Capítulo 18
Max no esperaba recibir otra invitación a una cena dominical de parte de la familia de Carly y, de hecho, no había llegado a recibirla del todo. Pero el sábado por la tarde se dio cuenta de que Carly daba por sentado sin más que iría con ella. Era extraño pensar que los Martin contaban con él, como si realmente le hubieran adoptado en el clan de forma sumaria. Pero creerlo sería engañarse a sí mismo. Los Martin eran buena gente y generosos en su amistad. Treinta años atrás le había hecho falta una familia como la suya, pero ¿y ahora? No. Era un adulto, no un niño perdido, y era simplemente... demasiado tarde. La primera visita le había dejado tocado toda la semana y no veía motivo para volver a pasar por ello. Fingió no ver la desilusión en el rostro de Carly cuando le dijo que tenía demasiado trabajo.
—No son normales —le comentó al cuerpo inerte de Henry el lunes por la mañana en el hospital—. No sé en qué andarían pensando, esperando que fuera a otra de esas... cosas. No son mi familia. Ni siquiera me conocen.
Las visitas a su abuelo se habían convertido en monólogos semiconfesionales. Max se sentaba junto a la cama del anciano y le contaba todo, desde lo que había desayunado hasta sus últimas inversiones en capital riesgo. No era habitual en él divagar de aquella manera, pero tampoco lo era estar sentado en silencio en el ambiente serio y estéril de la habitación del hospital. Henry parecía suficientemente despierto como para exigirle algo como visitante y Max albergaba la esperanza de que si parloteaba sin cesar, al final, el anciano se giraría hacia él y le diría que se callara.
Hasta aquel momento, había centrado la conversación —si es que podía llamarse así— en temas neutrales, evitando todas las cosas que le preocupaban pero que no se prestaban a discusión.
El viernes por la mañana, Max llamó a la oficina del fiscal del distrito para comprobar las credenciales del médico que Joanna Melhorn le había recomendado. La confirmación fue inmediata. Jerry Suzuki solía trabajar tanto con la policía de San Francisco como con la oficina del fiscal y era considerado el mejor experto en medicina forense de la zona. Suzuki repasó el caso de Henry durante el fin de semana y coincidió en que éste no se había caído por las escaleras.
Con la típica cautela profesional, Suzuki no quiso especular sobre lo ocurrido en realidad, ya que, señaló, aunque una agresión podía ser la causa sin duda de una lesión de ese tipo, ésta también podía ser fruto de una caída accidental en la que Henry se golpeara la cabeza con un objeto duro y contundente, del tamaño de un puño, situado cerca del suelo. El médico le sugirió a Max que buscara un objeto así en el lugar en el que habían encontrado a su abuelo.
Pero Max ya había mirado y no había nada por el suelo siquiera remotamente duro, contundente y del tamaño de un puño cercano a donde habían encontrado tirado a Henry. Incluso los barrotes tallados de la barandilla de la escalera, entrelazados con hojas y parras de madera, tenían una forma delicada, sin salientes que pudieran haber causado una herida de ese tipo. Dos mesas de borde redondeado flanqueaban el pie de las escaleras, con un variopinto conjunto de objetos inocuos sobre ellas: libros, figuritas decorativas y jarrones con flores secas.
«Un golpe fuerte asestado en la parte posterior de la cabeza.»
Si habían intentado robar en la mansión y si alguien había cogido a Henry desprevenido y le había golpeado por detrás, entonces ¿por qué no faltaba nada? Max era incapaz de creer que Pauline, con su vista de lince, no se hubiera dado cuenta si hubiese faltado algo. Sin duda, el estrés y la confusión al encontrarse a Henry de aquel modo y la llegada del servicio de urgencias la habrían distraído, pero ya llevaba de vuelta en la casa varios días y, si hubieran robado o cambiado algo de sitio, enseguida habría dicho algo.
