Capítulo 10
A Max le bastó mirar el rostro de Carly para saber que su cruel pregunta había hecho mella. Estaba sentada como si se hubiera quedado sin sentido, con la boca entreabierta.
—¿Qué? —dijo ella al final con voz ronca—. ¿Henry?
El semáforo se puso verde, Max pisó el acelerador más de lo necesario y, con el rugido del motor, agarró con firmeza la palanca de cambios. ¿Es que las cosas iban a ser así? ¿Acaso creía ella que, después de todo lo que acababa de admitir, tenía derecho a sentirse ofendida por su opinión? Intentaba contener una mezcla explosiva de emociones, y el sentimiento de traición no era precisamente la menor de ellas. ¡Y pensar que había conseguido que la justificara, imaginándose escenas románticas, de amor, de —como mínimo— motivaciones decentes para su aventura con Henry! Y lo mismo cabía decir del renacimiento de los ideales. Debía habérselo imaginado.
—A ver si lo entiendo —dijo Carly, con una voz cada vez más estridente—. Durante todo este tiempo, ¿te estabas refiriendo a Henry?
—¿Y a quién si no?
Ella hizo un ruido que sonó, extrañamente, como un gruñido, y Max sintió de pronto un fuerte golpe sobre su hombro. Se giró y vio a Carly, con el rostro descompuesto de ira, blandiendo el otro puño en su dirección.
—¡Eres asqueroso! —le gritó, mientras le propinaba otro golpe—. ¡Eres un asqueroso psicópata misógino con la mente enferma!
—¿Qué demonios haces? —preguntó Max, dando un brusco volantazo cuando ella le abofeteó de nuevo—. Estoy conduciendo...
Carly ni siquiera parecía oírle.
—¿Cómo has podido pensar que estaba hablando de tu abuelo? ¡De Henry Tremayne, mi amigo, a quien le cuido los animales y que charla conmigo de las noticias internacionales y de literatura mientras tomamos el té!
—¡Ay, maldita sea! —dijo Max, dando por imposible intentar conducir por la ciudad con una mujer enloquecida en el asiento del copiloto.
Los frenos chirriaron cuando paró el coche en seco junto al bordillo que daba a un pequeño parque urbano.
—Ya te he aguantado bastante, Max Giordano —gritó Carly enfurecida—. La verdad es que estabas empezando a caerme bien, pero acabo de cambiar de opinión. Eres horrible ¡y no quiero volver a verte más! —Buscó a tientas el tirador de la puerta.
—Espera un momento —dijo Max—. Si toda esa charla no era sobre Henry, entonces ¿de quién...?
—¡De Richard, idiota! —gritó Carly, abriendo la puerta—. Estaba hablando de Richard. —Pegó un portazo al salir del coche y se fue hecha una furia.
Max maldijo entre dientes, sacó las llaves del contacto y la siguió.
—¡Carly!
Cuando la alcanzó, ya se había adentrado mucho en el parque. Con la cabeza alta y el paso decidido, ella le lanzó una enfurecida mirada de soslayo.
—¡Vete!
—De eso nada —dijo Max, manteniendo su paso—. Vamos a solucionar esto ahora mismo. ¿Estabas hablando de Richard Wexler, tu socio?
Carly tenía las mejillas al rojo vivo.
—Te lo acabo de decir, listillo.
—¿Tú y él... tuvisteis una relación?
—Sí.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Demasiado.
—¿Es a eso a lo que te referías cuando dijiste que no podías permitirte romper el acuerdo? ¿A un acuerdo profesional?
