Capítulo 19

Max llegaba directamente de su reunión. Llevaba la corbata floja, pero todo lo demás estaba en perfecto orden, desde su traje de lana gris hasta el brillo de los zapatos. A Carly le parecía como si acabara de salir de una revista o de una película y se quedó sin aliento al verlo. Resultaba algo ridículo en que hubiera un hombre así ante su puerta, justo al lado del carillón con forma de pez y el escuálido geranio, pero allí estaba, no obstante, y, a pesar de la angustia generalizada que sentía, se alegró de verlo.

—Hola —dijo—. Pasa.

Estaba a punto de decirle que no estaba sola, cuando vio que le cambiaba la expresión. Cerró la puerta detrás de él y se dio la vuelta. Edie estaba en el umbral de la puerta de la cocina, mirándolos, o para ser más precisos, mirando a Max. Tenía en una mano un tarro abierto de helado y una cuchara en la otra.

—No encuentro un cuenco —dijo.

—Tienes compañía —dijo Max—. ¿Quieres que venga más tarde?

Carly dudó, atrapada entre dos deseos contradictorios. Si le decía que se marchara, cabía la posibilidad de que su charla se pospusiera hasta el día siguiente, o más tarde. No creía que pudiera soportar la incertidumbre. Y no había nada que le apeteciera más que estar a solas con Max. Pero la situación con Edie era todavía más apremiante, a su manera.

Carly tomó rápidamente una decisión.

—No te vayas —dijo—. Estábamos a punto de tomar helado. Edie, éste es mi amigo Max Giordano. ¿Te importa que nos acompañe?

Edie pareció por un momento desconcertada por la pregunta y después se encogió de hombros.

—Es tu casa, ¿no?

—Gracias —dijo Max. Se quitó la chaqueta y la echó sobre el respaldo del sofá. Tenía el ceño ligeramente fruncido y Carly se preguntó qué estaría pensando. Un solo vistazo a la chica decía mucho acerca de su situación. Era posible que a Max, con su turbulento pasado adolescente, se le diera mejor comunicarse con Edie que a Carly.

Tal vez. Carly le miró con recelo. O tal vez no. También era posible que no aguantara en absoluto la actitud contestataria de Edie. Y si ésta percibía la más mínima desaprobación por su parte, probablemente se defendería o se marcharía furiosa, dos posibilidades que a Carly le sonaban a cual peor.

Respiró hondo.

—Max —dijo—, espero que puedas responder por mí ante Edie y decirle que no soy una mala persona y que no sería tan horrible verme a diario. Quiero que venga a trabajar para mí en la clínica.

Carly había intentado un golpe de efecto, pero el resultado sobrepasó con mucho lo que ella pretendía. Edie se quedó paralizada en el umbral de la puerta, con la boca abierta. Se puso roja como un tomate.

—¿Quieres darme trabajo a mí? —dijo despacio, con incredulidad.

—Sí. —No tenía ni idea de cómo se las iba a arreglar para hacer algo así, pero ya se preocuparía de ello más tarde—. Te formaré como ayudante veterinario. Puedes echarme una mano en los reconocimientos y cuidar a los animales hospitalizados. Si te gusta, te enseñaré a ayudar en las operaciones y a hacer trabajo de laboratorio.

Edie apretó los labios y miró a ambos lados, como si estuviera buscando una vía de escape.

—Estás... —empezó, y se calló. Respiró hondo—. ¡Estás loca! —gritó, y le tiró el tarro de helado a Carly. No fue un buen lanzamiento y, afortunadamente, todavía estaba duro como el hielo. Max se puso delante de Carly y lo cogió con destreza antes de que cayera al suelo. Miró la etiqueta y sonrió.

—Chocolate —dijo—. Mi favorito. Pásame la cuchara, niña.

Edie se la tiró con furia. Él la cogió en el aire y, con calma, empezó a comer del envase. Carly se quedó mirándolo. Era un comportamiento extraño para alguien que normalmente era tan exigente y se preguntó qué estaba haciendo.