A no ser que ella estuviera involucrada. Al fin y al cabo, ¿qué sabía él de Pauline? Llevaba con Henry casi veinte años, lo que al parecer la eximía de sospechas, pero ¿quién era él para saber si su relación era tan franca como parecía? Max ya había visto su faceta controladora y posesiva y que consideraba a Henry y a su casa como propiedad suya. No hacía falta un detective para dar con unas cuantas razones por las que quisiera herir o incluso matar a Henry Tremayne. Tal vez necesitaba dinero y —sabiendo que se beneficiaría de su testamento— se había cansado de esperar a que muriera. O tal vez se había enterado de que pensaba dejarle la casa a Carly y le había dado un ataque de celos. Por Dios, tal vez Henry la había enfadado por mancharle la cocina de barro.
Incluso, aunque Pauline no fuera el tipo de persona que pegara a alguien en la cabeza, eso no significaba necesariamente que fuera inocente. Podía estar protegiendo a alguien..., a un hermano o a un sobrino que hubieran ido a robar a la casa en un momento en que ella les había asegurado que Henry estaría en su sillón en la terraza, viendo la televisión. Tal vez Henry había oído un ruido sospechoso y había ido a investigar. Eso explicaría por qué estaba en el vestíbulo de entrada y por qué no faltaba nada. Con Henry en estado comatoso y Pauline implicada en la trama, no quedaba nadie que pudiera denunciar el robo..., salvo las mascotas, y ellas no iban a hablar.
Sin embargo, Pauline había sido la primera en mencionar que había algo extraño en el accidente. Si quería ocultar su participación en él, entonces, lógicamente, jamás habría llamado la atención de Max sobre la caída de Henry. Le habría convenido más no decir nada al respecto y comportarse más bien como la única otra persona que se sabía que había estado en la mansión aquella tarde: Carly.
Esa noche, Max no podía dormir. Permaneció tumbado en la cama, mirando al oscuro techo, escuchando el leve rumor del tráfico en las calles de más abajo. Cuando cerró los ojos, vio a Carly con el aspecto que tenía aquella noche en su apartamento: los ojos brillantes, las mejillas sonrojadas y la boca tersa e hinchada por el beso que le había dado.
Desde luego, no parecía la clase de persona que golpearía a un anciano en el cráneo. El dinero era un móvil, pero eso no era una prueba, y estaba seguro de que Carly Martin no le haría daño ni a una mosca. De hecho, pensó con cinismo, si por un casual le hiciera daño a una, probablemente la metería corriendo en el quirófano para practicarle una operación de urgencia. Simplemente era incapaz de imaginarse a Carly intentado matar a Henry Tremayne. Ni a nadie, en realidad. Por Dios santo, ni siquiera comía carne.
Soltó un largo suspiro de frustración, mientras se quitaba las sábanas revueltas de encima con una patada. La suite tenía aire acondicionado, pero estaba acalorado y tan inquieto como un niño febril. Desde la noche en que se habían besado, no hacían más que acecharle los recuerdos de la sensación del cuerpo de ella contra el suyo. Tenía la esperanza de que el deseo fuera pasajero y que se fuera apagando ante las fuerzas imperantes del tiempo y la razón. Pero, si acaso, se hacía cada vez más intenso. Más de una vez durante la semana anterior se había visto recreando mentalmente aquel beso y llevándolo hasta su desenlace natural. Carly era la clase de mujer que estaría preciosa a la mañana siguiente, al despertarse junto a él tras una larga y tórrida noche...
—Durmiendo —dijo cortante, en alto, a la habitación a oscuras—. Maldita sea.
No estaba para nada influenciado por la atracción física que sentía hacia Carly Martin, se dijo a sí mismo. Tal vez otros hombres sí lo habrían estado, pero él ya tenía mucho mundo como para cometer un error tan estúpido y de principiante. ¿O no?
Se quedó allí tumbado otro poco, pensando, y después se incorporó. No había corrido las cortinas y las luces amarillas de la ciudad arrojaban un leve resplandor al interior de la habitación. Salió de la cama, caminó hasta la mesa, cogió el teléfono y marcó.
Sonó seis veces hasta que, al final, la voz de un hombre, amodorrada por el sueño, contestó.
—¿Sí?, dígame.
—Tom, soy Max.
—¿Max? ¿Va todo bien?
—Necesito que hagas algo por mí.
El abogado carraspeó.
—Espera un momento, voy a cambiarme de teléfono.
