Capítulo 12
Después de llevar casi cuatro meses viviendo en San Francisco, Max había aprendido que no había forma de predecir las pautas locales del tráfico, salvo haciendo una suposición básica: si era de día, el Bay Bridge estaría abarrotado. Aquel día no era una excepción y Max se sujetó bien cuando Carly apretó a fondo el acelerador y se lanzó hábilmente con el Volkswagen hacia el carril izquierdo, pegada a las estruendosas ruedas de un enorme tráiler negro.
—¡Llegaremos a tiempo! —exclamó Carly en alto, para que se la oyese por encima del ruido.
Max resistió el impulso de cerrar los ojos. Era toda una prueba de la calidad de la ingeniería alemana, pensó, que el desvencijado coche no se hubiera desintegrado ya. A juzgar por la violencia de las vibraciones que notaba en el asiento del copiloto, era únicamente cuestión de tiempo. Sólo esperaba que no ocurriera mientras iban a ciento treinta por el carril rápido.
Era domingo, hacía una tarde despejada fuera de lo común en la ciudad y, mientras cruzaban el puente a toda velocidad, alcanzó a ver hasta las colinas de Oakland. No sabía exactamente cómo había acabado en el coche de Carly, en dirección norte, camino a Davis para cenar con su familia. No recordaba haber accedido a ir con ella, pero, de alguna manera, había ocurrido y ahora ya no había vuelta atrás. La invitación le había sorprendido y desconcertado, y, a pesar de que Carly había intentado convencerle de que no era gran cosa, que los Martin siempre tenían invitados en las cenas de los domingos, se sentía incómodo. No comprendía por qué le había elegido como invitado. No podía decirse que hubiera sido amable con ella precisamente.
Era posible, pensó, que estuviera intentando someterle a algún tipo de compromiso emocional. No habían hablado de la mansión Tremayne desde la semana anterior, pero, si tenía miedo de que él todavía pensara llevarla a juicio, tal vez consideraba aquello una jugada estratégica. Si era así, podía ahorrarse el esfuerzo. Él había dejado el tema en suspenso a propósito; estaba esperando el momento oportuno hasta que hubiera un indicio más claro de si Henry iba a recuperarse o no. Si recobraba la consciencia, no haría falta una batalla legal. Y si no lo hacía... Max entrecerró los ojos. Pasara lo que pasara, jamás permitiría que sus sentimientos hacia Carly Martin —fueran cuales fueran— le impidieran hacer lo que debía.
Se revolvió en el pequeño asiento, deseando que hubiera más espacio para las piernas. De hecho, deseando estar en su propio coche. No le gustaba ir de copiloto de nadie y echaba de menos el elegante e imponente peso de su Jaguar. No había estado en un coche como el de Carly desde los dieciséis años, y aquél no era un momento de su vida que le gustara recordar.
Bajó la ventanilla para poder sentir el viento en la cara.
—Max —dijo Carly—, no estarás preocupado por conocer a mi familia, ¿verdad? Es sólo una cosa informal. Será divertido.
—No estoy preocupado —masculló.
—Estás muy callado. Tal vez no debería haberte contado tantas cosas de ellos. Supongo que parecen un poco raros.
—Parecen estupendos —dijo cortante.
Frunció el ceño y miró por la ventanilla, deseando no haber ido. No le gustaba nada conocer a gente nueva y le molestaba haberse dejado involucrar en aquello. Tenía la inquietante sensación de ser de nuevo un crío, sentado con el cinturón abrochado en el asiento delantero del coche barato de otro trabajador social más, de camino a otra casa de acogida. Todavía palpaba las viejas emociones: la esperanza y el miedo, chocando entre sí hasta formar la triste aleación de la resignación. La primera noche era siempre la peor, cuando yacía tumbado en la cama nueva, acurrucado entre sábanas cargadas del olor de una casa desconocida, escuchando los raidos nocturnos de gente extraña.
Siempre que conocía a un nuevo grupo de hermanastros, Max les miraba uno a uno a los ojos, retándoles a devolverle la mirada, retándoles a decir en alto lo que ya sabían de él. Pero él no era el único crío curtido que había, y la cosa no siempre funcionaba.
«Nos hemos enterado de que tienes el apellido de tu madre porque no sabes quién es tu padre. Tu madre es una borracha. Sabemos que se murió en un supermercado cuando iba a por otra botella.»