—No —dijo Carly con brusquedad; se paró en seco y se dio la vuelta para mirarle. Las palabras le salieron como un torrente—: Me refería a que me estaba acostando con tu abuelo, intentando sacarle al pobre hombre cada centavo que tiene. Eso es lo que llevas todo este tiempo esperando oír, ¿no? ¿Y para qué te has molestado en esperar, Max? Está claro que ya me has juzgado y condenado, así que, ¿por qué no me cuelgas ahora mismo? Es evidente —continuó con sarcasmo— que me he pasado las noches planeando ser la heredera de Henry para no tener que trabajar ni un día más de mi vida. Seguro que te has dado cuenta de que odio mi trabajo. Tampoco soporto a los animales. ¿Y todos esos años que pasé en la Facultad de Veterinaria? Aquellas dieciséis horas diarias que trabajaba para poder aprobar... Ah, sí, eso fue por diversión, no porque realmente tuviera una meta con la que soñaba desde niña. —Le dio en el pecho enérgicamente con un dedo—. Y te diré algo más. Para alguien con tu saldo bancario, puede que mi vida no sea gran cosa, pero te aseguro que soy de lo más feliz con ella; no me hace falta el dinero de tu abuelo y jamás le manipularía ni me prostituiría para conseguirlo.
Miró a Max a los ojos, desafiante, y él se dio cuenta de que ella pensaba que iba a replicar. Pero no lo hizo. En lugar de ello, simplemente esperó, observando cómo le contemplaba expectante, con la boca apretada y los hombros tensos. Esperó, mientras disminuía su acelerada y entrecortada respiración y su dura expresión se desvanecía en una recelosa incertidumbre.
Carly respiró sofocada una vez más y Max vio que intentaba reafirmar su ira, envolverse en ella como con una cota de malla.
—Ya he tenido bastante —dijo, y le dio la espalda—. Adiós.
Él fue rápido, la cogió de los brazos y la giró de cara a él de nuevo.
Carly dio un grito ahogado e intentó zafarse.
—¿Qué crees que estás...?
—Mírame.
—¿Qué?
Se ruborizó mientras la sujetaba. Max la miró a los ojos, intentando vislumbrar la verdad tras el brillo de miedo que desprendían.
La integridad ajena era lo último con lo que Max contaba al enfrentarse al mundo. Había visto demasiadas morales maleables como para seguir creyendo en la inherente bondad del ser humano, especialmente cuando había dinero de por medio. Pero cuando escrutó el rostro de Carly y sólo vio una honestidad clara e inquebrantable, su cinismo se hizo añicos ante la creciente fuerza del instinto.
—No me lo puedo creer —dijo despacio, aturdido—. Estás diciendo la verdad.
Se sintió liberado al decirlo y notó también una extraña sensación de vértigo al comprender lo que en definitiva significaba. Carly Martin no era su enemiga. Posiblemente ni siquiera era su rival. Pero, si no era nada de eso, entonces, ¿quién era exactamente?
Carly soltó un trémulo suspiro.
—Pues claro que es la verdad —dijo. Intentaba hacerse la dura, pero Max la notaba temblar bajo sus manos—. No sé por qué Henry me dejó su casa —añadió—. En serio que no lo sé. Y la fundación que quiere que monte... No sé cómo hacerlo. Sólo tengo veintiocho años y todavía estoy aprendiendo a ser veterinaria. Lo haré lo mejor que pueda, pero se me ocurren al menos cien personas que lo harían mejor que yo.
—Es evidente que tenía una razón para elegirte —dijo Max.
—Llevo días pensando en ello y no se me ocurre ninguna, salvo...
—¿Salvo qué?
—Bueno, me pregunto si él creyó que podía salvarme, igual que salva a sus mascotas.
Max se dio cuenta de que todavía la sujetaba por los brazos. Su piel era suave al tacto. Frunció el ceño y la soltó.
—¿Salvarte de qué?
—De mi condición de socia de la clínica. Incluso me ofreció un préstamo sin intereses para que pudiera abrir mi propia consulta, pero la situación es tan complicada... No sabía si debía aceptar su ofrecimiento.
—¿Y por qué no?
—Hay demasiadas cuestiones legales con Rich... Lo que intentaba decirte antes es que a nuestra sociedad todavía le quedan tres años más por contrato, y si lo rompiera perdería el derecho a todo lo que he invertido.
—¿No permite que te vayas?