A través de la línea de la llamada a larga distancia, Max podía oír el movimiento de sábanas y el tenue sonido de la voz de una mujer. Ya demasiado tarde, recordó que en la Costa Este eran casi las tres de la madrugada.
Un minuto después, Tom Meyer estaba de nuevo al teléfono.
—Muy bien. ¿Qué pasa?
—Quiero que me investigues a un par de personas. Una es una mujer llamada Pauline... no se qué. Es el ama de llaves de Henry Tremayne. No sé su apellido.
—Ya lo conseguiré. ¿Quién más?
—Charlotte Martin. Quiero que la investigues a fondo. Necesito toda la información que puedas averiguar: personal, financiera, todo. Y la quiero lo más pronto posible.
—Claro. Puedo conseguirte lo típico, lo que haya digitalizado y que sea de acceso público, en un par de días. Si quieres más, tardará un poco. Probablemente no lo tendré hasta la semana que viene.
—Bien. Lo que quiero es la información no habitual. Sé que tienes una habilidad especial para conseguirla... y no quiero saber cómo lo haces.
Tom se rió.
—Tengo amigos en los sitios adecuados —dijo—. Averiguaré lo que pueda. Aunque no te garantizo que nada de lo que saque sea admisible en un juicio. Sólo servirá para tu información.
—Lo sé. Sólo lo quiero para mi uso personal. Gracias, Tom. Siento haberte despertado. Dile a tu mujer que borraré el número de tu casa de mi agenda.
—No pasa nada. Te llamaré el viernes para ponerte al día.
Max colgó. Se acercó hasta la ventana y se quedó mirando la panorámica de las luces parpadeantes de la ciudad. No tenía ninguna razón concreta para creer que el accidente de Henry hubiera sido algo más que eso, un accidente, si bien uno de lo más misterioso. Se imaginó de nuevo a Carly mirándole con esos grandes ojos azules. «Llámalo una precaución», pensó. No es que no se fiara de su instinto. Se fiaba. Pero sobre todo se fiaba cuando estaba respaldado por los datos.
Cuando el martes por la noche sonó el timbre de Carly, lo primero en lo que pensó fue en Max. Él tenía una cena de negocios aquella noche en el hospital universitario UCSF y le había dicho que se pasaría por su apartamento de camino de vuelta al hotel. Quería hablarle de algo, había dicho, pero no le había dado indicio alguno de lo que se trataba. Carly llevaba todo el día intentando frenar su imaginación, que no hacía más que ofrecerle situaciones catastróficas, como en la que Max le decía que El beso había sido una equivocación y que no había sido franco sobre el carácter de su relación con Nina.
La misteriosa Nina se había convertido en un tema recurrente en los pensamientos de Carly durante los días pasados. En el álbum rojo de Henry había dos fotos en las que Max tenía cogida del brazo a una mujer rubia con unos tacones de vértigo y las imágenes se le habrían grabado a fuego a Carly en la memoria. Eran fotos en movimiento que se habían tomado consecutivamente cuando Max y la mujer entraban en un restaurante. El fotógrafo de Henry había captado a Nina de perfil, con el cabello dorado cayéndole sobre las hombreras del abrigo negro como una llamarada de rayos de sol. Era alta y muy guapa.
Volvió a sonar el timbre.
—Vale, vale, ya voy —masculló Carly, deseando tener un vaso de vino para calmar los nervios.
Pero era Edie, no Max, quien estaba en el pequeño porche de cemento de la entrada. Carly disimuló su sorpresa. Se había olvidado de apuntarse que la chica iba a llevarle su último expósito y fue una pura casualidad que tuviera media pizza calentándose en el horno.
—Eh —dijo Edie a modo de saludo—. Lo he traído. ¿Quieres que te lo deje dentro o fuera?
Sujetaba el extremo de una cuerda trenzada de nailon. El otro extremo estaba atado a un collar hecho jirones que rodeaba el cuello del perro más increíblemente feo que Carly hubiera visto jamás. De hecho, no estaba del todo claro que el animal fuera un perro, pero Carly dio por hecho que lo era, más que nada porque no podía imaginarse qué otra cosa podía ser. Del tamaño aproximado de una pelota de rugby, estaba cubierto de mechones enmarañados de un pelaje marrón grisáceo que ocultaban cualquier indicio de una cara, salvo dos orejas puntiagudas y un pequeño hocico que parecía una ciruela aplastada. Cuatro patas rechonchas salían de su cuerpo achaparrado, pero Carly fue incapaz de distinguir cola alguna.