Incluso ahora, de mayor, si tenía el estado de ánimo equivocado, conocer a toda una sala de caras nuevas le seguía produciendo sudores fríos. Pero la diferencia era que en la actualidad le rodeaba el talismán de la riqueza, la magia más fuerte existente para ser aceptado de inmediato.
—A mi familia le vas a caer bien —dijo Carly con firmeza.
La miró. ¿Eran imaginaciones suyas o parecía su entusiasmo un poco forzado? Volvió a revolverse en el asiento. De hecho, pensó, a su familia no le caería bien. Nada bien. Y le daba igual. De todas formas, no era una cuestión de gusto. Era una cuestión de respeto. Definitivamente hubiera preferido llegar allí en su propio coche.
Los padres de Carly vivían aproximadamente a una hora en coche al nordeste de San Francisco, cerca del campus Davis de la Universidad de California, donde su padre daba clases de Botánica a los universitarios. Tenían una casa en una finca de más de dos hectáreas de terreno, que lindaba con un arroyo llamado Putah, y Max, que jamás se había planteado vivir en ninguna parte que no tuviera un Starbucks a tiro de piedra, se llevó una agradable impresión. Tenían olivos y parras detrás de la casa y, al otro lado del cuidado jardín, había una gran pradera de hierba, alta hasta la rodilla, tachonada de flores silvestres.
—Nadie, y quiero decir que absolutamente nadie, toca mi pradera —dijo el doctor Martin mientras le enseñaba a Max el campo, señalando, con el entusiasmo por los nombres latinos propio de un catedrático, las distintas plantas que había cultivado a partir de semillas silvestres—. En el sesenta y tres, cuando la compramos, era una granja de tomates. ¡Tomates! —bramó—. La tierra estaba destrozada, era un erial. Deberías ver, hijo, lo que hacen aquí, en el valle, con los campos. No es que tenga nada en contra de la agricultura. Me gustan las verduras del supermercado como al que más, pero los pesticidas, ¡los pesticidas! La naturaleza es fuerte, Max, pero, por Dios, tiene un límite.
El desarrollado instinto de supervivencia de Max le había permitido juzgar a los Martin a los cinco minutos de llegar. Estaban todos locos..., pero eran simpáticos. Lo cual era bueno, porque eran un montón.
Carly le había presentado a la masa de adultos, niños, gatos y perros presentes, y cada presentación había sido más o menos algo así: «Este es Cris, que fue alumno de mi padre, y salió con Jeannie, mi hermana, ése es su marido, Mark, pero ahora está casado con Cathy, que fue conmigo a la Facultad de Veterinaria, y su hija, Heather, de trece años, es la mejor amiga de mi hermana pequeña, Anna, que está allí».
No había distinción alguna entre los parientes de sangre, los adoptados, los políticos y los amigos de la familia, y a Max le desconcertó la ruidosa cordialidad del grupo. Era difícil lograr meter una palabra en la conversación, ni siquiera de refilón, y tampoco lo intentó; prefirió escuchar y observar mientras procesaba la escena.
En lugar de quedarse pegada a él, Carly le dejó solo nada más llegar, como si su bienestar fuera ya una responsabilidad familiar. No obstante, parecía vigilarle, como si temiera que fuera a agobiarse de repente y salir corriendo hacia las colinas.
Él también la observaba a hurtadillas. Estaba en su elemento, rodeada de su gente, y cuando Max la vio riéndose con sus hermanas de alguna broma, sintió una inesperada punzada de envidia. De la misma forma que su Jaguar y su apartamento de Park Avenue eran unos lujos avalados por su saldo bancario, pensó, la creencia de Carly en la bondad elemental del mundo era un lujo avalado por aquel grupo. La habían criado de tal forma que supiera que siempre podría sentirse segura y querida y Max se dio cuenta de repente de que, por muy rico que llegara a ser, la fortuna personal de Carly Martin siempre sería mayor y más duradera que la suya.
La cena consistía en platos que habían llevado los invitados, servidos, estilo bufé, en una mesa abarrotada de cosas que habían montado en el césped, junto a una pérgola armada con parras. Anna, la hermana de trece años de Carly, le dio un plato a Max y le siguió hasta la mesa. Él echó una ojeada al surtido de comida y cogió una cuchara de servir, dispuesto a romper la costra del guiso más cercano.
—¡Para! —exclamó Anna de repente. Era lo primero que le decía desde que estaba allí, aunque llevaba revoloteando en torno a él ya un buen rato, mirándole con una fascinación que le ponía nervioso.