—Te pagaré diez dólares la hora —le dijo a Edie, que estaba fulminando a Max con la mirada y apenas parecía oírla—. Y te haré un aumento a los seis meses. Es el sueldo base que le ofrecemos a todo el mundo que empieza a tu nivel.

Edie se giró hacia ella.

—Eres tan increíblemente tonta que no puedo creerme que seas real.

—No soy tonta —contestó Carly—. Yo creo de verdad que puedes hacerlo.

—¡Tú crees! Ya te he dicho que ni siquiera me conoces. ¿Qué clase de tarado intenta contratar a alguien a quien ni siquiera conoce? Tú...

—Yo te conozco —comentó Max, tomando otra cucharada de helado—. Yo sé todo sobre ti.

Edie se paró en seco.

—¡Mentiroso! No te he visto antes en mi vida.

—Eso no importa —dijo Max—. Déjame que te diga algo sobre ti. Te pones a pedir dinero fuera del Safeway, pero ambos sabemos lo que haces en realidad. Vendes tu orgullo por un poco de calderilla. Lo notas cada vez que algún creído pasa con su coche a tu lado y te larga una mirada condescendiente. Sabes que eres más lista que él, pero eso él no lo sabe, ¿verdad? Duermes en el suelo de apartamentos de extraños, o en portales, o en parques; pero nunca duermes del todo bien, porque tienes que tener reflejos suficientes por si se acerca alguien a meterse contigo. Estás cansada todo el tiempo, y hambrienta, y enfadada con el mundo, y te dices a ti misma que no te importa nadie ni nada, así que te pasas el tiempo colocándote...

—¡Claro que no! —gritó Edie—. Yo no me drogo, así que ya puedes meterte tu superioridad donde te quepa, ¡tonto del..., del traje! Te crees muy listo y muy triunfador, pero yo veo a tipos como tú cada noche, dando vueltas con el coche por donde me muevo yo. Vienen a buscar chicas, o chicos, o drogas, o lo que sea que creen que necesitan, y todos nos reímos de ellos, que malgastan el dinero en gilipolleces como ésas. ¿Crees que me conoces? Te equivocas. Yo sí que te conozco a ti.

—No —dijo Max en voz baja—. No me conoces. Yo estaba en la calle cuando tenía tu edad y algún día te lo contaré. Puede que entonces me conozcas. Y puede que un día tú me cuentes tu historia y yo te conozca. Pero eso no importa. Lo que importa es que o te preocupas por algo o estás muerta, Edie. Y al final tienes que elegir una cosa u otra.

Edie se había cruzado fuertemente de brazos mientras él hablaba y tenía los hombros encorvados de tal forma que parecía que se estuviera abrazando a sí misma. Estaba congestionada y le temblaba la barbilla. No quería mirar a Max.

—Quiero irme —dijo.

—Nadie te lo impide —contestó Max, señalando hacia la puerta.

Carly no pudo contenerse más.

—Espera, no te vayas. Tómate un poco de helado. Deberíamos hablar un poco más sobre el trabajo. De verdad que quiero que lo hagas.

—No quiero hablar de ello —dijo Edie, dirigiéndose hacia la puerta.

—Edie —la voz de Max resonó en el apartamento, y la chica se quedó inmóvil—. ¿Te hace falta un sitio para pasar la noche?

La chica resopló cansada.

—¿De qué va esto? ¿Es que es el Día Mundial del Apadrinamiento o qué? No, no me hace falta un sitio para pasar la noche, ni un trabajo, ni helado, ni nada de ninguno de vosotros dos. Estoy bien, así que dejadme en paz.

—Claro —dijo Max. Y se encogió de hombros—. Ya nos veremos.

A Carly le llamó la atención su falta de sensibilidad e hizo un ruido a modo de protesta. Le dio la impresión de que habían hecho un gran avance. Edie no había dejado su actitud a la defensiva, pero estaba claro que las palabras de Max la habían afectado. No era el momento de ser frío y superficial, era el momento de tender la mano.