—Esto... —dijo Carly, sin habla por un momento—. Dentro, supongo.
—Está bien. Le he puesto de nombre Nerón.
—¿Por el emperador? —A Carly le pareció un poco desmesurado.
Edie se encogió de hombros.
—Le hace falta toda la ayuda que se le pueda prestar. —Se agachó y desató la cuerda del collar de Nerón. Con un movimiento que sobresaltó a Carly, el perro salió disparado hacia el interior del apartamento y se estampó de lleno contra el lateral del sofá. Rebotó hacia atrás, después giró y se metió en la cocina—. No ve demasiado bien —dijo Edie.
—¿Está amaestrado? —preguntó Carly, expectante.
—Sí. Ha estado en casa de una amiga mía y se portó bien. Aunque no le gustan los demás perros. Ni los gatos. Ni los hombres. Y a veces muerde.
—Genial —dijo Carly en tono sombrío.
—No a la gente —explicó Edie—. Sólo muerde cosas. Las patas de las mesas, sobre todo.
—¿Dónde lo encontraste?
—En el parque. Alguien lo abandonó allí.
—Tal vez sólo esté perdido. Pondré algunos anuncios y veremos si llama alguien.
—No te engañes —dijo Edie—. No es precisamente un perro de exposición, ¿sabes?
A Carly no resultó muy difícil convencer a Edie de que tomara pizza con ella. La chica la siguió hasta la cocina, donde encontraron a Nerón enganchado a la pata de la pequeña mesa de Carly. No la mordisqueaba, más bien intentaba —fallidamente— triturarla. Escarbaba con las patas en el suelo haciendo más fuerza, rezongando y olfateando la madera.
—Lo siento —dijo Edie. Metió la mano en su bolsa de lona negra y sacó un palo corto y ya machacado. Se arrodilló junto a Nerón y le cogió por el pescuezo. El perro se quedó paralizado, con la mandíbula todavía enganchada a la pata de la mesa.
—Nerooón —dijo de forma persuasiva—. Perritoperritoperrito. Muerde esto.
Nerón gruñó, desde el fondo de la garganta, pero sorprendió a Carly al soltar la pata de la mesa. Con suavidad, Edie le dio unos golpecitos en el hocico con el palo. Durante un fugaz momento, cuando lo agarró como un tiburón agarra a su presa, quedaron al descubierto sus torcidos dientes amarillos y sus rosadas encías. Le dio un breve meneo y después se lanzó bajo la mesa y se hizo un ovillo, con el palo firmemente sujeto entre los dientes. A Carly le pareció como un pequeño cojín mal rellenado.
—Es una cuestión de confianza —explicó Edie—. Tiene fijación oral.
Carly sonrió.
—No me digas que has estado leyendo a Freud.
La chica reaccionó de forma súbita y agresiva.
—¿Qué pasa, crees que no sé leer? Sé quién es Freud. No soy idiota.
—No creo eso en absoluto —dijo Carly, sorprendida—. ¿Te gusta leer, Edie?
—A veces voy a la biblioteca. Ahora que ya parece que tengo dieciséis años no me fastidian, pero solían llamar al agente encargado de que no hiciéramos novillos cuando me veían ahí durante el día. —Sonrió—. Intenté explicarles que me enseñaban en casa, pero no me creyeron. Me pregunto por qué.
La respuesta a esa pregunta era evidente. Edie llevaba puesto uno de sus conjuntos habituales: un vestido de poliéster de segunda mano sobre unos vaqueros rotos y mugrientos y, por encima, un abrigo estropeado de imitación de piel de leopardo. Las botas militares que llevaba, de tienda de excedentes del ejército, le quedaban grandes. Llevaba todo el contorno de los ojos pintado de negro y su pelo decolorado era tan pálido y frágil que tenía todas las puntas abiertas, como si fuera algodón de azúcar.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Carly. La pizza estaba lista y el sabroso olor de la comida llenaba la cocina. Edie la observó mientras sacaba la bandeja del horno.