—Créeme, jamás me dejará sacar mi dinero antes de tiempo. De modo que, a no ser que decida renunciar a todos mis ahorros, tendría que contratar a un abogado e ir a juicio; incluso así, probablemente perdería. No puedo pasar por todo eso. Es demasiado estresante.
—No hay nada más estresante que quedarse a disgusto en un sitio.
—¡Ya, claro! —exclamó Carly—. Puede que a vosotros, los peces gordos, no os importe ir amenazando a la gente con llevarla a juicio, pero a mí la idea me provoca sudores fríos. No quiero pasarme el tiempo reuniéndome con abogados. Soy veterinaria. Y quiero ejercer como tal.
—Estoy segura de que Wexler cuenta con ello.
—Tal vez. Pero da igual, ésa no es la cuestión. Montar mi propio negocio es un gran paso y todavía no estoy preparada para darlo. No tengo suficiente experiencia. No quería aceptar la oferta de Henry hasta estar segura de que iba a tener suficiente éxito como para poder devolverle el dinero.
—Dudo que él le diera demasiada importancia a eso.
—¿Sabes qué? Puede que tengas razón, tal vez podría haber aceptado su préstamo y habérmelo gastado en un viaje a Tahití, y Henry jamás habría dicho una palabra. Y ésa es precisamente la mejor razón que se me ocurre para devolverle el dinero rápido y con un interés justo. ¿No harías tú lo mismo?
Era una pregunta retórica. Su tono de voz indicaba sin lugar a dudas que creía que cualquier persona decente acotaría la generosidad de Henry Tremayne. Ni siquiera le preguntó a Max si estaba de acuerdo, lo cual a éste le pareció interesante.
—Tal vez no —dijo a propósito, intrigado por la confianza que ella mostraba en su integridad—. Si Henry Tremayne quisiera ser mi caballero de brillante armadura, a lo mejor le dejaría.
—No, no lo harías —replicó Carly inmediatamente—. No podrías.
Su convicción le inspiraba curiosidad.
—¿Por qué dices eso?
—Por lo que dijiste anoche. No eres un aprovechado, y la idea de que te tomen por uno te resulta insufrible. Eres cínico, Max, y creo que la vida te ha vapuleado más de una vez, pero no por eso eres cruel y no vas por ahí desdeñando la amabilidad sólo porque sí.
Max se quedó callado un momento. No tenía ni idea de cómo responder a semejante afirmación. Sabía que la mayoría de la gente le describiría en una palabra como «implacable» más que como «virtuoso», pero no estaba de acuerdo. Tenía unos principios que jamás comprometía a sabiendas, y, aunque no siempre era amable, intentaba ser justo. Eso, creía él, era lo importante.
—Todavía tiene que pasar un tiempo para que pueda ganarme la aureola de santo —replicó con cinismo.
—No bromeo —dijo Carly—. Tienes la mala costumbre de sacar conclusiones precipitadas sobre la gente. —Pero la pulla iba teñida de un leve humor que transformó lo que habría sido una crítica acerba en un simple guiño compartido. Era una extraña sensación—. De todas formas —continuó Carly—, creo que Henry sigue empeñado en salvarme. En eso consiste todo esto.
—¿Y te hace falta que te salven?
—No, no. De verdad. Sé apañarme con Rich.
Max le visualizó, intentando contemplarle desde una perspectiva femenina e imaginarse qué habría visto Carly en él. Era sobradamente atractivo, para las que les gustaran los pijos rubitos.
Se puso a fantasear sobre cómo serían Richard y Carly como amantes y se le hizo un nudo en el estómago al evocar imágenes de aquel niño bien tocándola, besándola en la boca, con el cuerpo de Carly pegado a...
«¡Basta!» Max borró de su mente la imagen cada vez más explícita. ¿Qué le pasaba? No sabía de dónde se había sacado aquella película.
Carly le miró intrigada.
—¿Estás bien?
—Sí —contestó, aunque las imágenes seguían allí, clavadas en su cerebro como púas. Revoloteaban detrás de sus ojos, burlándose de él—. Muy bien.