—Edie —dijo enseguida—, te gustan los animales lo suficiente como para ir a la biblioteca y estudiarte libros de texto de veterinaria. Eres lista y te entregas en lo que haces y...

La chica le puso mala cara.

—Te he dicho que no quiero hablar de ello.

—Pero... —empezó Carly, aunque se calló de repente cuando Max le puso la mano sobre el hombro y se lo apretó en señal de aviso.

Ella le miró, confundida.

—Deja que se vaya —le dijo en voz baja, casi inaudible. Carly frunció el ceño y estuvo a punto de discutir, pero él le clavó los dedos en el hombro. Le sostuvo la mirada y ella cedió a regañadientes.

—Bueno..., gracias por traer a Nerón —le dijo Carly a Edie—. Ya te diré si he tenido suerte y he encontrado a su dueño. Si no, empezaré a buscarle un hogar.

—Vale —dijo Edie. Dudó un momento, mirando a Carly y después a Max, como si estuviera a punto de decir algo, pero se dio la vuelta y abrió la puerta—. Hasta luego —masculló, y se perdió en la noche.

Se quedaron de pie, mirando hacia la puerta, hasta que se hizo evidente que no iba a volver.

Al final, Max rompió el silencio.

—Una chica interesante —dijo.

El sonido de su voz liberó a Carly. Soltó un largo suspiro de estupefacción.

—Creo que más vale que me siente —dijo, y se dejó caer sobre el sofá—. ¿Crees que volverá a hablarme alguna vez?

—Sí —dijo Max inmediatamente. Se sentó junto a ella—. De hecho, creo que ahora debe de estar pensándose en serio tu oferta de trabajo.

—¿Estás de broma? Si ni siquiera quería escucharme. ¡Qué frustrante! Ojalá pudiera hacer algo.

—Ya lo has hecho. Te apuesto cien dólares a que aparece por aquí o por la clínica en las próximas semanas para saber algo más.

—Yo no tengo cien dólares —dijo Carly exasperada—. Y no estaba interesada. No sé por qué crees que sí...

—Lo estaba. De hecho, estaba tan interesada que tu oferta la asustó. Le hace falta tiempo para pensar. Por eso te dije que dejaras que se fuera. No quería que la forzaras porque iba a acabar diciendo que no, y luego a lo mejor sería demasiado orgullosa para cambiar de parecer. Pero no llegó a decir que no, ¿verdad?

Carly se quedó mirándolo. Aturdida, repasó mentalmente todo el episodio y se dio cuenta de que tenía toda la razón. Su intento de forzar a Edie a que aceptara el trabajo en la clínica, halagándola y animándola era precisamente la estrategia equivocada. Había abrumado a la chica y —tal como había señalado Max— la había asustado. Puede que, llegada la ocasión, fuera bueno alentarla, pero en aquel momento era excesivo. Max se había dado cuenta de ello y había provocado a Edie, la había insultado y desafiado, pero no había intentado controlarla de forma abierta. Había manejado la situación de forma magistral.

Él observaba la sorpresa de Carly.

—Te asombrarías —dijo con cinismo— de toda la psicología humana que aprende uno al pasar por el programa neoyorquino de casas de acogida infantil.

—Supongo... que sí —admitió Carly—. Ha sido una actuación verdaderamente impresionante.

—Los años de estudio tienen su compensación. El mundo moderno de los negocios se rige por los mismos principios.

—¿Has pensado alguna vez en hacer esto de verdad? ¿Trabajar con los chicos de la calle?

Max resopló.

—¿Quién, yo? La chica tenía razón. Estás loca.

—Pero si se te da bien. Y gracias a tu pasado les entiendes mejor que la mayoría de la gente. Es evidente que es importante para ti. Puedes hablar con esos chicos, Max, te acabo de ver hacerlo. Sabes cómo hacerles escuchar.

—La verdad es que jamás me había planteado algo así —dijo Max.

—Pues deberías —insistió Carly—. Creo que se te daría fenomenal. Podrías hacerle realmente bien a...