Max se detuvo, con el cucharón en la mano, y la miró.
—¿Qué pasa?
—Deja la cuchara —dijo Anna—. Eso no te va a gustar. Créeme.
El plato en cuestión parecía ser una inocente mezcla de pasta cocida y verduras. Max frunció el ceño.
—¿Por qué no?
Anna miró a ambos lados y se inclinó hacia él.
—Lo ha hecho Carly —respondió en voz baja y con un tono significativo.
Max arqueó las cejas.
—¿Eso es malo?
—Oh, Dios mío. ¿Cuánto hace que conoces a mi hermana?
—No mucho.
Anna asintió.
—No es que Carly no sepa cocinar —explicó—. Es que no cocina. Comida normal, quiero decir. Y va a peor. La semana pasada trajo una cosa llamada «pan de nueces» que se supone que debía ser como un pastel de carne salvo que...
—¿... sin carne?
—Exacto. Estaba hecho como con soja y mantequilla de cacahuete y cosas así y llevaba ketchup...
Max se echó hacia atrás.
—Entiendo.
Anna señaló hacia la fuente del guiso.
—Eso se llama «sorpresa de tofu». Es muy, muy sano. ¿Quieres saber lo que lleva?
—No —dijo Max. Dejó el cucharón—. Gracias.
Anna sonrió con dulzura.
—Ya me parecía a mí —dijo—. Mark casi ha terminado de hacer los perritos calientes. Te traeré uno cuando estén listos.
Hicieron falta cuatro mesas de comedor plegables, puestas una junto a la otra formando un largo rectángulo un tanto irregular, para acomodar al grupo. A Max le pusieron en una silla justo enfrente del padre de Carly, que, le dijeron, era el sitio de honor. Enseguida pudo comprobar que el «honor» consistía en ser el público designado del constante chorreo de historias y penosos juegos de palabras del profesor Martin. Pilló a Carly observándolo más de una vez con una expresión muy parecida a la que le había visto cuando Lola, la gran danés, lo había inmovilizado contra la pared.
No se parecía ni por lo más remoto a nada que Max hubiera vivido antes. Había llegado allí esperando encontrarse con una variante del tema habitual, en la que se sentaría educadamente, comería educadamente y —tan pronto como fuera posible— se marcharía educadamente, esquivando todo el rato preguntas indiscretas acerca de su familia, su universidad, su patrimonio neto y sus ideas políticas. Pero allí estaba, recién caído como un paracaidista en una zona remota de un país extranjero, rodeado de aquella enorme y bulliciosa tribu de gente que parecía demasiado ocupada divirtiéndose como para preocuparse de a qué universidad había ido o de qué tenedor utilizaba para comer la ensalada. Le contaban chistes, le llevaban platos de comida y le pedían su opinión sobre todo, desde la Bolsa hasta lo buenas que eran o no las lagartijas como mascotas.
Con toda razón, debería haberle resultado odioso. La confianza entre todos ellos debería haber acentuado su sensación de desconocido, pero, curiosamente, tuvo el efecto contrario. Los Martin eran como un extraño vórtice de felicidad que le absorbía y, a medida que la tarde se fue prolongando, su resistencia comenzó a fallarle. Empezó a relajarse —despacio, con cautela— al calor de su agradable acogida y se dio cuenta de que no se lo estaba pasando mal. Hicieron que sintiera casi como si perteneciera a aquello, como si formara parte de su variopinto grupo familiar.
«¿Cómo si perteneciera a esto?» El pensamiento fue suficientemente absurdo como para sacar a Max de su extraño trance. Echó la silla hacia atrás y se cruzó de brazos. «Es una ilusión —se dijo a sí mismo con frialdad—. Y no te conviene nada olvidarlo.» Los Martin no eran gente elegante, pero tenían una refinada cortesía social propia. Eran expertos anfitriones y sabían cómo hacer que un extraño se sintiera cómodo; pero sería un error estúpido confundir los rituales de la buena educación con una auténtica aceptación.
Sonó el tono agudo de su teléfono móvil y se volvieron hacia él algunas miradas de sorpresa. Lo cogió enseguida. Normalmente no solía contestar llamadas en mitad de una comida, pero, en aquel caso, la etiqueta ocupaba un segundo lugar respecto a la posibilidad de recibir noticias del hospital.
Era el médico de Henry, y Max se alegró de tener una excusa para abandonar la mesa. Se levantó y caminó hacia el olivar de los Martin para atender la llamada.