—Cincuenta —contestó—. ¿Me conservo bien, verdad?
—Muy bien —asintió Carly, deslizando un trozo de pizza en el plato de la chica. No había esperado una respuesta seria—. ¿Qué haces para conservarte tan joven?
—Dormir en el parque me mantiene en conexión con la naturaleza. —Edie la miró con sorna—. Deberías probarlo.
—¿Ahí es donde duermes? ¿En el parque?
—Duermo donde quiero —contestó Edie—. Es genial ser yo.
La sombra que Carly había visto en la mandíbula de la chica la semana anterior era sin duda una herida. El morado se había desvanecido en un tono amarillo verdoso apagado, pero todavía se veía intenso bajo la translúcida piel de Edie. Carly se preguntó qué —o quién— se lo habría hecho, pero sabía que no valdría de nada preguntar.
En lugar de eso, le dio a Edie otra porción de pizza. La chica había devorado la primera en tres bocados y estaba mordisqueando el borde.
Entre las dos terminaron el resto de la pizza y las sobras de la lasaña que había en la nevera. La falta de disposición de Edie a responder preguntas no se correspondía con su renuencia para hacerlas y, mientras comían, comentó que se había leído un libro sobre enfermedades de los animales y pasó a hacerle un cuestionario a Carly acerca de los síntomas de todo, desde el moquillo hasta la leucemia. Cuanto más hablaban, más evidente se le hizo a Carly que Edie prácticamente había memorizado un libro de texto de primer curso de veterinaria.
—Sabes mucho de esto —dijo al levantarse para poner los platos en el fregadero.
—Te he dicho que no soy idiota.
—¿Has pensado en hacerte veterinaria? —preguntó Carly.
—Claro —dijo Edie—. Pagaré la facultad con el dinero de mi fondo fiduciario.
—No te hace falta un fondo fiduciario. Hay becas y programas de ayudas financieras. Así es como me pagué yo la universidad. Tú también podrías hacerlo.
—¿Es eso todo lo que hay que hacer para ser veterinario? ¿Memorizar cosas? Eso puede hacerlo cualquiera.
Carly no hizo caso de la pulla.
—Algunas facultades de veterinaria aceptan a estudiantes que hayan hecho secundaria para seguir un programa de seis años. Tendrías que hacer el examen de acceso a la Universidad. ¿Sabes de qué va?
—Sí —dijo Edie con tono huraño—. Podría pasarlo si quisiera. Secundaria es para tontos.
—Y tendrías que obtener algo de experiencia trabajando en un hospital o en una clínica.
—No hay problema. Soy una adolescente americana con una pinta tan sana que me resultará fácil entrar en cualquier sitio y que me contraten. —Edie se levantó—. Vaya montón de chorradas.
—Yo creo que podrías hacerlo —insistió Carly.
—¿Y tú qué sabes? —La chica parecía enfadada—. Tú no sabes nada de mí.
—Te llevo viendo casi cada semana desde hace seis meses. No sé dónde duermes o lo que haces en todo el día. Pero sí sé que eres una de las personas con mayor don para los animales que he conocido. Y eres lista de sobra para pasar la facultad...
—Es fácil impresionarte.
—Puede que a ti te resulte fácil, pero no todo el mundo puede memorizar un texto de patología. Yo no pude. Todavía tengo que consultar la mitad de las cosas que tú acabas de decir de un tirón. Si querías impresionarme, lo has hecho. Tú...
El sonido del timbre la interrumpió. Edie la miraba furiosa. Carly dio un pequeño suspiro de frustración. Tenía que ser Max y no podía haber llegado en peor momento. No quería que Edie se marchara, no en ese preciso momento, cuando por fin parecía que estaban a punto de dar un gran paso.
—Hay helado en el congelador —dijo, sintiéndose como si estuviera intentando sobornar a un niño. No creía que Edie picara. Pero la chica tampoco hizo ademán de ir hacia la puerta, lo cual Carly interpretó como una buena señal—. Hay de chocolate y de fresa, creo. Coge lo que quieras. Ahora mismo vuelvo.