Se oyó un ruido sordo proveniente de la puerta de la cocina. Carly miró hacia allí y se quedó consternada al ver que era Nerón, que gruñía y seguía con las mandíbulas clavadas en el palo. Debido a la mata de pelo que le cubría la cara era imposible ver qué estaba mirando, pero tuvo el mal presentimiento —por la dirección en que apuntaba su nariz— de que el gruñido iba dirigido a Max.

—Dios mío —dijo Max—. ¿Qué es esa cosa? Parece un erizo gigante.

—Es un perro. Se llama Nerón. Edie lo encontró en el parque. Le dije que le buscaría un hogar.

Max entrecerró los ojos.

—Debería haberlo dejado en el parque. Tiene pinta de pertenecer allí. ¿Estás segura de que es un perro?

Nerón dejó el palo y salió disparado hacia Max. Carly se quedó fugazmente maravillada de que unas piernas tan rechonchas pudieran moverse tan rápido, pero su asombro se trocó enseguida en horror. Se vio el destello de los dientes del perro y pegó un bocado al aire en el lugar exacto en el que, apenas unos segundos antes, estaban los tobillos de Max.

—¡Cuidado! —exclamó Carly un poco tarde y oyó a Max maldecir. Había levantado los pies justo a tiempo y los tenía en el aire por encima de la cabeza del pequeño perro. Nerón olfateó el hueco como loco, rezongando, y después se rindió y se fue corriendo a la habitación de Carly.

Max bajó los pies.

—¿Y se supone que debes encontrarle un hogar?

—Edie dice que no le gustan los hombres —dijo Carly—. Aunque también me dijo que no mordía a las personas.

—Pues una de las dos cosas no es cierta —dijo Max.

—Oh, vaya —dio Carly—. Iré a cerrar la puerta del dormitorio.

Notó la mirada de Max clavada en ella mientras se encaminaba hasta la puerta para cerrarla. Se giró y vio que la seguía mirando.

—Max —dijo—, ¿ibas en serio cuando le has dicho a Edie que estuviste en la calle?

—Me escapé de unas cuantas casas de acogida. —Se encogió de hombros—. No era un niño modelo.

—¿Adónde ibas cuando te escapabas?

—A Manhattan. Siempre. Era menor, así que no tuve mucha suerte para conseguir un sueldo, pero había un par de restaurantes en Little Italy que me daban de comer si trabajaba para ellos. Ya sabes, fregando platos, limpiando suelos... Iba siempre que me hacía falta comer.

—Me cuesta imaginarte limpiando suelos —dijo Carly. Se sentó en el sofá junto a él subiendo las piernas.

—No me importaba. Era mejor que las alternativas que tenía.

—¿Y cómo demonios conseguiste llegar a donde estás?

—¿No has leído el artículo de Fortune?

—No. ¿Debería?

—No te molestes. Les di unas cuantas frases estereotipadas acerca del trabajo duro y de «el sueño americano». Pero lo que ocurrió de verdad es que me detuvieron.

—¿Qué? —Le estaba tomando el pelo, pensó Carly.

—No era la primera vez. Ya me había metido en líos por pequeños hurtos, por allanamiento de morada... A los dieciséis años, entré en una tienda de electrónica y robé un par de televisores. Tenía el gran plan de venderlos en la calle y conseguir dinero suficiente para venirme a California. —Movió la cabeza—. Crío estúpido...

—¿Te cogieron?

—Inmediatamente. Y cuando el propietario del local se enteró de que era un adolescente, vino a comisaría a verme. Jack Levitsky. Me dijo que no presentaría cargos contra mí si trabajaba para él. Todavía sigo sin saber en qué demonios estaba pensando.

—Te pareces a Edie —apuntó Carly.

