. —Se estiró y se incorporó—. ¿Tienes hambre?

—Sí. ¿En qué estás pensado?

Él se rió suavemente y estiró la mano para rozarle los pechos con los dedos.

—En comida —dijo—. De momento. Ponte algo de ropa y te enseñaré cómo se hace la mejor pasta primavera del mundo.