—Me puso a trabajar en el almacén más asqueroso que tenía. Trabajé más duro para él de lo que lo había hecho en toda la vida y, por alguna razón, me gustó. Para cuando cumplí los veintiún años, ya conocía el negocio de cabo a rabo y, en lo esencial, se lo llevaba a Jack. Me metí con el tema de los ordenadores y comenzamos a crecer. Empezamos a contratar a estudiantes universitarios en verano para que hicieran reparaciones y ayudaran a los clientes con sus equipos. Fue así como conocí a Gary. Todo un programador, pero era como un niño pequeño. No sabía nada de negocios, ni quería saberlo. Al final, nos asociamos para montar nuestra propia empresa y el resto ya lo sabes.

—Y ahora ¿dónde está él?

—Se jubiló a los treinta y cuatro. Se compró un gran velero Perini Navi y ahora se dedica a navegar por el mundo con su mujer y sus hijos. Me mandó una postal desde Bali hace unos meses.

—Es increíble —dijo Carly—. ¿Y qué hay del tipo mayor, Jack?

—Murió hace por lo menos diez años. Nunca fuimos amigos de verdad, pero le respetaba. Y me aseguré de compensar la inversión que hizo en mí. Se pasó los últimos años de su vida relajado en casa con sus nietos, mientras yo convertía su negocio en la mayor cadena de tiendas de electrónica del nordeste.

Asintió ligeramente, para sí, como autoconfirmándoselo. «Tiene motivos para estar orgulloso», pensó Carly. Alan Tremayne había empezado con todo y lo había convertido en nada. Max Giordano había hecho lo contrario.

—Max, ¿recuerdas cuando entraste despotricando en la clínica y te dije, con tono de superioridad, me temo, que esperaba que no hubieras perdido la oportunidad de conocer a tu abuelo?

Él entrecerró sus pálidos ojos grises.

—Sí. ¿Por qué?

—Porque ahora también espero que Henry tenga la oportunidad de conocerte. Creo que será un honor para él llamarte nieto.

Max apretó la mandíbula y apartó la mirada.

—Ya veremos.

Carly alargó el brazo y le puso la mano con suavidad sobre el pecho. Sentía el latido de su corazón bajo los dedos; él se puso tenso cuando le tocó. Max miró hacia atrás y sus miradas se encontraron; cogió la mano de ella y la retiró. La sostuvo un momento, contemplándola, y recorrió su palma con el pulgar como si pudiera leerle el futuro en ella. Entonces resopló y la soltó.

—Debería irme —dijo de repente, y se levantó.

—¿Ahora? —Carly pareció consternada—. Pero dijiste que querías hablar conmigo.

Él negó con la cabeza y cogió la chaqueta.

—No es nada importante. En otra ocasión.

—¿Estás seguro? —Carly también se puso en pie. Se le ocurrió interponerse entre Max y la puerta, pero enseguida pensó que parecería desesperada. Y lo estaba, pero no quería que él lo supiera.

Fue capaz de controlarse de forma razonable hasta que oyó que el coche de Max arrancaba y se alejaba. Entonces cogió la cuchara que él había estado usando e identificándose con Edie de repente la tiró a la pared.

—¡Maldita sea, maldita sea, maldita sea!

La cuchara repiqueteó sobre el suelo al caer y dejó una pegajosa mancha de chocolate sobre el yeso de la pared. Carly la miró con tristeza.

—¿No es nada importante? —exclamó en alto a la habitación vacía—. ¿Nada? ¿Qué quiere decir eso? ¿Qué es nada?

La habitación no respondió. Pero se oyó el ruido de gruñidos y arañazos proveniente de su dormitorio y Carly se acordó del precioso armario de madera maciza que sus padres le habían regalado por su licenciatura.

—Muy bien —masculló, y fue hasta la cocina. Dada la costumbre de Edie de llevarle animales abandonados a casa, había empezado a guardar una reserva de productos veterinarios en casa. Tenía todo lo necesario para hacer un reconocimiento físico básico, incluidas las vacunas estándar.

—Nerón, amigo mío —dijo—. Hoy es tu noche de suerte. A falta de nada mejor que hacer, la doctora Martin te va a dar una inyección contra la rabia.